Baba Aye
El coronavirus ha destacado de forma brusca la diferenciación de clase en África, así como los efectos del imperialismo y del neoliberalismo.
Jefes y políticos han tenido acceso a hacerse la prueba, mientras que la amplia clase trabajadora y campesina africana casi no ha podido. Los jefes tienen también el lujo de poder aislarse, mientras que para los millones de personas viviendo en chozas, barrios marginales y apartamentos superpoblados, aislarse es imposible. Dicho esto, los números de infectados y de muertes serán mucho más altos.
Una vez más, el virus ha puesto en que evidencia los cientos de millones de personas que se ganan la vida en tiempos normales, han sido abandonados durante una crisis ecológica, sanitaria y cada vez más económica. Con amplias franjas de la población africana en empleos informales y precarios, el llamado “virus del hambre” es una amenaza como la de la COVID-19.
Los confinamientos en diferentes lugares a lo largo y ancho del continente han empeorado aún más la falta de recursos esenciales, que ya existían a gran escala —vivienda, dieta, salud y más— con altos y extendidos niveles de pobreza haciendo a la gente más vulnerable.
La pandemia es una amenaza importante a corto plazo, porque a largo plazo el subdesarrollo de determinantes sociales de la salud alrededor del continente ha debilitado a gran parte de la población, siempre de manera más importante a los más vulnerables.
África es un continente muy rico con personas extremadamente pobres. En el centro de la gravedad inminente de esta crisis, tenemos el largo proceso de la implacable explotación capitalista colonialista.
Después de la Segunda Guerra mundial, la explotación colonial, socavando el desarrollo económico general del continente, privó a los países de África de la oportunidad de implementar políticas de bienestar que otros países, de altos ingresos, sí desarrollaron. Eso dejó a África muy rezagada en temas de salud y de medidas de ayuda social.
Siguiendo las luchas anticolonialistas de los años 60 del siglo XX, gobernantes locales promulgaron programas de obras públicas masivas para empezar a poner estos temas, incluso la construcción de escuelas y medidas sanitarias amplias, como prioridades.
Hospitales públicos fueron construidos en las ciudades y centros de salud en las zonas rurales, lo que tuvo como resultado significativas mejoras de la calidad de vida, aunque África se quedó detrás del resto del mundo. La crisis económica global de los años 70 tuvo un impacto devastador sobre muchos países de África y puso fin a esta tendencia hacia la mejora.
Como los árboles más débiles son arrancados más fácilmente por un temporal de viento, los países africanos fueron los más golpeados, cuando la demanda por sus productos quesó colapsada. Mientras que el PIB per cápita de todos los países desarrollados cayó de 3,5 dólares por día entre 1960-70 a 3,2 entre 1970-79, en África cayó del 1,4 hasta el 0,2.
En 1981, el neoliberalismo golpeó África, justificado ideológicamente por el “Informe Berg” del Banco Mundial, subtitulado “Desarrollo acelerado en África Sub-Sahariana: un plan de acción”.
En la línea de los análisis económicos dominantes en los países con más ingresos como Estados Unidos y Gran Bretaña, el Banco Mundial argumentó que los gobiernos debían coger el camino del capital privado para proporcionar soluciones a las necesidades de África.
Visto que la liberalización del mercado —privatización, externalización, frenos a gastos públicos, etc.— se estaba implementando en otras partes, lo propusieron también para África.
La privatización del sistema de salud fue forzada por la introducción de “tarifas de usuario” tanto en las zonas urbanas como para los campesinos pobres del campo.
Los esquemas de distribución pública de medicamentos establecidos antes en toda África fueron sustituidos por medidas orientadas al mercado farmacéutico, empezando por Big Pharma y organizaciones de caridad basadas en Estados Unidos, como la Fundación por la salud de Bill y Melinda Gates, para proporcionar los tratamientos médicos esenciales.
Siguiendo esta “vuelta al mercado”, la deuda de los países africanos explotó. Sin tener realmente elección, y para buscar ayuda desde el Fondo Monetario Internacional, siguieron el comienzo de los regímenes de ayudas con condiciones y programas de ajuste estructural (SAPs, por sus siglas en inglés en el original), que continúan hoy en día.
El impacto negativo de los SAPs sobre el sistema de salud en África y en todo el mundo desarrollado apenas puede ser exagerado. La impía trinidad de los SAPs —privatización, desregulación y liberalización— exacerbó los efectos nocivos del deterioro de los determinantes sociales y económicos de salud. Las proporciones de desempleo, pobreza y desigualdad social explotaron en una espiral infernal.
Los gobiernos instaron a la clase trabajadora y al campesinado a apretarse el cinturón mientras que ellos se seguían alimentando de las riquezas de la tierra. Los jefes de gobierno y sus compinches compraron empresas públicas privatizadas y se beneficiaron inmensamente de los contratos estafas abiertos por los SAPs.
Más específicamente, el capital global atacó directamente al sistema de salud con los SAPs.
