Marx21, abril de 2020
Esta edición digital aparece 20 años después de la primera publicación en castellano de este libro, en abril de 2000.
Entonces, habían pasado sólo 9 años desde el hundimiento de la URSS en 1991, y menos de 11 años desde la caída del muro de Berlín y de los Estados estalinistas en el Este de Europa, a finales de 1989. Es decir, los regímenes que Cliff analizó, en ese momento ya no existían. Ahora que han pasado otros 20 años, se podría pensar que este tema ya caducó.
Así que el primer punto a considerar en esta nueva introducción es la vigencia de esta obra, y de la visión que presenta en general.
El socialismo desde abajo frente a la política desde arriba
Aquella primera edición también apareció pocos meses después de las protestas de Seattle que dieron impulso al nuevo movimiento anticapitalista, mal llamado “antiglobalización”. Y como se comentó entonces, ese movimiento muy activo y creativo tenía graves limitaciones en el momento de plantear alternativas sistémicas al capitalismo. Dado que gran parte de sus participantes aceptaban la equiparación entre el bloque estalinista y el socialismo, bajo ningún concepto iban a plantear una alternativa socialista al capitalismo.
Cualquier proyecto marxista revolucionario, para merecer ser escuchado, debe tener un proyecto totalmente diferente a lo que existió en la URSS y sus satélites.
El problema es que gran parte de la izquierda es incapaz de separarse de ese modelo.
Para los partidos comunistas, aquello era el socialismo. Una minoría de sus militantes condenaron la invasión rusa de Hungría en 1956, y varios partidos en su totalidad llegaron a criticar la invasión de Checoslovaquia en 1968. Sin embargo, incluso con sus críticas, el comunismo ortodoxo siempre veía a los dirigentes del Este como a sus “camaradas”.
Por eso, para ellos, el colapso de ese sistema fue un desastre. Los partidos comunistas del mundo perdieron militancia, y algunos de ellos incluso desparecieron.
También se dio algún caso de “si te he visto no me acuerdo”. Como señaló Tony Cliff en su introducción al libro de 1996 (reproducida abajo), Eric Hobsbawm —el gran historiador británico que hasta el final fue leal al partido comunista— declaró en 1990 que la URSS “no era un Estado obrero, y nadie en la Unión Soviética nunca creyó que fuera un Estado obrero, y los trabajadores sabían que no era un Estado obrero” (Hobsbawm 1990). Pero estas declaraciones formaban parte del alejamiento de Hobsbawm de toda idea de cambio fundamental, de ninguna manera suponían un acercamiento a una visión más radical.
Peor aún, gran parte del trotskismo —que se supone que había roto con el estalinismo— también mantuvo que la URSS había logrado eliminar el capitalismo del Este de Europa, y apoyó a esos regímenes —con críticas— bajo denominaciones como “Estados obreros”, “Estados obreros degenerados”, “Estados obreros deformados”, etc.).
Por ejemplo, la principal organización trotskista internacional declaró en 1951 que los países del Este de Europa, al tener “relaciones de propiedad propias de una economía estatal y planificada, esencialmente como las de la URSS… a partir de ahora son Estados obreros deformados. Estos Estados han surgido no a través de la acción revolucionaria de las masas sino a través de la acción militar-burocrática de la burocracia soviética. Gracias a circunstancias excepcionales creadas por la última guerra, no son administradas directamente por el proletariado sino por una burocracia. La deformación burocrática de estos Estados es de la misma magnitud que la que caracteriza a la URSS, ya que el proletariado está totalmente privado del poder político.” (Cuarta Internacional, 1951).
