David Karvala, abril de 2000

A principios del siglo XXI, vivimos en un mundo capaz de satisfacer plenamente las necesidades de toda la humanidad. Se produce comida de sobra para que ninguna persona tenga que pasar hambre; hay suficientes recursos para que nadie se quede sin techo ni pase frío; hay bienes culturales para que todo el mundo pueda desarrollarse como persona.

Sólo en el último siglo, la humanidad dio pasos de gigante en cuanto a posibilidades de producción, hasta el punto de que hoy pueden plantearse cuestiones como ¿qué tipo de producción?, ¿con qué costes medio ambientales?, cuestiones que carecían de sentido en las sociedades anteriores, donde ni siquiera era posible cubrir las necesidades más básicas.

Pero, con todo, la situación de la inmensa mayoría de la población mundial, lejos de mejorar, cada vez es peor. Según un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), casi 800 millones de personas pasan hambre en el mundo.1 Un informe de la ONG, Manos Unidas, denuncia que el injusto reparto de la tierra causa la pobreza de mil millones de personas. En América Latina, por ejemplo, informan de que un 47,5% de los propietarios tan sólo posee el 1,6% de la tierra.

Hoy se habla de comunicaciones cada vez más rápidas que unen los diferentes puntos del planeta: telefonía móvil, Internet, televisión por satélite, etc. Esto hace suponer que debería haber más entendimiento y más unidad en el mundo.

Pero, por el contrario, el último siglo ha visto una sucesión de guerras, que aún no ha llegado a su fin.3 En el momento de escribir esta introducción, Serbia todavía no se ha recuperado de los bombardeos con los que la OTAN mató a centenares o miles de civiles, Rusia está destrozando Chechenia, mientras que muchos países viven guerras civiles u otros conflictos armados.

Frente a esta contradicción entre el potencial del mundo, y la obvia incapacidad del capitalismo para hacer realidad este potencial, millones de personas se levantan en lucha. Entre los últimos acontecimientos importantes del siglo XX encontramos la revolución indonesia de mayo de 1998, que derribó al dictador Suharto, y la batalla de Seattle, cuando la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en aquella ciudad, cuna de Microsoft y Boeing, fue recibida con manifestaciones y disturbios multitudinarios. El siglo XXI ha comenzado con la revuelta de Ecuador y la caída de su Presidente, Mahuad, en respuesta a su política, que dejó a millones de ecuatorianos en la pobreza.

Luchas no faltan, pero en todas hay una cuestión sin responder, casi sin plantear siquiera: Si es posible una alternativa a este sistema podrido, o si lo mejor que podemos esperar es el aliviar los problemas temporalmente, para que vuelvan a asaltarnos unos meses o años más tarde.

La pregunta es problemática porque, por encima de cualquier propuesta de cambio fundamental —en una palabra, de revolución— se cierne, como una terrible advertencia, el fracaso de la revolución rusa. Cuando se propone acabar con el capitalismo, para crear una sociedad mejor, una sociedad socialista, aparece el argumento, “mire lo que pasó en Rusia”.

La derecha viene diciendo esto desde el mismo momento de la revolución. Lo nuevo es que tanta gente de izquierdas llegue a decir lo mismo. Por ejemplo, Diego López Garrido, anteriormente miembro destacado de Izquierda Unida, reflexionando sobre la experiencia de la URSS, escribió: “El comunismo, como ideología alternativa al sistema de propiedad privada de los medios de producción, no es reformable ni revisable… ha sido sobrepasada en la izquierda por ideologías reformadoras…” El País 27/6/1999. En su caso, estas ideas le ayudaron a girar hacia la derecha, después de salir de Izquierda Unida, pero incluso muchos de los que siguen deseando un mundo diferente, creen que es imposible conseguirlo. Creen que el dictado de la naturaleza humana siempre llevará a la aparición de nuevos jefes para oprimirnos. Creen que las leyes del capitalismo, por injustas que sean, son de alguna manera inevitables.

Por todo esto, aunque parezca una cuestión meramente histórica, la cuestión del destino de la revolución bolchevique sigue vigente. Fue el intento más importante de reemplazar al capitalismo por una sociedad más justa, y su desenlace ha marcado todo intento revolucionario desde entonces.

Los que proponemos una revolución, o cualquier cambio radical, seguimos enfrentándonos con las acusaciones de que sólo crearemos otra dictadura, como la de Stalin. Si no somos capaces de responder adecuadamente a esta pregunta, no podremos ganar, ni nos mereceremos, la confianza de los que la plantean, para así poder llevar adelante las luchas de hoy.

