Alex Callinicos

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Una proposición fundamental del marxismo es que el capitalismo genera las condiciones materiales y sociales para el comunismo. El fin de las clases sociales será posible cuando las relaciones capitalistas de producción hayan elevado la productividad del trabajo a un nivel capaz de hacer desaparecer la escasez.

Hemos visto que las relaciones burguesas actúan como limitante de las capacidades productivas, dando pie a una sucesión regular y cíclica de expansiones y crisis.

Otra manera de decir esto es que el capitalismo hace al comunismo históricamente posible, tanto como necesario. Más aún, el capitalismo crea la fuerza social que lo derrocará y que al hacerlo abolirá las clases sociales. Esta fuerza es la clase trabajadora.

Marx y Engels sostienen en el Manifiesto Comunista:

“La condición esencial de la existencia y la dominación de la burguesía es la formación y el crecimiento del capital. La condición del capital es el trabajo asalariado. El trabajo asalariado descansa exclusivamente sobre la competencia de los obreros entre sí. El avance de la industria, del que la burguesía, incapaz de oponerse, es agente involuntario, sustituye el aislamiento entre los trabajadores, resultante de la competencia, por su unión revolucionaria mediante la asociación. Así, el desarrollo de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las bases sobre las que ésta produce y se apropia de lo producido. La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.” (CW VI, 496)

Ahora bien, el derrumbe del capital no ocurrirá automáticamente, como han malinterpretado algunas lecturas de este pasaje. Dependerá de la organización, conciencia y actividad de la clase trabajadora. Marx y Engels resumían en 1879 su visión política de esta manera:

“Por casi cuarenta años hemos insistido en que la lucha de clases es la fuerza impulsora inmediata de la historia, y en particular en la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como la gran palanca de la revolución social moderna. Cuando se formó la Internacional expresamente formulamos la consigna: la emancipación de la clase obrera será obra de la clase obrera misma.” (SC, 327)

La idea de la liberación de la clase trabajadora por ella misma está en el corazón del pensamiento de Marx, como ya se ha visto. Hal Draper ha contrastado las “dos almas del socialismo”. Una, la del “socialismo desde arriba”, ve el cambio como resultado de la actividad de dirigentes ilustrados que controlan el Estado y lo usan para introducir reformas en nombre de los trabajadores. Partidos socialdemócratas y comunistas alrededor del mundo han hecho suya esta interpretación del socialismo, viendo como la fuerza del cambio la obtención de escaños en el parlamento, o al partido mismo. Por su parte, Marx estaba por el “socialismo desde abajo”, porque los trabajadores se liberaran a sí mismos mediante su propia actividad.

Sepultureros del capitalismo

“La condición para la emancipación de la clase obrera es la abolición de todas las clases”, escribió Marx (CW VI, 212). El derrocamiento del capitalismo no llevará a la instauración de una nueva sociedad de clases. Más bien será una fase preliminar a la creación de una sociedad comunista, donde no existan ya la explotación ni los antagonismos de clases. La posibilidad de la clase trabajadora de abolir las clases surge de su posición en las relaciones de producción capitalistas. Vimos que el capitalismo tiende a crear al trabajador colectivo, esto es, agrupar trabajadores en unidades de producción cada vez más grandes, en que el trabajo de cada uno depende del de los otros. Marx pensó que el desarrollo del capitalismo obliga a los trabajadores a unirse entre sí para resistir la explotación.

La industria a gran escala concentra en un sitio a un grupo de gente desconocida entre sí. La competencia divide sus intereses. Pero mantener sus salarios, el interés común que tienen contra su patrón los une en formas comunes de pensar, de resistencia y de coalición. Estas coaliciones siempre tienen una doble meta, la de detener la competencia entre los trabajadores, y la de poder llevar adelante la lucha general contra el capitalista. Si la primera meta de la resistencia era simplemente mantener los salarios, las coaliciones, luego de estar aisladas tendían a agruparse entre sí. Al mismo tiempo los capitalistas se unen con el propósito de ejercer represión. De cara al capital, más que mantener los salarios, para los trabajadores se vuelve necesario mantener la asociación. Esto es tan cierto que los economistas ingleses se asombraban de ver a los trabajadores sacrificar buena parte de sus salarios en favor de las asociaciones, las cuales a ojos de estos economistas se crean solamente para defender los salarios. En esta lucha — una verdadera guerra civil— se unen y desarrollan todos los elementos necesarios para la siguiente batalla. Llegada a este punto, la asociación toma un carácter político.

Al principio las condiciones económicas transformaron en obreros a la masa de gente del campo. El dominio del capital había creado, para esta masa, una situación común, intereses comunes. Esta masa es pues ya una clase contra el capital, pero todavía no para sí. En la lucha, de la cual hemos destacado sólo algunas claves de sus fases, esta masa se une y se constituye como una clase para sí. Los intereses que defiende se hacen intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política (CW VI, 21011).

Como otros socialistas de su época, Marx pensaba que una sociedad fundada en la asociación, en compartir y cooperar, era la alternativa al capitalismo, fundado en la competencia. Para Marx el comunismo es el régimen de los productores asociados. Los socialistas utópicos creían que tal asociación surgiría de un compromiso esencialmente moral, entre todas las clases de la sociedad existente, para eliminar el capitalismo. Marx sin embargo argumenta que el comunismo será resultado de intereses materiales y luchas de los trabajadores en el proceso de producción. “Llamamos comunismo al movimiento real que abole el presente estado de cosas” (CW V, 49).

La presión de la explotación capitalista obliga a los trabajadores a organizarse y actuar colectivamente. Sólo así pueden dar curso a la fuente de su poder real, que surge de su posición en las relaciones de producción capitalistas. De su trabajo depende la autoexpansión del valor. Tienen, por tanto, la capacidad de paralizar todo el sistema de producción. Para emplear esa capacidad deben unirse. La solidaridad es el principio básico de toda acción de la clase trabajadora. Sin ella toda huelga fracasaría.

De manera que es el lugar que ocupa en el sistema capitalista de explotación lo que da el poder a la clase obrera de abolir las clases sociales. El capitalismo socializa el proceso de trabajo: incrementa vastamente los medios de producción y los hace cada vez más dependientes del trabajo combinado del obrero colectivo. Estos instrumentos de producción no pueden ser operados por individuos. De igual forma, la clase obrera puede tomar los medios de producción sólo colectivamente, como clase. No tiene sentido hablar de que los obreros compartan una fábrica fragmentándola en pedazos pequeños. Si se hiciera esto dejaría de ser una fábrica y se echaría a perder su potencial.

El papel decisivo que juegan los trabajadores en la lucha contra el capitalismo no resulta de que sean el sector más oprimido de la sociedad. Hay otros en peor situación. Por ejemplo, Marx indica que hay sectores del ejército industrial de reserva que están excluidos permanentemente del proceso de producción y están peor que el resto de la clase trabajadora: lo que él llama “elemento estancado”, “vagabundos, delincuentes, prostitutas, en suma, el lumpen-proletariado”, “los desmoralizados, andrajosos, los incapacitados para trabajar”, (C I, 797). De aquí sin embargo no se sigue que estos sectores sean más revolucionarios. Por el contrario, justamente porque no están sometidos a la disciplina de la producción capitalista pueden ser más propensos a terminar siendo utilizados por movimientos políticos reaccionarios que explotan su miseria. Marx predice en el Manifiesto, que las condiciones de vida del lumpen-proletariado, “lo preparan… para cumplir la función de herramienta sobornada de las intrigas reaccionarias” (CW VI, 494).

De este modo Luis Bonaparte formó después de la Revolución de 1848, la “Sociedad del 10 de diciembre”, un ejército privado con que se hizo del poder como Napoleón III. Los desempleados suelen ser terreno fértil de reclutamiento para movimientos fascistas, pues no están sujetos a las presiones de la explotación capitalista, que lleva a que los trabajadores se unan entre sí contra el patrono.

Pero si la miseria no es suficiente para hacer a un grupo social la fuerza motriz del comunismo, tampoco lo es la explotación. Los campesinos, como clase, están explotados. Se les extrae trabajo excedente en forma de renta para los terratenientes, de intereses para los prestamistas y de impuestos para el Estado. Marx sin embargo indica que esto no los hace una clase revolucionaria. En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte muestra cómo el campesinado francés le dio a Napoleón III el apoyo que necesitaba para presentarse como árbitro entre la burguesía y el proletariado:

“Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos … Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase.” (CW XI, 187).

Marx no está argumentando que el campesinado nunca pueda jugar un papel positivo en las luchas sociales y políticas. Tres grandes revoluciones de la era moderna, en Francia en 1789, en Rusia en 1917 y en China en 1949, vieron a los pequeños campesinos hacer una contribución decisiva a la victoria. Pero como las relaciones de producción confinan el horizonte de los campesinos a los límites de su pequeña propiedad, su aldea y si acaso su provincia, sus alzamientos tienen usualmente un carácter localista. Podrán linchar al terrateniente local, prender fuego su mansión y dividirse la finca. Y en efecto las cosas mejoran hasta que llega el ejército, ejecuta a los dirigentes y reinstala al hijo del terrateniente en su herencia.

Sólo cuando los levantamientos campesinos coinciden con una confrontación entre la clase dominante y alguna otra clase que esté retando el poder de ésta, es que cumplen una función en la transformación general de la sociedad. Los campesinos pueden ser una clase nacional si son dirigidos por otra clase. En Francia en 1789 esa clase fue la burguesía. Marx sostuvo que con el advenimiento del capitalismo, la clase trabajadora puede integrar el descontento del campesinado a un movimiento nacional contra la sociedad burguesa. La conclusión de su análisis sobre los campesinos en Francia en El dieciocho bromarlo es que “los campesinos encuentran su aliado y líder natural en el proletariado urbano, cuya tarea es el derrocamiento del orden burgués” (CW XI, 191).

En La guerra civil en Francia Marx señala que “la Comuna estaba exactamente en lo correcto cuando decía a los campesinos que la victoria de la Comuna era su única esperanza” y cuando preguntaba cómo la lealtad tradicional de los campesinos hacia el bonapartismo —totalmente traicionada por Napoleón III— podía resistirse “al llamado de la Comuna a los intereses vivos y a las necesidades urgentes del campesinado” (CW 75, 77). Por tanto, Marx proponía que el movimiento obrero ganara al campesinado para su causa, apelando a sus intereses materiales. Pero sólo la clase trabajadora puede derrocar al capitalismo y, al liberarse, liberar también a los otros sectores explotados y oprimidos de la sociedad.

La emancipación de la mujer es inseparable de la liberación de la clase trabajadora. De los socialistas utópicos, y especialmente de Fourier, Marx y Engels habían aprendido a despreciar profundamente la opresión sexual, el sometimiento de las mujeres a los hombres. El Manifiesto del partido comunista lanza un duro ataque a la familia burguesa. Engels indica en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado que la opresión de la mujer está históricamente vinculada al surgimiento de la familia monogámica, de las clases sociales y de los “cuerpos especiales de hombre armados”, o sea las fuerzas de represión instaladas para defender los intereses de la propiedad privada.

Hay varios defectos en el análisis de Engels. Ahora hay más evidencia de que la desigualdad sexual precedió el surgimiento de los antagonismos de clases, y que sus orígenes tuvieron aparentemente que ver con factores como las guerras entre sociedades tribales, más de lo que supuso Engels. Más aún, Engels y Marx se equivocaron al sugerir que la familia trabajadora desaparecería con el desarrollo del capitalismo.