Estaban diciendo que podía haber un “Estado obrero” sin que la gente trabajadora ejerciera poder político alguno. La autoemancipación de la clase trabajadora, eje central del marxismo revolucionario, resultaba ser prescindible, sustituible por la acción de la burocracia estalinista… o como en China, por un ejército campesino; o en Cuba, un grupo guerrillero; o como se vería en su reacción ante las masivas luchas en Europa en 1968, por una obsesión con grupúsculos de estudiantes radicales…
Al haberlos calificado de “Estados obreros”, la gran mayoría de los grupos trotskistas también vivieron el colapso de los regímenes del Este de Europa como un desastre. Ernest Mandel, dirigente destacado del trotskismo “ortodoxo”, declaró que la reunificación de Alemania era una derrota histórica para la clase trabajadora mundial. Igual que los partidos comunistas ortodoxos, las organizaciones del trotskismo ortodoxo se debilitaron, se fragmentaron o desparecieron.
En cambio, desde el punto de vista de la lucha desde abajo, las movilizaciones de 1989 en Europa del Este —desde las grandes manifestaciones contra el muro y por los derechos democráticos en Alemania del Este, hasta la revolución armada en Rumanía contra el dictador Ceaușescu — fueron algo que celebrar. Es más, se podían entender como parte de una ola global de grandes luchas. Además de las de Europa del Este, éstas incluyeron: la primera Intifada palestina, de 1987-93; las movilizaciones por la democracia y la justicia social en Argelia de finales de los 80, con masivos disturbios en octubre de 1988; el Caracazo, las fuertes protestas y disturbios en Venezuela en febrero y marzo de 1989; las protestas de la plaza de Tiananmén entre abril y junio de 1989; las protestas masivas en Nepal de principios de 1990, que acabaron con la monarquía absoluta; las protestas en Gran Bretaña contra el Poll Tax, un impuesto local injusto, con protestas y disturbios locales y que culminaron en una manifestación de 250.000 personas y la “batalla de Plaza Trafalgar” el 31 de marzo de 1990; la caída del apartheid en Sudáfrica en 1990… Fue una ola de luchas comparable a la de los movimientos anticapitalistas y antiguerra de 1999-2003; la de 2011, con la “primavera árabe”, el 15M, el movimiento Occupy, etc…; o la ola revolucionaria que empezó en 2018 en Haití y Sudán, y en 2019 se volvió mundial, abarcando diversos países de América latina, el mundo árabe, Hong Kong, India… sólo para verse interrumpida por la llegada del virus Covid-19. Queda en evidencia una visión política que caracteriza a algunas de estas luchas de reaccionarias, con el argumento de que las dictaduras a las que se enfrentaron realmente eran “Estados obreros”.
Incluso más importante, las diferentes visiones del bloque estalinista se relacionan con diferentes maneras de actuar en las luchas cotidianas de hoy. Si se da más importancia a las posiciones formales declaradas desde arriba que a la democracia y participación reales desde abajo, esto influye en cómo se actúa dentro de los movimientos sociales. La participación activa de la gente, y las decisiones democráticas y colectivas, acaban teniendo menos importancia que imponer la posición “correcta”, de la manera que sea. Esta aceptación de la URSS como régimen de compañía de la izquierda promueve una orientación más centrada en captar posiciones de dirección formal que en construir movimientos de base reales e independientes. Aquí no se darán ejemplos concretos, para proteger a los culpables, pero hemos visto estas formas de actuar demasiadas veces.
En resumen, el análisis de este libro tiene importancia histórica, pero en él también subyace una visión diferente de la política actual, basada en la lucha desde abajo.
Además, por haberse escrito —en su primera versión— en 1947, esta obra tiene el valor de haber rechazado los regímenes estalinistas cuando estaban en su auge, no sólo (como algunos sectores de la izquierda) cuando los hechos ya eran innegables, y las mentiras se habían convertido en insostenibles.
Más que una etiqueta
La teoría de Cliff no era la primera en caracterizar a la URSS como capitalismo de Estado. En su magnífica biografía de Cliff, Ian Birchall dedica varias páginas a un análisis de las personas y grupos que ya lo habían hecho, desde reformistas opuestos a la misma revolución de 1917 hasta visiones sectarias de la izquierda radical (Birchall 2011, pp. 99-107).
