Alex Callinicos
“Marx fue entonces el genio que dio continuidad y consumó las tres corrientes principales del siglo XIX, representadas por los tres países más avanzados de la humanidad: la filosofía clásica alemana, la economía política clásica inglesa y el socialismo francés junto con las doctrinas revolucionarias francesas en general.”
Así escribió Lenin en 1914. Marx no fue el primer socialista, ni mucho menos. Desde la antigüedad de Grecia y Roma la gente ha tenido la aspiración de una sociedad en que sean abolidas la pobreza, la explotación y la opresión. Pero fue sólo en la primera mitad del siglo XIX, especialmente en Francia, que el socialismo se desarrolló como un conjunto coherente de ideas que gozaron de apoyo masivo. Para comprender el pensamiento de Marx debemos conocer algo sobre sus predecesores y sobre el contexto intelectual, social y político en que éstos surgieron.
Los años entre 1789 y 1848 han sido llamados la época de la “doble revolución”. En lo político se produjo la Revolución francesa de 1789; en lo económico se produjo la Revolución industrial.
La Revolución industrial implicó los talleres de trabajo en fábricas que cada vez más fueron dependiendo para sus operaciones de fuentes de energía artificiales, por ejemplo el vapor. Esta forma de organización económica, radicalmente nueva, se originó en la industria textil de Gran Bretaña y se difundió rápidamente a otros sectores de la economía y a otros países. La industrialización se aceleró en Europa en la década de 1830 con las nuevas vías férreas y luego otra vez con la expansión económica que siguió a la derrota de las revoluciones de 1848.
El resultado fue un mundo nuevo de grandes centros industriales, de ciudades como Manchester y Lyon, donde se aglutinaba una nueva clase social, la clase trabajadora industrial o proletariado como la llamó Marx para distinguirla de los campesinos. En la década de 1840 la miseria en que vivían y trabajaban los obreros fue siendo motivo de creciente preocupación entre las clases ilustradas, una preocupación que reflejaba por un lado temor y por el otro, filantropía. Después de la primera de las grandes revueltas de la clase trabajadora del siglo XIX, por parte de los obreros tejedores de Lyon en 1831, un periodista francés advirtió:
Cada industrial vive como un dueño de plantación colonial entre sus esclavos, uno contra centenares… Los bárbaros que amenazan la sociedad no están ni en el Cáucaso ni en las estepas de Tartaria; están en los suburbios de las ciudades industriales.
La clase trabajadora industrial representaba un peligro para el poder de la nueva clase dominante, porque la “doble revolución” había determinado también el ascenso político de los dueños de la riqueza industrial y comercial, la burguesía. Antes de 1789 absolutismo monárquico era la norma en Europa excepto en Gran Bretaña, las Provincias Unidas de Holanda y Suiza. Los campesinos, que eran la enorme mayoría de la población, estaban sometidos al tutelaje económico y político de sus señores, apoyados a su vez en el poder represivo del Estado.
La revolución que empezó en Francia en 1789 anunció el fin de este sistema. Antes de que dicha revolución terminara el rey francés había sido ejecutado; la república había sido proclamada; la libertad, la igualdad y la fraternidad habían sido declaradas derechos de todos los franceses (no así de las francesas); y los ejércitos revolucionarios habían llevado este mensaje republicano de un extremo a otro de Europa. Ni la degeneración de la revolución con el imperio de Napoleón I, ni los intentos de la Santa Alianza de Austria, Rusia y Prusia para volver el reloj hacia atrás después de la derrota final de Napoleón en 1815, pudieron borrar los efectos de la Revolución francesa de 1789. Buena parte de la actividad política del siglo XIX giró en torno a los esfuerzos por reinstaurar la república en Francia y, en otras partes de Europa, por copiar sus logros.
La revolución había empezado con la exigencia del Tercer Estado de tener el poder de decisión sobre los asuntos de la nación (el “Tercer Estado” eran todos aquellos que no pertenecían a ninguno de los dos grandes “Estados” o grupos de la sociedad feudal, o sea la nobleza y el clero). De la movilización por este reclamo salió beneficiado principalmente un sector social en particular. Fue la burguesía francesa quien ascendió como el sector más fuerte, aunque quien dio el ímpetu a la revolución fue el pueblo de París — los tenderos, artesanos y trabajadores— y quienes nutrieron los ejércitos tanto de la república como del imperio fueran los campesinos, durante las convulsiones del periodo entre 1789 y 1815. La revolución barrió los remanentes de feudalismo que estancaban la sociedad e interferían con los negocios y las ganancias. La revolución también creó un Estado burocrático poderoso y centralizado, capaz de dar al capital —la nueva riqueza industrial y comercial— los servicios que necesitaba, y de aplastar cualquier amenaza que viniera desde abajo.