En 1987, el Banco Mundial trazó el plano general de la entera privatización de los servicios sanitarios. Sus pautas incluyeron la generalización de cuotas de usuario en las instalaciones sanitarias públicas, la introducción de los seguros privados, incitando el suministro de los servicios de salud por ONGs y la descentralización de los sistemas públicos de salud.
En 1993, el modelo de años de vida ajustados por discapacidad (DALY, por sus siglas en inglés en el original) fue introducido como manera de calcular la carga media de enfermedades o discapacidad. La salud fue reducida a un valor medible para estimar costes potenciales. La salud se enfocó en la rentabilidad de las inversiones de los gobiernos en la sanidad, con inversiones guiadas por el principio de “mejores devoluciones”.
Para los capitalistas, un trabajo de poco valor como las personas discapacitadas o las que tienen enfermedades crónicas representa inversiones pobres. Las consecuencias de esto durante la pandemia son evidentes, con historias de pruebas escasas, ventiladores y otros equipamientos salvavidas racionados para las personas mayores y la gente con problemas subyacentes.
El argumento de la “escasez” no tiene sentido. No es que los recursos no estén disponibles, es que el dinero para pagarlos va a los bolsillos del gran capital. El capital global y local sigue ordeñando colectivamente África hasta la aridez.
El capital valorado sobre África entre 1970 y 2018 alcanzaba los 1,8 trillones de dólares. África subsahariana gastó el 3,8 % de su PIB para el servicio de la deuda en 2000, y solo el 2,8% en salud. La mortalidad materna subió hasta su punto más alto, con más de 360 muertes maternas adicionales por 100.000 nacimientos.
Estas cifras no sólo expresan la dominación continua del imperialismo externo por parte de países del norte global. El imperialismo también une a los jefes de todas las tierras en una alianza incómoda, incluyendo a los jefes más ricos de África, para explotarnos a todos.
Por ejemplo, los tres africanos más ricos poseen más riqueza que los 650 millones de personas que constituyen el 50% más pobre de la población.
Sin ironía, la Unión Africana reunió a los gobiernos y líderes empresariales en 2019 instándoles a invertir capital privado (para obtener ganancias) en la salud, porque, como dijeron, “más de la mitad de la población africana no tiene acceso actualmente a los servicios esenciales de salud, y millones mueren cada año de enfermedades comúnmente prevenibles”.
Esto, y después está el contexto político e histórico y actual dentro del cual se ha expandido la pandemia en África. En toda África, la baja capacidad de pruebas sigue siendo un problema. Las cifras reales de casos y de mortalidad serán mucho más altas que las cifras confirmadas actualmente.
A finales de abril, había centros de pruebas en cuarenta países, pero el número de personas que se han hecho analíticas cada día permanece en los centenares, totalmente inadecuado en un continente de 1,3 mil millones de habitantes.
Los gobiernos de todo el continente han cerrado escuelas y espacios públicos. Las ciudades y los estados más importantes, como Lagos y el Territorio de la Capital Federal en Nigeria fueron confinados, mientras que otros siguieron funcionando con normalidad. Un toque de queda fue impuesto en todo Kenia. El confinamiento nacional más estricto del continente fue en Sudáfrica.
Pero las condiciones de confinamiento han sido virtualmente imposibles de seguir para los millones de personas de la clase trabajadora pobre y los campesinos que viven de lo que pueden ganar a diario. El aislamiento y el distanciamiento social son una broma de mal gusto para los muchos que viven en los barrios pobres, en apartamentos superpoblados y en zonas rurales pobres.
No sorprende que haya resistencia que los estados han reprimido utilizando la fuerza. Durante los tres primeros días de confinamiento en Sudáfrica, seis manifestantes fueron matados por la policía, en comparación con sólo cinco muertas por la COVID-19.
Una persona fue asesinada por la policía en la ciudad meridional de Warri, Nigeria, y cuatro más en Kaduna. La policía ha agredido a gente pobre en Kenia, Benín y Zimbabwe, donde casi 2.000 personas fueron detenidas durante la primera semana de confinamiento.
Hasta trabajadores sanitarios han sido intimidados mientras intentaban proporcionar los servicios necesarios después del toque de queda en Kenia, con cuatro personas asesinadas allí. En Uganda, donde los 75 millones de dólares de presupuestos suplementarios solicitados por el gobierno para ayudar a luchar contra la epidemia del coronavirus dedicaban más fondos a la seguridad que a la salud, un joven de 23 años fue torturado por miembros de un grupo paramilitar. En Ruanda, la policía mató a dos personas por violar las reglas del confinamiento.
En toda África, hay una gran escasez de trabajadores de la salud y equipos de protección individual (EPI) enorme. Muchos trabajadores de la salud han tenido que comprar mascarillas quirúrgicas cuyos precios se han disparado hasta un 1.000%. Esto ha llevado a una huelga del personal médico y de enfermería en Zimbabwe para exigir EPIs.
Actualmente, mientras que los trabajadores de la salud representan solo el 0,55 % de la población global, constituyen el 12 % de los infectados.