Se da la casualidad de que varias figuras y organizaciones de importancia histórica en la izquierda revolucionaria del Estado español también lo han hecho. La comparación con sus visiones es ilustrativa.
G. Munis, una figura destacada del trotskismo español desde la revolución de 1936 en adelante, rompió con el trotskismo ortodoxo tras la Segunda Guerra Mundial por diferentes discrepancias, entre ellas porque él ya veía a la URSS como capitalismo de Estado (Munis 1999). Sin embargo, donde Cliff se dedicó a un análisis sistemático de la economía y sociedad de la URSS en base a un estudio minucioso de los datos, Munis se centra en el debate político con la dirección de la Cuarta Internacional trotskista.
Dicho esto, se debería reconocer el papel de Munis al lado del de Natalia Sédova, la viuda de Trotski, en la polémica que ellos mantuvieron con la dirección de la Cuarta Internacional después de la Segunda Guerra Mundial. En 1951, Sédova escribió una carta rompiendo con el trotskismo ortodoxo, precisamente por su análisis del estalinismo:
“Obsesionados por viejas fórmulas en desuso, continúan ustedes considerando el Estado estalinista como un Estado obrero. Ni puedo ni quiero seguirles en esto.” (Reproducida en el periódico del POUM en exilio, La Batalla, 10/07/1951.)
El POUM —tras muchos años de exilio— formalmente adoptó el análisis del capitalismo de Estado, en su conferencia de mayo de 1953 (La Batalla, 1/08/1953). Y mientras Munis no mencionó la obra de Cliff, el POUM publicó extractos de su libro (La Batalla, 8/04/1951). Desafortunadamente, mientras que por un lado el POUM aparentemente respaldó la posición de Cliff, por otro demostró tener ilusiones en el régimen de Tito en Yugoslavia, y luego en las posibilidades de colaboración con G.D.H. Cole, un académico reformista británico, y otras cosas por el estilo.
Todo esto subraya el punto de que no basta con sólo decir que la URSS era capitalismo de Estado, el análisis más amplio era y es esencial.
Cliff no simplemente puso una etiqueta a unos regímenes desagradables, sino explicó éstos como parte de una tendencia más general. En el mundo entero, occidente incluido, se dio una creciente implicación de los Estados en la producción. Ejemplos de ello incluyen el New Deal en EEUU en la década de 1930, o la creación de industrias nacionalizadas en muchos países europeos tras la Segunda Guerra Mundial. Y estas políticas no se relacionaban exclusivamente con gobiernos identificados con la izquierda.
Un artículo publicado en El País (25/02/1992) bajo el título provocador “¿Era Franco de izquierdas?”, de Jesús Mosterín señala que:
“Franco nacionalizó todo lo nacionalizable, desde los teléfonos hasta los ferrocarriles. Ni la República ni el PSOE han nacionalizado nada. Aquí el único nacionalizador ha sido Franco. Además, en 1941 creó Franco el INI (a imitación del IRI italiano creado por Mussolini), e impulsó como nadie las grandes empresas públicas.”
Si se aceptan la propiedad nacionalizada y la planificación estatal como la definición de un “Estado obrero”, esta categoría se aplicaría a la España franquista tanto como a Europa del Este. De hecho, en la misma entrevista citada arriba, Hobsbawm respondió a una pregunta sobre Franco diciendo que “La modernización de la economía [española] probablemente la logró con más éxito que los soviéticos.”
Más en serio, el análisis de los países estalinistas como capitalismo de Estado formaba parte de una visión más global, que abarca también una explicación del largo boom económico de las décadas de 1950 y 1960, el papel central de la competencia militar y de la economía armamentística permanente, la orientación de “Ni Washington ni Moscú sino socialismo internacional”, etc. (Ver Cliff 1999).
De nuevo, se confirma que no se trata meramente de etiquetas ni de diferencias nimias, sino de los proyectos políticos de fondo.