Así pues, la doble revolución era paradójica. Por un lado se establecía el principio de que todo miembro de la sociedad tenía derechos iguales a los otros, no importa cuán baja fuera su posición (aunque este principio no se realizara plenamente, puesto que por ejemplo la norma de una persona-un elector es una conquista del siglo XX, ni siquiera del XIX.) Por otro lado, se mantenían las diferencias abismales en cuanto a riqueza y poder económico. La Revolución industrial meramente cambió la forma de la desigualdad social y económica: al señor y al siervo se sumaban ahora el capitalista y el trabajador. El problema esencial continuaba.
De manera que la forma externa de la igualdad política se acompañaba de desigualdad real en lo socioeconómico. La meta de los revolucionarios franceses, de liberar a todo el pueblo, a la humanidad, no se había conseguido. ¿De qué sirve el derecho a cenar en un hotel de lujo si uno no tiene el dinero para hacerlo o quizá no tiene dinero suficiente si quiera para comer y punto? El movimiento socialista moderno se desarrolló a partir de esta contradicción entre los aspectos político y económico de la “doble revolución”: entre las promesas de libertad, igualdad y fraternidad, y las desigualdades reales y explotación del capitalismo industrial.
La Ilustración
Durante las décadas que habían llevado a la “doble revolución” se verificó una cruenta lucha entre los defensores del orden feudal y los que buscaban la nueva sociedad capitalista. Al centro de esta lucha estaba el movimiento conocido como la Ilustración. El sistema de ideas o ideología dominante en la Europa feudal había sido elaborado por los filósofos de la Iglesia Católica. Modificaron las ideas de Aristóteles, uno de los más grandes pensadores griegos, hasta que las acomodaron al cristianismo. El resultado fue un modo de mirar el mundo que podía explicar mucho en detalle sin cuestionar el poder de los señores feudales y de la monarquía.
Según Aristóteles todo en el mundo tenía un propósito. El propósito daba a la cosa su lugar en el mundo. Por ejemplo, argumentaba que los cuerpos estaban por naturaleza en reposo. El movimiento y el cambio eran anormales: sólo ocurrían cuando los cuerpos eran alterados, sacados fuera de sus sitios naturales. Y una vez alterados, los cuerpos se movían otra vez a sus lugares naturales, donde estarían nuevamente en reposo.
Así se conformaba el patrón del universo, en el propósito de los seres individuales y en los lugares que por naturaleza ellos ocupaban.
Este modo de ver el mundo servía a dos propósitos. Primero, ofrecía una versión sofisticada del mito cristiano de la creencia en que el universo y todo en él ha sido creado por Dios, ya que la idea de que todo tiene un propósito implica que todo encaja en un designio trazado por una deidad todopoderosa y omnisapiente para un fin en particular. Segundo, este modo de ver el mundo se correspondía con la estructura de la sociedad feudal, donde cada cual tenía su lugar como noble, artesano o siervo: un lugar donde se nacía y donde nacerían los hijos, sucesivamente. Al tope del sistema feudal estaba el rey, el centro del universo según Dios. En este sistema de ideas, el estable y armonioso orden feudal, donde cada cual tenía su sitio, reflejaba la estabilidad y la armonía del universo de Dios.
Dos acontecimientos, sin embargo, desafiaron este sistema: el surgimiento de la ciencia y el surgimiento de una nueva clase. Los nuevos comerciantes y manufactureros, la recién formada burguesía, fundaban su poder no en los ejércitos que pudiesen dirigir o en la tierra que pudiesen poseer, sino en su control del dinero, del “capital”; en su capacidad de hacer ganancias. De manera que se envalentonaron contra las restricciones del feudalismo según los nuevos científicos se envalentonaban contra la visión feudal del mundo, que chocaba con la realidad que observaban.
