Teresa G
El diciembre de 2022 fue el mes más trágico, en el año más trágico, desde que se comenzaron a registrar los incidentes de violencia machista de manera oficial en el año 2003.
A lo largo de 2022, 100 mujeres fueron víctimas de violencia machista. Este 2023 también está siendo muy sangriento: hasta finales de mayo la web feminicidio.net había registrado un total de 40 feminicidios.
Ante estas alarmantes cifras, el Ministerio de Interior llamó a las fuerzas de seguridad a extremar la protección de las víctimas y extendió una petición de alerta a la sociedad para proteger a las mujeres vulnerables.
A pesar de que una mayor protección de las mujeres en estado de vulnerabilidad es necesaria, y más allá del debate sobre la efectividad de ciertas medidas, resulta imposible no preguntarse por qué no solo sigue produciéndose la violencia machista, sino que además va en aumento, tantos años después del comienzo de los esfuerzos oficiales por ponerle freno.
Esfuerzos que se han centrado sobre todo en su criminalización (que se traduce en penas de cárcel) y en la prevención (sobre todo centrada en la educación de la población). Pero si realmente la existencia y proliferación de la violencia machista dependen de la educación y la persecución penal de los maltratadores, ¿por qué, dos décadas más tarde, no hemos conseguido reducir el número de casos?
Quizás el problema sea una excesiva concentración en los hombres maltratadores no solo como el síntoma sino como la raíz de la violencia. Vivimos en un contexto cultural en el que palabras como “patriarcado” y “privilegios” se han vuelto comunes, pero quizás merece la pena detenerse un momento a analizar su peso y validez.
En lenguaje cotidiano, solemos entender por patriarcado el sistema por el que los hombres gozan de mayor poder y privilegios que los no-hombres en la sociedad actual, lo cual se traduce en ámbitos tan variados como el acceso a un trabajo digno y bien remunerado, el acceso a la educación, y el derecho a la integridad física.
“Privilegios”
Esta idea de los “privilegios” de los hombres se encuentra a su vez enraizada en la teoría de las políticas de la identidad, que concibe la sociedad como un conjunto de grupos sociales que están determinados por y determinan los comportamientos, creencias y modos de estar en el mundo de sus miembros (por ejemplo, según las políticas de la identidad, un hombre blanco nunca podrá experimentar el mundo como una mujer negra o un migrante o un transexual, entre otros).
No solo son sus experiencias distintas, sino que, además, por el sistema de opresión y discriminación en el que vivimos, ciertos grupos cuentan con ciertos privilegios de los que los demás son privados. Y en la sociedad actual, esta jerarquía de privilegios se ha consolidado en lo que llamamos el patriarcado, entre otros sistemas como el de la supremacía blanca.
Pero la teoría del privilegio, que deriva en conceptos como el del patriarcado, nos enfrenta a una contradicción ineludible. Si el privilegio depende de la posición social de un individuo y conforma su identidad, y ésta es inamovible, esencial y determinista, ¿qué posibilidades existen para el cambio social? ¿Por qué luchamos?
Pese al uso común de estos conceptos desde la izquierda, un análisis más profundo del problema social de los feminicidios y la discriminación que sufren las mujeres demuestra que son inválidos no solo para entender la situación sino para ofrecer un mapa de ruta hacia los cambios que necesitamos.
La teoría del privilegio nos obliga a individualizar un problema que es, en realidad, colectivo, y a perder de vista el contexto global en el que se inscriben todas las opresiones, así como la verdadera raíz de las mismas: el capitalismo.
Esto es lo que está ocurriendo con las conversaciones que mantenemos acerca de la violencia machista. Debido a que la gran mayoría de perpetradores de violencia machista son hombres, asumimos que los hombres son la causa y explicación de la violencia machista, y que son los principales beneficiarios de su resultado (la opresión de las mujeres). Nos haría bien recordar una frase del legendario pensador John Berger, que en su ensayo “Mientras tanto” acerca de los prisioneros modernos (es decir, todos nosotros), afirma lo siguiente:
“Entre los presos hay conflictos, a veces violentos. Todo preso está privado de todo, pero hay grados de privación y las diferencias provocan la envidia. A este lado de los muros la vida vale poco. La propia anonimia de la tiranía global fomenta la búsqueda de cabezas de turco, la búsqueda de enemigos inmediatamente identificables entre los presos. Las celdas asfixiantes se convierten entonces en un manicomio. Los pobres atacan a los pobres, los invadidos roban a los invadidos”.
Sociedad
La violencia machista, como todas las violencias que los distintos grupos sociales se infligen entre sí (el racismo, la xenofobia, la homofobia, la gordofobia, etc.), son fruto de este manicomio que es nuestra sociedad. Los pobres atacan a los pobres, y los hombres matan a las mujeres, en un intento en vano por asegurar un resquicio de poder y seguridad en un sistema que, por defecto, nos lo niega.
Pero es erróneo asumir que los grupos sociales con supuestos “privilegios” se benefician de ellos: a largo plazo, los verdaderos beneficiarios de esta violencia no son sino la clase dirigente, y el desigual reparto de privilegios es una efectiva táctica de distracción de los verdaderos problemas que acechan a nuestra sociedad: el hecho de que los privilegios deberían ser, en realidad, derechos, y que como tales, no deberían ser finitos ni estar sujetos a reparto.
En este sentido, y aunque la protección de las mujeres en situación de vulnerabilidad tiene que ser una de nuestras máximas prioridades, queda patente que la respuesta del gobierno ante la situación de violencia machista que sufrimos es, como mínimo, insuficiente, y en su insuficiencia, perjudicial.
Mientras continuemos hablando de la violencia machista como un problema de “hombres malos”, mientras sigamos viendo la violencia machista como una cuestión de “instinto animal” y a los hombres maltratadores como animales en potencia a los que debemos civilizar (sobre el paralelismo entre nuestra visión de los animales y los delincuentes, por cierto, John Berger tiene páginas y páginas), estaremos permitiendo que la violencia machista se siga produciendo, y estaremos siendo cómplices de esta desviación de nuestra atención que tanto interesa a los poderosos.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo podemos mirar donde debemos? Berger viene, una vez más, al rescate:
“Sin idealización, limítate a fijarte en lo que comparten [los prisioneros] (que consiste en su sufrimiento innecesario, su capacidad para aguantar, su astucia), más importante, más revelador, que lo que los separa. Y de aquí nacen nuevas formas de solidaridad. Las nuevas solidaridades empiezan por el reconocimiento de las diferencias mutuas y de la multiplicidad. ¡Así que así es la vida! Una solidaridad, no de masas sino de interconexiones, mucho más apropiada a las condiciones de la cárcel”.
Una solidaridad, en fin, que acepte los grupos oprimidos en sus diferencias, pero aspire a unirlos en su activismo diario. No debemos caer en la tentación de asumir que, porque el verdadero problema es el capitalismo, no tenemos que involucrarnos en las luchas diarias.
Todos, todas, todes, debemos salir a la calle y manifestarnos, para exigir el fin de un sistema que nos enfrenta a los unos con los otros y nos hace sentir que nuestra libertad reside en la expresión puntual de nuestra capacidad de ejercer violencia sobre el otro. Dirijamos nuestra mirada a la raíz de la verdadera violencia, y exijamos como derechos de todos los privilegios que otorgan con cuentagotas.