¿Una nueva etapa del capitalismo de Estado?
Esta introducción se escribe desde el confinamiento a causa del Coronavirus. Ya se habla de las grandes caídas que el virus ha provocado en las economías del mundo. Igual que ocurrió tras el colapso económico de 2008, resulta que el dinero que se decía que no existía para los servicios sociales, o para combatir la pobreza, sí que estaba cuando tocaba salvar el sistema. Sin embargo, en 2008, tras dar miles de millones de euros, dólares, etc. a la banca, el sistema volvió a su “normalidad”.
Esta vez, los líderes del mundo, y aún más sus portavoces más importantes, están reconociendo que habría resistencias ante una simple vuelta al neoliberalismo, a los recortes y privatizaciones que se han revelado como mortales en esta crisis. Por tanto, están planteando un mayor papel para el Estado.
Una columna en el New York Times se tituló “Los líderes de Europa abandonan la austeridad y luchan contra la pandemia con dinero: A medida que Gran Bretaña y la Unión Europea responden a una emergencia de salud pública y una crisis económica, están abandonando la frugalidad dogmática y abrazando a Keynes.” (New York Times, 26/03/2020).
Un editorial del Financial Times, expresión directa de los intereses fundamentales del capitalismo, declaró:
“Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como inversiones, en lugar de problemas, y buscar formas de hacer que los mercados laborales sean menos precarios. La redistribución volverá a estar en la agenda; se pondrán en cuestión los privilegios de los viejos y ricos. Las políticas que hasta hace poco se consideraban como excéntricas, como la renta básica e impuestos sobre la riqueza, tendrán que estar en la mezcla.” (FT.com, 3/04/2020)
En una entrevista con el Financial Times, el propio presidente francés, Emmanuel Macron declaró:
“Hemos nacionalizado los salarios, y las pérdidas y ganancias de casi todas las empresas. Eso es lo que hemos hecho. Todas las economías, incluidas las más liberales, lo están haciendo. Está en contra de todos los dogmas, pero ahí está. El pago del paro parcial es la nacionalización de los salarios. Todos los planes de garantía o de ayuda… [son] una nacionalización de las cuentas operativas de comerciantes y empresarios. Esto es lo que estamos haciendo. Para evitar que se hunda todo.” (FT.com, 17/04/2020)
En esta situación, identificar la nacionalización y la intervención estatal directamente con algún tipo de socialismo llevaría a graves confusiones. Debe ser evidente que, igual que en 2008, las estrategias de los gobiernos responden a los intereses del 1% más rico del mundo, no a los de la gran mayoría, los de la gente trabajadora. Tras el colapso de 2008, no se abandonaron las políticas de austeridad y del neoliberalismo en absoluto, sino que se intensificaron. Esta vez, es posible que se mantenga un mayor papel del Estado en la economía, pero si es así, será para defender al sistema. En todo caso, siempre era mentira que el Estado no injería en la economía. Ante una huelga combativa, ningún Estado neoliberal lo deja todo en manos del libre mercado, de las leyes de la oferta y demanda; envía a la policía antidisturbios para “intervenir en la economía”. Las muchas experiencias de intervenciones estatales de este tipo deberían servirnos de advertencia contra las ilusiones en que nos ofrezcan una nueva época más social a raíz de la crisis del virus.
Por otro lado, el auge anterior del capitalismo de Estado ocurrió en la época del largo boom de la posguerra. No hay motivo para pensar que esta vez la intervención estatal sea algo más que una manera de gestionar una crisis cada vez más larga y profunda. Bajo ningún concepto las medidas estatales planteadas podrán sacarnos de esta crisis de una manera que nos beneficie, porque es una crisis del capitalismo, y la única manera de resolver una crisis dentro de este sistema es mediante un aumento de la explotación.
En todo caso, de nuevo, los argumentos presentados por Cliff hace 70 años —insistimos, no meramente una etiqueta aplicada a la URSS, sino un análisis global del papel del Estado como parte íntegra del capitalismo actual— siguen siendo armas útiles ante la situación a la que nos enfrentamos ahora.