No puede reducirse la gran Revolución científica del siglo XVII a esta lucha ideológica, con que se asocian los nombres de Galileo, Kepler, Descartes, Boyle, Huygens y Newton. Pero los efectos de la Revolución científica en la ideología feudal fueron devastadores. Ya en el siglo XVI Copérnico había afirmado que la Tierra gira alrededor del Sol en vez de ser el estático centro del universo del que había hablado Aristóteles. Galileo fue más lejos todavía al introducir la Ley de la inercia, según la cual todos los objetos están por naturaleza en movimiento y no en reposo. De pronto, la minoría de europeos que sabía leer se vio sumergida en un nuevo y extraño mundo en que todo estaba en movimiento y la Tierra era meramente un planeta pequeño e insignificante en un universo infinito. “El silencio de estos espacios infinitos me aterroriza”, escribió Blaise Pascal, uno de los más refinados defensores del catolicismo en el siglo XVII.
En la forma de la Inquisición, las fuerzas de la ideología feudal intentaron aplastar la nueva ciencia con represión. Giordano Bruno fue quemado en la hoguera en el año 1600 por estar de acuerdo con Copérnico, y Galileo fue silenciado después de ser amenazado con correr la misma suerte. Sin embargo, un siglo después sus seguidores triunfaban. Los Principios matemáticos de la filosofía natural de Isaac Newton brindaron la base de las ciencias naturales hasta el siglo XX. La aceptación de la física de Newton reflejó no sólo sus propios méritos, sino además la supremacía ideológica y política que alcanzó la burguesía en Inglaterra como resultado de las revoluciones de 1640 y 1688.
Hemos visto que la física aristotélica explicaba las cosas desde el punto de vista de su propósito: cada cuerpo tenía su debido lugar en el esquema de Dios, se movía sólo si era sacado de su lugar natural y se detenía sólo si volvía a él. Por otro lado, la física de Galileo y Newton explicaba el movimiento de los cuerpos de forma mecánica. En otras palabras, según estas teorías el movimiento de los objetos dependía de la acción de fuerzas externas. El ejemplo clásico es la ley de Galileo de la caída libre, según la cual un objeto que cae, de cualquier peso, acelerará su caída a un promedio de treinta y dos pies por segundo por virtud de la gravedad, o sea la atracción que ejerce un objeto mucho mayor, la Tierra.
La nueva ciencia era materialista. En sus teorías no había ningún propósito, ningún designio, ningún Dios. Con ellas se podía entender al mundo sencillamente tomando en cuenta la interacción entre cuerpos diferentes. Se infería por tanto que sólo hay cuerpos físicos. No existía nada que careciera de un cuerpo, que tuviese sólo existencia “espiritual”: ni almas, ni ángeles, ni diablos, ni el mismo Dios. Galileo y Newton y los otros grandes científicos del siglo XVII en general no llegaron a hacer esta inferencia, pero otros pronto la hicieron. Cuando Napoleón I le preguntó a un físico francés qué papel jugaba Dios en sus teorías, el científico contestó: “Señor, no tengo ninguna necesidad de esa hipótesis”.
Sólo con expulsar de la física a Dios y al propósito, la nueva ciencia asestó un golpe rudo a la ideología dominante. Pero seguía un próximo paso lógico, que era extender este método de estudio de la naturaleza a la sociedad. Este paso lo dio Thomas Hobbes, el más importante de los filósofos políticos burgueses durante la Revolución inglesa de 16401660. Su materialismo le ganó a Hobbes el epíteto de “El demonio de Malmesbury” entre los jesuitas. Ninguno de los sucesores contemporáneos de Hobbes fue tan lejos como él. Con su obra maestra Leviatán (1651) empezaba el estudio científico de la sociedad.
El punto de partida era encontrar algún principio básico similar al principio de inercia en el estudio de la naturaleza (según el cual todos los cuerpos están naturalmente en movimiento). Las pasiones humanas resultaron el candidato para este papel. El estudio de la naturaleza humana fue el punto de partida del estudio de la sociedad para Hobbes y para la Ilustración. Se concebía a la naturaleza humana como nunca cambiante. Las pasiones de la gente y los deseos e inclinaciones que la llevan a actuar, eran las mismas en todas las sociedades y en todos los periodos de la historia. Lo único que cambiaba era el grado en que las instituciones sociales y políticas hacían más fácil o más difícil a la gente dar curso a sus deseos e inclinaciones.