No obstante, la conclusión básica se sostiene. La familia, en la forma en que ha existido desde el triunfo del capitalismo industrial, se basa en el aislamiento y confinamiento de la mujer en la casa. La condición de la llamada ama de casa es una de las más alienantes de la sociedad burguesa. La reclusión de las mujeres en el hogar les hace difícil organizarse y actuar colectivamente. A la vez, uno de los más importantes desarrollos del capitalismo en este siglo ha sido la incorporación de las mujeres a la fuerza laboral. En Inglaterra, actualmente, de cada cinco trabajadores dos son mujeres, y la mayoría de las mujeres de la clase obrera se pasan trabajando durante una parte considerable de sus vidas. En la fábrica y el taller las mujeres pueden adquirir la organización y el poder colectivo para liberarse junto a los hombres con quienes trabajan. Como ellas, estos también están sometidos a la explotación capitalista.

Partido y clase

Por virtud de su posición en las relaciones de producción capitalistas, la clase trabajadora es la única clase capaz de impulsar la formación de una sociedad sin clases. Pero, tanto en la época de Marx como en la nuestra, la dificultad obvia para que esto ocurra es que la gran mayoría de los trabajadores acepta al capitalismo como inevitable. Desde la más temprana infancia se les inculca que el pueblo trabajador es incapaz de dirigir la sociedad. En la escuela, la prensa, la televisión, la radio, etc., se les dice que tal función corresponde a expertos: gerentes, administradores públicos, legisladores, funcionarios sindicales. Lo que tienen que hacer los trabajadores es aceptar las órdenes de arriba. ¿Cómo superar esta falta de confianza de los trabajadores en sí mismos?

En palabras de Marx, ¿cómo se hace la clase obrera una clase “para sí”, esto es, una clase consciente de su posición y de sus intereses en la sociedad capitalista, y de su función histórica de derrocar este orden social? Su respuesta fue que los trabajadores cobran conciencia de sus intereses de clase por medio de la lucha misma. Por medio de sus luchas diarias contra el capital en el proceso de producción los trabajadores logran la conciencia, la confianza y la organización necesarias para jugar un rol revolucionario.

Esto nos lleva otra vez a la noción que vimos en las “Tesis sobre Feuerbach” y en La ideología alemana, de que “en la actividad revolucionaria transformarse uno mismo coincide con transformar las circunstancias” (CW V, 214). Obligados a involucrarse en las luchas entre clases, dada la explotación que experimentan en el proceso de producción, los trabajadores comienzan a transformarse a sí mismos y a la sociedad.

Esta concepción del cambio revolucionario implica que Marx tenía una actitud muy positiva hacia las huelgas, y en general a la lucha de clases económica, por medio de la cual los trabajadores se organizan en sindicatos buscando mejorar su condición dentro del marco del capitalismo. Otra vez, esto distingue a Marx de otros socialistas de su tiempo. De éstos escribió que, al confrontarse con “huelgas, coaliciones y otras formas en que los proletarios llevan a cabo frente a nuestros ojos su organización como clase, algunos son presa de verdadero miedo y otros despliegan un desprecio trascendental” (CW VI, 211). Todavía hoy tal actitud se ve incluso entre socialistas, algunos de los cuales ven con desdén a los trabajadores que van a huelga exigiendo mejores salarios, por presuntamente actuar por sus intereses particulares y por motivos “economicistas”.

Marx era hostil hacia este desprecio de las luchas obreras. En Salario, precio y ganancia desafió la creencia corriente, expuesta en este caso por el socialista inglés John Weston — un seguidor de Robert Owen— de que la lucha sindical era en el mejor de los casos inconsecuente y, en el peor, perjudicial a los estándares de vida de los trabajadores. Esta afirmación se fundaba en la llamada “ley de hierro de los salarios”, según la cual, por supuestas presiones poblacionales, los salarios no pueden subir más allá de los niveles mínimos de sobrevivencia.

Marx refutó esta “ley” con la teoría del valor. Indicó que la sobrevivencia forma un “último límite” más abajo del cual los salarios no pueden descender sin poner en peligro la reproducción de la fuerza de trabajo. A la vez, “el valor del trabajo es, en todos los países, determinado por un nivel de vida tradicional… la satisfacción de ciertas necesidades se corresponde con las condiciones sociales en que el pueblo ha sido situado y formado” (SW II, 71- 2).

Más aún, “en lo que a las ganancias respecta, no hay ley que determine su mínimo”. La máxima tasa de ganancias está “limitada por el mínimo físico de salarios y el máximo físico de la jornada de trabajo… Su nivel real se fija en la lucha entre capital y trabajo… La cuestión se resuelve en el poder respectivo de los contendientes” (SW II, 72-3).

Pero Marx no atribuía tanta importancia a las huelgas porque ayudaran a subir los niveles de vida de los obreros. El elemento decisivo era que contribuyen a elevar la conciencia y organización de la clase trabajadora. Al comentar en 1853 una ola de huelgas en las zonas de Lancashire y las Midlands en Gran Bretaña, el motor principal de las cuales eran obreros no diestros v sin organización, Marx dice:

“Existe una clase de filántropos, e incluso de socialistas, que considera las huelgas perjudiciales a los intereses del ‘propio trabajador’, y que tiene como su gran objetivo encontrar un método para asegurar un salario promedio permanente. Por el contrario, estoy convencido de que, aparte del hecho del ciclo industrial con sus diversas fases, que echa a un lado tal salario promedio, la alternancia de subidas y bajadas de salarios y los conflictos constantes entre amos y hombres que de ello resulta, son, en la organización actual de la industria, un medio indispensable para mantener elevado el espíritu de la clases trabajadoras, de combinarlas en una gran asociación contra las usurpaciones de la clase dominante y de impedir que se hagan apáticas, impensantes, instrumentos de producción más o menos bien alimentados. En un estado de la sociedad fundado en el antagonismo de clases, si queremos impedir la esclavitud en los hechos tanto como en la palabra, debernos aceptar la guerra. Para apreciar justamente el valor de las huelgas y las coaliciones debemos evitar cegarnos por lo aparentemente insignificante de sus resultados económicos y ver ante todo sus consecuencias morales y políticas. Sin las grandes fases alternativas de monotonía, prosperidad, agitación extrema, crisis y zozobra, que periódicamente atraviesan los ciclos recurrentes de la industria moderna, con las subidas y bajadas de salarios que de ello resulta y con la guerra constante entre amos y hombres que se da en correspondencia estrecha con esas variaciones de salarios y ganancias, las clases trabajadoras de Gran Bretaña y de toda Europa serían una masa descorazonada, debilitada mentalmente, agotada e incapaz de resistir, cuya liberación por sí misma sería tan imposible como la de los esclavos de la antigua Grecia y Roma.” (CW XII, 169)

Engels hablaba también por Marx, más de veinte años después, al criticar el programa adoptado por el Partido Socialdemócrata Alemán en 1875 en la ciudad de Gotha porque, entre otros errores y omisiones, “no hay una sola palabra sobre la organización de la clase obrera como clase por medio de los sindicatos. Y este es un punto muy esencial, pues esta es la organización real de clase del proletariado, en que lleva a cabo las luchas diarias contra el capital, en que se entrena, y la cual hoy en día, aún en medio de la peor reacción… simplemente ya no puede ser destruida” (SC, 293).

La lucha sindical sin embargo está lejos de ser un fin en sí mismo. Marx argumenta que el nivel de la tasa de ganancia depende del “poder respectivo de los contendientes”. Pero estos poderes son desiguales. Como controla los medios de producción, el capital puede reorganizar el proceso de trabajo para reducir la fuerza de trabajo y crear mayor desempleo, debilitando así la posición del trabajo en el proceso de producción. “En su acción meramente económica, el capital es el lado más fuerte” (SW II, 73):

Las uniones sindicales operan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Pero en general se limitan a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de tratar de cambiarlo simultáneamente, en vez de usar sus fuerzas organizadas como palanca para la liberación final de la clase obrera, esto es, la abolición definitiva del sistema de salarios. (SW II, 75-6).

Los sindicatos toman como natural la relación entre capital y trabajo asalariado. Simplemente persiguen mejorar la posición de los trabajadores dentro de dicha relación. Sin embargo, el trabajo asalariado es la forma burguesa en que se extrae a los obreros trabajo excedente. La superioridad del poder de los capitalistas en el proceso de producción significa que cualquier victoria sobre ellos puede ser sólo temporera, propensa a disiparse una vez el balance de fuerzas cambie de nuevo en favor del capital. La única seguridad duradera del poder obrero reside en el derrocamiento del sistema capitalista, lo cual implica erradicar la relación capital-trabajo asalariado. “En lugar del lema conservador de ‘un salario justo por una justa jornada de trabajo’ —Marx señala que los trabajadores— deben escribir en su bandera la consigna revolucionaria de ‘abolición del sistema de salarios’”- (SW II, 75).

De manera que la lucha de clase de la clase trabajadora puede tener éxito sólo si se transforma de lucha económica en lucha política, o sea en una “lucha de clase contra clase” en que los trabajadores se hacen conscientes de sus intereses históricos y tratan de arrancarle poder político a los capitalistas. Marx pensaba que la lucha económica de clase tiene, de hecho, una tendencia inherente a hacerse política.

Un ejemplo fue la lucha exigiendo leyes que limitaran las horas del día de trabajo. La misma fue “el producto de una guerra civil dilatada y más o menos disimulada entre la clase capitalista y la clase trabajadora” (C I, 412-13). Sin embargo “el resultado no se logró por un acuerdo privado entre los trabajadores y los capitalistas. Se logró por interferencia legislativa”, o sea con el Estado aprobando una ley, aunque “sin la presión continua de los trabajadores esa interferencia nunca se hubiera dado” (SW II, 73).

Marx pensaba que la lucha de clases se desarrollaría, de una batalla entre capital y trabajo en talleres o industrias específicas, a una confrontación global entre las dos clases, en que el Estado jugaría un rol cada vez más prominente. Y Marx daba la bienvenida a este desarrollo. Repudiaba profundamente a quienes, como Bakunin y Proudhon, se oponían a que la lucha de clases tomara forma política. Creía que la clase trabajadora podría liberarse sólo tomando el poder, destruyendo la maquinaria del Estado capitalista y estableciendo una forma nueva de Estado controlado por los trabajadores. “El gran deber de la clase trabajadora —declaró Marx en el discurso inaugural de la Primera Internacional— es conquistar el poder político” (SW II, 17). Las dos formas de lucha interactúan entre sí:

“El movimiento político de la clase trabajadora tiene como su objetivo, por supuesto, conquistar el poder político para esta clase, y esto naturalmente requiere que la organización previa de la clase trabajadora se desarrolle hasta cierto punto, y a partir precisamente de sus luchas económicas.”