Capitalismo de Estado en Cuba
En las décadas de 1950 y 1960, los términos “socialismo”, “Estado obrero” etc., fueron aplicados a países que abarcaban un tercio de la población mundial (así lo reivindicó el dirigente trotskista Mandel, 1953). Hoy en día, el único pretendiente real al título es Cuba. Por tanto, hay que considerar la relevancia del análisis de Cliff para la isla.
Antes de entrar en la materia, una anécdota. En 1949, la organización trotskista cubana, Partido Obrero Revolucionario, escribió lo siguiente al grupo francés, Socialisme Ou Barbarie, que defendía una especie de trotskismo heterodoxo:
“Estamos de acuerdo con ustedes sobre la cuestión del capitalismo de Estado en Rusia, pero consideramos que la argumentación más fuerte sobre esta cuestión es la aportada por T. Cliff, en su trabajo ‘The nature of Stalinist Russia’ (La naturaleza de la Rusia estalinista) que nosotros les recomendamos fuertemente… Preparamos actualmente una traducción al castellano.” (Carta del Partido Obrero Revolucionario, La Habana, 25 de junio de 1949, en Socialisme Ou Barbarie, No. 4, octubre-noviembre de 1949, pág. 93.)
No consta que se realizara dicha traducción. El trotskismo se reactivó brevemente en Cuba tras la revolución, a la que dio su apoyo, pero su pequeña organización, el Partido Obrero Revolucionario (Trotskista), fue reprimida en 1961 y disuelta definitivamente en 1965 (Tennant 1999, pp. 248-255).
En esa misma época —precisamente, en 1963— Tony Cliff hizo un repaso de la revolución cubana y señaló que no tenía nada que ver con la autoemancipación de la clase trabajadora. Más tarde resumió su argumento sobre las luchas anticoloniales, de esta manera: “los procesos de superación de las relaciones socioeconómicas atrasadas y el logro de la liberación nacional del imperialismo, fueron encabezados por una variedad de fuerzas principalmente provenientes de la intelectualidad y del Estado… A pesar de que los desarrollos en África, Asia y América Latina variaron, el capitalismo de Estado fue, en mayor o menor medida, el resultado dominante.” (Cliff 1999).
Hay que reconocer que describir a Cuba como capitalismo de Estado puede conllevar malentendidos.
Negar que la sociedad cubana represente el socialismo o un Estado obrero no implica dejar de rechazar el imperialismo estadounidense ni dejar de oponerse a sus intentos de injerencia en la isla. De hecho, el antiimperialismo consecuente nunca ha puesto como condición que el país agredido fuese socialista; basta con que sufra las presiones imperialistas, y esto está claro en el caso cubano.
Por otro lado, insistir en que tanto Cuba como, por ejemplo, la Rumanía de Ceaușescu son ejemplos de capitalismo de Estado no supone decir que son idénticos en todo. Tanto Suecia como El Salvador son ejemplos de capitalismo de mercado, pero la experiencia de vivir en uno u otro país es muy diferente. La importancia del análisis marxista es que en los años 60 o 70 por ejemplo, ante el aparente éxito del modelo socialdemócrata en Suecia, se sabría que todo esto se basaba en el largo boom económico, dentro de un sistema capitalista. Se sabría que este boom tenía una vida limitada y que las aparentes bondades de Suecia también. Desde esta perspectiva, el ver que hoy en Suecia hay fascistas en el parlamento y que el gobierno aplica programas de austeridad no deja de ser desagradable, pero al menos se puede entender. Quienes se dejaron llevar por las apariencias y pensaban que era un ejemplo del “socialismo democrático” no tendrán explicación alguna.
Así que es importante reconocer tanto las similitudes como las diferencias entre Cuba y Europa del Este. En ambos casos había una relación fuertísima con la URSS, y en ambos casos se reprodujeron casi exactamente los modelos políticos y económicos del estalinismo.