Las ideas de la Ilustración constituyeron un gran progreso en comparación con las teorías políticas anteriores. ¡Robert Filmer había afirmado en el siglo XVII que el poder de los reyes se debía a que eran los legítimos herederos de Adán y Eva! Muy superior a esto era sin duda, un acercamiento a la sociedad que partiera de un intento serio de comprender la naturaleza humana. Más aún, la idea de que la sociedad sea juzgada a base del grado en que se adapta a los deseos e inclinaciones de la gente resultaba altamente subversiva respecto al orden feudal, el cual asignaba a cada cual una posición preestablecida.
Sin embargo, la Ilustración tenía tres deficiencias serias. La más elemental era que veía a la naturaleza humana como no cambiante. Más todavía, lo que los filósofos de la Ilustración llamaban la “naturaleza humana”, era la conducta interesada característica de la gente en la sociedad capitalista. Esto era cierto por ejemplo incluso para Adam Ferguson, miembro de la escuela escocesa de estudios históricos, un grupo de pensadores conscientes al menos de las diferencias entre las sociedades.
Ferguson escribió en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767) que los “deseos instintivos” que tienden a la “preservación del individuo”:
“…estimulan sus aprehensiones sobre el tema de la propiedad y le familiarizan con ese objeto de cuidado que él llama su interés… En la provisión de riqueza halla… un objeto de su máxima solicitud y al ídolo principal de su mente… Bajo esta influencia… si no son restringidos por las leyes de la sociedad civil, los hombres entrarían a un escenario de violencia o mezquindad, el cual exhibiría a nuestra especie, una y otra vez, en aspectos más terribles y odiosos, o más viles y despreciables que el de cualquier animal que haya heredado la Tierra.”
En segundo lugar, la teoría de la Ilustración sobre la naturaleza humana era principalmente un estudio de la mente humana. Atribuía más importancia a las pasiones y pensamientos que a la posición social y económica de la gente. Esto quiere decir que la visión de la historia humana que tenían los filósofos de la Ilustración era idealista: su centro eran las ideas, más que el mundo material de la nueva ciencia. Se veía el cambio como un proceso en que viejas ideas daban paso a nuevas. Esta visión se resumía en el libro de Condorcet, Notas para un cuadro histórico del progreso de la mente humana. El título lo dice todo. Para Condorcet la historia era, justamente, “el progreso de la mente humana”: la sociedad mejoraba en la medida en que se expandía el conocimiento. Condorcet suponía que este progreso continuaría indefinidamente hacia el futuro.
Esta visión de la historia estaba latente en la estrategia política de los filósofos de la Ilustración. El cambio político —la reforma o abolición del absolutismo— vendría como resultado de una batalla de ideas. Resultaría de la ilustración, es decir del triunfo de la razón sobre la superstición y de la ciencia sobre la fe. A tono con su énfasis en las ideas, los filósofos de la Ilustración vieron la organización religiosa como el principal obstáculo al progreso. “El despotismo”, escribió Holbach, “es obra de la superstición”. El simple poder de la razón, entonces, sería suficiente para disolver la religión y así socavar el absolutismo. “Tan pronto como un hombre se atreve a pensar se derrumba el dominio del cura”, dijo Holbach.
La creencia en la omnipotencia de la razón era consecuencia de la posición de estos filósofos como una minoría muy pequeña y educada que vivía a costa del trabajo de una mayoría analfabeta y supersticiosa (según ellos). Su posición social ayuda a explicar la tercera limitación de la Ilustración, su elitismo. “¿Qué importa —escribió Voltaire a Helvetius— que nuestro sastre y nuestro zapatero estén gobernados [por los curas]? La cuestión es que la gente con quien vives está obligada a bajar sus ojos ante el filósofo en el interés del rey, esto es, del Estado, que los filósofos dirijan la sociedad”.
Los filósofos de la Ilustración estaban lejos de ser revolucionarios. A muchos les satisfacía ser consejeros de los “déspotas ilustrados” del siglo XVIII tales como Federico el Grande de Prusia. Como mucho querían una monarquía constitucional al estilo de Inglaterra. Si hubiesen vivido hasta la década de 1790, sin embargo, se hubiesen horrorizado ante el efecto de su obra —la destrucción de la ideología feudal. Uno de ellos —Condorcet— vivió para ver la Revolución francesa, y murió en la guillotina.