Por otro lado, todo movimiento en el cual la clase trabajadora aparece como una clase contra la clase dominante y la trata de presionar desde afuera, es un movimiento político. Por ejemplo, el intento mediante huelgas, etc., en una fábrica particular o incluso en un oficio particular, para obligar a capitalistas individuales a establecer- una jornada de trabajo más corta, es un movimiento puramente económico. Pero el movimiento para forzar una ley de ocho horas diarias, etc.., es un movimiento político, o sea un movimiento de la clase, con el objetivo de reforzar sus intereses de forma general, en una forma que posee una fuerza coercitiva general en la sociedad. Estos movimientos suponen un cierto grado de organización previa, a la vez que son un medio de desarrollar esta organización.

Allí donde la clase obrera no está todavía suficientemente avanzada en su organización para llevar a cabo una campaña decisiva contra el poder colectivo, es decir el poder político de las clases dominantes, debe en cualquier caso entrenarse para hacerlo, mediante agitación continua contra este poder y una actitud hostil hacia la política de las clases dominantes. De otro modo será un mero juguete en sus manos (SC, 270-1).

Si se encierra en la lucha puramente económica, la clase trabajadora permanecerá sometida a la dominación política e ideológica del capital. Como la lucha sindical no desafía las relaciones de producción capitalistas, está “luchando contra los efectos, pero no contra las causas de esos efectos” (SW II, 75). Marx señala que la organización política de la clase trabajadora, la formación de un partido de trabajadores, es necesaria para lograr la independencia completa del proletariado respecto a la burguesía.

Después de la derrota de la Revolución de 1848 Marx y Engels advirtieron el peligro de que el movimiento obrero alemán sucumbiera a alianzas amplias entre clases, de modo que se confundiera con la pequeña burguesía o las clases medias e incluso con sectores de la burguesía. Era una reflexión crítica de la propia experiencia de ambos en 1848-49, cuando ellos mismos permitieron que se disolviera la Liga Comunista y trataron de ser la extrema izquierda del movimiento democrático burgués.

En el momento presente [marzo de 1850] cuando en todos lados el partido pequeño burgués está reprimido, predica en general la unidad y la reconciliación con el proletariado; le ofrece su mano y propone establecer un gran partido de oposición que agrupe todos los matices de opinión en un partido democrático. Esto es, propone que los trabajadores se enreden con una organización partidaria en que predominen las frases socialdemócratas de modo que se oculten sus intereses especiales, y en que, por el bien de la amada paz, se dejen fuera las demandas definitivas del proletariado.

Tal unidad resultaría sólo en ventaja de ellos y, en general, en desventaja del proletariado. El proletariado perdería su posición independiente, trabajosamente conquistada, y sería reducido una vez más a ser un apéndice de la democracia oficial burguesa. Por lo tanto esta unidad debe ser rechazada de la manera más decidida. En lugar de rebajarse una vez más a ser el coro que aplaude a los demócratas de la burguesía, los trabajadores, y sobre todo la Liga [Comunista] tienen que esforzarse por establecer una organización independiente, secreta y pública del partido de los trabajadores, al lado de los demócratas oficiales, y hacer de cada [sección de la Liga] el punto central y nuclear de las asociaciones de obreros, en que las actitudes y los intereses del proletariado serán discutidos libres de las influencias burguesas (CW X, 281)

Para evitar volverse el “coro que aplaude”, el “apéndice” de la burguesía, la clase obrera debe tener su propio partido. Algunos comentaristas han afirmado que el “Discurso ante el Comité Central de la Liga Comunista” de marzo de 1850, del cual ha sido tomado el pasaje de arriba, fue escrito en un periodo en que Marx y Engels estaban muy cerca de las ideas de Augusto Blanqui, quien —como vimos— creía que una organización secreta y conspirativa podía tomar el poder a nombre de la clase trabajadora.

Pero Marx y Engels se mantuvieron firmes en su consigna de que la liberación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma. Para el mismo tiempo en que redactaron el “Discurso” de marzo de 1850, pintaban un ingenioso cuadro del conspirador profesional blanquista: desempleado, deambulando por las tabernas, gozando de una relación ambigua con la policía secreta, la cual a su vez lo usaba para sus fines, perteneciente más al lumpen-proletariado que a la clase obrera:

“Casi sobra añadir que estos conspiradores no se limitan a la organización general del proletariado revolucionario. Lo que hacen es precisamente anticiparse al proceso del desarrollo revolucionario. llevarlo artificialmente a un punto de crisis, lanzar una revolución en la agitación del momento sin las condiciones para una revolución. Para ellos la única condición para la revolución es la debida preparación de su conspiración. Son los alquimistas de la revolución y se caracterizan exactamente por el mismo razonamiento caótico y por los destellos obsesivos de los antiguos alquimistas. Dan saltos con inventos que supuestamente harán milagros revolucionarios: bombas incendiarias, mecanismos destructivos de efecto mágico, motines que se espera sean tan milagrosos y sorprendentes en su efecto como poco racional es su fundamento. Ocupados en estos planes, no tienen otro propósito que el más inmediato de derrocar el gobierno, y tienen el más profundo desprecio por una ilustración más teórica del proletariado sobre sus intereses de clase.” (CW X, 318).

Pero la tarea de los comunistas no es sustituir a la clase trabajadora, “anticiparse al proceso del desarrollo revolucionario”, intentando tomar el poder como minoría ilustrada y conspirativa. Los comunistas más bien deben ser activos en “la organización general del proletariado revolucionario” y en la “ilustración teórica” de éste. En esta luz deben entenderse estas conocidas líneas del Manifiesto Comunista:

“Los comunistas no forman un partido separado, opuesto a los otros partidos obreros. No tienen intereses separados ni aparte de los del proletariado en su conjunto. No establecen principios sectarios propios a los cuales el movimiento proletario deba ajustarse o amoldarse.

Los comunistas se distinguen de otros partidos obreros sólo por esto: 1) En las luchas nacionales de los proletarios de los diferentes países, destacan los intereses comunes del proletariado en su conjunto, con independencia de toda nacionalidad. 2) En las diversas fases de desarrollo por las que tiene que pasar la lucha de la clase obrera contra la burguesía, representan siempre y en todas partes los intereses del movimiento como un todo.

Los comunistas, por lo tanto, son por un lado, prácticamente, el sector más avanzado v decidido de los partidos obreros de cada país; por otro lado, teóricamente, tienen sobre la gran masa del proletariado la ventaja de comprender claramente las líneas de avance, las condiciones y los resultados generales definitivos del movimiento proletario.” (CW VI, 497).

Visto de esta forma, el partido revolucionario no es una institución separada de la clase trabajadora a nombre de la cual actúa. Más bien es parte, “el sector más avanzado y decidido” de la clase, el cual posee un entendimiento claro y científico de las condiciones en que el movimiento obrero puede triunfar. Por tanto lucha por la más amplia unidad de los trabajadores, y combate las divisiones nacionales y raciales que estimula el capitalismo. En todo esto la tarea de los comunistas es ser estímulo de autoeducación de la clase trabajadora. Hemos visto que para Marx los trabajadores aprenden en la lucha. Cuando se lanzan a la huelga, y confrontan a los patronos y al estado, su experiencia directa choca de frente con la visión de mundo que les han inculcado las instituciones de la sociedad capitalista. Marx señala que es en estas luchas en que el partido revolucionario debe orientarse, pues en ellas los trabajadores están más abiertos a las ideas comunistas. A través de sus vidas Marx y Engels hicieron el énfasis en la lucha de clases como escuela de política revolucionaria. Al separarse de la Liga Comunista en septiembre de 1850 Marx denunció a la “izquierda” de dicho grupo, la cual “no veía la revolución como el producto de la situación, sino como resultado de un esfuerzo de la voluntad”. En cambio, “le decimos a los obreros: ustedes tienen por delante quince, veinte, cincuenta años de guerra civil para cambiar la situación y entrenarse en el ejercicio del poder” (CW X, 626). Marx no quiere decir literalmente cincuenta años de continua lucha armada; a menudo utiliza la expresión “guerra civil” como metáfora de la lucha de clases. Engels fue muy crítico de los primeros grupos marxistas de Gran Bretaña y Estados Unidos en las décadas de 1880 y 1890, pues reducían “la teoría marxista del desarrollo a una ortodoxia rígida, la cual los trabajadores no alcanzarían como resultado de su conciencia de clase, sino que como un artículo de fe se les debía atragantar de una vez y sin desarrollo” (SC 474). Sobre la lucha en Estados Unidos escribió:

Las masas deben tener tiempo y oportunidad de desarrollarse, y pueden tener la oportunidad solamente cuando tengan un movimiento suyo —no importa en qué forma, siempre y cuando sea su movimiento— con el que van cada vez más lejos empujadas por sus errores y aprenden a beneficiarse de ellos…

“Lo que los alemanes deben hacer es actuar a la altura de su propia teoría —si la entienden, como nosotros en 1845 y 1848— para que avance cualquier movimiento general de la clase obrera, aceptar su punto de partida real como tal, e ir elevándolo gradualmente al nivel teórico señalando que cada error cometido, cada revés sufrido, era consecuencia de visiones teóricas equivocadas en el programa original.” (SC, 396, 399).

Dentro de esta concepción amplia sobre cómo la clase obrera podría hacerse una “clase para sí”, Marx y Engels abordaron la cuestión de la organización de una manera realista y práctica. En la década de 1840 lucharon por construir un partido comunista independiente, con el fin de estimular el desarrollo general del movimiento obrero, más que involucrarse en conspiraciones secretas. Después de romper con la Liga se abstuvieron de actividad práctica sistemática hasta 1864. Y aún entonces, con toda la influencia que Marx tenía en la Primera Internacional, ésta era una coalición de agrupaciones muy diversas que irremediablemente se dividió a causa de sus tensiones internas. Marx y Engels solían referirse a “nuestro partido” aunque no existiera una organización comunista, siquiera rudimentaria.

Esta forma de abordar el asunto se relaciona con cierta actitud un tanto fatalista que a veces se dejó ver en ellos, que apreciaba la formación de la conciencia revolucionaria de clase como resultado inevitable de un proceso natural. Por ejemplo, Engels escribió en 1886 que “lo importante es lograr que la clase obrera se mueva corno clase; una vez obtenido esto pronto encontrará la dirección correcta y todos los que se resistan… se quedarán afuera en el frío de las pequeñas sectas” (SC, 398). Este y otros pasajes sugieren que Marx y Engels creían que la lógica del proceso histórico de algún modo garantiza que los obreros adquieren una conciencia socialista. En un extremo, esta concepción lleva a suponer que la revolución obrera es en sí misma inevitable. En El Capital Marx llega a referirse a la revolución como ocurriendo “con la inexorabilidad de un proceso natural” (C I, 929).

Estas visiones chocan con el punto central de la concepción de la historia en Marx, de que “los hombres hacen su propia historia, aunque no la hacen como quieren” (CW XI, 103). En el énfasis fatalista parece que la historia persigue sus propios fines independientemente de las creencias y las acciones de los seres humanos. El Manifiesto comunista había advertido que la lucha de clases puede tener dos resultados posibles: “una transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto o… la ruina común de las clases contendientes” (CW VI, 483). Si el triunfo de la clase obrera fuese inevitable ¿por qué molestarse en luchar?

