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La extrema derecha —ya sea VOX, el invento de Alvise Pérez, o el nuevo partido ultra de Sílvia Orriols en Catalunya— utiliza, incluso abusa, de las redes sociales. Pasan de espacios de debate a paraísos de la desinformación. Este artículo analiza el problema y plantea algunas respuestas.

Paco Priego

El pasado 6 de diciembre conocíamos una noticia insólita. El Tribunal Constitucional de Rumanía anulaba los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en marcha, celebradas el 24 de noviembre.

La segunda vuelta debía disputarse el domingo 8 de diciembre, pero ahora se deberá repetir el proceso entero.

El motivo es, como mínimo, sorprendente: el candidato de la ultraderecha Călin Georgescu —que había sido el candidato más votado, y debía enfrentarse en segunda vuelta a la candidata del centro liberal Elena Lasconi— presuntamente se había beneficiado de una campaña orquestada en redes sociales, principalmente en TikTok, donde es muy activo, mediante cuentas bots coordinadas.

También se acusaba a la misma red social de haber favorecido ese contenido mediante su algoritmo, y varias fuentes oficiales han acusado a Rusia de patrocinar la operación.

La decisión no ha estado exenta de polémica. La propia Elena Lasconi, que debía enfrentarse con Georgescu en segunda vuelta, calificó la decisión del tribunal como “ilegal” e “inmoral”, afirmando que “el Estado rumano ha pisado la democracia”.

Obviamente, tanto Rusia como TikTok han negado todas las acusaciones, pero esto es irrelevante por los propósitos de este artículo. Porque lo que importa es que hace mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a convivir en las redes sociales con manipulación, fake news, bots, trolls, y algoritmos creados para favorecer posiciones políticas de la derecha y la ultraderecha.

El 6 de diciembre de 2016, la BBC se hacía eco del caso de la ciudad norte-macedonia de Veles. Para preocupación de la comunidad educativa local, los adolescentes de la ciudad habían descubierto una afición tan lucrativa como peligrosa: crear páginas web de fake news, enfocadas al mercado estadounidense. Copiando el estilo de los portales de ultraderecha estadounidense, creaban páginas con noticias sensacionalistas inventadas, que después publicitaban en Facebook, donde eran consumidas ávidamente por los partidarios de Donald Trump, entonces en su primera campaña electoral.

Los ingresos por publicidad obtenidos gracias a las visitas animaban cada vez a más jóvenes a crear su propio sitio web de desinformación.

Ha llovido mucho desde entonces, y la desinformación ha evolucionado mucho. Ya no hablamos de estudiantes escribiendo fake news en su tiempo libre, sino de una actividad profesional.

La industria de la mentira

Granjas de bots y de trolls gestionando miles de cuentas en redes sociales, canales en Telegram o Youtube con miles de seguidores, videos con calidad profesional… la mentira se ha convertido hoy en día en una industria que genera a partes iguales dinero y poder, que puede poner y quitar gobiernos, hacernos renegar de la ciencia y abrazar la superstición, y llevar al mundo por un camino muy oscuro, si no le ponemos remedio.

La noticia de la que hablábamos al principio sorprende, pero también activa al teórico de la conspiración que todos llevamos dentro.

¿Es el hecho lo que asusta, o es solo la herramienta usada? Todos sabemos que ya hace mucho tiempo que TikTok es acusada de todo tipo de prácticas maliciosas que, no seamos ingenuos, son el pan de cada día en cualquier red social. El gran problema es que este recién llegado es chino, así que su presencia en un ecosistema tradicionalmente occidental, molesta.

Pero, cuando hablamos de manipulación política en redes sociales, ésta no es la primera marca en la que pensamos, ¿verdad? TikTok hace la suya, sin duda, pero todavía es un aprendiz ante el campeón mundial de la categoría, X/Twitter.

En un tiempo se le conocía por ser el lugar donde había que estar para conocer lo que pasaba día a día: fue la red social que nos informó, a pie de calle y en tiempo real, de eventos tan importantes como la Primavera Árabe. Pero ya hacía mucho que se había transformado de un ágora pública en una taberna sórdida, donde la atención la tenía quien más gritaba, y las expresiones malsonantes campaban a su gusto.

“El mundo no se cambia desde detrás de una pantalla, sino estando presente a pie de calle en las luchas.”

Esta degradación es algo que todas las redes sociales han sufrido, pero en Twitter, como se llamaba entonces, por su enfoque en el diálogo directo entre usuarios, se hacía muy notorio. Ese ambiente enrarecido todavía empeoró exponencialmente a partir de 2022, cuando entró en escena un personaje tan famoso como polémico. Sí, el hombre que nos llevará a Marte, el Tony Stark de la vida real. Es hora de hablar de Elon Musk.