El análisis de Cliff, del aislamiento y la consecuente degeneración de la revolución, a manos de Stalin, es imprescindible en esta tarea. Escrito hace más de medio siglo, es un trabajo que muestra cómo las esperanzas de la revolución fueron traicionadas, así como que lo que existió en la URSS de Stalin no tenía nada que ver con lo que buscaban Marx, Engels y Lenin, a la vez que no representaba la culminación, sino la destrucción, de la revolución bolchevique.

Este libro es una prueba, con su cuidadosa recogida de datos, de que el marxismo es capaz tanto de analizar la URSS de Stalin, como de proponer alternativas de izquierda a la política estalinista.

En otras palabras, el libro de Cliff es importante, sobre todo, porque muestra que la alternativa socialista a la barbarie del capitalismo no es un callejón sin salida, sino un camino abierto que todavía no se ha transitado, si bien varias veces se han dado los primeros pasos en esta dirección.

Rusia hoy

Las explicaciones difieren, pero ningún análisis de Rusia hoy, puede negar que su población está pasando por un calvario. Cifras oficiales rusas de noviembre de 1998 revelaron que 42 millones de rusos, el 21% de la población, se encontraban por debajo del límite de la pobreza.5 La expectativa de vida de los hombres rusos cayó de 65 años en 1990 a 58 años a finales de la década. Todo esto refleja un hundimiento económico bastante generalizado. El PIB ha caído en picado; algunas cifras señalan una caída de la producción industrial del 40% sólo entre 1991 y 1997. Se deben miles de millones de dólares a los trabajadores y jubilados, en concepto de salarios y pensiones, que han quedado sin pagar. La corrupción está generalizada, hasta en los niveles más altos, y se ha escrito que la mafia rusa se ha introducido en más de 40.000 empresas, 1.500 de ellas estatales; en 500 empresas mixtas; y en el 70% de los bancos.6

Los hechos están claros, la cuestión es cómo explicarlos.

Los comentaristas de derechas tienen su explicación: “Es difícil sobreestimar los destrozos que dejaron 70 años de comunismo tóxico. En 1917, exaltados terroristas apresaron al pueblo de Rusia y a su patrimonio y se pusieron a destrozarlos. Lenin destrozó la economía, creó la policía secreta y colectivizó las granjas. Durante 70 años, el marco social, cultural y económico de la vieja Rusia fue destrozado. Levantarse desde este punto cero será una tarea larga y difícil, con muchos obstáculos por superar… Primero la nueva Rusia debe volver a crear las estructuras económicas de una economía de mercado.”

Según esta versión, reproducida hasta la saciedad por tantos comentaristas de derechas, si parece que la situación no ha hecho más que empeorar, es porque la terapia de libre mercado no se ha aplicado con suficiente vigor, o porque la situación anterior era tan mala que recuperarse de ella llevará más tiempo del que se preveía.

El problema es que el desastre de Rusia se parece al de otros muchos países de Asia y de América Latina, que nunca se han alejado del mercado capitalista. Y cuanto más se impone el mercado, más empeoran las cosas, al menos para la mayoría de la población.

Todo esto alimenta la reacción opuesta a la crisis actual. Para algunos, el fracaso del mercado, el surgimiento de las mafias, el empeoramiento de las condiciones de vida que sufre la mayoría de la población de los países del Este, demuestran la superioridad del sistema anterior. Se dice que tal vez el estalinismo no era perfecto, pero era mejor que la sociedad que lo ha reemplazado.

Julio Anguita, por ejemplo, entonces Secretario General del PCE, dijo en su discurso central en la Fiesta del Partido en setiembre de 1998:

“El hundimiento de la URSS ha sido un revés y una derrota para los pueblos que la componían, para los oprimidos del tercer mundo y para el mantenimiento de las conquistas que habían conseguido los trabajadores de Occidente.”

Frente a tales afirmaciones, las pruebas que Cliff recogió —en una época en que un investigador no podía hurgar en los archivos del KGB, sino que tenía que trabajar duro para encontrar datos entre la prensa y la poca información oficial fiable— siguen vigentes. Demuestran que la explotación de los trabajadores y campesinos, el racismo y la opresión nacional, la corrupción, o sea, los diferentes aspectos de la crisis actual en Rusia, no son nuevos. Es verdad que, igual que en otras partes del mundo, la crisis en Rusia ha empeorado en los últimos 10 años, pero no empezó en 1989 ni en 1991.