A pesar de estas limitaciones, las ideas de la Ilustración jugaron un papel esencial en crear el marco intelectual para los primeros socialistas.
El socialismo utópico
El socialismo moderno apareció en Francia después de la revolución de 1789. Tuvo dos alas importantes, la del socialismo utópico del Conde de Saint-Simon, Charles Fourier y Robert Owen, y la del comunismo revolucionario de Graco Babeuf y Augusto Blanqui. Estas dos alas se distinguen entre sí especialmente por su actitud ante la experiencia de la Revolución francesa. La primera rechazaba la Revolución. La segunda quería completarla.
Saint-Simon y Fourier habían vivido los años de la Revolución y sufrieron como consecuencia de ella. Saint-Simon fue encarcelado durante el periodo del Terror y Fourier se arruinó a causa del estado de sitio de Lyon en 1793. Rechazaban la acción revolucionaria por su violencia y destrucción. Más aún, como la Revolución terminó ensanchando la brecha entre ricos y pobres, concluían que la acción política no tenía futuro como medio para mejorar la condición humana. Sólo la propaganda pacífica ofrecía para ellos alguna esperanza de alcanzar un cambio genuino y constructivo.
El punto de partida de los utópicos era la inconsistencia entre las aspiraciones de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución y las realidades del capitalismo de la Francia posrevolucionaria. Hicieron, por tanto, la crítica más potente del capitalismo hasta ese tiempo, su anarquía económica y su represión de las necesidades humanas, y buscaron una sociedad nueva en que estas necesidades hallaran satisfacción.
En Fourier se nota la deuda con la Ilustración de los socialistas utópicos. Empieza discutiendo el concepto de la naturaleza humana. Mientras los filósofos de la Ilustración habían señalado al interés individual como el más básico de los instintos humanos, Fourier fue mucho más allá. Según su discurso sobre las doce pasiones básicas, los seres humanos desean amor y amistad tanto como la satisfacción de sus necesidades materiales. Buscan disfrutar de una gran variedad de preferencias así como competir exitosamente entre sí. En este argumento está implicado que el capitalismo, lejos de ser la forma más natural de sociedad humana —como habían supuesto los pensadores de la Ilustración— era la forma más innatural, ya que negaba varios de los más importantes deseos y necesidades humanas. De manera que donde la Ilustración había criticado al despotismo y a la superstición, Fourier atacaba sin piedad toda la “Civilización”, refiriéndose a la sociedad de clases en su conjunto.
Al “infierno social” de la sociedad contemporánea los utópicos contraponían una visión de futuro. Saint-Simon hablaba por todos ellos cuando decía que “la era dorada de la especie humana no está en el pasado sino en el futuro”. Otra vez, fue Fourier quien elaboró la versión más potente —aunque a veces la más confusa— de lo que sería el socialismo. La unidad básica de la “Armonía”, como llamó a la nueva sociedad, sería el Falansterio, una comunidad esencialmente agrícola de exactamente 1.620 personas que vivirían, trabajarían y comerían juntas. De acuerdo a la teoría de Fourier del trabajo atractivo, en la sociedad nueva la gente cambiaría de ocupación cada cierto número de horas y competiría mediante grupos y series de compañeros trabajadores para realizar sus deseos en cuanto a variedad y emulación, respectivamente. Todas las pasiones humanas serían satisfechas.
No es difícil hacer bromas con los extremos más fantásticos del socialismo utópico — Fourier señalaba que en la Armonía los mares se transformarían en limonada. Pero lo importante de los utópicos era su énfasis en los aspectos liberadores del socialismo. En la nueva sociedad se acabaría con las diversas formas en que la sociedad clasista reprime los deseos y capacidades de las personas, en lo cultural y lo sexual, en lo económico y lo político. Fourier era el crítico más virulento de la familia burguesa y un defensor de la liberación de la mujer. Fue quien acuño el término feminismo.