Sin embargo, en Cuba, fue una revolución real —aunque no socialista— la que instauró el gobierno de Castro, mientras en Europa del Este, con la excepción de Yugoslavia, los nuevos regímenes fueron impuestos por el ejército ruso. Este hecho, y el estado de sitio que la isla sigue sufriendo a manos de los dirigentes de Estados Unidos, explica por qué el Gobierno cubano ha tenido una base de apoyo entre su población de la que Ceaușescu, Honecker y los demás dirigentes del Este siempre carecieron.
Otra diferencia muy importante es que durante muchos años, Cuba recibió un importante respaldo económico de la URSS, que desde su entrada en el Comecon en 1972 hasta mediados o finales de los años 80 se calcula en entre mil y cinco mil millones de dólares al año (Karvala 1999). Para la dirección de la URSS, Cuba funcionaba como un anuncio en medio del Caribe —contribuía a lo que ahora se llama el “soft power” (poder blando)— y le interesaba ayudarla. En cambio, los países de Europa del Este no fueron hijos mimados, sino más bien colonias de la URSS.
Con todo, el análisis que Cliff hace de la URSS y de los países del Este también se aplica, en su esencia, a Cuba.
La propia dirección cubana se refirió a sus problemas económicos en 1986:
“El problema esencial de la economía del país en el quinquenio 1981-1985 radicó en que, aunque tuvimos un crecimiento más que aceptable, fue insuficiente en donde más lo requeríamos, es decir, en la exportación de bienes y servicios y en la sustitución de importaciones… Todavía tenemos gastos excesivos y pocos ingresos en los llamados servicios productivos… El crecimiento de la producción azucarera, nuestra primera industria nacional, a pesar de los avances obtenidos, ha estado por debajo de las posibilidades en relación con los recursos invertidos en ella.” (PCC 1986, pp. 31-32.)
A finales de los años 80, un análisis de la economía cubana premiado por el propio régimen comentó que:
“En Cuba el control estatal sobre las asignaciones presupuestarias redundó en un rápido crecimiento de la producción de bienes de capital.” (Zimbalist y Brundenius 1989, pág. 20)
Esta observación refleja el mismo fenómeno analizado por Cliff en la URSS de Stalin, en el primer capítulo de este libro.
En cuanto a la llegada de la crisis a Cuba:
“en el quinquenio 1986-90 disminuyó la eficiencia del proceso inversionista a nivel global. Calculando la respuesta productiva a la inversión entre los períodos 1981-85 y 1986-90, se produce una notable reducción de 53 centavos de incremento de la producción por peso de inversión en el primer caso, a dos centavos por peso en el período más reciente.” (Carranza Valdés 1992, pág. 138.)
Además de reproducir casi exactamente las observaciones sobre la URSS de los 70 y los 80 del economista ruso, Abel Aganbegyan —éste comentó que “Cada rublo invertido daba cada año menos de sí” (Aganbegyan 1989, pág. 117)—, estas cifras son un claro ejemplo de la tendencia a la baja de la tasa de ganancia, analizada por Marx.
Desde entonces, Cuba ha dado sucesivos pasos en la dirección de la aceptación de negocios privados y ha buscado una mayor integración en el mercado mundial. En septiembre de 1995, la Asamblea Nacional aprobó la Ley de la Inversión Extranjera para “promover e incentivar la inversión extranjera en el territorio de la República de Cuba, para llevar a cabo actividades lucrativas…” (En 2014, se aprobó una nueva ley, “para ofrecer mayores incentivos” a inversores.) En 1996, Fidel Castro firmó el Decreto-Ley de Zonas Francas y Parques Industriales. En 2013 Cuba estableció su primera región industrial de libre comercio, un proyecto de megapuerto llamado Zona Especial de Desarrollo Mariel: “una zona especial… donde se fomenta la inversión extranjera directa” (CubaSi.cu, 4/04/2013). En el periódico oficial Granma (4/11/2019) se podía leer —en un artículo titulado “Inversión extranjera en Cuba: de los frenos a los incentivos”— que “La inversión extranjera en Cuba continúa siendo fundamental para impulsar el desarrollo económico del país. En el último año, sectores tan importantes como el turismo, la construcción, la logística, la minería, las energías (sobre todo renovables) y algunos negocios agroforestales ocuparon el protagonismo cuando se hablaba de capital comprometido en los cronogramas de inversión.” Según cifras oficiales para 2018, sobre un total de 4.482.700 personas empleadas en Cuba, había 945.800 en el sector privado, el 21% (ONEI, tabla 7.2).
