Alex Callinicos
Los socialistas utópicos hicieron una brillante crítica de la “Civilización” capitalista y produjeron visiones fantásticas de una “Armonía” comunista del futuro. Su debilidad radicaba en cómo ir del capitalismo al comunismo.
Los socialistas franceses estaban todavía limitados por los razonamientos de la Ilustración. Su materialismo no se extendía a la sociedad y veían la historia como el “progreso de la mente humana”. Más aún, ni Blanqui ni los utopistas tenían análisis científico alguno sobre el capitalismo. Para llegar más lejos, necesitaban dos cosas: primero, un nuevo método científico superior al de la Ilustración; y segundo, una mejor comprensión del capitalismo. Los elementos para esto vinieron de las otras dos fuentes del marxismo, la filosofía clásica alemana y la economía política británica. Empecemos con la segunda y su más agudo representante, David Ricardo.
Una anatomía de la sociedad civil
Los pensadores de la Ilustración habían distinguido entre el Estado y la sociedad civil. Decían que el Estado representaba los intereses comunes de todos los ciudadanos. Por su parte, la sociedad civil era el terreno fuera del Estado donde los individuos realizaban sus intereses económicos privados. Todos coincidían en que sin Estado la sociedad colapsaría en un caos. Suponían que la gente era por naturaleza agresiva, codiciosa, egoísta y violenta. Dejada la gente a su suerte, sin restricciones del Estado, se produciría una “guerra de todos contra todos”, la cual Hobbes describe de forma terrible en su Leviatán.
En cuanto a teoría económica, la ortodoxia de la época alegaba que la prosperidad dependía de la intervención del Estado. Por ejemplo, James Steuart decía que los capitalistas obtendrían ganancias de sus inversiones sólo si el Estado intervenía para fijar precios más altos que los costos de producción.
Esta teoría encajaba en la forma en que operaban los Estados en los siglos XVII y XVIII —imponiendo controles estrictos de la actividad económica de sus súbditos.
La escuela de pensadores llamada economía política clásica, compartía la suposición de que la gente era por naturaleza competitiva y centrada en sus intereses individuales. Sin embargo afirmaba también que, sin intervención del Estado, la búsqueda del beneficio privado individual podía llevar la economía por un rumbo óptimo.
El más importante de los historiadores escoceses, Adam Smith, argumentó en La riqueza de las naciones, publicado en 1776, que la intervención del Estado hacía daño a la economía. Dejando a los individuos en libertad de perseguir sus intereses privados era que se lograría el equilibrio económico y se utilizarían todos los recursos de la sociedad.
Adam Smith era profesor universitario en Glasgow, uno de los principales centros de la Revolución industrial, y tenía estrechas conexiones con la burguesía industrial y comercial de la ciudad. Escribió La riqueza de las naciones en gran medida como portavoz de un capitalismo innovador, confiado e impaciente con lo que sentía como una innecesaria interferencia estatal. De hecho, Smith no se oponía a medidas del gobierno como por ejemplo las Navigation Acts, que aseguraban a los capitalistas británicos el monopolio sobre el comercio con las colonias; veía tal legislación en bien de los intereses de la clase que representaba.
En el esquema de Adam Smith era central el concepto de “mercado”. La riqueza que describe se le aparece como un enorme conjunto de productos —o mercancías— a ser vendidos y comprados. Por tanto, para conocer el valor de estos productos lo lógico era detectar los factores que gobernaban los precios a que se vendían y compraban dichos productos. Smith identificaba estos factores como oferta y demanda. Si hay más cantidad de un producto que cantidad de gente buscándolo, el precio bajará para atraer más compradores. Asimismo, si hay más compradores que productos, el precio de éste subirá hasta que se reduzca la cantidad de compradores.
La teoría del valor de Smith se fundaba en la idea de que cada mercancía tiene un precio “natural”. Este es el precio por el cual se vende la mercancía, una vez se equilibran la oferta y demanda. En esta teoría hay tres clases principales en la sociedad: capitalistas, trabajadores y terratenientes. Según Smith cada una de estas tres clases obtiene sus ingresos del promedio “natural” de los precios —respectivamente, de las ganancias, los salarios y las rentas.
Hay tres implicaciones importantes en el concepto de precio natural de Smith.
