Chris Harman, marzo de 1988

El carácter de la sociedad rusa es una cuestión clave para todos los socialistas. La segunda potencia mundial se jacta de ser la encarnación de la visión socialista, y es ampliamente aceptada como tal. Durante décadas los socialistas de Occidente y del tercer mundo dieron por sentado que los dirigentes rusos estaban de su lado y que cualquier crítica a Rusia te situaba en el bando “anticomunista”. Por otro lado, el argumento simplista de los que se oponían al socialismo revolucionario aún es “¿Qué me dices de Rusia?” o más burdamente “¿Por qué no te vas a Rusia?”.

Y sin embargo, sabemos hoy en día que los males contra los que luchan los socialistas en todas partes del mundo se dan también en la sociedad rusa.

En 1956 el dirigente ruso Jruschov reveló, en un discurso que nunca llegó a publicarse dentro de Rusia, que su antecesor, Stalin, había asesinado a “miles de honrados e inocentes comunistas” entre ellos “al 70% de los miembros del Comité Central elegido en el XVII Congreso” del Partido, y a 1.018 de los 1.966 delegados al mismo Congreso. Además, habló de cómo Stalin organizó “las deportaciones masivas de sus territorios nativos de naciones enteras, incluidos sus comunistas y juventudes comunistas, sin excepción alguna”.

A principios de los años sesenta las editoriales estatales rusas comenzaron a editar novelas como Un día en la vida de Ivan Denisovich de Solzhenitsyn, que revelaban la existencia de trabajo esclavizado a gran escala. Ahora, con Gorbachev, vuelven a aparecer en la prensa rusa revelaciones sobre la magnitud de la represión bajo Stalin, que afectó no a miles sino a millones de personas.

No fueron solamente los discursos de los dirigentes rusos los que rompieron ilusiones; sus actos también aclararon muchas cosas. En 1956 Jruschov, el mismo que había denunciado a los asesinos estalinistas, envió a medio millón de soldados y miles de tanques a Hungría para aplastar una revolución dirigida por consejos obreros, y secuestrar y luego ejecutar al dirigente comunista del gobierno húngaro, Imre Nagy. Doce años más tarde, el sucesor de Jruschov, Brezhnev, envió tropas de nuevo, en este caso para secuestrar a la mayoría del gobierno checo, entre ellos su dirigente Alexander Dubcek, y llevarlos presos a Moscú. Pasaron otros doce años y las tropas rusas volvieron a cruzar fronteras, invadiendo Afganistán, haciendo la vista gorda al asesinato del dirigente comunista local Amin, y emprendiendo una guerra de ocupación que en nada se distinguía por sus métodos de la guerra mantenida en Vietnam por los Estados Unidos.

Un aspecto importante en la identificación de Rusia con la causa socialista internacional fue la idea de un “bloque socialista”, que abarcaba tanto a Rusia como a China, Corea del Norte, Vietnam del Norte y los países de Europa Oriental. Sin embargo, hemos sido testigos de una serie de enfrentamientos entre las principales potencias comunistas iguales a las disputas entre los países de Occidente, al romper primero la Yugoslavia de Tito y luego China, bajo Mao, la alianza con Rusia. Ambos acabaron armándose para una posible guerra con ella. En 1969 estallaron las hostilidades militares entre China y Rusia y a finales de los setenta entre China y Vietnam. El ejército vietnamita invadió el Estado “comunista” vecino de Camboya, derrocando a un gobierno que había asesinado a un 10% de su propia población.

Durante mucho tiempo, muchos socialistas hicieron caso omiso a estas realidades, argumentando que sí existían deformaciones en los países comunistas pero que, a fin de cuentas, sus economías planificadas demostraban su superioridad intrínseca al capitalismo occidental. Hoy en día ni eso se puede defender. El mismo Gorbachev ha insistido una y otra vez en el atraso de la economía rusa y en el caos que rige su sistema de planificación. Economistas rusos de toda clase reconocen que la tasa de crecimiento económico hoy en día no alcanza más de una cuarta parte de la de hace treinta años, y que el despilfarro económico es enorme.