Como argumenta un reciente estudio: “las señales de decadencia en el viejo régimen se veían a principios de los 70, bajo Leónid Brezhnev. El control del liderazgo se estaba aflojando, y los miembros de segunda fila de la élite se iban «silenciosamente apropiando» de la riqueza y el poder. Dirigentes locales se convertían de facto en amos, y la economía sumergida crecía rápidamente.”

Todo este proceso se venía analizando, desde la perspectiva del análisis de la URSS como capitalismo de Estado, en los escritos de Cliff, así como de Chris Harman.9

La crisis actual en Rusia demuestra que ni el viejo sistema burocrático, ni el nuevo sistema de mafia-mercado, funciona. La aportación de Cliff está en el hecho de demostrar que se trata, no de dos sociedades fundamentalmente diferentes que, por alguna razón desconocida, muestran los mismos niveles de brutalidad, explotación y opresión, sino de dos caras del mismo sistema capitalista.

¿Fue Lenin el culpable del estalinismo?

Parece que hay acuerdo en que Lenin y Stalin defendieron la misma política, y que Stalin sólo siguió los pasos de su “maestro”. Esta afirmación, igual que las expresadas al hablar de la crisis rusa actual, tiene dos caras.

Con el auge del estalinismo, la idea de que Stalin era el heredero de Lenin fue una parte fundamental de la ideología del Estado ruso. Ya a finales de 1927, Stalin escribía que tenía “la responsabilidad de llevar a cabo el legado del fallecido Ilich [Lenin]”.10 Mientras tanto, desde la derecha, se alegaba que los crímenes de Stalin tenían su origen en la revolución misma, en el Partido bolchevique y en la política de Lenin.

Hoy en día, mucha gente radicalizada acepta estas afirmaciones sin cuestionarlas. Tanto para gran parte de los involucrados en la batalla de Seattle, como para muchos activistas en las distintas campañas y miembros de ONG en el Estado español, hay algo antidemocrático en una organización revolucionaria centralizada, y el destino de la revolución bajo Stalin lo confirma.

Cliff da muchísimos ejemplos de las diferencias entre la sociedad rusa en el período de Lenin, justo después de la revolución, y la creada por Stalin, después de 1928. Desde las condiciones de vida de los campesinos, o las condiciones laborales en las fábricas, hasta la salud de la democracia interna en el partido y el Estado, se ve, una y otra vez, el mismo patrón.

La revolución produjo una mejora inconmensurable para la población trabajadora, tanto trabajadores como campesinos. Pero la guerra civil, y los intentos de invasión por parte de los ejércitos imperialistas, así como el fracaso de las revoluciones en el resto de Europa, y el consiguiente aislamiento de la Rusia soviética, dejaron cada vez más huellas en la revolución.

La descomposición de la industria, durante la crisis producida por la guerra civil, trajo consigo la descomposición de la clase trabajadora. Sin una clase trabajadora organizada y activa, difícilmente podía haber una democracia obrera modélica. Todas las estructuras democráticas iban pudriéndose, y las decisiones se tomaban en ámbitos cada vez más pequeños.

Hubo un proceso gradual de burocratización en los primeros años después de la revolución, de cambios cuantitativos —la extensión gradual del poder de la burocracia, por un lado, el desarrollo de los nepmen y los campesinos ricos por el otro— que dio lugar a un cambio cualitativo, entre 1927 y 1929, cuando la burocracia toma el poder de forma decisiva, ajustando cuentas con la clase trabajadora y los campesinos, así como con el sector de la burocracia representado por Bujarin.11 

Este cambio estaba lejos de reflejar los deseos de Lenin, el cual se opuso a la burocratización que ya pudo vislumbrar en su fase inicial: “nuestro Estado es obrero con una deformación burocrática”, dijo en 1920.12 Más tarde, en su “Testamento”, Lenin criticó mucho más fuertemente la degeneración del Estado obrero y, de forma explícita, a Stalin: “El camarada Stalin, llegado a Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro de que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia.” Días después, Lenin volvió a escribir sobre el tema, aún más claramente: “Propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y de nombrar para este cargo [Secretario General] a otro hombre”.13

La causa de la degeneración de la revolución rusa no fue la forma de organización del partido de Lenin. Por el contrario, hay que buscarla en el destino de la revolución internacional, que todos los bolcheviques habían identificado como vital para la supervivencia de la revolución en Rusia. Y en el fracaso de la revolución, sobre todo en Alemania, la cuestión del partido sí aparece, pero en un sentido opuesto al que es habitual.