Primero, contiene la idea de que la economía capitalista espontáneamente tiende hacia el equilibrio. Las fuerzas de la oferta y la demanda tenderán a un balance, de modo que las mercancías se venden a su precio “natural”. Uno de los seguidores de la teoría de Smith, Jean-Baptiste Say, trató incluso de demostrar que la oferta y la demanda siempre se corresponderán, de manera que son imposibles las crisis económicas —que surgen cuando los bienes no se venden.
Segundo, Smith nos muestra una economía de carácter capitalista. Anteriormente los economistas no distinguían entre capitalistas, artesanos o trabajadores. La originalidad de Smith reside en tratar a los capitalistas como una clase diferenciada, que obtiene una forma particular de ingreso — la ganancia—distinta de la renta de la tierra o al salario del trabajador.
Tercero, para Smith el capitalismo es algo natural. Y en el siglo XVIII esto quería decir bueno. Algunos pensadores de la Ilustración habían criticado la sociedad porque era artificial y no correspondía a la naturaleza humana. Uno de los más importantes de ellos había sido Jean-Jacques Rousseau, quien contrastó las etapas primarias de la sociedad —en que la gente vivía según él en idílicas y pequeñas comunidades rurales— con el abismo “antinatural” entre ricos y pobres que surgió de la división del trabajo y una vez aparecieron el comercio y el dinero.
En cambio, para los exponentes de la economía política, la sociedad “natural” no correspondía a los inicios de la historia sino que había surgido de la Revolución industrial: era el capitalismo. Para Smith el origen de la división del trabajo en la sociedad se debía a “una cierta propensión en la naturaleza humana”, o sea “la inclinación a comerciar, regatear e intercambiar una cosa por otra”. El mercado, el dinero y el comercio, indicaba Smith, respondían a la naturaleza humana, en vez de contradecir la naturaleza humana, como denunciaba Rousseau.
Thomas Robert Malthus elaboró más aún la tendencia a adjudicarle naturalidad a las relaciones sociales existentes. Escribió su Ensayo sobre el principio de la población (1798) en réplica a Condorcet y otros pensadores de la Ilustración, cuyo optimismo de creer que la humanidad podría mejorarse indefinidamente tanto había inspirado a la Revolución francesa. (Malthus era un clérigo anglicano. Sus escritos sobre economía buscaban defender los intereses de la aristocracia terrateniente inglesa).
Según el principio de población de Malthus —que elaboró con escasos datos— es un principio de la naturaleza que la población aumenta geométricamente mientras la producción de alimentos crece aritméticamente, de modo que la sociedad fatalmente enfrentará la escasez. Malthus argumentaba que si la calidad de vida de la mayoría de la población supera el límite de supervivencia, la gente empezará a tener más hijos hasta que el desequilibrio entre población y producción de alimentos jalone la calidad de vida hacia debajo del límite de supervivencia, produciéndose estragos de hambre y enfermedad. El equilibrio se restauraría eliminando las bocas que están de más.
Para Malthus, por ley “natural” cualquier intento de mejorar los niveles de vida de la mayoría de la población estaba condenado al fracaso. El esfuerzo para formar una sociedad basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad
“…por las leyes inevitables de la naturaleza, no por defecto alguno de las instituciones humanas, degeneraría en muy breve plazo en una sociedad construida sobre un plan esencialmente no muy diferente del que prevalece en el presente en todos los Estados conocidos: una sociedad dividida entre una clase de propietarios y una clase de trabajadores, con amor propio hacia los fundamentos de la gran máquina.”
El capitalismo, pues, era natural. Cualquier intento de terminar con él era simple ilusión. No es sorprendente que en el siglo XIX los capitalistas y sus defensores invocaran la teoría de Malthus para justificar que el salario de los trabajadores se limitase al nivel de sobrevivencia.
No obstante, aunque la economía política estuviese dedicada a justificar la existencia del capitalismo, realizó la primera investigación a fondo de lo que Marx llamó “la anatomía económica de las clases” (SC, 69). Esto se aplica particularmente a David Ricardo. Su libro Principios de economía política (1817) fue más allá de Adam Smith en dos puntos cruciales. Primero, Ricardo afirmó que “el valor de una mercancía, o la cantidad de una mercancía por la que será intercambiada, depende de la cantidad relativa de trabajo que ha sido necesaria para producirla”. Esta es, para todos los efectos, la teoría del valor y del trabajo que Marx tendría como base de su análisis del capitalismo.
