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David Karvala

El problema no es sólo la subida de la extrema derecha —que también— sino que el mismo concepto de “Europa” se basa en el racismo.

El racismo y la extrema derecha crecen en casi toda Europa. Esto lo reconoce cualquier persona medianamente progresista.

También existe bastante consenso en que existe un problema con la derecha tradicional, que se está acercando a varias posiciones de la extrema derecha, y normalizando a sectores de ella.

Un caso claro en el ámbito europeo es Ursula Von Der Leyen, que ve a Giorgia Meloni y a su partido Fratelli d’Italia —herederos del fascismo de Mussolini— como socios aceptables a los que no hay que aplicar ningún cordón sanitario.

A menudo esto se critica como una ruptura con los auténticos “valores europeos”.

Según el Tratado de la Unión Europea, la UE “se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías.”

Pero no se puede ignorar el hecho de que las políticas de migración europeas son profundamente racistas, y han provocado la muerte de decenas de miles de personas. Y estas políticas no solo las impulsan la derecha y extrema derecha, sino que las comparten todos los gobiernos europeos, socialdemócratas incluidos, como el Gobierno español. La situación ha empeorado aún más con el nuevo Pacto Europeo de Migración y Asilo (PEMA), impulsado por Pedro Sánchez y acordado con Giorgia Meloni.

Frente a todo esto, ¿debemos argumentar que “otra Europa es posible”? O, más bien, ¿hay que reconocer que el racismo forma parte del ADN de la Unión Europea, y del mismo concepto de Europa como tal?

¿Una Europa progre?

Es típico en la izquierda reformista el presentar a Europa —e incluso la Unión Europea (EU) como entidad— como una opción inclusiva y abierta, frente al nacionalismo.

En la web del PSOE, por ejemplo, podemos leer: “los y las socialistas queremos luchar por una Unión Europea fuerte y unida, alejada del odio y el populismo. Una Europa que siga apostando por la igualdad, la libertad y la dignidad humana.”

Por su parte, Sumar declaró en su manifiesto para las legislativas de 2023 que: “La Unión Europea es un actor imprescindible para avanzar hacia la igualdad tanto dentro como fuera de la Unión.”

Siguiendo esta línea, la propuesta del Brexit —la salida del Reino Unido de la UE— se entendió ampliamente —desde el centroderecha hasta gran parte de la izquierda— como simplemente la expresión de un nacionalismo cerrado y xenófobo, frente a una UE que representaba la hermandad entre pueblos, la diversidad, etc. etc. Evidentemente la visión xenófoba existió, pero hubo otros motivos muy diferentes para votar a favor del Brexit: mucha gente trabajadora que votó a favor del Brexit también apoyó al izquierdista y antirracista Jeremy Corbyn, por ejemplo.

En todo caso, esta visión edulcorada de la Unión Europea no tiene fundamento. La UE y sus antecesoras siempre han tenido el objetivo de impulsar los intereses de los Estados miembros frente a sus competidores en un mundo capitalista. Entre los años 80 y 90 se fijaron en piedra las políticas neoliberales. Y en las últimas décadas, se ha añadido una fuerte política racista de migración, además de un elemento cada vez más importante de militarismo.

Esto lo expresó de manera muy cruda Josep Borrell, cuando era jefe de la política exterior europea.

El jardinero Borrell

Recientemente, Josep Borrell ha sido de las pocas personas de la cúpula de la UE que ha criticado el Estado israelí.

Pero en 2022, hizo estas declaraciones muy polémicas… por no decir racistas.

“Europa es un jardín… Es la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha podido construir: las tres cosas juntas…

El resto del mundo… no es exactamente un jardín. La mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín… la selva tiene una fuerte capacidad de crecimiento, y el muro nunca será lo suficientemente alto como para proteger el jardín.

Los jardineros tienen que ir a la selva. Los europeos tienen que estar mucho más comprometidos con el resto del mundo.

De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá, por diferentes formas y medios.”

El hecho de expresarse de manera tan borde es quizá cosa de Borrell, pero el servicio “diplomático” de la UE colgó su discurso en su web sin complejos ni comentarios: no les debió chocar.

Al describir al resto del mundo como una “jungla”, Borrell hace dos cosas.