Los marineros y trabajadores de Alemania derribaron al viejo régimen en una revolución espontánea en noviembre de 1918, en una réplica casi exacta de la revolución de febrero de 1917. Una diferencia importante fue que ahora se trataba, no de un país subdesarrollado, sino de una de las economías más importantes del mundo; una victoria aquí podía haber cambiado la historia.

Pero hubo otra diferencia aún más importante: en Alemania no había un partido como el bolchevique, cuyos militantes tenían la experiencia de luchar juntos durante años, tanto en los momentos de auge de la lucha como en los períodos de reacción, que fuese conocido, respetado y apoyado por los trabajadores más conscientes y luchadores.

Fue la ausencia de una organización revolucionaria, centralizada y eficaz, la que permitió a los dirigentes socialdemócratas llevar a cabo su trabajo de minar esta revolución, y restablecer el poder del capitalismo, sin el obstáculo de una oposición efectiva.14 El precio de esta derrota lo pagaron los trabajadores alemanes, y la mayoría de la población de Europa, con la subida de Hitler al poder durante la siguiente década.

Este ejemplo, igual que muchos más, muestra que al no crear una organización revolucionaria, se deja el campo libre, no para la espontaneidad revolucionaria, sino para los burócratas reformistas y, detrás de ellos, para la burguesía.

Si queremos enfrentarnos a los retos del mundo caótico en que vivimos, lejos de olvidar las experiencias de Lenin y los bolcheviques, deberíamos estudiarlas a fondo; no para repetirlas punto por punto, sino para poder aprender, tanto de sus aciertos, que fueron muchos, como de sus errores, de los que hubo bastantes.

Socialismo desde abajo

Paradójicamente, la contribución clave de este libro de Cliff no es el explicar qué fue el estalinismo, sino qué es el socialismo.

Todas las corrientes políticas que aceptaron que la URSS era algún tipo de modelo socialista, o de Estado obrero, estaban diciendo que aquello era, con más o menos críticas, algo por lo que valía la pena luchar, y por lo que, de hecho, con todas sus reservas, lucharon.

Ésta es la razón por la cual el desmoronamiento de la URSS llevó al desmoronamiento de muchos grupos de izquierdas. Por eso, el Partido Comunista de España tenía que escribir que “el hundimiento del bloque socialista europeo ha supuesto todo un cataclismo para la izquierda y en concreto para los partidos y movimientos comprometidos con la conquista concreta del socialismo.”15 

Pero no tenía porqué haber sido así, prueba de ello es el análisis de Cliff. Mucha más gente de izquierdas debería haber visto mucho antes que la URSS no representaba ni siquiera un modelo imperfecto de socialismo. Así, el hundimiento de esas sociedades, y en algunos casos su derrota a manos de las revueltas populares de 1989, no habría supuesto una fuente de depresión, sino de optimismo, para muchos más revolucionarios.

La crítica al capitalismo de Estado en la URSS es a la vez la defensa de la tradición genuina del marxismo, del socialismo revolucionario y del socialismo desde abajo.16 

Esto no es una cuestión abstracta, de pureza revolucionaria. El “socialismo desde arriba”, de los partidos socialdemócratas o comunistas, ha llevado a una derrota tras otra, ya se trate de huelgas pequeñas o de situaciones revolucionarias.17 

Una visión política que nunca ha creído en un socialismo decretado desde arriba, tiene mucho más que contribuir a las luchas cotidianas que una que se deja seducir por la burocracia estalinista, por unos dirigentes guerrilleros, por unos políticos parlamentarios, y así sucesivamente. En las luchas revolucionarias, tal visión llega a ser imprescindible, como mostró la derrota de la revolución alemana.

Un movimiento que entiende por qué se perdió la revolución rusa, y cuál es la alternativa socialista al capitalismo, está más preparado hoy para enfrentarse a los profetas del neoliberalismo y a su defensa del mercado a ultranza, y, lo que es aún más importante, está preparado para enfrentarse a los problemas del mundo en crisis de principios del siglo XXI.

Marx y Engels describieron la sociedad socialista como “una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.18 Desde la perspectiva de una izquierda que defendía los campos de trabajo de Stalin, estas palabras sólo podían ser una burla amarga. La crítica fundamental de la URSS nos permite recuperar esta visión de Marx y Engels, y de Lenin y Trotski, de un socialismo liberador.