Para Smith, el precio “natural” de la mercancía era determinado por el promedio “natural” de los costos de los componentes implicados en la mercancía, es decir: salarios, ganancia y renta de la tierra. Pero para Ricardo el valor —o precio natural— era determinado por la labor requerida para producir la mercancía. Los capitalistas, trabajadores y terratenientes debían por tanto luchar para dividirse entre sí este valor.
Segundo, los intereses del trabajo, del capital y de los terratenientes existen en antagonismo. Ricardo señaló que “no puede haber aumento en el valor del trabajo sin un descenso en las ganancias”. Salarios y ganancias se relacionan inversamente: cuando el capital gana, el trabajo pierde. Y viceversa. Más aún, la renta se deduce del valor de las mercancías de manera que “el interés del terrateniente está siempre en oposición a los intereses de las demás clases de la comunidad”.
El significado de esta teoría sobre el valor y la ganancia es que coloca las luchas entre clases en el centro de la sociedad capitalista, y en particular las luchas en relación al producto social: quién se queda con qué parte de la torta.
Este reordenamiento de la economía política se debía en parte al esfuerzo de Ricardo, exitoso miembro del parlamento y banquero, para abordar los problemas prácticos que a principios del siglo XIX confrontaba el capitalismo en Gran Bretaña. Eran tiempos de cruentas luchas de clases. Los trabajadores textiles se lanzaban contra los patrones. La introducción de nueva maquinaria en la industria textil provocó un movimiento en que los obreros destrozaban las máquinas como protesta por la explotación —los Ludistas. A la vez, obreros y patrones estaban unidos en oposición a las llamadas Leyes de granos, las cuales permitieron aumentos en precios de alimentos para proteger los intereses de los terratenientes británicos frente a la competencia extranjera. El primer gran escrito de Ricardo, publicado en 1815, intentaba demostrar que precios bajos en la comida conllevarían salarios más bajos y por tanto mayores ganancias. Su economía política expresaba los intereses de la burguesía industrial contra los de la aristocracia terrateniente —defendida por su amigo Malthus— que eran la clase políticamente dominante todavía.
Marx escribió más tarde que “en general, la concepción de Ricardo es en interés de la burguesía industrial sólo porque, y en la medida en que, este interés coincide con el de la producción o el desarrollo productivo del trabajo humano. Si la burguesía entra en conflicto con el desarrollo productivo, Ricardo es tan despiadado contra ella como lo es en otras ocasiones contra el proletariado y la aristocracia” (TSV II, 118). Por ejemplo, en la tercera edición de los Principios, publicada en 1821, Ricardo añadió un capítulo sobre la maquinaria indicando que los desarrollos tecnológicos podían llevar a un mayor desempleo. Su discípulo J. R. McCulloch protestó horrorizado: “Si su razonamiento está bien fundado, las leyes contra los Ludistas son una desgracia para el libro de las leyes”. Este ejemplo de lo que Marx llamó la “crueldad científica” de Ricardo (G, 754) podría explicar por qué los seguidores de este último fueron poco a poco abandonando su teoría del valor y la ganancia.
Sin embargo, Ricardo compartía puntos básicos con los otros teóricos de la economía política. Mantenía que la lucha de clases tenía lugar en torno a la distribución del producto social. Veía natural la división de la sociedad entre una clase de capitalistas que poseían los medios de producción —fábricas, máquinas, etc. — y una clase de trabajadores, que poseían sólo su fuerza de trabajo —sus fuerzas, pericias y demás.
De la misma forma creía —como Marx después de él— que la tasa de ganancia tendía a descender, pero buscaba la explicación fuera de la sociedad. Siguiendo a Malthus, Ricardo alegaba que la población en general crecía más rápido que la producción de alimentos, y por eso la productividad del trabajo agrícola tendería a reducirse con el pasar del tiempo — esta es su ley del “Retorno disminuido”. En consecuencia, subirían los salarios de sobrevivencia necesarios para mantener vivos a los trabajadores, provocando un descenso en las ganancias. La sociedad llegaría así a una situación de estancamiento en que la producción dejaría de crecer. Marx comentó que Ricardo “huye de la economía para refugiarse en la química orgánica” (G, 754).