Primero, afirma una superioridad de la “Europa civilizada” —la del comercio de esclavos, la que produjo dos guerras mundiales, la de Auschwitz, y más reciente la de las masacres en el Mediterráneo— frente al resto del mundo, salvaje y peligroso.

Segundo, reactiva uno de los recursos ideológicos del colonialismo del s. XIX: que las potencias europeas no invadieron y dominaron los países del sur por interés propio, sino para llevarles la civilización.

La verdad es que la prosperidad económica (siempre de una pequeña minoría, no lo olvidemos) que se presenta como prueba de la superioridad de Europa solo fue posible gracias a la colonización del sud global y a la esclavización y comercialización de millones de seres humanos del continente africano.

Notemos también que además del racismo, Borrell propone un papel militar de la UE y los Estados europeos más activo e intervencionista. Tal y como está el mundo, es evidente que esto es extremadamente peligroso. El militarismo europeo no es ni mejor ni peor que el militarismo de Rusia o China, pero las izquierdas europeas deben tener claro que “el enemigo principal está en casa”. La invasión imperialista rusa de Ucrania no justifica ningún apoyo al militarismo occidental, en nombre de la OTAN, la UE o lo que sea. Tristemente, bastantes sectores de la izquierda, parecen haber olvidado este punto básico. (Este no es lugar para desarrollar el argumento: se trata de las confusiones extendidas dentro de la izquierda sobre el militarismo europeo aquí, y sobre Ucrania aquí),

La creación de Europa

Para alguien mirando la Tierra desde el espacio, sería fácil discernir el continente africano, o las Américas, sur y norte.

Pero nada distingue el “continente” europeo. Es más bien el extremo occidental del continente asiático. El hecho es que no existe un argumento lógico geográfico para hablar de un continente europeo.

Este problema no solo afecta a los y las astronautas y alienígenas. Las propias instituciones europeas a menudo tienen dificultades para delimitar el territorio de “Europa”, sobre todo en el este y sureste.

Así que intentan definir “Europa” en términos de sus supuestos valores, como la democracia y el respeto a los derechos humanos, y una “cultura compartida”. Pero el territorio que produjo el comercio de esclavos y el genocidio en las Américas, dos guerras mundiales, el fascismo y el Holocausto, etc., difícilmente puede tomarse como el paladín de los derechos humanos.

Y hablar de una cultura propia y distinta no se sostiene. ¿En serio se plantea que Andalucía tiene más en común culturalmente con Finlandia que con su vecino, Marruecos?

El plantear esta pregunta nos lleva a un punto clave, el cristianismo y el islam. Por ejemplo, las listas de países europeos a menudo incluyen a Georgia y Armenia —con mayoría cristiana— pero mucho menos frecuentemente al tercer país del Cáucaso, Azerbaiyán, mayoritariamente musulmán.

Es que, en el sur y sureste, los límites de Europa se crearon mediante guerras contra el islam: en la península ibérica, con la ocupación cristiana que se culminó en 1492; en los Balcanes, mediante una serie de conflictos con el imperio otomano.

Esto lo señaló un libro publicado en 1957, Europe: the emergence of an idea, de un tal Denys Hay. Es una obra poco conocida, pero se incluyó en la colección “Cien libros memorables sobre Europa” del Parlamento Europeo. En su resumen de este libro, comentan:

“La… unificación de Occidente frente a la agresión musulmana dio lugar a las primeras expresiones reales de Europa como el territorio geográfico concreto en que se ha convertido. A partir de entonces, las nociones de cristiandad y Europa comenzaron a utilizarse indistintamente en la literatura contemporánea.”

Este proceso lo celebran hoy sectores de la extrema derecha (pero no solo ellos).

Un ejemplo son los grupos fascistas que se suman al acto institucional que marca cada 2 de enero la toma de Granada por parte de las fuerzas de los reyes católicos, cuando estos pusieron fin tanto a la sociedad diversa de Al Ándalus como a la higiene corporal.

Otro es el blog islamófobo de EEUU, Gates of Vienna (“las puertas de Viena”), que toma su nombre de la batalla de Viena (o Kahlenberg) en 1683 en que tropas austríacas y polacas se enfrentaron a las fuerzas del imperio otomano. (Detalle cultural-culinario: se dice que el croissant se inventó para celebrar la victoria austríaca en esa batalla, y que su forma curvada se inspiró en la media luna del islam de las banderas del Imperio Otomano).

