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Marie Fauré

Los días 10 y 24 de abril se celebraron las elecciones presidenciales francesas, con la victoria de Emmanuel Macron para su segundo mandato, con el 58,55% de los votos, frente al 41,45% de la Marine Le Pen, candidata del Reassemble National, partido de extrema derecha.

Es la tercera vez que este partido fascista llega a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia, después del de Jean-Marie Le Pen en 2002 y su hija Marine en 2017. La tendencia parece desgraciadamente cada vez más positiva por el Front National, ahora disfrazado tras el nombre de Rassemblement National, que en cada elección se encuentra más cerca del poder.

Recordemos que en 2002 el candidato Jacques Chirac se benefició de una oleada de rechazo hacia Le Pen padre, gracias a la cual ganó con el 82,21% de los votos. Este rechazo funcionó también en el año 2017, con una victoria de Macron con el 66,10% de los votos, parecer que este año el candidato de La République en Marche ya no se podía presentar como un defensor de la República ante el fascismo. Los 5 años de maltrato a los derechos de la población, especialmente al derecho de manifestación (recordamos la violencia de la represión del movimiento de los chalecos amarillos) y los ataques a los derechos laborales que se presentan aún más intensos para los 5 años que vienen, han pasado factura.

El posicionamiento de “Ni Macron, ni Le Pen” se amplió durante las 2 semanas que separan las dos vueltas de votación, especialmente fue la juventud la que multiplicó las ocupaciones de universidades y manifestaciones, y la que llevó la abstención a un nivel histórico de más del 28% el 24 de abril. Al final, Macron es el presidente elegido con menos apoyo desde hace 60 años, lo que le da poca legitimidad en el momento de desmontar el sistema de pensiones.

Estas elecciones también nos demuestran tres importantes hechos.

El primero es el colapso de los partidos tradicionales, del Parti socialiste en Les Républicains (la derecha tradicional). Hace 30 años, estos partidos recibían la gran mayoría de los votos; esta vez no sumaron ni el 10%.

El segundo, muy preocupante, es el crecimiento y normalización de las ideas de extrema derecha. Si miramos los resultados de la primera vuelta, nos damos cuenta de que entre Le Pen y Zemmour, los fascistas llegan a más del 30% de los votos expresados. Más allá, todos los debates de campaña giraron en torno a las ideas predilectas de la extrema derecha, la seguridad y la inmigración, con tiempos de palabra en los medios muy desequilibrados a favor de las formaciones reaccionarias. Además, es obvio que se toleran cada vez más actuaciones violentas de bandas fascistas en la calle, como el asesinato en París del ex jugador de rugby Martin Aramburu por haber intervenido para acabar con una agresión racista, o las irrupciones de grupos neonazis durante las manifestaciones como las del 8M.

Desgraciadamente, ya tarda mucho en organizarse un movimiento amplio y unitario contra el fascismo y el racismo, como se ha creado en otros países como Gran Bretaña, Grecia o Catalunya. Mientras la lucha contra el fascismo y el racismo se queda entre los pocos militantes “antifa” de siempre, las ideas de la extrema derecha crecen.

Algunas iniciativas se están desarrollando, como Marche des Solidarités, con el lema “Nuestro país se llama resistencia”. Este movimiento, que nació para defender a las personas sin papeles en París, va ganando espacios poco a poco, especialmente gracias a los compañeros y compañeras del grupo hermano en Francia de Marx21, Autonomie de Classe. Las reacciones de la juventud tras la primera vuelta pueden ser también motivo de esperanza.

El tercer hecho tiene que ver con la muy poca visibilidad de las candidaturas de la izquierda revolucionaria, el NPA y Lutte Ouvrière, que reunieron un total del 1,3% de los votos expresados. Es el voto más bajo a la izquierda revolucionaria en elecciones presidenciales desde 1969. Visto esto, y toda la organización poco democrática que se intuye  detrás de este tipo de elecciones, cabe preguntarse si realmente había que presentar candidaturas, tanto desde un punto de vista estratégico como político.

¿Alternativa?

Sin embargo, el punto positivo es el buen resultado de La France Insoumise, con su candidato Mélenchon, que llegó en tercera posición en la primera vuelta, con el 22% de los votos expresados. Aunque es un partido reformista, nos enseña que buena parte de la población esperaba un cambio “radical” de la situación. Esto se aplica especialmente en las zonas obreras de las ciudades, donde Mélenchon obtuvo los mejores resultados. Sin embargo, las zonas rurales se posicionaron mayoritariamente a favor de la extrema derecha, lo que nos obliga a reflexionar sobre la sensación de abandono de la población rural por parte de los políticos.

¿Mélenchon puede realmente ser una alternativa para las trabajadoras y los trabajadores? Si bien su discurso va en el sentido de facilitar la vida de la clase trabajadora, aumentando el sueldo, poniendo la jubilación a los 60 años, entre otros, su voluntad no va en el sentido de poner fin a la explotación y opresiones ligadas al capitalismo. Más bien, habla de crear una sexta República; quizás más social, pero sin llevar a cabo una ruptura real con el sistema actual.

Fortalecido por su resultado electoral —y en el sentido de su campaña de culpabilización de los otros partidos de izquierda por no haber retirado sus candidaturas antes de la primera vuelta presidencial, entendiendo que acumulando todos los votos podría haber sobrepasado en la Le Pen— se ha constituido a su alrededor una “Nueva Unión Popular Ecológica y Social” (NUPES).

Esta nueva coalición, con vistas a las elecciones legislativas del mes de junio, agrupa al Partido Socialista, al partido ecologista, al Partido Comunista y a la France Insoumise. Su objetivo es ganar la mayoría en la asamblea nacional para poder bloquear la política ultraliberal de Macron, y formar una coalición de gobierno.

Ya sabemos, mirando lo que está pasando en el Estado español, que no podemos esperar demasiado de este tipo de coalición. Más allá, no podemos esperar que el cambio venga de las instituciones del estado burgués capitalista, sino desde abajo, de los propios trabajadores y trabajadoras, sin depender de ninguna ayuda desde arriba.