La fuente de estas limitaciones era una concepción de la historia que los teóricos de la economía política compartían con la Ilustración. No es que estuvieran inconscientes del cambio histórico. De hecho, los historiadores escoceses y el economista francés Turgot distinguían cuatro etapas del desarrollo humano: la caza, el pastoreo, la agricultura y el comercio, cada una de las cuales representaba un progreso respecto de la anterior. Pero veían el “comercio” —con lo que representaban al capitalismo— como la última etapa de la historia. Después no habría más cambios, ya que el capitalismo era “natural” al corresponderse con la naturaleza humana y su necesidad innata de “comerciar y regatear”.
Marx resumió así esta actitud:
“Los economistas tienen un método peculiar de proceder. Para ellos hay sólo dos tipos de instituciones, artificiales y naturales. Las instituciones del feudalismo eran instituciones artificiales; las de la burguesía son instituciones naturales. Cuando los economistas dicen que las actuales relaciones —las relaciones de producción burguesas— son naturales, están diciendo que estas son las relaciones donde la riqueza se crea en conformidad con las leyes de la naturaleza. Estas relaciones, por tanto, son en sí mismas leyes naturales, independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que siempre deben gobernar la sociedad. De manera que ha habido historia, pero ya no hay” (CW VI, 174).
Hegel y la dialéctica
La economía política clásica se había colocado en una situación peculiar. Había puesto al descubierto la contradicción latente en el corazón de la sociedad que surgía de la “doble revolución”: el conflicto fundamental entre trabajo y capital. Pero habiendo descubierto esto, los pensadores de la economía política querían ahora poner freno al proceso histórico. Había para ello evidentes razones políticas e ideológicas. También carecían de conceptos que les permitiese explicar por qué y cómo tienen lugar los cambios históricos — reflejando la debilidad principal de la Ilustración. Como hemos visto, tendían a concebir la historia como el desdoblamiento de la razón humana.
Esta limitación surgía de las debilidades del materialismo mecanicista que subyacía al pensamiento de la Ilustración. La física de Galileo y Newton explicaba el movimiento de los cuerpos como resultado de fuerzas externas, por ejemplo, la gravedad. Pero esta teoría no es muy satisfactoria al aplicarse a organismos vivos. Los cambios que atraviesa una bellota, digamos, cuando se convierte en roble, no parecen resultar de una acción de fuerzas externas. Las cosas vivas atraviesan un proceso de desarrollo. Nacen, maduran, decaen y mueren. Este proceso parece surgir de la naturaleza interna del organismo, no de las presiones que el mismo experimente desde el exterior.
La incapacidad del materialismo mecanicista para explicar el desarrollo y el cambio llevó en el siglo XVIII al surgimiento, especialmente en Alemania, de lo que se dio en llamar Naturphilosophie o “filosofía de la naturaleza”. Esta escuela desafió la idea de que la naturaleza estaba constituida sólo por cuerpos actuando unos sobre otros. Sus teorías eran usualmente místicas y reaccionarias, e invocaban conceptos como “propósito”, sugiriendo que el mundo después de todo había sido diseñado por Dios. Desarrollos posteriores en la ciencia —la teoría de la evolución de Darwin, el descubrimiento de la célula orgánica, la teoría de la genética de Mendel— llevaron a que ahora podamos explicar cómo operan los organismos vivos sin depender de Dios para hacerlo.
El surgimiento de la Naturphilosophie fue importante, porque estimuló la idea de la sociedad como un organismo desarrollándose y cambiando gradualmente. El materialismo mecanicista había presentado un panorama de la sociedad como conjunto de individuos separados, cada cual persiguiendo su interés independiente de los otros. Ver la sociedad como un organismo implicaba dos cosas. Primero, que los individuos no pueden vivir fuera de la sociedad: el hombre es un animal social, no un individuo aislado. Segundo, que la historia es tan natural a la sociedad como el crecimiento y la decadencia son al cuerpo viviente: la sociedad puede entenderse sólo históricamente.
Fue Friedrich Hegel quien hizo de esta visión de la sociedad la base de uno de los más grandes sistemas filosóficos. Al centro del sistema de Hegel estaba la dialéctica, un modo de pensar que sería la base de una comprensión del proceso histórico.
