Chana Basha Helfand
¡No sé qué decir! ¡No sé qué decir! ¡No sé qué decir!
Mi profesor de inglés de noveno curso pidió a sus alumnos que llevaran un diario. Si no sabíamos qué decir, nos pedía que escribiéramos “No sé qué decir” una y otra vez, hasta que nos salieran las palabras. Ahora estoy empleando su técnica porque no sé qué palabras pueden marcar la diferencia, tantos meses de genocidio. ¿Qué puedo decir… escribir… gritar… llorar… que ni yo ni millones de personas hayamos dicho ya?
Ya nadie quiere oír hablar de genocidio… por tanto, os contaré una historia de amor. Una historia de amor sobre una familia palestina de Haifa que salvó la parte humana de una judía estadounidense.
Me criaron para ser una judía practicante, y en la sinagoga en la que me educaron, donde religión y política se fusionaban por completo, ser una buena judía significaba ser sionista. El sionismo, desde sus inicios hasta hoy, ha sido y es un movimiento racista, colonial, que roba tierras palestinas y lleva masacrando, secuestrando, humillando y torturando palestinos durante más de 76 años y obligando a los que no consiguieron asesinar o expulsar a vivir bajo un régimen de apartheid, control y ocupación militar…
Pero, por supuesto, no es así como se enseña el sionismo. Aprendí una narrativa que nada tenía que ver con la realidad, desde que “la tierra de Israel fue dada a los judíos por la ONU como reparación por el Holocausto” hasta que “sin el estado de Israel, el pueblo judío nunca estaría a salvo”.
En mis años de infancia y juventud, además de aprender las oraciones en hebreo y anhelar convertirme en rabina, también soñaba con establecerme en Israel y formar un hogar seguro con “mi pueblo”. Y junto con el amor por el judaísmo, el amor por el pueblo judío y el amor por el Estado de Israel, también me inculcaron otra emoción relacionada con el hecho de ser judía: el miedo. Miedo que se transmite de generación en generación basado en un trauma genuino, y miedo nacido de las mentiras en las que se basó el sionismo. Mis abuelos y bisabuelos abandonaron Europa mucho antes del Holocausto debido a la matanza de judíos en pogromos. En Estados Unidos encontraron la seguridad que buscaban, siempre que se integrasen. De niña me explicaron el Holocausto con todo detalle. También me enseñaron, una y otra vez, que “los árabes odian a los judíos y por eso atacan a Israel”. Nunca creí esto último (o al menos eso pensaba).
El judaísmo e Israel convivían en mi alma: el primero como forma de caminar por este mundo, y el segundo como el lugar al que soñaba ir: mi plan de toda la vida, desde que era adolescente, era establecerme en Israel.
La vida te cambia. Yo perdí la fe en mi religión a los veinte años, pero mi sueño de Israel permaneció arraigado en mí. En muchos momentos de mi vida, la realidad me parecía absolutamente insoportable, y “el Israel” que me habían enseñado era, por encima de todas las cosas, una esperanza y una promesa de que algún día la realidad sería mejor. Al menos, mi realidad. Nunca había oído la palabra Nakba. La primera vez que oí la palabra Palestina tenía 18 años y creía que el “conflicto” entre Israel y Palestina tenía que ver con la religión.
En 2009 hice planes para establecerme en Israel. Mi plan era trabajar como voluntaria en un refugio para mujeres y niños maltratados durante un mes, después hacer un curso intensivo de hebreo y quedarme para siempre. Mi alojamiento se frustró al segundo día y llegué al refugio, un sitio cuyos residentes y personal eran una mezcla de israelíes y palestinos, sin un lugar donde alojarme. La primera empleada que me recibió era israelí. Le expliqué mi situación y su respuesta fue: “¡haval!” (¡qué pena!). La segunda empleada que me recibió, Wafa, era palestina. Llamó a su hermano y le dijo que necesitaba un lugar donde quedarme. Me ofreció un apartamento que tenía alquilado.
Y el primer pensamiento que me vino, tras años de adoctrinamiento sionista, fue: “Los árabes odian a los judíos. ¡Rechaza su ofrecimiento! ¿Por qué iban a ayudarme? ¡‘Mi gente’ me ayudará!”
Los bebés y los niños pequeños se abrazan sin pensar en la tribu, la raza, la clase social, la religión o cualquier otra barrera para la humanidad. ¿Cuánto tiempo hace falta para enseñar a alguien a responder a la amabilidad con miedo? ¿Cuánto se tarda en desarraigar estas enseñanzas?
“Mi gente” no me ayudó a encontrar un piso. Y cuando volví a Wafa tres días después, llorando, pidiendo ayuda, pidiendo perdón, sin una sola palabra de reproche, sin ninguna recriminación, llamó a su hermano, que me alquiló el piso.
Me habían enseñado el miedo, el odio y la mentira. Wafa había aprendido el amor. Qué tremenda diferencia marcan las enseñanzas.
En mi primera noche en el piso, la sobrina de Wafa, inquilina del edificio, me invitó a cenar. El fin de semana siguiente lo pasé en el pueblo de Wafa: conociendo a su familia y amigos, aprendiendo su historia, enterándome de cómo eran sus vidas en el “país de mis sueños” y hablando inglés con Yara, la hija de Wafa. Wafa y su familia no me trataron como a una invitada sino como a una más de su familia.
Fue un fin de semana que cambió mi vida. Nunca me mudé a Israel. Comprendí que era tierra palestina y que no tenía derecho a reclamarla. Empecé un proceso de desaprender las mentiras, el miedo y el odio en el que me habían adoctrinado desde la infancia. Y llegué a comprender quién era realmente “mi pueblo”.
Son mis hermanas y hermanos humanos los que están siendo torturados, masacrados y asesinados por hambre en un genocidio en Gaza, y secuestrados, golpeados y asesinados en Cisjordania. Y son mis hermanas y hermanos humanos quienes están cometiendo este genocidio.
No puedo corresponder a la amabilidad que Wafa y su familia me ofrecieron, ni proporcionarles el refugio que ellos me dieron en un momento en el que yo lo necesitaba desesperadamente. Pero tal vez pueda hacer por otra persona lo que Wafa y su familia hicieron por mí: recordarle a alguien su propia humanidad. Porque no importa quién seas o de dónde vengas, son tus hermanas y hermanos humanos quienes están siendo asesinados en un genocidio en Gaza, y son tus hermanas y hermanos humanos quienes los están matando.
En Gaza se está produciendo un genocidio. No es una “guerra” ni un “conflicto”. Y sin los fondos, las armas y la complicidad de países de todo el mundo, especialmente de Estados Unidos, este genocidio no sería posible. La represión mundial de cualquier apoyo a los palestinos también debería dejar claro que esta matanza tiene que ver con algo mucho más grande que la tierra robada en Palestina.
Ojalá tuviera otra historia para contar. Ojalá pudiera contaros que no me dejé engañar por las mentiras del sionismo, y que nada de esa maldad se hubiera arraigado nunca dentro de mí. Pero mi historia es una de innumerables historias de este mundo que me gustaría que fueran diferentes. Tengo la esperanza de que una de las cosas que saquéis de esto es que rechacéis todas las enseñanzas que no estén arraigadas en el amor por la vida: personas, animales, nuestra tierra… Y otra, es que recordéis esto: los muertos no pueden volver a la vida, pero la humanidad sí puede resucitar.
Dibujos: Chana Basha Helfand, de su web: chanabasha.com