Estas revelaciones sobre la realidad de los países de Europa Oriental han cambiado el ambiente en que se discuten las ideas socialistas. Hace cuarenta años se asumía por lo general que, a pesar de todos los problemas, los países del Este eran más dinámicos que los occidentales y el “tercer mundo”. Hoy, a menudo, se mantiene lo contrario. Los políticos pro-capitalistas de occidente insisten en que la planificación centralizada es inferior por naturaleza al libre juego del mercado. Y los que están a cargo de las economías del Este muchas veces se muestran de acuerdo, hablando como si el mercado fuera la cura para todos sus males.

Importantes sectores de la izquierda se han sumado a las nuevas ideas, y han trasladado sus lealtades del sistema encabezado por Stalin, Jruschov y Brezhnev al sistema prometido por Gorbachev. Sienten nuevas esperanzas cuando le oyen hablar de perestroika (reestructuración) y glasnost (apertura). Otros sacaron la conclusión de que los Estados capitalistas de Occidente eran superiores por naturaleza a sus rivales del Este, tanto en el plano económico como en el político. Es característico un reciente libro sobre la Rusia de Gorbachev escrito por un periodista inglés, antiguo integrante del equipo editorial de la revista New Left Review, Anthony Barnett. Barnett escribe que “las sociedades y la vida occidental son muchísimo más organizadas y están mejor planificadas que la Unión Soviética. En Rusia el sistema es arbitrario. Funciona a base de despilfarro, tanto de recursos como de gente”. Además, es “menos dinámico, económicamente hablando, que el capitalismo”.

Este análisis se presta fácilmente a conclusiones de carácter derechista. Si los Estados del Este son inferiores en todos los sentidos a los Estados occidentales, sería lógico ponerse del lado de los poderes occidentales. Éste es el camino trazado ya por los “nuevos filósofos” franceses, antiguos partidarios de Mao y Stalin, que hoy abrazan la OTAN, la bomba nuclear francesa y a la Contra de Centroamérica.

Ninguno de los argumentos sobre Rusia que la izquierda mantiene hoy en día es nuevo. Se escuchaban hace ya cuarenta años, cuando Stalin extendía su poder hacia Europa Oriental y su aliado de entonces, Mao Tse Tung, tomó el control de China. Tony Cliff escribió la primera edición de El capitalismo de Estado en Rusia para intentar hacer frente a estos hechos.

Cliff se hizo socialista revolucionario en la década de 1930, siendo activista de la Cuarta Internacional trotskista, primero en Palestina y luego en Gran Bretaña. Pero el movimiento trotskista internacional entró en una profunda crisis en 1947-8, presagio en cierto sentido de la crisis de la izquierda europea y norteamericana durante la última década, provocada por los hechos de 1968. Las luchas de la clase trabajadora decayeron después del auge de 1944-5. En aquel entonces el movimiento obrero internacional se escindió a raíz de la guerra fría, y a los socialistas se les presionaba para que se identificaran con uno u otro bloque de poder. Aquellos revolucionarios que habían abogado por el derrocamiento tanto de Stalin en Rusia como de los Estados occidentales, se vieron obligados, por el curso de los acontecimientos, a optar por uno u otro campo.

Cliff mantenía que la única manera de resistir las presiones era sobre la base de un nuevo análisis fundamental de la sociedad rusa “enraizado en lo que enseñaron los grandes maestros marxistas”. Ésa era la intención de este libro. En la primera introducción, de 1947, Cliff explicó que había que evitar dos peligros, “por un lado el peligro de la ortodoxia congelada que no pasa de ser una simple repetición de fórmulas ya completamente desgastadas; por otro, el peligro, al analizar un fenómeno nuevo, de perder totalmente los hilos del marxismo. El primer enfoque es incapaz de ayudarnos a atravesar el laberinto de la realidad, pues carece de dinámica y desconoce su complejidad; el segundo nos lleva a perdernos en el laberinto”.

Ambos enfoques, sin embargo, siguen existiendo. Por un lado, hay quienes insisten en el viejo argumento “ortodoxo” de que Rusia es un tipo de “Estado obrero” o sociedad “socialista”, pero son incapaces de explicar ninguno de los rasgos fundamentales de la sociedad rusa sobre esa base. Por otro lado, hay quienes insisten en la complejidad empírica, el “carácter sui generis” de la sociedad rusa, hasta el punto de negar a los que viven en occidente la capacidad de entender semejante sociedad.