Ahora bien, el énfasis de Marx y Engels en el desarrollo de la conciencia de clase como un proceso objetivo es entendible si tomamos en consideración que la mayoría de los revolucionarios del siglo XIX veían la caída del capitalismo como “resultado de un esfuerzo de la voluntad”, o sea el producto de una conspiración elitista. Más aún, la vida política de estos revolucionarios se daba en una época en que los sindicatos agrupaban a un sector muy pequeño y usualmente privilegiado de los trabajadores diestros. Sólo hacia el fin de la vida de Engels, y especialmente tras la fundación en 1889 de la Segunda Internacional, surgió en Europa un movimiento obrero verdaderamente masivo. Millones de obreros se organizaron en sindicatos y, después de logrado el sufragio universal, tuvieron acceso al voto para participar en la elección de los parlamentos burgueses.

Fue entonces que se hizo peligrosa dicha concepción de Marx y Engels sobre el partido. El nuevo movimiento obrero de masas tuvo como uno de sus resultados la formación de una burocracia conservadora que se montó sobre el partido y los sindicatos, éstos a su vez le adjudicaron a dicha burocracia la función de negociar mejoras a las condiciones de los trabajadores dentro del marco capitalista. Estos “lugartenientes del capital” podían vivir felizmente con una mera adhesión formal al marxismo. El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), que adoptó en 1891 un programa marxista, era presidido por Karl Kautsky, el “Papa” teórico de la Segunda Internacional, quien predicó la inevitabilidad de la revolución proletaria, mientras los dirigentes del partido y de los sindicatos se acomodaban gradualmente al capital y al estado alemán. En sus últimos años Engels advirtió varias veces contra este curso, el cual culminó con el apoyo del SPD a la Primera Guerra Mundial en 1914.

Fueron Lenin y los bolcheviques en Rusia quienes desarrollaron una concepción distinta del partido obrero, más cercana al espíritu —si no a la letra-de Marx y Engels. Así como estos últimos habían argumentado en marzo de 1850 que la independencia política de la clase obrera requiere la formación de un partido comunista, Lenin argumentó que tal partido debe combinar un firme compromiso con los principios revolucionarios —y excluir a aquellos que no acepten estos principios en la teoría y en la práctica— con un quehacer activo y constante ligado a la vida y las luchas de la clase trabajadora. Se mantuvo así la idea básica de Marx de que la clase obrera debe volverse una “clase para sí” mediante la interacción entre el partido y el resto de la clase.

La dictadura del proletariado

Vimos que Marx creía que la lucha de la clase obrera se transforma progresivamente en un movimiento político cuyo objetivo será la conquista del poder del Estado. El Estado, señaló, es un producto de los antagonismos de clase y un instrumento de dominación de clase: “propiamente dicho, el poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra” (CW VI, 505). Por lo tanto la clase obrera puede triunfar solamente derrocando al Estado capitalista. El Manifiesto Comunista indica que “el primer paso en la revolución obrera debe ser elevar el proletariado a la posición de clase dominante” (CW VI, 504).

Marx hizo claro que este cambio no puede tomar lugar pacíficamente, sino que requiere la destrucción del aparato de estado existente. En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, describe la evolución del Estado capitalista moderno en Francia “con su enorme organización burocrática y militar, con su maquinaria de Estado extensa y artificial, con su multitud de funcionarios, que son más de medio millón, aparte del ejército con otro medio millón, este asombroso cuerpo parasitario” cuyo triunfo encarnó Napoleón III (CW XI 185). Marx escribe que “todas las revoluciones perfeccionaban esta maquinaria en vez de romperla. Los partidos que compiten por un turno en la dominación veían la posesión de este enorme edificio del Estado como la principal recompensa del ganador” (CW XI, 186). En cambio, la revolución de los trabajadores “concentraría contra él todas sus fuerzas de destrucción” (CW XI, 185).

Durante la Comuna de París, en 1871, Marx escribió a uno de sus seguidores, Ludwig Kugelmann:

“Si mira el último capítulo de mi Dieciocho brumario verá que allí sostengo que el siguiente intento de la revolución en Francia ya no será, como antes, transferir de unas manos a otras la máquina burocrático-militar, sino despedazarla, y esta es condición preliminar para toda revolución real del pueblo en el Continente.” (SC, 262-3).

Marx escribe en Las luchas de clases en Francia que sobre las ruinas del Estado capitalista se establecería “la dictadura de clase del proletariado como el punto necesario de tránsito para la abolición general de las distinciones de clase” (CW X, 127). Esta famosa expresión, “dictadura del proletariado”, naturalmente pone incómoda a mucha gente. En un siglo que ha visto el sangriento despotismo de Stalin no es difícil pensar que la “dictadura del proletariado” sería la dictadura de una pequeña minoría sobre la clase obrera. Y en efecto así es como la vio Blanqui, quien acuñó la frase.

Sin embargo hay que recordar que en el siglo XIX, el término “dictadura” no estaba tan fuertemente asociado a imágenes de policía secreta y campos de concentración. La gente educada estaría consciente de que el dictador era originalmente un funcionario de la antigua república de Roma, nombrado en tiempos de emergencia para regir por un periodo limitado de seis meses. De hecho Marx veía la dictadura del proletariado como temporal, como un “punto necesario de tránsito” entre el capitalismo y una sociedad sin clases, comunista.

Como hemos señalado, Marx y Engels suponían que el Estado es antes que nada un instrumento de coerción: “cuerpos especiales de hombres armados”, como lo describió sucintamente Lenin. En este sentido la dictadura del proletariado no es diferente a las formas de Estado anteriores, pues todas ellas se basan en la coerción, y no necesariamente sería más arbitraria o represiva que las formas predecesoras.

Pero el rasgo central que distingue a la dictadura del proletariado es que, justamente, es “el proletariado organizado como clase dominante” (CW VI, 504). Por vez primera en la historia controlarían el Estado los productores directos, la masa de la gente común trabajadora. En efecto, el Estado sería esta masa. El Estado dejaría de ser así el medio por el cual una minoría explotadora domina a la mayoría explotada. Sería la dictadura de la mayoría sobre la minoría.

Aún con estos esbozos de la dictadura del proletariado que Marx trazó después de la Revolución de 1848, el concepto estaba todavía bastante abstracto. No fue, sin embargo, el análisis teórico lo que dio forma definitiva y concreta al concepto de Marx del poder de los trabajadores, sino la acción de los obreros de París en 1871. Engels escribió veinte años más tarde:

“Últimamente el filisteo socialdemócrata se llena de horror una vez más ante las palabras ‘dictadura del proletariado’. Muy bien señores, ¿quieren saber a qué se parece esta dictadura del proletariado? Miren a la Comuna de París. Esa era la dictadura del proletariado” (CWF, 17-18).

Poco después de la derrota, Marx escribe en La guerra civil en Francia sobre la Comuna:

“Mientras todas las firmas anteriores de gobierno habían sido consistentemente represivas, ésta era una forma política cabalmente expansiva. Su verdadero secreto era éste. Era esencialmente un gobierno de la clase obrera, un producto de la lucha de los productores contra la clase apropiadora, la forma política descubierta por fin, bajo la cual empezar la liberación económica del trabajo” (CWF, 72).

¿Cuáles eran los rasgos básicos de esta “forma política”?

“El primer decreto de la Comuna… fue la supresión del ejército permanente y su sustitución con el pueblo armado.

La Comuna se formaba de los concejales municipales, escogidos por el voto universal en las diversas secciones de la ciudad, y eran responsables y revocables a corto plazo. La mayoría de sus miembros eran naturalmente trabajadores, o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna era un cuerpo de trabajo, no parlamentario, a la vez ejecutivo y legislativo. La policía, en lugar de seguir siendo un agente del gobierno central, fue de una vez despojada de sus atributos políticos y convertida en agente responsable y permanentemente revocable de la Comuna. Así también los otros funcionarios de todas las demás ramas de la administración. De los miembros de la Comuna para abajo el servicio público se haría con salarios de trabajadores…

Los funcionarios judiciales fueron despojados de la falsa independencia que ha servido sólo para disfrazar su subordinación abyecta a todos los gobiernos sucesivos por los cuales, a su vez, han hecho y roto sus juramentos de fidelidad. Como los demás funcionarios públicos, los jueces y magistrados eran electos. responsables y revocables.” (CWF 67-8).

Marx y Engels creían que el estado conlleva “el establecimiento de un poder público que ya no coincide directamente con la población organizada como fuerza armada” (S W ni 327). Las medidas que adoptó la Comuna perseguían dejar atrás esta separación entre el estado y la masa de la población, y someter el primero al control de la segunda. En este sentido la dictadura del proletariado es una forma superior de democracia a la de la sociedad burguesa. “La libertad”, escribe Marx, “consiste en convertir al estado de órgano superimpuesto a la sociedad en uno completamente subordinado a ella” (SW ii 25).

La Comuna no terminó con el gobierno representativo, o sea con la elección de quienes hacen y ponen en vigor las leyes. Sin embargo, en la democracia burguesa el gobierno representativo significa “decidir una vez en tres o seis años cuál miembro de la clase dominante mal representará al pueblo en el parlamento” (CWF, 69). El electorado carece de control sobre lo que hacen sus representantes una vez electos y, cuando los partidos se presentan para la reelección, usualmente hay que escoger entre el menor de dos males. El parlamento mismo apenas tiene control sobre la fuente real del poder político, la burocracia civil y militar permanente.

En la Comuna en cambio, todos los funcionarios públicos no sólo eran electos sino que además podían ser inmediatamente retirados del puesto por los electores. De esta manera:

“el sufragio universal servía al pueblo… como el sufragio individual sirve al patrón para conseguir trabajadores y gerentes para su empresa. Y es sabido que las compañías, como los individuos, en verdaderas cuestiones de negocios generalmente saben cómo colocar al hombre acertado en el lugar acertado y, si alguna vez cometen un error, cómo corregirlo enseguida.” (CWF, 70).

El poder de revocar representantes ineficientes sin duda aumentaría enormemente el control popular sobre el gobierno. La abolición del ejército permanente significaría que los medios de coerción estarían en manos de “la población organizada como fuerza armada”. El Estado cesaría de ser “una unidad independiente y por encima de la nación misma, de la cual no era sino una excrescencia parasitaria” (CWF, 69).

La experiencia de la Comuna de París confirmó y expandió el análisis básico de Marx de que “la clase trabajadora no puede simplemente apoderarse de la maquinaria estatal como está y usarla para sus propósitos” (CWF, 64). Hay sin embargo dos distinciones importantes que deben hacerse en cuanto a dicha experiencia. Una la hizo notar Marx, lo que llamó la “buena naturaleza” de la Comuna, su ausencia de voluntad para tomar la ofensiva contra sus enemigos burgueses de Versalles y actuar sin piedad contra la amenaza de la contrarrevolución (ver por ejemplo SC, 263).