¿Magnate de los negocios o hombre espectáculo? ¿Genio visionario o iluminado delirante? La carrera de Elon Musk oscila entre los logros empresariales y de relaciones públicas, así como las polémicas familiares, políticas y judiciales.

Como una encarnación del arquetipo del millonario excéntrico, su figura provoca de todo menos indiferencia. Usuario compulsivo de Twitter, Musk primero se convirtió en el máximo accionista de la empresa, pero pronto tuvo enfrentamientos con el resto de la junta directiva, debido a su visión del funcionamiento del servicio, lo que le llevó a la tortuosa compra de la compañía por 44.000 millones de dólares.

¿Libertad?

Desde entonces, su peculiar interpretación de la libertad de expresión, rehabilitando a usuarios suspendidos por conductas abusivas, haciendo casi irrelevante la función de bloqueo, y dando privilegios de visibilidad a los usuarios dispuestos a pagar una suscripción premium al servicio, unidas a los recortes de personal en áreas técnicas, han llevado a una degradación extrema de la experiencia de usuario.

X, como su nuevo dueño la ha rebautizado, se ha vuelto un infierno de discursos de odio, desinformación y teorías de la conspiración, un infierno que parece mucho del gusto de su nuevo propietario, que no tiene reparo en contribuir a la fiesta con publicaciones provocadoras, que son promocionadas descaradamente en la plataforma de la que es dueño, árbitro y jugador.

Hasta ahora, la falta de una competencia sólida contra X había dejado todo este mal ambiente en quejas resignadas, pero recientemente ha aparecido un nuevo actor en el escenario. La plataforma Bluesky se abrió al público general en febrero de este año, pero fue tras las elecciones estadounidenses cuando tuvo su explosión.

Va más allá de los propósitos de este artículo explicar las diferencias técnicas entre ambas plataformas, lo que importa es que la experiencia de usuario que proporcionan es muy similar, pero Bluesky proporciona a los usuarios herramientas de moderación eficientes, que limitan el alcance de los discursos tóxicos.

El favoritismo, expresado en X durante toda la campaña, de Elon Musk por Trump, unido a acusaciones de que la plataforma habría promovido el contenido favorable al candidato republicano, así como el hecho de que el propio Musk vaya a formar parte del nuevo gobierno de Trump, está ahuyentando ahora mismo a muchos usuarios de X hacia la competencia.

Celebridades de la cultura y el espectáculo, divulgadores científicos, periodistas y cabeceras mediáticas de prestigio… cada vez más usuarios influyentes anuncian públicamente su retirada de la plataforma de Musk, y muchos acaban recalando en Bluesky. La reacción de Elon Musk a este éxodo de usuarios está siendo a veces de una inmadurez que raya el ridículo. Está por ver en qué acabará todo esto, pero lo que parece ya demostrado es que la tolerancia a los discursos de odio no es infinita.

Dicho todo esto, ¿qué hacer, desde una perspectiva de izquierda revolucionaría?

Sentido crítico

En los últimos días, fruto de la decadencia de X, estamos viendo un debate, sobre si lo que hace falta abandonar esta red, o resistir, y no entregarla al discurso reaccionario.

Mi opinión personal sobre este caso concreto, es que X no es ninguna trinchera por la que luchar.

Es un producto del que somos consumidores. Y como consumidores, nuestra arma más poderosa contra una marca comercial es el boicot. Ir a X a quejarnos de lo mal que lo está haciendo X, no incomodará mucho a Elon Musk, mientras sigamos consumiendo su producto. Pasarnos a la competencia sí les duele a las empresas donde es necesario, en los libros de cuentas.

Pero, al fin y al cabo, no deja de ser como dejar de beber a Coca-Cola para pasar a beber a Pepsi. Y abogar por cualquier otra red más minoritaria, más descentralizada, tampoco es la solución. Menos aún lo es, más allá de este caso concreto, satanizar las propias redes sociales, como se hizo en el pasado con los videojuegos, la televisión, los cómics, el rock…

Nos guste o no, las redes sociales han llegado a este mundo para quedarse, y lo que debemos hacer es aprender a convivir con ellas, porque ya forman parte de la cultura popular, y han demostrado su utilidad en el pasado.

La verdadera solución es desarrollar sentido crítico, aprender a contrastar la información, y estar precavidos ante lo que leemos en las pantallas. Y llevar este debate a nuestras familias, a los puestos de trabajo, a las calles, al mundo real. Porque solo allí es donde se puede generar el contrapoder que nos permita detener la desinformación, y realizar cambios verdaderos.

Sí, es importante tener presencia con nuestras ideas en redes sociales, saber identificar allí las tendencias, saber descartar las mentiras e intoxicaciones, y también saber cómo, cuándo y dónde encarar los debates.

Pero siempre teniendo muy claro que el mundo no se cambia desde detrás de una pantalla retro-iluminada, sino estando presente a pie de calle en las luchas, contra la desinformación, y contra todas las opresiones que se utilizan como arma.


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