El problema era cómo llegar de la Civilización a la Armonía. De nuevo, fue decisiva aquí la influencia de la Ilustración. Saint-Simon y sus seguidores — los utópicos de mentalidad más histórica— coincidían con Condorcet en que el cambio social era resultado del “progreso de la mente humana”. SaintSimon estaba consciente del papel de la lucha de clases en la historia y dividía la sociedad francesa entre los industriales y los oisifs (los que trabajaban y los parásitos ricos que vivían a costa de los primeros). Sin embargo, creía que el cambio llegaría como resultado de los nuevos descubrimientos científicos. Los seguidores de Saint-Simon distinguían entre épocas “orgánicas” en que todos compartían las mismas creencias, y épocas críticas, en que ocurría lo contrario y la sociedad se escindía. Las ideas seguían siendo, de este modo, el motor del cambio histórico.
Los socialistas utópicos creían que la razón triunfaría como producto de un proceso de ilustración. La educación, la difusión gradual de las ideas socialistas, transformaría al mundo. Luego, los utópicos apelaban especialmente a los capitalistas. Tanto Fourier como Saint-Simon se oponían a la abolición de las clases sociales. Por ejemplo, Fourier esperaba que hombres de negocio ilustrados financiaran su Falansterio, el cual creía él produciría buenas ganancias a la inversión mientras terminaba con los males de la Civilización. Una vez se instalaran varios Falansterios, Fourier suponía que se seguirían propagando mediante el ejemplo hasta que la Armonía conquistara el mundo. Anunciaba su plan a los inversionistas, informando en la prensa que se le podía encontrar en cierto café semanalmente a la misma hora y día, en caso de que algún capitalista se interesara en sus proyectos. Ninguno fue.
Pero la idea de que en la nueva sociedad habría un sitio para el capital estuvo cada vez más bajo fuego en la medida en que, en las décadas de 1830 y 1840, creció el movimiento de la clase trabajadora francesa. El grupo de Saint-Simon había argumentado que bajo el socialismo la distribución sería regida por el principio “de cada cual según su capacidad a cada cual según su trabajo”, o sea que aquellos con más destrezas o talento recibirían más que los otros. En cambio, Louis Blanc acuñó el lema igualitario “de cada cual según su capacidad a cada cual según sus necesidades”.
No había lugar para el capital en la regimentada utopía descrita por Etienne Cabet en su Viaje a Icaro (1840). Nacía así el comunismo francés que bajo liderato de Cabet ganó gran respaldo entre las masas trabajadoras. Sin embargo, Cabet no era un revolucionario, a pesar de creer en la igualdad. Declaró que, si tuviese una revolución en su puño, “mantendría mi mano cerrada, aunque ello significara mi muerte en el exilio”. Lo mismo era cierto del rival de Cabet, Pierre-Joseph Proudhon, quien rechazaba la concepción de los comunistas de una futura sociedad centralizada donde todo sería propiedad común y administrado en común. La utopía de Proudhon era un paraíso de artesanos y pequeños campesinos, donde habrían sido abolidos los bancos y el gran capital, pero la propiedad privada continuaría existiendo. Como Cabet, Proudhon creía que el socialismo llegaría como resultado de propaganda pacífica.
Estaban por otro lado los que preferían la acción a las palabras. Blanqui sentenció: “El comunismo [es decir, las ideas de Cabet] y el proudhonismo están parados frente a la orilla de un río discutiendo si al otro lado el campo es de maíz o de trigo. Vamos a cruzar y ver”.
La tradición comunista revolucionaria de la cual Blanqui —antes que Marx— fue el más grande representante, había evolucionado de la extrema izquierda de los republicanos radicales de la Revolución francesa. En el punto máximo de dicha revolución, en 1793-94, el grupo de los jacobinos impuso una dictadura centralizada que salvó a Francia de los enemigos de dentro y de fuera, suprimió la oposición interna mediante la guillotina y decretó restricciones —por ejemplo, controles al libre juego del mercado. La dictadura jaco-bina fue derrocada más adelante por el sector moderado. En 1797 Babeuf y sus compañeros de la Conspiración de los Iguales fueron ejecutados por intentar restaurar la dictadura revolucionaria. Querían ir mucho más lejos que los jacobinos y llevar a la realidad los ideales de libertad, igualdad y fraternidad aboliendo la propiedad privada e imponiendo una igualdad absoluta.