La dialéctica se funda en dos supuestos. Primero, que “todas las cosas son en sí mismas contradictorias”. Segundo, que “la contradicción está en la raíz de todo movimiento y toda vida; algo se mueve, tiene impulso y actividad en la medida en que contiene una contradicción”.
Para ver lo que Hegel quería decir por contradicción vayamos otra vez a la bellota y el roble. La bellota, al convertirse en roble, ha dejado de ser. El roble es diferente a la bellota. El roble no es la bellota. Hegel diría que el roble es la negación de la bellota. Sin embargo, en la bellota está implícito el potencial de ser roble. La bellota tiene en sí su propia negación y es por tanto contradictoria. Es esta contradicción y sólo ésta, diría Hegel, la que le permite crecer. Y en efecto este tipo de contradicción está presente en todo: la realidad es el proceso mediante el cual, una y otra vez, la negación dentro de las cosas aflora a la superficie y las cambia. La realidad es cambio.
Hegel luego lleva esto un paso más allá. Cuando algo se niega a sí mismo, se convierte en su opuesto. Un ejemplo es lo que llamó la transformación de cantidad en calidad. Esto significa que una sucesión de cambios pequeños, cada uno de los cuales deja inalterado el carácter básico de la cosa, llegado cierto momento puede llevar a la transformación completa de la cosa. Por ejemplo, reducir gradualmente la temperatura del agua no producirá diferencias significativas hasta que llegue a 0º Celsius y se congele, cambiando del estado líquido al sólido. Si se derrite el hielo y aumenta gradualmente la temperatura del agua no ocurrirá ningún cambio significativo hasta que llegue a 100º Celsius y el agua se evapore, cambiando de estado líquido a gaseoso. Así, una serie de cambios en la cantidad de la temperatura del agua lleva a un cambio en su calidad. La cantidad, dice Hegel, se convierte en su opuesto, la calidad.
Pero Hegel afirma que detrás de esta oposición hay una unidad. “Ni el uno ni el otro tiene la verdad. La verdad está en su movimiento”.
Para ver este punto volvamos a la bellota y el roble. Son, sin duda, diferentes y distintos la una del otro. En este sentido son opuestos. Sin embargo, el roble se desarrolló de la bellota. Fue una vez esa bellota. Respectivamente, marcan el comienzo y el fin del mismo proceso. Un hombre de setenta años es obviamente muy diferente del bebé de una semana de nacido que fue una vez. Sin embargo son la misma persona. El hombre viejo fue una vez ese bebé. Ambos comparten una identidad básica, a pesar de las muchas transformaciones que implica vivir setenta años.
El argumento esencial de Hegel es que si nos concentramos meramente en cosas individuales vemos sólo las diferencias entre ellas. Una vez miramos las cosas desde el punto de vista de la dialéctica, vemos que todas son parte del mismo proceso. “La verdad es un todo”. Las cosas adquieren su significado real solamente cuando las vemos como momentos de un proceso de cambio.
La dialéctica, el nuevo método filosófico de Hegel, su nueva manera de mirar las cosas, tiene por tanto tres fases. Primero la unidad simple, cuando vemos el objeto antes de que sufra cambio alguno. Segundo la negación, cuando vemos que del objeto surge su opuesto. Y tercero la negación de la negación, cuando vemos los opuestos reconciliados en una unidad más grande.
He tratado de ilustrar la dialéctica de Hegel con ejemplos más bien banales. Para Hegel, sin embargo, sólo el pensamiento y la sociedad eran verdaderamente dialécticos. Sostenía que los fenómenos de la naturaleza y las fases de la historia humana eran meramente aspectos de lo que él llamaba el “Espíritu Absoluto”. Este “Espíritu Absoluto” es en realidad otro modo de decir “Dios”.
Hegel suponía que todo existía en la mente infinita de Dios. Su grandioso sistema filosófico consistía en mostrar cómo de Dios, la “unidad simple” de la primera etapa de la dialéctica, había surgido su negación, la naturaleza — en la segunda etapa— y la tercera era la unificación entre Dios y naturaleza mediante el desarrollo de la conciencia humana y del intelecto, todo lo cual culminaba en la filosofía del propio Hegel.
Trazaba un paralelo con la conciencia humana. La mente humana, decía, se piensa separada de la naturaleza, aislada y perdida en un mundo que no es el suyo. A esto Hegel llama enajenación (o alienación). El crecimiento de la conciencia humana supera la enajenación al reconocerse ella misma y a la naturaleza como aspectos de una unidad mayor: otra vez, el Espíritu Absoluto o Dios.