Cliff dice algo muy distinto. Insiste en que el Estado revolucionario de los trabajadores que nació en 1917 degeneró bajo las presiones del mundo capitalista circundante, en el curso de la década de los veinte, a medida que una clase trabajadora diezmada fue cediendo el control a una nueva burocracia. En el terrible invierno de 1928, los cambios cuantitativos se hicieron cualitativos. Los que controlaban el Estado destruyeron los últimos vestigios del control obrero en las ciudades, forzaron a los campesinos a integrarse en las granjas colectivas y subordinaron a todas las clases de la sociedad rusa a una dinámica completamente distinta de la que encarnaba el programa revolucionario de 1917. La intención de derrocar el capitalismo a escala internacional fue reemplazada por la convicción de que, según las palabras de Stalin, había que “alcanzar y superar a los poderes de Occidente”.

Eso significaba imitar dentro de Rusia todos los métodos empleados en la industrialización de Occidente: la expulsión de los campesinos de sus tierras, el inevitable crecimiento de suburbios miserablemente atestados e insalubres, la amenaza del hambre para obligar a hombres, mujeres y niños a trabajar turnos de 12, 14 o 16 horas en las fábricas, nuevas leyes que negaban a los nuevos trabajadores los derechos más elementales y un sistema de esclavitud como complemento y acicate del sistema de trabajo asalariado. Lo que logró el capitalismo británico a base de cercar y vaciar las tierras comunes, de las leyes contra la asociación y sobre la pobreza, del comercio de esclavos y el sistema de plantaciones, Stalin lo intentó lograr mediante la colectivización a punta de pistola, la imposición de la cartilla de trabajo, las leyes anti-huelga y el crecimiento masivo de los campos de trabajo, los gulag. Con la diferencia de que intentó alcanzar en 20 años lo que al capitalismo británico le había costado dos siglos. Concentrado en un período histórico mucho más reducido, el horror fue mucho mayor.

En los dos primeros capítulos, el libro de Cliff muestra con multitud de detalles, los cambios que se realizaron en Rusia durante este período. Muestra cómo los grandes avances que consiguieron los trabajadores y los campesinos en 1917 se perdieron con el aislamiento de la revolución y el creciente poder de la burocracia. Muestra que los últimos residuos del poder obrero se destruyeron en 1928-9 con el viraje hacia la industrialización forzada. Muestra cómo el termino “planificación” sirvió para encubrir la subordinación total del consumo de las masas a la acumulación de medios de producción por la burocracia.

Cuando se editó el libro por primera vez, estos datos fueron, por sí mismos, una revelación para muchos lectores, pues los poderosos partidos comunistas de Occidente y sus simpatizantes en el interior de los partidos socialistas todavía mantenían que Rusia era el paraíso socialista, cuyo sistema planificado aseguraba la mejora, año tras año, de las condiciones del pueblo.

Pero el objetivo de Cliff no es sólo el de condenar a la Rusia estalinista desde el punto de vista de los trabajadores; también pretende situar la dinámica fundamental del sistema y entenderlo en términos globales históricos. Esta tarea, se desarrolla en los cuatro capítulos siguientes. Mantiene que, para un marxista, la denominación que se da a una sociedad debe señalar su dinámica de desarrollo. Rusia es un capitalismo burocrático de Estado porque la burocracia controla colectivamente los medios de producción y se ve obligada, al igual que el capitalista de Occidente, a aprovechar su control para explotar a los trabajadores continuamente, produciéndose así una acumulación cada vez mayor de “trabajo muerto”. Esto es lo que explica las degradaciones a las que se sometió a trabajadores y campesinos durante el período de Stalin y la inmensa superestructura de terror que se creó.

La dinámica sobre la que se fundamentan las acciones de esa burocracia estalinista es la acumulación, que, a su vez, deriva de la competencia militar y económica entre la burocracia y los diferentes capitalismos de Occidente. Sin esa presión externa, la historia rusa habría sido muy distinta; pero una vez se desarrolló el capitalismo de Estado, él mismo pasó a ser componente activo en el sistema mundial, presionando a los dirigentes de otros países para seguir el camino de la acumulación competitiva.