Blanqui seguía a los utopistas al criticar implacablemente el capitalismo y perseguir una sociedad futura, que él llamaba comunismo. También seguía a Babeuf al creer que el comunismo podría llegar sólo mediante el derrocamiento armado del Estado presente y el establecimiento de una dictadura revolucionaria. Fue Blanqui quien acuñó la expresión “dictadura del proletariado”. Sin embargo para él esta frase significaba una dictadura sobre el proletariado, porque Blanqui pensaba que la influencia de la ideología dominante — especialmente de la religión— impedía que la gran masa de la población respaldara activamente la revolución. Había que tomar el poder en representación de la clase trabajadora en vez de que la clase trabajadora tomara el poder. El “primer deber” de esta dictadura sería barrer con todas las religiones “como asesinas de la especie humana”. Solo cuando esta tarea se cumpliera los trabajadores estarían preparados para el comunismo.
La estrategia de Blanqui era consecuencia de su concepto de cómo el socialismo sería posible. Se necesitaba una organización secreta de revolucionarios profesionales que organizara la insurrección armada. En otras palabras, el capitalismo sería derrocado por la acción de una minoría ilustrada. Wilhelm Weitling, un alemán del grupo de Blanqui, exponía así las razones:
“Querer esperar a que todos estén suficientemente esclarecidos, como usualmente propone la gente, significa renunciar totalmente a la cuestión, porque un pueblo entero nunca estará igualmente ilustrado, al menos mientras sigan existiendo la desigualdad y la lucha de los intereses privados en la sociedad.”
Blanqui actuó según sus convicciones con gran consistencia y valentía. En la década de 1830 participó en dos conspiraciones que llevaron a la insurrección de mayo de 1839, la cual fue aplastada por las fuerzas del Estado. La vida de Blanqui fue un ciclo de breves periodos de actividad revolucionaria seguidos de periodos prolongados de prisión o exilio. Fue preso bajo todos los regímenes políticos que gobernaron a Francia entre 1815 y 1880.
No obstante sus diferencias, los socialistas utópicos y los seguidores de Blanqui compartían una herencia común de la Ilustración. Todos ellos creían que el cambio histórico resultaría de una batalla de ideas. La instalación del socialismo dependía de la ilustración de la gran masa de la población. Esto naturalmente llevaba al elitismo. Ya que la mayoría de los trabajadores y los campesinos obviamente no eran ilustrados, el cambio social podría ser iniciado solamente por los pocos que habían llegado a la verdad. Fuese levantando Falansterios u organizando insurrecciones armadas, lo central era que esperaban que los trabajadores fueran testigos pasivos de su propia liberación.
Marx escribió sobre los utopistas:
Al formular sus planes están conscientes de proteger principalmente los intereses de la clase trabajadora, pues ésta es la clase más sufrida. El proletariado existe para ellos solamente desde el punto de vista de ser la clase más afligida. El estadio poco desarrollado de la lucha de clases, así como el entorno [de los socialistas utópicos], hace que los socialistas de este tipo se consideren muy por encima de todo antagonismo de clase. Quieren mejorar la condición de todos los miembros de la sociedad, incluso de aquellos más favorecidos. De este modo usualmente apelan a toda la sociedad sin distinción de clases, pero en realidad con preferencia a la clase dominante. ¿Cómo puede la gente, una vez ha entendido [el sistema de los utópicos], dejar de ver que es el mejor plan posible del mejor estado posible de la sociedad? (CW vi. 515).
Por su parte, Blanqui no creía en la colaboración entre clases. Preguntado cuál era su profesión, respondió: “Proletario”. Y tenía gran apoyo entre la masa trabajadora. Pero al igual que los otros utopistas, su estrategia indicaba “el estadio poco desarrollado de la lucha de clases”. El carácter extremadamente represivo de la mayoría de los regímenes en el siglo XIX y el limitado desarrollo de la industria en Francia, que consistía principalmente de pequeños talleres, determinaban que era muy difícil, si no imposible, la organización abierta de los trabajadores sobre la base de su poder económico. Asimismo, la actividad clandestina resultaba esencial. Pero en los blanquistas el efecto de todo esto fue una actitud hacia los trabajadores bastante parecida a la de los socialistas utópicos. En este periodo, tanto para los comunistas revolucionarios como para los pacíficos utopistas, la clase trabajadora era el objeto y no el sujeto del cambio.