Nadie niega la presencia de capital privado en Cuba, desde grandes cadenas hoteleras hasta pequeños negocios. Con el análisis de Cliff, se puede entender esta apertura al capital privado como una respuesta a la crisis económica que empezó ya en los años 80, bajo el capitalismo de Estado; no representa una aberración inexplicable de parte de una sociedad que llevaba medio siglo bajo un socialismo exitoso. Además, y quizá más importante, bajo la visión de Cliff, el análisis marxista de Cuba —el análisis de las relaciones de clase— no se limita al sector en manos de gran capital extranjero y de pequeños negocios locales, aún minoritario, sino que abarca el conjunto de la sociedad y de la economía.
Aquí, cabría prestar especial atención al papel del ejército cubano en la producción. En 1988 se creó la Unión de Industria Militar (UIM), que agrupa a multitud de Empresas Militares Industriales. Según El País (11/02/2007), a finales de 2006 las fuerzas armadas cubanas controlaban “844 compañías, el 30% del total. Los militares controlan los sectores estratégicos, desde el azúcar, la agricultura y la construcción hasta el turismo y las industrias básicas. Lo hacen a partir de 1984, con estímulos que vinculan directamente el salario con los resultados.” El que era director de la UIM —el General de Brigada, Salvador Pardo Cruz, que según su entrada en Wikipedia fue “oficial superior de las Fuerzas Armadas Revolucionarias durante más de 45 años”— desde 2009 es Ministro de Industria. No es fácil encontrar las cifras actuales, pero se supone que el peso del ejército en la producción habrá aumentado bajo su mando. Los altos mandos militares, con sus “estímulos” salariales, no pueden excluirse del análisis de clase de Cuba.
Dicho todo esto, éste no es el lugar para hacer el análisis global de Cuba. Pero debe quedar claro que la teoría de Cliff es un punto de partida más adecuado que la idea de que Cuba representa una sociedad no capitalista. (Una aportación muy temprana fue Cliff 1963; ver también Karvala 1999).
La edición en castellano
La publicación de este libro va ligada a la lucha para organizar políticamente dentro del Estado español —y dentro de mundo castellano hablante en general— sobre la base de las ideas de socialismo desde abajo defendidas por Tony Cliff.
El libro publicado en 2000 no fue estrictamente la primera edición. En 1993-94 se publicó una versión samizdat [1] del borrador de traducción que existía entonces. Esa edición fotocopiada como cuaderno DIN A4 contribuyó a la construcción de lo que se llamaría en sus inicios el grupo Socialismo Internacional. Éste fue el primer intento real de construir en el Estado español una organización de la corriente impulsada por Cliff, y un elemento importante de esta construcción era poner sobre la mesa las ideas fundamentales de esta visión. No se trataba de decir que no se podía luchar sin leer este tocho sobre la URSS de los años 30 y 40, pero sí que las personas implicadas en este grupo debían entender que lo que se proponía era muy diferente a lo que hacía y pensaba el grueso de la izquierda —si no, no tendría sentido organizar un grupo aparte de la izquierda existente— y que el análisis de capitalismo de Estado es un elemento clave de este “hecho diferencial”. Como se comenta arriba, no se trata de un fetiche sectario, sino que marca la diferencia entre dos maneras diferentes de ver la política, entre las maniobras desde arriba y el poder democrático desde abajo.