La experiencia de 1848 había enseñado a Marx y Engels que la revolución es una forma de guerra, y como cualquier guerra debe ser peleada implacablemente, con determinación. Después de los sucesos de 1848 Engels escribió palabras que podrían aplicarse a la Comuna y a otras revoluciones:

“La insurrección es un arte como el de la guerra o cualquier otro, y está sujeta a ciertas reglas de procedimiento las cuales, si se ignoran, llevarán a la ruina al partido que cometa tal equivocación… Primeramente, nunca juegue a la insurrección a menos que esté plenamente preparado para afrontar las consecuencias de su juego. La insurrección es un cálculo de magnitudes muy indefinidas, el valor de las cuales podrá cambiar cada día; las fuerzas opuestas a usted tienen todas las ventajas de organización, disciplina y hábitos de autoridad: si no les propina golpes fuertes irá directo a la ruina y la derrota. Segundo, una vez comience la lucha insurreccional, actúe con la mayor decisión y en la ofensiva. La defensiva es la muerte de los levantamientos armados; lleva a la derrota antes de que pueda medir fuerzas con sus enemigos. Sorprenda a sus antagonistas mientras están dispersas las fuerzas de éstos, prepare a diario nuevos éxitos aunque sean pequeños; mantenga la ascendente moral que le brindó el primer alzamiento exitoso; atráigase los elementos vacilantes que siempre siguen al impulso más fuerte y buscan el lugar más seguro; fuerce a sus enemigos a retirarse antes de que vuelvan a reunir sus fuerzas contra usted; en palabras de Danton, el más grande maestro hasta la fecha en política revolucionaria: ¡audacia. audacia, y todavía más audacia!” (CW XI, 85-6).

La experiencia histórica desde los tiempos de Marx y Engels ha mostrado que estas reglas de insurrección son exitosas sólo allí donde existe un partido revolucionario cuya atención está enfocada en la toma del poder político. La victoria de la clase obrera rusa en Octubre de 1917, hubiese sido imposible sin los bolcheviques bajo la dirección de dos maestros revolucionarios más grandes incluso que Danton: Lenin y Trotsky. En este extremo Marx y Engels coincidían con Blanqui: la conquista del poder por la clase trabajadora requiere un partido que esté preparado para practicar el arte de la insurrección. Donde se distancian de Blanqui es en que para ellos, tal partido debe considerar tomar el poder sólo con el apoyo activo de la mayoría de los trabajadores.

Marx no apreció la otra debilidad de la Comuna: ésta fue electa por los ciudadanos masculinos de las diversas secciones de París. La exclusión de las mujeres, algo particularmente chocante dado el papel impresionante que jugaron en la Comuna las mujeres trabajadoras de París, sugiere la influencia del jacobinismo en el movimiento obrero francés. Más aún, la elección de representantes sobre bases territoriales implica que la Comuna fue electa por miembros de todas las clases. Como en las elecciones burguesas, todos los ciudadanos fueron tratados como iguales sin discriminar su posición de clase. Esta igualdad formal normalmente oculta las desigualdades reales de riqueza y poder que subyacen a la democracia burguesa. En la Comuna de París este método de elección no tuvo efectos muy visibles porque la mayoría de los burgueses habían huido de la ciudad. Pero el uso por la Comuna de los mismos métodos de la democracia burguesa para elegir representantes refleja que para 1871 la mayor parte de los obreros franceses eran todavía artesanos de talleres pequeños. El taller de trabajo no era el principal centro de organización y acción de la clase trabajadora. Los trabajadores ejercían su poder colectivo en la calle, no en el proceso de producción.

Fue después del surgimiento de la clase obrera industrial moderna organizada en grandes fábricas donde se utiliza maquinaria en la producción, que apareció la forma específica de poder de los trabajadores, el soviet o consejo de trabajadores. Surgido por primera vez durante la Revolución rusa de 1905, el soviet ha vuelto a aparecer muchas veces más. Surge de la lucha en el proceso de producción como un cuerpo de delegados del taller de trabajo, y se desarrolla como una institución que unifica al conjunto de la clase trabajadora y reta al monopolio del poder político de los capitalistas. Distinto a la Comuna, aquí los representantes son escogidos en la fábrica, donde se afinca la capacidad de los trabajadores de actuar y organizarse colectivamente.

La aparición de los soviets ha completado la teoría de Marx sobre la dictadura del proletariado, al crear una forma de régimen político que refleja directamente el poder de los trabajadores en el proceso de producción. Marx difícilmente hubiera podido anticipar este desarrollo pues como se ha visto, sus puntos de referencia fueron las revoluciones de 1848 y 1871, así como también nosotros aprenderemos de revoluciones futuras.

Pero hay ambigüedad en los escritos de Marx respecto a cuánto generalizar las lecciones de la lucha de clases en Francia. Por ejemplo, en el Congreso de La Haya de la Primera Internacional expresó que “hay países como Estados Unidos, Inglaterra… Holanda… donde el pueblo trabajador podría alcanzar sus metas por medios pacíficos” (SW II, 293). En la carta a Kugelmann citada antes, Marx dice que “despedazar” la “máquina burocráticomilitar” es esencial para “toda revolución real del pueblo en el continente”, es decir que excluye a Inglaterra. Marx parecía pensar que las democracias burguesas donde los obreros tenían derecho al voto eran diferentes a otras formas del Estado capitalistas.

Esto no significa que Marx cambió su visión de que el Estado democrático burgués es de hecho un medio de dominación de clase basado en “cuerpos especiales de hombres armados”. Engels señala en su prefacio a la edición inglesa del tomo I de El Capital que Marx había llegado a la conclusión de que, al menos en Europa, Inglaterra es el único país en que la inevitable revolución social puede hacerse realidad enteramente por medios pacíficos. Ciertamente nunca olvidó añadir que difícilmente las clases dominantes británicas se someterían a esta revolución pacífica y legalmente sin una “rebelión pro esclavista” (C I, 113).

Se puede esperar, por tanto, que la burguesía reaccionará resistiendo violentamente cualquier intento de que se le expropie, de la misma forma que los estados sureños de Estados Unidos intentaron impedir la abolición de la esclavitud durante la guerra civil de 1861-65.

Esta predicción es realista. La clase capitalista siempre podrá llamar a las fuerzas armadas, cuya primera lealtad no es hacia el parlamento sino hacia el orden social. La experiencia a partir de la época de Marx y Engels indica que los intentos para implantar el socialismo de forma pacífica invariablemente enfrentan la resistencia armada. El golpe militar en Chile en septiembre de 1973 es un ejemplo reciente.

Pero ¿por qué excluyó Marx a Inglaterra —y a otras democracias burguesas— de sus conclusiones generales? Lenin trató de sacar a Marx de este lío en El estado y la revolución, argumentando que Inglaterra en 1871 era un Estado “sin casta militar y, en buena medida, sin burocracia”, que después terminó hundiéndose “en el sucio y sangriento pantano de las instituciones militares y burocráticas de Europa”. Desafortunadamente esto no es cierto. A través del siglo XIX el Estado británico tuvo una maquinaria militar que usó, no sólo en el “sucio y sangriento pantano” de incesantes guerras coloniales, sino además para mantener a Irlanda bajo su dominio y, especialmente durante la primera mitad de ese siglo, contra los trabajadores de la misma Gran Bretaña. Marx estaba sencillamente equivocado. Como los demás Estados capitalistas, las democracias burguesas dependen de “cuerpos especiales de hombres armados” que los trabajadores, armados, deben derrotar si es que van a tomar el poder y mantenerlo.

El error de Marx tiene explicación en la tendencia que durante toda su vida tuvo a sobrestimar los efectos que tendría el sufragio universal (el derecho al voto por encima de distinciones de clase, sexo, etc.). Antes de hacerse comunista, en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel de 1843, Marx afirmaba que el sufragio universal pondría fin a la división entre Estado y sociedad civil, la cual consideraba un terreno de enajenación humana.

Incluso después de elaborar su concepción materialista de la historia, Marx y Engels siguieron creyendo que el sufragio universal debilitaría la dominación burguesa. Este punto de vista está muy presente en Las luchas de clases en Francia y en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, donde Marx analiza los conflictos que se produjeron en la Segunda República francesa de 1848-1851 por dársele el derecho al voto a todos los ciudadanos varones. Debatiendo sobre la lucha de clases en Inglaterra, Engels escribió en 1850 en palabras que Marx hubiera respaldado, que “en una Inglaterra donde dos tercios de sus habitantes son proletarios industriales, el sufragio universal significa un régimen político exclusivo de la clase trabajadora, con todos los cambios revolucionarios en las condiciones sociales que son inseparables de él” (CW X, 298).

Ahora sabemos que el sufragio universal no es eso. Pero el sufragio universal masculino era algo rarísimo en el siglo XIX. En Gran Bretaña lo exigieron los cartistas y la clase dominante lo resistió con dureza, tanto su ala política liberal corno la conservadora de los Tories. Fue sólo en 1867 que se extendió el derecho al voto a ciertos grupos de trabajadores. Y vino a ser en 1918 que en dicho país se concedió el derecho al voto a todos los hombres; las mujeres pudieron votar recién diez años después. En Francia y Alemania, donde se concedió el sufragio masculino después de 1870, la mayoría campesina dio base popular a los partidos aristocráticos y burgueses. No es de extrañar que Marx tuviera esperanzas exageradas en el sufragio universal en un país de población predominantemente trabajadora.

La experiencia posterior indica que el capitalismo puede vivir muy bien con el sufragio universal, lo cual Engels tuvo que reconocer en sus últimos años. El derecho al voto coloca a todos los ciudadanos en un plano de supuesta igualdad, a pesar de las diferencias reales de riqueza y poder. Los parlamentos electos popularmente gobiernan más en la forma que en los hechos. Y aunque hayan surgido organizaciones de masas de la clase obrera, no se ha debilitado por eso la dominación capitalista. Estas organizaciones normalmente son controladas por una burocracia obrera conservadora dedicada a la conciliación entre clases, más que a la lucha de clases. A su vez, la democracia burguesa se funda en que el capitalismo sea próspero y siga mejorando los estándares de vida de la mayoría trabajadoras. De aquí que esta forma política ha florecido sobre todo en los estados imperialistas más acaudalados.

No deben entenderse estas críticas a los límites de la visión de Marx como un rechazo a su concepto de la dictadura del proletariado. En todo caso dichas criticas confirman este concepto, ya que también en las democracias burguesas “la clase obrera no puede simplemente apoderarse de la maquinaria estatal como está y usarla para sus propósitos”, sino que debe destruirla.

Una revolución mundial

Marx insistió en que el capitalismo es un sistema mundial. “La competencia en el mercado mundial —escribió— es la base y el elemento vital de la producción capitalista” (C III, 110). Asimismo, la formación de una economía internacional es resultado del desarrollo de las relaciones de producción capitalistas. “La tendencia a crear el marcado mundial está dada directamente en el concepto mismo de capital” (G, 408).

El desarrollo del capitalismo implicó la formación de un sistema mundial en que grandes regiones de Asia y la totalidad de las Américas fueron subordinadas a los poderes europeos. También África fue sometida, y proveyó los esclavos negros de cuyo trabajo dependieron las economías de plantación en el Caribe y en el Sur de Estados Unidos. Del saqueo del mundo se obtuvo la riqueza necesaria para la “acumulación primitiva de capital”, la concentración de dinero en las manos de capitalistas europeos. Con esta riqueza se compró la fuerza de trabajo “liberada” de los medios de producción que hizo posible la expropiación de los campesinos.

El descubrimiento de oro y plata en América, el exterminio, la esclavización y el encerramiento en minas de las poblaciones indígenas de dicho continente, los comienzos de la conquista y la rapiña de la India y la transformación de África en una reserva para la caza comercial de los negros, se acentúan el amanecer de la era de la producción capitalista. Estos idílicos procedimientos son los momentos principales de la acumulación primitiva. De cerca le sigue la guerra comercial entre las naciones europeas, que tienen al mundo como campo de batalla. La misma empieza con la rebelión de los Países Bajos contra España, cobra dimensiones gigantescas en la guerra antijacobina de Inglaterra [contra la Francia revolucionaria v después napoleónica] y sigue todavía hoy en la forma de las Guerras del Opio contra China, etc. (C I, 915).