Hegel estaba todavía atado a la concepción de la historia que provenía de la Ilustración, viéndola como “el progreso de la mente humana”. Más aún, había elevado este concepto al progreso de la mente de Dios, o la Mente Absoluta. “La historia —escribió— es la mente vistiéndose con la forma de los acontecimientos”. Sobre esto montó un enorme esquema filosófico que elaboró en varios grandes libros. Muchas de las conclusiones de Hegel eran en última instancia reaccionarias, y no es éste el espacio para discutirlas. Era su método — su manera dialéctica de ver el mundo— lo que constituía un paso de avance.
El hecho de que la dialéctica ponía énfasis en que la contradicción está presente en todo, significaba que Hegel en efecto veía las contradicciones de la sociedad que le rodeaba. Pero las soluciones que proponía tendían a mirar hacia atrás. En su Filosofía del derecho (1821) Hegel indicaba que la economía de mercado, si no estaba regulada, llevaba a pobreza, estancamiento y descontento social. Los antagonismos del orden social burgués sólo podían ser superados por un Estado que fuese independiente de ese orden y que tuviese las estructuras burocráticas y semifeudales de la monarquía prusiana. De hecho, la creencia de Hegel de que los opuestos se reconciliaban en el “Absoluto”, le llevaron a apoyar el status quo. Dejó a otros que sacaran las conclusiones revolucionarias que habilitaba su “dialéctica”.
Feuerbach pone a Hegel sobre sus pies
Para Hegel la contradicción está “en la raíz de todo movimiento y toda vida” y la única realidad es el cambio y el movimiento. Aplicadas a la sociedad, estas eran ideas sumamente subversivas. Implicaban, en palabras de Engels, que:
“todos los sistemas históricos sucesivos son sólo etapas transitorias en el curso sin fin de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior hasta lo superior. Cada etapa es necesaria y por tanto justificada por el tiempo y las condiciones a las que debe su origen. Pero de cara a condiciones nuevas y superiores que se desarrollan en su propio vientre, pierde validez y justificación. Debe dar paso a una etapa superior, la cual a su vez también decaerá y perecerá en su momento” (SW III, 339).
Esto quería decir que el capitalismo no podía ser el fin de la historia sino meramente una etapa, y que tenía dentro de sí su propia contradicción. Fue con esto en mente que el revolucionario ruso del siglo XIX, Aleksandr Herzen, escribió: “La filosofía de Hegel es el álgebra de la revolución”.
Pero Hegel veía las cosas al revés. Pensaba que el pensamiento creaba la realidad, así como en la Biblia el mundo es creado por Dios. Hegel descubrió el proceso dialéctico que opera en los acontecimientos naturales e históricos. Luego aisló aquello que tenían en común todos estos acontecimientos. Hizo de estos rasgos compartidos la base de su lógica. Pero finalmente afirmó que estas categorías lógicas eran en sí responsables de la vida y del movimiento del mundo real. De ser un modo de entender el mundo, un modo de pensar, la dialéctica fue elevada a factor de control.
Marx escribió que “Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como producto del pensamiento”; sin embargo, “el sujeto real retiene una existencia autónoma fuera de la cabeza” (G, 101). La dialéctica hegeliana, añadió Marx, “está parada sobre su cabeza. Debe ser invertida para que descubra el contenido racional que hay dentro de su armazón místico” (C I, 103).
Las categorías dialécticas, como todos los productos del pensamiento, sencillamente reflejan el mundo real y material. Podían ser un instrumento para entender el mundo material, pero antes debían ser liberadas de su “armazón místico”. Fue Ludwig Feuerbach quien puso las ideas de Hegel sobre sus pies.
Hegel había dicho que Dios, la “Idea Absoluta”, era la primera unidad simple. Luego venía la negación, el mundo material opuesto a Dios y alienado de él. Y después venía el desarrollo de la conciencia humana, que reconciliaría a Dios y al mundo material en el “Espíritu Absoluto”. Ahora bien, Feuerbach argumentó que Hegel había convertido algo que es una propiedad de los seres humanos —la facultad de pensar— en el principio dominante de la existencia. En vez de ver a los seres humanos como parte del mundo material, Hegel convertía tanto al hombre como a la naturaleza en meros reflejos de una todopoderosa “Idea Absoluta”.