Así que hacia finales de la década de 1990, activistas de Socialismo Internacional se pusieron a preparar la publicación del texto como un libro. Tras mucho trabajo de corrección, diseño, etc., y con la ayuda económica de la corriente socialismo internacional, se logró editar el libro en abril de 2000. Tristemente, entre enviarlo a la imprenta y recibir los 1.500 ejemplares impresos, Tony Cliff murió.
El libro no fue un gran éxito de ventas —entre otras cosas, porque al ser de autoedición, no hubo distribución a librerías— pero cumplió su función en su momento. Lo leyeron activistas que tenían interés en las ideas revolucionarias y querían entender este tema. Además, no se limitó al Estado español, sino que un centenar largo de ejemplares llegaron a Estados Unidos y a América Latina.
El libro se publicó bajo la marca “Ediciones En lucha”. En ese momento, el grupo se llamaba —brevemente— Izquierda Revolucionaria y En lucha era el nombre del periódico, pero pronto el propio grupo pasó a llamarse así.
El grupo En lucha jugó un papel clave en las movilizaciones anticapitalistas y antiguerra de 1999-2003, especialmente en Catalunya, y hasta un punto en el movimiento 15M de 2011, pero fuera del ámbito directamente del activismo en el auge de los movimientos, tuvo crecientes problemas. Tras años de pérdida de militancia y problemas internos, en el otoño de 2016 el grupo decidió por mayoría autoliquidarse. No cabe en esta introducción intentar analizar toda esa experiencia, pero en parte tiene relación con el argumento presentado aquí. Donde Cliff, al escribir este libro, se había enfrentado a las ideas aceptadas por más del 99% de la izquierda —y no por capricho, sino porque los hechos y la lógica lo llevaron a hacerlo— En lucha iba en la dirección opuesta, asumiendo cada vez más las ideas dominantes en el resto de la izquierda y de los movimientos sociales, especialmente en cuestiones relacionadas con la opresión. Esto se sumó a una tendencia de hiperactivismo, en vez de combinar la actividad militante en los movimientos con el desarrollo y la defensa de estrategias y análisis propios. La decisión de liquidarse fue la conclusión lógica de todo esto. Si el grupo ya no tenía una visión política propia, sino que era más bien un “grupo de afinidad” (por utilizar un término de los movimientos sociales), entonces no tenía sentido seguir existiendo como tal.
El grupo Marx21 que publica esta edición digital fue promovido por el puñado de personas que rechazaron la decisión de liquidarse, optando por intentar construir un grupo revolucionario de una manera diferente.
No sólo ha sobrevivido —que ya es un logro— sino que Marx21 ha crecido bastante. Sigue siendo un grupo muy pequeño, pero la experiencia confirma la vigencia de la visión de Cliff: la construcción desde abajo, en base a ideas revolucionarias, orientada en las luchas reales y en la gente corriente.
Marx21 trabaja como una red de activistas en lugares muy diversos del Estado español y daría la bienvenida a gente nueva en cualquier territorio. Es más, sabemos que hay individuos interesados en estas ideas en América Latina; los animamos a plantearse el reto de empezar a organizarse en un sentido parecido en su continente.
Frente a un mundo que sufre diversas crisis, más graves de las que jamás podíamos imaginar, y frente a las sucesivas decepciones con los proyectos de “socialismo” desde arriba, hay que dar el paso para plantear una alternativa de verdad. Las ideas presentadas en este libro, escrito hace más de 70 años, nos ayudarán en esta tarea: confirman que otro socialismo es posible.
Bibliografía
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Zimbalist, A y Brundenius, C (1989), “Crecimiento con equidad: el desarrollo cubano en una perspectiva comparada”, en Cuadernos de Nuestra América, Vol. VI, No 13, La Habana, 1989.
Nota
[1] Samizdat: las publicaciones clandestinas típicas en el bloque del Este.