Resultado de este proceso fue la unificación del mundo entero en un sistema económico. Los diferentes países participan en la división internacional del trabajo. En un periodo las plantaciones de esclavos del Sur de Estados Unidos proveían algodón a las fábricas de textiles de Lancashire en Gran Bretaña. La industria textil nativa de India fue destruida para proveer un mayor mercado a los productos ingleses. El surgimiento en tiempos de la muerte de Marx de otras potencias industriales que desafiaron el predominio económico de Inglaterra —Alemania, Estados Unidos, Francia— sólo intensificó la lucha competitiva de “muchos capitales”, haciéndola verdaderamente internacional.

Marx argumenta que, como consecuencia del surgimiento del sistema capitalista mundial, la revolución proletaria tendrá éxito sólo a escala internacional. En un pasaje de La ideología alemana que revela gran previsión, escribe que la revolución mundial es esencial:

“…porque sin ella la privación, la necesidad, simplemente se generaliza, y con necesidad empezarían otra vez las luchas por las cosas más básicas, y por fuerza se restaurará todo el sucio negocio… Empíricamente, el comunismo es posible solamente como el acto de los pueblos dominantes ‘todos al mismo tiempo’, simultáneamente, lo cual presupone un desarrollo universal de las fuerzas productivas y el intercambio mundial atado a ellas” (CW V, 49).

Esta afirmación es una extensión de la tesis general de Marx de que el comunismo es sólo posible una vez las fuerzas productivas se han desarrollado a un determinado nivel. Nos está diciendo que este desarrollo tiene lugar a escala mundial, no simplemente dentro de países individuales. Se desprende de aquí que fracasarán las revoluciones confinadas a países individuales, porque no podrán adquirir los recursos necesarios para abolir las clases sociales, recursos disponibles sólo internacionalmente. La presión del mercado mundial, que estará intacto a pesar de la victoria de la clase trabajadora en un país, significa que “la necesidad simplemente se generaliza… por fuerza se restaurará todo el sucio negocio”. Las fuerzas de producción del país revolucionario no serán suficientes para la abolición de las clases, de manera que continuará la lucha de clases. En Principios del comunismo, los apuntes para un programa de la Liga Comunista que hizo en 1847, Engels responde la pregunta “¿Será posible que esta revolución se dé en un solo país?” con un enfático “No. Al crear el mercado mundial, la industria a gran escala ha ligado entre sí a todos los pueblos de la Tierra, especialmente a los pueblos civilizados, de tal modo que cada pueblo depende de lo que le pase al otro. Más aún, en todos los países civilizados la industria a gran escala ha elevado tanto el desarrollo social que en todos estos países la burguesía y el proletariado son las dos clases decisivas de la sociedad y la lucha entre ellas es la lucha principal de la época. La revolución comunista, por tanto, no será una simplemente nacional. Será una revolución que tenga lugar simultáneamente en todos los países civilizados —esto es, cuando menos en Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Alemania” (C5 VI, 351-2).

En la década de 1920, tratando de justificar la idea del “socialismo en un solo país”, Stalin despachó en Rusia la idea de revoluciones simultáneas como una exageración juvenil de Marx y Engels. Sin embargo, antes de que la tinta de Principios del comunismo se secara se produjo un escenario de alzamientos internacionales. En 1848 ocurrieron levantamientos en diferentes países, cada uno siguiendo velozmente al otro. En este sentido no era tan tonta la noción de revoluciones simultáneas.

No obstante, la cuestión es sin duda más compleja de lo que creían Marx y Engels en la década de 1840. Lenin puso gran énfasis en el problema del desarrollo desigual, en cómo las sociedades evolucionan a diferentes ritmos y en diferentes formas, de manera que aunque tengan las mismas relaciones de producción pueden tener diferentes estructuras políticas y sociales. Estados Unidos hoy es muy distinto a la Inglaterra del siglo XVIII o a la Alemania nazi, aunque todas son formaciones sociales capitalistas. En sus escritos sobre la Revolución rusa de febrero de 1917, Lenin insistió en que cada revolución es resultado de una combinación de factores diversos, económicos, políticos, sociales y culturales, únicos de cada país. Marx fue igualmente sensible a las características específicas de cada formación social en sus análisis sobre países individuales, fuese Francia, España, Inglaterra o Estados Unidos.

Fue Trotsky quien llamó la atención del fenómeno que nombró desarrollo combinado. Todas las sociedades son parte de un único sistema mundial y están sometidas a las presiones de éste, lo cual obliga a competir entre sí a los Estados y a los capitales. De aquí que aunque la revolución comience en un país individual, puede ser completada solamente a escala mundial. Aunque son improbables las revoluciones simultáneas, dado el desarrollo desigual, la revolución mundial es esencial, dado el desarrollo combinado.

La famosa frase que cierra al Manifiesto Comunista, “¡Trabajadores de todos los países, únanse!” (CW VI, 519), no es por tanto un preciosismo literario o un mero compromiso ético o emocional con la hermandad entre los hombres. La victoria internacional de la clase trabajadora es una necesidad absolutamente práctica, si es que se ha de construir el comunismo. La conquista del poder por la clase trabajadora en un país sería el preludio de tal victoria, y la primera tarea de la dictadura del proletariado en ese país sería estimular internacionalmente la revolución.

El internacionalismo está en el corazón del socialismo de Marx y Engels. Como vimos, Marx fue la figura dominante de la Primera Internacional, mientras Engels dedicó los últimos veinticinco años de su vida al movimiento obrero internacional, contribuyendo con una enorme cantidad de correspondencia, en idiomas diversos, para dar consejo y aliento a socialistas de todas partes del mundo.

¿Cómo internacionalistas revolucionarios comprometidos como Marx y Engels abordaban a una Europa dominada por nacionalismos rivales de las grandes potencias y de los distintos movimientos de independencia en los imperios multinacionales de Rusia, Austria y Turquía? El XIX fue un siglo en que pueblos que habían sido absorbidos por Estados europeos más grandes (polacos, irlandeses, checos, serbios, húngaros y muchos otros) exigieron su derecho a la autodeterminación.

El punto de partida de Marx y Engels es que ningún revolucionario serio puede ignorar las diferencias nacionales. De hecho, ignorarlas puede fortalecer el chauvinismo nacional, y así lo apuntó Marx en una reunión del consejo general de la Primera Internacional en junio de 1866, cuando los seguidores de Proudhon “vinieron con el anuncio de que todas las nacionalidades e incluso las naciones eran prejuicios anticuados”. Marx dijo más tarde a Engels:

“Los ingleses se rieron mucho cuando empecé mi intervención diciendo que nuestro amigo Lafargue y otros que habían acabado con las nacionalidades, nos habían hablado en francés, es decir un idioma que no entendían nueve décimas partes de la audiencia. También sugerí que al negar las nacionalidades él parecía, tal vez inconscientemente, suponer la absorción de los demás por el modelo francés de nación.” (SC, 179).

El internacionalismo abstracto, que ignora la opresión nacional, bien puede ocultar nacionalismo. Pero Marx y Engels tampoco apoyaban en abstracto el “principio de la nacionalidad”. Pensaban que cualquier movimiento nacional específico debía ser respaldado o rechazado sólo en la medida en que favoreciera o debilitara los intereses de la revolución. Pero ¿cómo juzgar estos intereses?

Hay que tener en cuenta la época en que vivió Marx. Lenin traza esta época comenzando en 1789 y finalizando en 1871 —esto es, desde la gran Revolución francesa hasta la Guerra franco-prusiana y la Comuna de París:

“El rasgo general de esta época… fue el carácter progresista de la burguesía, es decir su lucha todavía irresuelta e incompleta contra el feudalismo. Era perfectamente natural para los elementos democráticos de aquel momento, y para Marx como su representante, guiarse, en aquel tiempo, por un principio incuestionable de apoyo a la burguesía progresista —es decir, capaz de desatar la lucha— contra el feudalismo… Es bastante natural que no se planteara ninguna otra cuestión en aquel momento excepto la siguiente: ¿el triunfo de cuál burguesía, el triunfo de cuál combinación de fuerzas, el fracaso de cuáles fuerzas reaccionarias —las fuerzas feudales y absolutistas que buscaban impedir el ascenso burgués— ofrecía más espacio a la democracia contemporánea?”

Hasta 1871 la cuestión central en Europa era completar la revolución democrático burguesa inconclusa. Marx y Engels suponían que la solución más radical de esta cuestión —establecer repúblicas democrático-revolucionarias siguiendo el modelo de la Primera República francesa de la década de 1790— favorecería los intereses de la clase trabajadora, porque sería la expresión más clara de la lucha de clases entre el capital y el trabajo, liberada de remanentes feudales. El país en que este tema se planteó más agudamente fue el país natal de Marx y Engels, Alemania, el cual carecía hasta de la condición más esencial del Estado burgués —unidad nacional. La Rusia zarista era, en general, el obstáculo principal a la revolución democrático-burguesa en Alemania y en Europa. Vastos ejércitos rusos compuestos de campesinos habían sido empleados para reprimir las Revoluciones de 1848.

Por lo tanto, Marx y Engels juzgaron a los movimientos nacionales desde el punto de vista de cómo encajaban en el agrupamiento europeo de fuerzas; es decir por su relación con aquellas naciones que iban a la vanguardia de la revolución democrática burguesa contra Rusia y sus aliados. En 1849 Engels había propuesto ‘una alianza de los pueblos revolucionarios contra los pueblos contrarrevolucionarios, una alianza que se hace realidad no en el papel, sino solamente en el campo de batalla’,” (CW VIII, 363).

Engels identificó tres principales “pueblos revolucionarios”: los alemanes, los polacos y los húngaros. Punto central del periódico Neue Rheinische Zeitung en 1848-49 había sido el reclamo de la unidad nacional de Polonia y Hungría contra Rusia, en cierto modo en el espíritu de los jacobinos, que habían lanzado en la década de 1790 una guerra revolucionaria por toda Europa contra las monarquías del ancien régime. A través de sus vidas Marx y Engels apoyaron consistentemente la lucha por la independencia de Polonia, sin abandonar la idea expresada por Marx en 1848 de que “la emancipación de Polonia ha venido a ser el punto de honor para todos los demócratas de Europa” (CW VI, 549).

La otra cara de la moneda era que había pueblos contrarrevolucionarios. Marx y Engels eran especialmente hostiles a la doctrina del paneslavismo, difundida por seguidores de la monarquía zarista así como por algunos oponentes de ésta —destacadamente Bakunin, por ejemplo. Según esta doctrina los rusos y polacos debían unirse con los demás eslavos dominados por Austria y Turquía (serbios, croatas, búlgaros y otros) para formar una sola nación.

Las razones políticas para rechazar esta doctrina resultan obvias a la luz de la estrategia general de Marx y Engels. El paneslavismo bien podía convertirse en un disfraz para el expansionismo zarista ruso. “Detrás de esta teoría absurda —escribió Engels— estaba la realidad terrible del Imperio ruso, ese imperio que a cada paso proclama la pretensión de considerar a toda Europa como dominio de la raza eslava y especialmente de la única parte enérgica de esta raza, los rusos” (CW XI, 47). Asimismo recordaba que la monarquía de Austria usó a sus súbditos eslavos de las regiones del Sur para aplastar la Revolución húngara de 1849.