Así que el mismo concepto de “Europa” como continente se basa en lo que ahora llamamos la islamofobia; es decir en el racismo. Por tanto, toda apelación a los “valores europeos” frente al odio y el racismo carece de fundamento. Sí podemos y debemos defender la democracia y los derechos humanos, pero sin fingir que pertenezcan a ese continente inventado.

Contra el auge ultra

Con todo, es un hecho que las cosas se están poniendo peores, en toda “Europa” y todo el mundo.

Los partidos de extrema derecha, incluyendo a varios que son realmente fascistas, consiguieron resultados record en las últimas elecciones al Parlamento Europeo. En el reparto de puestos en la Comisión Europea, los dos grandes grupos, el Partido Popular Europeo y el grupo Socialistas y Demócratas, han dado una vicepresidencia a Raffaele Fitto del partido fascista de Giorgia Meloni, Fratelli de Italia.

Todo lo dicho acerca de lo que realmente representa Europa no quita gravedad a estos hechos.

Urge impulsar la lucha unitaria contra el fascismo y la extrema derecha en conjunto, por todas partes. La reciente declaración de World Against Racism and Fascism (“London Calling: llamada a acción global contra el racismo y el fascismo”) debe ser respondida ampliamente. Y como dice esa llamada, la lucha contra la extrema derecha debe ir de la mano de la oposición a toda forma de racismo.

La lucha amplia que hace falta no se basará en un rechazo de fondo de toda la idea de Europa; intentar limitar una lucha esencial como ésta a las personas que comparten una visión ideológica determinada sería sectarismo y solo llevaría a nuestra derrota. Para tener éxito, la lucha contra el fascismo y racismo debe basarse en puntos de consenso de mínimos; el racismo y el fascismo son una amenaza colectiva y debemos hacerles frente, conjuntamente.

Pero en ese consenso, si no puede incluir un rechazo explícito a todo lo que representa Europa, tampoco puede incluir una visión mitificada, edulcorada —falsa— de Europa. Menos aún, ahora que diferentes dirigentes de la extrema derecha europea están dejando atrás su “euroescepticismo” para reconocer las oportunidades que les ofrece la UE.

Internacionalismo

En lo que se refiere a la izquierda anticapitalista (o más ampliamente lo que se solía llamar la izquierda “transformadora”), ésta debería asumir que “Europa” no representa el internacionalismo, el progreso, etc.

Pero, menos aún, debe revertir en un nacionalismo local, defendiendo la soberanía nacional española, italiana, griega, o lo que sea, frente a una UE que se tacha de alemana. (Sí hay que apoyar, en diferentes casos, el derecho a la autodeterminación de los países pequeños, pero esto se puede y se debe hacer desde una visión internacionalista, no en base a una ideología nacionalista.)

El problema es el capitalismo, las diferentes burguesías y sus Estados (tengamos claro que no son “nuestros”, ni siquiera si somos de familias que llevan generaciones en ese territorio). Debemos rechazar tanto a sus Estados nacionales, como el proyecto —que nunca acaba de cuajar— de crear un super Estado europeo.

Debemos rechazar tanto el nacionalismo excluyente de la extrema derecha en un país u otro como el supranacionalismo europeo excluyente; debemos defender el internacionalismo de verdad, que no se limita a las fronteras europeas. Esto significa rechazar la visión falsa de Europa como modelo a seguir. Debemos oponernos tanto a las fronteras nacionales como a las europeas; todas significan la muerte para decenas de miles de personas.

En el Estado español, significa prestar mucha más atención y establecer más contactos con los territorios y las poblaciones del Magreb, así como, por supuesto, con todas las personas migradas que viven en el Estado.

En resumen, la izquierda anticapitalista tiene mucho trabajo. Debe establecer unos principios muy firmes y claros, pero también debe impulsar luchas amplias, con gente más diversa —idealmente abarcando al conjunto de la gente trabajadora— contra el fascismo y el racismo, así como frente a las guerras, el cambio climático, etc.

Pero debemos enterrar para siempre la ilusión de que el internacionalismo lo puede representar la UE. Debemos tener claro que nuestro rechazo, tanto a la Fortaleza Europa de todos los partidos del establishment, como a la Europa facha que intenta imponer la extrema derecha, no puede ser una “Europa progre e inclusiva”, porque la misma definición de Europa como continente, hogar de los valores humanitarios, etc., se basa en una mentira.