Un logro clave de Capitalismo de Estado en la URSS es que rescata la revolución de octubre de 1917, mostrando que realmente representó una liberación para millones de trabajadores, campesinos, para las nacionalidades oprimidas, etc. O sea, sí que hay una alternativa revolucionaria al capitalismo que no acabe en los Gulag.

En un mundo situado al inicio del nuevo milenio, que sigue encontrándose, como decía Lenin, en una época de “guerras y revoluciones”, la contribución de Cliff a la defensa del socialismo desde abajo sigue siendo esencial para los que queremos luchar para construir una sociedad nueva.


 

Notas

1    El País, 15 de octubre de 1999.

2   El País, 9 de febrero de 2000.

3   Ver Chris Bambery, “Siglo XX: Un siglo de barbarie”, en En Lucha, Nº 47, enero de 2000.

4   Hay muchos ejemplos de revoluciones que muestran elementos de socialismo, sobre todo el elemento de la iniciativa de la gente, y la organización desde abajo: la revolución rusa misma, las revoluciones de Alemania y Hungría después de 1917, la revolución española de 1936, la revolución húngara de 1956, los cordones de Chile en 1970-73, y Solidarnosc en Polonia en 1980-81.

Sobre la revolución rusa de 1917, ver David Karvala, “Rusia 1917: La revolución de masas” en Socialismo Internacional Nº 24, noviembre de 1997.

Sobre Alemania, ver Pedro Martínez y Miriam García, “La revolución perdida” en En Lucha, Nº 34, noviembre de 1998. Sobre Chile, Mike Gonzalez, “Chile 1973: Lección del pasado”, en Socialismo Internacional Nº32, septiembre de 1988.

5   El País, 5 de febrero de 1999. Este límite se situaba en 573 rublos (a la tasa vigente, aproximadamente 5.000 pesetas, o 30 dólares, mensuales).

6   El País, 2 de noviembre de 1997.

7   “Creating A New Russia”, por Pete du Pont, http://www.intellectualcapital.com/issues/97/0925/iced.asp (consultada el 10 de febrero de 2000).

8   Thane Gustafson, Capitalism Russian-style, citado en Financial Times, 1 de marzo de 2000.

9   Véase el Epílogo de Harman, escrito en 1988, que se reproduce al final de este libro. Véanse también David Karvala, “Crisis en Rusia”, en En lucha Nº 33, octubre de 1998 y “Las revoluciones de 1989: ¿Liberación o desastre?”, en En lucha Nº 45, noviembre de 1999.

10 “Carta de Stalin al Buró político y al CC del P.C. (B) de la URSS del 27 de diciembre de 1927”, en M. Reiman, El nacimiento del estalinismo, Grijalbo, 1982, p236.

11  Ver M. Reiman, ob. cit., donde se hace un estudio pormenorizado de los cambios ocurridos en Rusia entre 1927 y 1929, que culminaron en la creación del nuevo régimen.

12  V.I. Lenin, Obras (en castellano), 5ª edición Moscú, 1986, tomo 42, p. 214.

13  “Carta al Congreso”, 24 de diciembre de 1923, y “Adición a la Carta…”, 4 de enero de 1924. Lenin, ob. cit., tomo 45, pp362-363. Estos últimos escritos de Lenin, conocidos como su “Testamento”, fueron publicados por primera vez en 1956.

14  Para un análisis más completo de la revolución alemana, véanse Pedro Martínez y Miriam García, ob. cit.; P Broué, Revolución en Alemania (Barcelona 1973); y (en inglés) C Harman, Germany: The lost revolution (Londres, 1982.)

15  Editorial de su revista Nuestra Bandera, Nº181-182, 1999.

16  El término “socialismo desde abajo” viene de Hal Draper, cuyo folleto ¿Qué es el socialismo desde abajo? está disponible en castellano, publicado por Izquierda Revolucionaria.

El ABC del socialismo, de Josep Garganté explica los mismos principios, haciendo una referencia más específica a la situación del Estado español hoy, mientras ¿Cuál es la tradición marxista?, de John Molyneux, cubre el mismo terreno a un nivel más teórico. Ambas obras han sido publicadas por Izquierda Revolucionaria.

17  De los efectos nocivos de los burócratas sindicales en las luchas obreras, hay demasiados ejemplos para contar.

El ejemplo más claro del peligro de la influencia de la política reformista en una situación de revolución es el triste desenlace en Chile en 1973. Ver Mike González, ob. cit.

18 K. Marx y F. Engels, «Manifiesto Comunista», en Obras Escogidas (en castellano), 1973, Moscú, Tomo I, p. 130.


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