Engels acarició el concepto prestado de Hegel, de los “pueblos que nunca han tenido su propia historia”, de los cuales eran ejemplos, supuestamente, los eslavos del Sur (CW VIII, 367). Tal idea de “naciones sin historia” es muy dudosa, fundada como está en la suposición de Hegel de que “en la historia del mundo, sólo pueden venir a nuestra atención los pueblos que formen un Estado”. Sin embargo el núcleo del argumento de Engels es materialista. Los campesinos que entonces componían el grueso de la población de Europa podían jugar un papel revolucionario sólo bajo dirección de una clase social urbana, en este caso la burguesía. En el Imperio austriaco “la clase que era fuerza motriz y lideraba el movimiento, la burguesía, era en todas partes alemana o húngara. Sólo con grandes dificultades podían los eslavos dar curso a una burguesía nacional, y los eslavos del Sur sólo en casos aislados” (CW VIII, 232).

De manera que el razonamiento de Marx y Engels sobre la cuestión nacional en 1848-49 puede entenderse bajo la luz de la situación de Europa en aquel momento. Para la década de 1860, sin embargo, este análisis perdió vigencia. En Alemania se completó la revolución democrática burguesa, pero en una forma y por medio de agentes sociales que Marx y Engels estuvieron lejos de prever. Bismarck, un representante de la reaccionaria clase agraria de los Junkers, fue quien unificó a Alemania. Lo que Gramsci llamó una “revolución pasiva”, una revolución desde arriba, fundada en una alianza entre los Junkers y la burguesía industrial. Esta última aceptó de buen grado que los Junkers controlaran el aparato estatal, a cambio de la unificación nacional y de políticas económicas capitalistas.

La nueva época que inició la Guerra franco-prusiana fue una en que tanto Europa como el mundo cayeron cada vez más bajo el dominio de un puñado de potencias capitalistas que competían entre sí por la conquista de territorios y naciones. La cuestión nacional ya no era primeramente referente a la lucha entre pueblos revolucionarios y contrarrevolucionarios. Ahora tomaba dos formas, relacionadas entre sí estrechamente: por un lado el nacionalismo en los países imperialistas, que unificaba a los trabajadores con sus explotadores y, por otro lado, el nacionalismo de los pueblos oprimidos que luchaban contra las potencias extranjeras que los sojuzgaban.

Marx confrontó este problema en la forma concreta que éste había cobrado en Gran Bretaña: la histórica lucha de los irlandeses por su independencia nacional, la cual en las décadas de 1860 y 1870 asumió la forma espectacular de acciones armadas por parte del grupo de los Fenians. Marx condenó los excesos terroristas de los Fenians, pero respaldó firmemente el reclamo de independencia para Irlanda y convenció a la Internacional de que adoptara su posición. Tuvo para ello dos razones.

La primera es de menor interés para nosotros hoy. Marx veía a Irlanda como el bastión principal de los aristócratas terratenientes ingleses, muchos de los cuales poseían tierras en dicha isla. Por tanto consideraba que la victoria del movimiento independentista irlandés y la consecuente expropiación de esas tierras echaría abajo a la clase dominante en Inglaterra. Este análisis era equivocado. Durante las últimas décadas del siglo XIX la clase terrateniente inglesa estaba en aguda decadencia política y económica. Su decreciente relevancia se reflejó en las administraciones de Gladstone y Balfour en los años 80s del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX. Estos gobiernos ingleses organizaron el traspaso pacífico de la mayor parte de las tierras angloirlandesas a los campesinos católicos irlandeses.

Resulta más interesante la otra razón de Marx para apoyar al movimiento de independencia irlandés, y ella fue que el dominio sobre Irlanda contribuía a cementar la unidad de la clase trabajadora inglesa con la clase capitalista inglesa:

“Todos los centros industriales y comerciales en Inglaterra tienen ahora una clase trabajadora dividida en dos campos hostiles, proletarios ingleses y proletarios irlandeses. El obrero común inglés odia al obrero irlandés, viéndolo como un competidor que hace que descienda su nivel de vida. Con respecto al obrero irlandés, el inglés se siente parte de la nación dominante y de este modo se hace un instrumento de los aristócratas y capitalistas en contra de Irlanda, y fortalece así la dominación de éstos sobre él mismo. Hace suyos los prejuicios religiosos, sociales y nacionales contra el obrero irlandés. Su actitud hacia éste es como la de los ‘blancos pobres’ hacia los ‘niggers’ en los antiguos estados esclavistas de Estados Unidos de América…

Este antagonismo se mantiene vivo artificialmente y es intensificado por la prensa, el púlpito, los periódicos cómicos, en fin, por todos los medios a disposición de las clases dominantes. Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase trabajadora inglesa, a pesar de su nivel de organización. Es el secreto por el cual la clase capitalista mantiene su poder. Y esta última es muy consciente de ello” (SC, 236-7).

Este análisis tiene importancia general. En los países imperialistas el nacionalismo es un medio por el cual los trabajadores son divididos entre sí e identificados con sus explotadores: “somos todos ingleses”, dicen. Lenin generalizó el argumento de Marx, destacando que los trabajadores de los países imperialistas deben respaldar el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas como forma de romper sus ataduras con las clases dominantes. Otra vez, vemos que la cuestión es la medida en que los movimientos nacionales contribuyen a los intereses generales de la revolución de los trabajadores. El criterio principal con que el marxismo juzga estos movimientos es si fortalecen o debilitan la unidad internacional de la clase trabajadora.

El comunismo

Instalada primero a nivel nacional y después a nivel internacional, la dictadura del proletariado “es la transición hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases” (SC, 69). El derrocamiento del capitalismo no es un final, sino sólo un principio. “Esta formación social —dice Marx sobre el capitalismo— lleva al fin de la prehistoria de la sociedad humana” (SW I, 504).

Para Marx no habrá un salto de la sociedad clasista al comunismo. Llevará tiempo terminar con los remanentes del capitalismo. “Entre la sociedad capitalista y la comunista está el periodo de transformación revolucionaria de una en la otra. En correspondencia con ello está también un periodo de transformación política en que el Estado no puede ser otra cosa que la dictadura revolucionaria del proletariado” (SW III, 26).

Marx evitó anticipar en detalle el carácter de esta transición o del comunismo. Había sido crítico de los socialistas utópicos por su intento de describir detalladamente —a menudo de forma obsesiva— cómo sería dirigida la sociedad futura. Marx insiste en el Manifiesto Comunista:

“las conclusiones teóricas de los comunistas en sentido alguno se basan en ideas, principios inventados o descubiertos por este o aquel reformador universal. Simplemente expresan, en términos generales, las relaciones reales que surgen de la lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se efectúa ante nuestros ojos” (CW VI, 198).

Esto no quiere decir que Marx y Engels descartaran todo lo que dijeron los socialistas utópicos. Es claro que aprendieron de ellos y coincidieron con muchas de sus propuestas prácticas. Ambos, y especialmente Engels, admiraban a Fourier. Tomaron considerablemente de los socialistas utópicos para tener una visión de lo que sería el comunismo. Sin embargo, creían que la tarea más importante del momento era comprender las fuerzas históricas que harían posible la nueva sociedad.

La discusión más extensa de Marx sobre la transición al comunismo se encuentra en su Crítica al programa de Gotha. Aún antes había definido las tareas de la dictadura del proletariado como “la apropiación de los medios de producción, el sometimiento se éstos a la clase obrera asociada y, por tanto, la abolición del trabajo asalariado, del capital y de sus relaciones mutuas” (CW X, 78).

Estas tareas están conectadas entre sí. Marx veía al Estado tomando control de los medios de producción más importantes. Como el Estado sería “el proletariado organizado como clase dominante”, dicho control terminaría con la separación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción, separación en que se funda la existencia del capital y del salario. Esto en ningún sentido significa que cualquier nacionalización termine con el trabajo asalariado —es sólo si la clase trabajadora dirige el estado.

Estos pasos conllevan una economía planificada. Para Marx el trabajo es “la condición permanente de la existencia humana impuesta por la naturaleza”. “Después de la abolición del modo de producción capitalista… la determinación del valor sigue predominando en sentido de que la regulación del tiempo de trabajo y la distribución del trabajo social entre los diversos grupos productivos… se hace más esencial que nunca antes” (C III, 851). Las decisiones sobre cuánto trabajo social es necesario para la producción se harán, no en base a la lucha ciega de la competencia del mercado, sino de una evaluación colectiva y democrática de los productores asociados, de acuerdo a las necesidades de la sociedad.

El trabajo excedente sigue existiendo en el sentido de que una porción del producto social será puesto aparte para no ser consumido y reemplazar los medios de producción que se van gastando o volviendo obsoletos, para tener recursos dirigidos a proyectos de largo plazo y en una reserva de emergencia. “Cesaría todo trabajo dirigido a sostener a quienes no trabajen, aparte del trabajo excedente dedicado a aquellos que por su edad todavía no pueden, o ya no pueden participar en la producción” (C III, 847).

Parte del producto social se consumiría colectivamente mediante el establecimiento de escuelas, servicios de salud, etc. El resto sería dividido entre los productores individuales. Marx suponía que en la medida en que la sociedad avance hacia el comunismo cambiarían los principios de esta distribución.

“La primera fase de la sociedad comunista, según es una vez ha surgido de la sociedad capitalista después de prolongados dolores de parto [estaría] en todo sentido, económica, moral e intelectualmente, todavía estampada con las marcas de nacimiento de la vieja sociedad, de cuyo vientre ha surgido” (SW III, 19). La gente estará todavía formada por la experiencia del trabajo asalariado del capitalismo, donde esperaban retribución material en proporción a la cantidad de trabajo que realizaban:

“Correspondientemente, el productor individual recibe de la sociedad —después de las deducciones— exactamente lo que le ha dado… Recibe una certificación de la sociedad de que ha realizado tal y tal cantidad de trabajo… y con esta certificación toma del cúmulo social de medios de consumo lo correspondiente a lo que cueste la misma cantidad de trabajo” (SW III, 17-18).

Este principio, “de cada cual según su capacidad a cada cual según su trabajo” es un ejemplo, señala Marx, del “derecho burgués”. No toma en cuenta las diferencias entre los individuos, el hecho de que una persona podrá ser más fuerte que otra, o más talentosa, o tener más personas dependientes. Estos factores podrán afectar la capacidad de trabajo de un individuo y lo que la sociedad le retribuya por su trabajo, o podrán implicar que el trabajo de la persona rinda frutos a una mayor cantidad de gente.

Este derecho igual es un derecho desigual por trabajo desigual. No reconoce las diferencias de clases porque cada cual es sólo un trabajador como todos los demás; pero tácitamente reconoce la desigualdad individual y por tanto ve la capacidad productiva como un privilegio natural. En su contenido es un derecho de desigualdad, como todo derecho (SW III, 198).