Feuerbach decía que este modo de ver las cosas es la raíz de toda religión. Esta toma el potencial humano —la capacidad de pensar, de actuar sobre el mundo y de transformarlo— y lo transfiere a un ser imaginario, Dios. Así el ser humano hace de su propio potencial algo ajeno a sí mismo. De manera que un producto del pensamiento humano se hace todopoderoso y omnisapiente, mientras los seres humanos se devalúan y se ven a sí mismos como criaturas pecaminosas, débiles y tontas, volviéndose marionetas de su propia creación. Los seres humanos están así alienados o enajenados respecto de su propio potencial.
El análisis de Feuerbach sobre la religión, y la filosofía materialista en que el mismo se basaba, tuvo un enorme impacto en los hegelianos de izquierda de la década de 1840. Engels dice sobre el libro de Feuerbach La esencia del cristianismo (1841):
“…colocaba al materialismo otra vez en el trono. La naturaleza existía independiente de toda filosofía. Es el fundamento sobre el que hemos crecido nosotros los seres humanos, producto de la propia naturaleza. Nada existe fuera de la naturaleza y del hombre, y los seres superiores que nuestras fantasías religiosas han creado son sólo reflejos fantásticos de nuestra propia esencia… Hay que haber experimentado el efecto liberador de este libro para tener una idea de lo que fue. El entusiasmo era general. Todos nos hicimos enseguida feuerbachianos” (SW III, 344).
Una de las contribuciones de Feuerbach fue restaurar el materialismo de la Ilustración. Entre sus conceptos básicos destaca el de naturaleza humana, a la que llamaba “serespecie”. Esta noción no era un mero retorno a la Ilustración. Como Fourier y los otros socialistas utópicos, Feuerbach amplió el concepto de la naturaleza humana para que incluyese algo más que el simple interés individual. “La esencia del hombre está contenida en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre”, escribió.
Sin embargo, como los filósofos de la Ilustración, Feuerbach todavía concebía la naturaleza humana como algo que nunca cambiaba. Se necesitaba, señaló, que la gente se diera cuenta de su verdadera naturaleza. Esto podía lograrse mediante un proceso de educación para destruir la influencia de la religión en la mente de la gente.
Marx resumió la posición de Feuerbach, diciendo que “en la medida en que Feuerbach es un materialista, no aborda la cuestión de la historia, y en la medida en que toma en consideración la historia no es un materialista”. (CW V, 41)
A pesar de todo, la crítica de Feuerbach a Hegel brindó el punto de partida para la posición distintiva de Marx. El materialismo —la creencia de que el pensamiento refleja el mundo y no lo crea— sería ahora al centro de su concepción de la historia. “No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino por el contrario es su ser social lo que determina su conciencia” (SW I, 503).
En su escrito La sagrada familia Marx celebra, contra los Jóvenes Hegelianos, el materialismo de la Revolución científica del siglo XVII y de la Ilustración del siglo XVIII. En el prefacio de La ideología alemana satiriza la creencia de los Jóvenes Hegelianos de que el pensar rige al mundo.
“Había una vez un tipo bravo que tenía la idea de que los hombres se ahogaban en el agua sólo porque estaban poseídos por la idea de la gravedad. Si se sacaban esta noción de sus cabezas, digamos por considerarla una superstición o un concepto religioso, estaban de modo sublime a prueba de cualquier peligro del agua.
Toda su vida este compadre luchó contra la ilusión de la gravedad y contra todas las dañinas consecuencias que tenían las estadísticas, que le presentaban nueva y amplia evidencia. Este bravo sujeto era del tipo de los nuevos filósofos revolucionarios de Alemania.” (CW V, 24).
Para la izquierda hegeliana todo lo que tenía que hacer la gente para ser libre era pensarse libre, echar a un lado la “ilusión de la falta de libertad”. El blanco principal de La ideología alemana —Max Stirner— juzgaba al aparato estatal, con todo su poder represivo, como un “fantasma”, un espectro creado por nuestra imaginación. La crítica de Marx a Feuerbach era que no había ido lo suficientemente lejos. La historia, así como la naturaleza, debía ser entendida en términos materialistas.