Esta situación empeorará con cualquier oleada de contagio en África. La comunidad de los trabajadores de la salud mal pagados está aún más expuesta. Les deniegan EPIs para dejar a los hospitales lo poco que hay disponible. Mientras tanto, la comunidad de los trabajadores de la salud está en primera línea en el rastreo de los contactos, dejándolos a la vez extremadamente vulnerables y potencialmente como un vector clave de infección.
Es cada vez más obvio que los trabajadores están en un camino difícil. En Sudáfrica, el gobierno ya ha intentado persuadir a los trabajadores del sector público para que acepten recortes en sus sueldos a beneficio de un fondo de solidaridad por la COVID-19. Los trabajadores municipales lo han rechazado.
En Nigeria, por un lado, las compañías aéreas han dicho a su personal que no serían pagados durante sus permisos, y por otro lado la compañía de construcción de Aliko Dangote, propiedad del hombre más rico de África, sigue trabajando con el apoyo del gobierno, aunque proporcionando servicios no esenciales.
Las consecuencias son que los jefes que más cercanos a los gobiernos recibirán un trato preferencial, en caso de escoger los sectores que siguen trabajando en base a su necesidad general.
Con alrededor del 80 % de la clase trabajadora en la economía informal, el confinamiento destinado a salvar vidas equivaldrá a arruinar los medios de vida de cientos de millones de personas.
Para abordar esto, sindicatos y organizaciones de la sociedad civil han llamado a exenciones de alquileres y de facturas de servicios básicos, pero los gobiernos los han ignorado.
Los políticos parecen más preocupados por la crisis económica inminente, que en realidad ya había empezado a hacer efecto incluso antes de la pandemia. La estimación de un crecimiento del 3,2 % del PIB en 2020 para África se ha reducido a casi a la mitad, hasta 1,8 % y con la probabilidad de que siga disminuyendo.
El Banco Mundial estima que se podrían perder entre 40 billones y 79 billones de dólares de ingresos, mientras que la Unión Africana ha alertado que 20 millones de empleos podrían desaparecer.
La necesidad de la lucha
Llamadas a actuar se han hecho. A mitad de abril, académicos y políticos, incluso el ex presidente de Liberia, señalaron “el efecto desastroso de décadas de ajuste estructural en la sanidad pública y la asistencia sanitaria en los países de África”.
Por otro lado, intelectuales y activistas en una carta dirigida a los líderes africanos, afirmaron que “el momento de actuar ha llegado”, condenando “la subinversión crónica en la sanidad pública”. Un panafricanismo renovado es lo que plantean como la solución.
Mientras que estas llamadas reflejan la emergencia de la situación, tendrían que ser reconocidas por lo que son.
Son esfuerzos de la clase media acomodada para enfrentarse a la crisis de manera que desvíe las presiones revolucionarias desde abajo hasta las reformas destinadas a estabilizar y mantener el sistema capitalista.
Pero lo que este panfleto deja claro, es que la pandemia está firmemente arraigada en los propios cimientos de la acumulación capitalista y es una de las numerosas epidemias que han asolado el mundo y atacado las crecientes poblaciones vulnerables del planeta. Esto no se acabará mientras que persista el capitalismo.
La pandemia no se puede abordar, y los cambios fundamentales siempre se ganaron con una lucha revolucionaria de la clase trabajadora, jóvenes radicalizados y campesinos.
Países que fueron testigos de revoluciones democráticas en el continente el año pasado han demostrado que tipos de acciones son necesarios como respuesta a la COVID-19.
En Argelia, activistas del movimiento Hirak ocuparon el vacío dejado por el estado. Fueron rápidos en encargarse de la crisis sanitaria. Sin embargo, sabiendo el potencial que esto encierra para otra revolución, el gobierno utiliza el brote para reprimir al movimiento revolucionario.
De manera similar, en Sudán, los Comités de resistencia establecidos durante la revolución se han convertido en actores claves en los intentos de los vecindarios locales para luchar contra el virus. Un confinamiento gubernamental allí es más para contener el espíritu revolucionario latente que para luchar contra la pandemia.
La Coalición Popular C19 en Sudáfrica es un acontecimiento importante. Basado en un frente unitario de varias organizaciones en torno a un programa de acción de diez puntos, llama a, entre otras cosas, la seguridad de los ingresos, la vivienda y el acceso a condiciones sanitarias buenas y agua potable, un acceso universal a la comida y la nutrición, previendo una visión nacionalista, unos enfoques autoritarios y centrados en la seguridad para contener el virus, etc.
Este amplio conjunto de demandas, destacando las profundas desigualdades puestas encima de la mesa como causantes del impacto de la pandemia, han inspirado unos esfuerzos similares en Nigeria.
Los jefes querrán hacernos asumir la carga de cualquier recuperación después de la pandemia.
Nuestra respuesta, ahora, tiene que englobar a la vez la organización y la táctica para abordar las preguntas inmediatas y cruciales, y una estrategia para la transformación revolucionaria del capitalismo globalizado.