“En las primeras fases del proceso comunista los productores asociados serán forzados a este modo indeseable de hacer las cosas por el hecho de que han escapado del capitalismo recientemente. Ni el desarrollo de las fuerzas productivas ni las actitudes sociales permiten todavía un ordenamiento más radical. Sin embargo, en una fase superior de la sociedad comunista, después que los individuos se hayan subordinado a la división del trabajo y junto a ello haya desaparecido la antítesis entre trabajo mental y trabajo físico; después que el trabajo sea no sólo un medio de vida sino la primera necesidad de la vida; después que las fuerzas productivas hayan crecido junto a un desarrollo total del individuo y fluyan más abundantemente los resultados de la riqueza cooperativa, sólo entonces podrá trascenderse plenamente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ‘De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades’.” (SW III, 19)

En un grado superior de desarrollo, la sociedad comunista será capaz de tomar en consideración las necesidades y habilidades particulares de los individuos, en lugar de aplicar un patrón común e insensible sobre las diferencias entre la gente. Se puede apreciar lo infundada que resulta la crítica usual al marxismo, de que ignora y suprime la individualidad y trata como igual a todo el mundo La igualdad genuina requiere poner atención a las necesidades y capacidades individuales de la gente. La fase superior del “comunismo” será “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos (CW VI, 506). La sociedad comunista sería, en palabras del filósofo marxista Theodor Adorno, “una en que la gente pueda ser diferente sin temor”.

Marx indica que la transición al comunismo también lleva a la desaparición del Estado como institución diferenciada.

“Cuando en el curso del desarrollo hayan desaparecido las distinciones de clases y la producción esté concentrada en manos de una vasta asociación de la nación en su totalidad, el poder público perderá su carácter político. El poder político propiamente dicho es meramente el poder organizado de una clase para oprimir a otra. Si por la fuerza de las circunstancias el proletariado es obligado en su contienda con la burguesía, a organizarse como clase, si por medio de una revolución se hace la clase dominante, y como tal barre por la fuerza las viejas condiciones de producción, habrá barrido con las condiciones de existencia de los antagonismos de clase y con las clases en general, y de esta manera habrá por tanto abolido su propia supremacía como una clase” (CW VI, 505-6).

El Estado es producto de los antagonismos entre clases y por lo tanto desaparecerá si desaparecen las clases. Es en la dictadura del proletariado que se encuentra la posibilidad de la “disolución del Estado”. Engels analiza las consecuencias de la revolución socialista sobre el Estado como sigue:

El proletariado toma el poder político y en primera instancia vuelve los medios de producción propiedad estatal. Pero, al hacer esto, se abole a sí mismo como proletariado, abole toda distinción de clases y antagonismos de clases, y abole además al Estado como Estado. Hasta entonces la sociedad, basada en antagonismos de clases, tenía necesidad del Estado; esto es, de una organización de clase particular que era por cierto tiempo la clase explotadora, para así mantener sus condiciones externas de producción y, por tanto, especialmente, para mantener por la fuerza a las clases explotadas en las condiciones de opresión correspondientes al modo de producción dado (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado)… Cuando no haya clase social alguna a ser mantenida en sujeción; cuando sean removidos el dominio de clase y la lucha individual por la existencia presente en la anarquía de la producción actual, con los choques y excesos que de esta resultan, no quedará nada que deba ser reprimido y una fuerza represiva especial, un Estado ya no será necesario. El primer acto por virtud del cual el Estado se hace realmente representante del conjunto de la sociedad —al tomar posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad— es al mismo tiempo su último acto independiente como Estado. La interferencia del Estado en las relaciones sociales se hace superflua en uno y otro terreno, y entonces se extingue ella misma; el gobierno de las personas se reemplaza con la administración de las cosas y con la dirección de los procesos de producción. El Estado no se “abole”. Se extingue (AD, 332-3).

La dictadura del proletariado ya no sería “un Estado en el sentido propio de la palabra”, para usar la frase de Lenin. Conviene destacar que la extinción del Estado no toma lugar de forma instantánea sino en un proceso a través del tiempo. Es un proceso que depende de otros factores como la elevación de la productividad del trabajo y la consecuente reducción del tiempo diario de trabajo, lo cual liberaría a los trabajadores para que participen en la dirección de la sociedad.

La democracia socialista en cierto modo sería como la democracia de la antigua Atenas. El trabajo esclavo permitía a los ciudadanos atenienses dedicar la mayor parte de su tiempo a los asuntos públicos, a discutir en la plaza del mercado, a tomar decisiones en la asamblea soberana de todos los ciudadanos y a participar en la administración (la mayoría de los puestos públicos eran ocupados por ciudadanos comunes, en rotación). En el comunismo, dado el enorme desarrollo de las fuerzas productivas de los últimos 2500 años, los ciudadanos podrían disfrutar su tiempo libre gracias al trabajo no de pobres esclavos, sino de máquinas producidas por el ingenio humano.

Esta sustitución del “gobierno de las personas” por la “administración de las cosas”, una idea originalmente de Saint-Simon, no implica la creencia utópica de que el comunismo estaría ajeno a toda coerción. Más bien sugiere que con la abolición de las clases se eliminaría la principal fuente de conflicto social, de manera que no habría necesidad de “una tuerza represiva especial”. Obviamente habría gran cantidad de cuestiones donde los productores asociados podrían tener diferencias: qué fuentes de energía utilizar, cuáles estilos de arquitectura, cuáles métodos de crianza de los niños, etc. Pero sin las presiones materiales liquidadoras que genera la explotación de clase estos conflictos podrían resolverse democráticamente, mediante debate y decisiones mayoritarias. Si hubiese individuos que rechazan los resultados de estos procedimientos, cualquier coacción necesaria sería aplicada por los productores asociados, no por un aparato policiaco-militar especial.

Lejos de favorecer un fortalecimiento del Estado, Marx y Engels buscaban la forma de eliminarlo. El concepto de “socialismo de estado” era para ellos una contradicción en sus términos. Combatieron la noción —que tenía influencia en el movimiento obrero alemán por vía de Lasalle— de que el Estado existente es una institución potencialmente beneficiosa que puede ser ganada para los intereses de los trabajadores. Refutar tal idea fue el propósito principal de la Crítica del programa de Gotha, que tenía en la mira la alianza negativa y confusa entre los seguidores de las tesis de Marx y los de Lasalle. Asimismo, la vulgarización que atribuye a Marx un deseo totalitario para disolver al individuo en el Estado es una tergiversación liberal y, de otra parte, un efecto de la terrible corrupción del marxismo que significó Stalin.

Así como la transición al comunismo debe conllevar la extinción del Estado, también debe acabar con la separación entre trabajo manual y trabajo mental. Ambos objetivos están estrechamente ligados en la teoría de Marx. Desde sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 Marx había sometido a crítica esta separación, porque es uno de los modos primarios en que los seres humanos son alienados y rebajados en su condición humana. El sostiene que la gente puede vivir una vida feliz y plena solamente si despliega todas sus capacidades, tanto mentales corno físicas, en vez de ser constreñida a un solo tipo de trabajo. En un pasaje de La ideología alemana señala:

“en la sociedad comunista, nadie tiene una sola esfera de actividad sino que puede realizarse en cualquier área que desee. La sociedad regula la producción general y así hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana. Cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche, hacer crítica después de la cena, según me guste, sin nunca haberme hecho cazador, pescador, pastor o crítico.” (CW V, 47).

Algunos comentaristas han criticado esta imagen tildándola de utópica. Sin duda la misma nos pone a pensar en cómo Marx esperaba que se interpretara, y es notable que las actividades que enumera se encuentran en sociedades tradicionales preindustriales. Pero hay un argumento de fondo que subyace al pasaje, y es que bajo el comunismo el desarrollo de las fuerzas de producción será tan elevado que la gente podrá estar libre de sus roles actuales corno apéndices de la máquina económica.

Marx insiste en este tema en uno de los más interesantes pasajes de sus Grundrisse. Señala que la tendencia del capitalismo a aumentar la productividad del trabajo, y por tanto la composición orgánica del capital —la porción de la inversión total que corresponde a los medios de producción— transformará el proceso de trabajo en un “sistema automático de maquinaria” que el trabajador sencillamente “supervisa… y cuida de que no se interrumpa” (G, 692). De este modo se reduce la función del trabajo manual en la producción.

En la medida en que el capital sitúa al tiempo de trabajo —la simple cantidad de trabajo— como el único elemento determinante; en esta medida el trabajo directo y su cantidad desaparecen como el principio determinante de la producción —de la creación de valores de uso— y se reducen tanto cuantitativamente, a una proporción menor, como cualitativamente, como un momento sin duda indispensable pero subordinado en comparación con el trabajo científico general, y con la aplicación tecnológica de las ciencias naturales de una parte, y de otra con la fuerza productiva general que surge de la combinación social (G, 700).

Este texto anticipa de forma impresionante los desarrollos del capitalismo en el siglo XX: la producción en línea de ensamblaje masivo durante la primera mitad del siglo y la creciente automatización del trabajo durante su segunda mitad. En el marco de las relaciones capitalistas de producción estos cambios han tomado forma de antagonismo: por ejemplo desempleo para muchos obreros, exigencia de mayor rapidez para los que trabajan, destrucción de destrezas, etc. Sin embargo, estos cambios crean el potencial para una sociedad en que desaparezca el trabajo manual monótono y repetitivo, y donde la gente deje de estar sometida a tantas horas diarias de trabajo físico agotador y aburrido. La reducción de la semana de trabajo a una fracción de su extensión presente —que los capitalistas resisten con dureza actualmente porque reduciría sus ganancias— liberaría a los trabajadores para que pudiesen desarrollar su potencial intelectual y sus destrezas físicas.

Gracias a la elaboración de las fuerzas productivas y al control social común de las mismas, en la sociedad comunista acaso se harían realidad muchos de los sueños de los socialistas utópicos. Como pensó Fourier, podría eliminarse la barrera entre “trabajo” y “juego”: ya no estarían separados ni opuestos el trabajo por la sobrevivencia física y el trabajo como disfrute y diversión. Engels afirmó que la oposición entre ciudad y campo podría ser también eliminada, estableciéndose comunas en que se combinen la agricultura y la industria, como pensaron Fourier y Robert Owen. La posibilidad de estos cambios es mayor en el presente con las nuevas tecnologías, que requieren unidades de producción descentralizadas, vinculadas entre sí por sistemas avanzados de comunicación.

Marx insistió en que todo esto depende del desarrollo de las fuerzas productivas:

“El reino de la libertad empieza sólo allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y por consideraciones mundanas; de este modo se coloca más allá de la esfera de la producción material real… En esto, la libertad sólo puede consistir en el hombre socializado, los productores asociados regulando racionalmente su intercambio con la naturaleza, poniéndolo bajo su control común en vez de ser dominados por él o por las fuerzas ciegas de la naturaleza; y alcanzar esto con el menor gasto de energía y en las condiciones más favorables y merecidas de su naturaleza humana. Pero con todo, sigue siendo el reino de la necesidad. Más allá de este último comienza el desarrollo de la energía humana. el cual es un fin en sí mismo, el verdadero fin de la libertad, que puede florecer sólo teniendo como base este reino de la necesidad. Su requisito básico es acortar la jornada de trabajo” (C III, 820).

El comunismo reduce drásticamente la carga de vivir de la naturaleza, liberándonos para hacer otras actividades. Asimismo, somete el proceso de trabajo —“el reino de la necesidad”— a un control colectivo y racional. En la frase de Engels, el comunismo “es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad” (AD, 336).

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