Dani Romero
Bien entrada la sexta ola de la Covid-19, con la más contagiosa variante Ómicron ya descontrolada, la sensación de hartazgo se va apoderando del ánimo de mucha gente.
Las tímidas y contradictorias medidas tomadas para contenerla no han hecho sino exacerbar este sentimiento.
Especialmente criticada ha sido la vuelta a la obligatoriedad (con excepciones) de llevar mascarilla en exteriores. A nivel estrictamente sanitario, es una medida que tiene sentido: especialmente en aglomeraciones de gente, ayuda a disminuir los contagios.
Pero las medidas epidemiológicas tienen que tener mucho en cuenta lo social y lo político. Tras casi dos años de pandemia, seguimos muy lejos de creer que la situación está bajo control, y las decisiones se siguen tomando de forma improvisada y sin un plan detrás.
Hartazgo
En este contexto de mala gestión y de hartazgo, que las medidas que se toman mayoritariamente hagan caer la responsabilidad (y las posibles sanciones) sobre lo individual es de esperar que provoque una respuesta negativa.
Sin embargo, esto no debería hacer que nos sumáramos a las campañas de la ultraderecha contra el uso de mascarillas y otras restricciones en nombre de la “libertad”. Debemos denunciar las medidas por insuficientes, y porque tratan de evitar por encima de todo tocar los intereses económicos (cortoplacistas) de la burguesía, antes que salvar vidas.
La ciencia tiene muy claro cuáles son los planes para contener una pandemia, y se resumen en: ante todo, reducir el número de contagios hasta que puedan ser trazables (con medidas extraordinarias si es necesario, como el confinamiento de marzo de 2020), y después, ir rastreando cada contagio hasta cortar la cadena y detener la transmisión del virus. Teniendo, además, planes prefijados para aplicar progresivamente ante un eventual aumento de los contagios.
Esta estrategia tiene poco de individual y mucho de colectiva: requiere ante todo de un sistema sanitario fuerte y con recursos de sobra, y de poner límites a los beneficios de las grandes empresas, que requieren un flujo continuo de capital y consumo.
Economía
Es este conflicto con la economía burguesa el que ha hecho que la mayoría de gobiernos, especialmente occidentales, hayan optado por la estrategia de improvisar y aplicar medidas restrictivas solo cuando la situación está ya claramente fuera de control.
Y ahora mismo, vamos camino del colapso sanitario sin que haya un plan para impedirlo.
La variante Ómicron parece ser menos agresiva, y eso, junto a la campaña de vacunación, ha limitado muchísimo el impacto de los nuevos contagios. Pero si tenemos un índice de ingreso en la UCI (con el que se puede estimar la “gravedad” de la enfermedad) 10 veces menor, y una tasa de contagios 15 veces mayor, la situación terminará siendo similar a la de marzo y abril de 2020.
Sumando que, en todo este tiempo, los y las trabajadoras sanitarias han sido quienes han cargado con la enorme tensión de aplacar los efectos de la pandemia. La ansiedad, el estrés y la depresión hacen mella en unas personas trabajadoras que no tenían las mejores condiciones ya antes de 2020.
Reaccionarios
En este contexto, el discurso negacionista, antivacunas… crece desde los sectores reaccionarios, pero también en parte de la izquierda. Esto es un peligro muy grave, tanto por los efectos directos sobre la salud, como por la legitimidad y el avance de la ultraderecha.
No creo que debamos criticar lo que se está haciendo (al fin y al cabo, la vacunación está demostrando, como siempre, ser un arma excelente e imprescindible para luchar contra las enfermedades, y el uso de la mascarilla siempre va a contribuir a reducir los contagios), porque esto es lo que están aprovechando los discursos negacionistas y conspiranoicos de la ultraderecha.
Debemos criticar lo que NO se está haciendo, lo que es necesario y nos distingue como discurso propio de la izquierda: reforzar y blindar la sanidad pública, aumentando el número de trabajadoras/es y mejorando sus condiciones de trabajo (que repercuten en una mejor salud para todas), intervenir en la industria farmacéutica (las vacunas funcionan y son seguras, pero el no vacunar en medio mundo es indecente además de ponernos a todos y todas en peligro; el precio de los test diagnósticos no puede estar sujeto a especulación), y tomar decisiones sanitarias sin ponderar cuánto van a dejar de ingresar en sus cuentas corrientes los capitalistas.
Inútil
Frente a una crisis sanitaria sin precedentes en las últimas décadas, incluso cuando amenaza al funcionamiento del sistema capitalista, éste se muestra inútil e incapaz de dar una respuesta eficiente. Mientras salga más rentable a corto plazo vacunar indefinidamente a la población de los países ricos, aunque en países empobrecidos circule el virus y se generen nuevas variantes, estaremos lejos de salir de la pandemia.
Incluso si, como empiezan a predecir algunas voces, este podría ser el período de transición hacia una situación de endemismo, similar a lo que ocurre con la gripe, la situación no dejará de ser grave. Este discurso será manipulado por el interés de todos aquellos que quieren que todo siga como antes cuanto antes.
Pero el “no hacer nada” ya nos ha costado muchas vidas y mucho sufrimiento. La sanidad pública ya se veía al límite antes de la Covid-19 cada época de gripe. No está preparada ahora para lidiar cada año con la doble de carga.
Necesitamos una lucha, liderada por los y las trabajadoras sanitarias y apoyada por toda la sociedad, para reforzar y blindar una sanidad pública que hoy se desangra. Especialmente la Atención Primaria, que cumple entre otros un papel imprescindible de educación sanitaria, acercando a la población las respuestas ante las dudas sobre salud, tratamientos, diagnósticos y confianza en las herramientas de que disponemos, como las vacunas.
La pandemia, y las futuras que antes o después vendrán, solo podrán superarse con un sistema sanitario público fuerte, y un modelo económico que no se resienta cada vez que hay que poner la salud y los cuidados por delante de todo.
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