Pero la cosa no acaba ahí. Marx demostró que el capitalismo se distingue de todos los modos de producción anteriores por su inherente tendencia a la acumulación. Esto significa que se distingue también en otro sentido: crea una clase explotada cada vez más grande, más homogénea, más concentrada y, por tanto, en potencia, cada vez más poderosa. Por terribles que sean los horrores del capitalismo, desde la esclavitud de sus años jóvenes hasta las armas nucleares de su vejez, está continuamente alimentando a su propio sepulturero.

En este sentido, el capitalismo de Estado es igual al capitalismo occidental. Cliff concluye:

[quote]“El resultado inicial de la industrialización y la “colectivización” en Rusia fue el fortalecimiento de la posición de la burocracia. A los pocos años, comenzó el proceso contrario; ahora cada paso adelante de las fuerzas productivas subvierte la posición de la burocracia…

La burocracia incrementa la clase trabajadora sobre la base de la mayor concentración que jamás ha conocido la historia. Y por mucho que intente salvar el abismo entre el trabajo asalariado concentrado y el capital concentrado, la burocracia está creando una fuerza que tarde o temprano se enfrentará violentamente a ella.

“Después de las rebeliones de Berlín en 1953, Poznan y Budapest en 1956, Praga en 1968 y Gdansk en 1980, esta idea debe parecer muy obvia. Pero Cliff escribió estas palabras en 1947, cuando Stalin estaba en la cumbre de su poder y la mayoría consideraba inconcebible que surgiera una oposición dentro de su imperio. Lo que ha ocurrido desde entonces confirma la teoría de Cliff: teoría que hace cuarenta años fue capaz de descartar tanto el optimismo ciego de aquéllos que se identificaban con el sistema ruso, como el negro pesimismo de aquéllos que lo veían como el sistema dibujado por George Orwell en su obra, 1984.

Esta teoría sigue siendo necesaria hoy en día. Los que siguen apegados al modelo estalinista para conseguir el progreso social son, en los principales países occidentales, una fuerza en declive. Pero existen muchos que todavía identifican el socialismo revolucionario y el estalinismo, y sacan la conclusión de que hay que rechazar ambos. Sostienen que la revolución siempre desemboca en la tiranía y que las fuerzas libres del mercado son superiores a cualquier intento de planificar conscientemente la producción. El libro de Cliff ofrece una refutación tanto a la tendencia estalinista como a la reacción provocada por la decadencia de esta corriente. Es un libro clásico del marxismo que debería leer todo aquel que quiera entender el socialismo revolucionario.

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Existen cuatro ediciones del libro de Cliff en inglés. El texto de la presente edición se basa en el de 1955, que presentaba varias diferencias menores con la versión original multicopiada (principalmente referentes al orden de los capítulos, pero también por la adición de material sobre la escisión entre Rusia y Yugoslavia en 1948 y enmiendas en la sección que trata sobre la crisis del capitalismo de Estado).

Lo que aquí aparece como Apéndice 1, acerca de la perspectiva de Trotski sobre Rusia, formó parte íntegra del texto original. Representa una respuesta aplastante a los que siguen bajo la influencia de Mandel o Isaac Deutscher, que hoy pretenden ser herederos de la visión de Trotski.

El Apéndice 2 fue escrito independientemente en 1948, apenas terminado el texto original, y habla acerca del punto de vista según el cual Rusia es una especie de sociedad de clases nueva, distinta tanto del capitalismo como del socialismo. En aquel entonces esta idea se asociaba con el ex-trotskista norteamericano Max Shachtman; otros escritores más recientes la volvieron a sustentar, entre ellos Rudolf Bahro, Antonio Carlo, Hillel Ticktin, y George Bence y Janos Kis (que escriben juntos con el seudónimo de Rakovski). Esta teoría es de “sentido común” para un sector de la izquierda académica no-estalinista. La crítica de Cliff desmonta tanto la versión antigua como la más reciente del argumento.

Un punto para concluir: La edición de 1964 de la obra de Cliff avisaba: “Puede que el lector no acostumbrado al esquema conceptual de la teoría marxista tenga alguna dificultad al leer el texto de principio a fin. Los capítulos V, VI y sobre todo VII podrían presentar algún problema, y deben dejarse hasta el final”. Vale la pena añadir, sin embargo, que estos capítulos siguen siendo enormemente importantes, pues en ellos aborda las cuestiones clave para todos aquéllos que quieran situar a Rusia dentro de la explicación de Marx de la dinámica del capitalismo.


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