Muchos blancos se han unido a las protestas de Black Lives Matter, pero algunos denuncian que todas las personas blancas mantienen ciertos prejuicios raciales. Yuri Prasad explica por qué esta idea desarma la lucha.
¿Hay espacio para los blancos en el movimiento en contra del racismo, y qué lugar deben ocupar?
Estas son preguntas que surgen de la ola de protestas a raíz de los asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor.
Las manifestaciones han sido increíblemente combativas y multi-raciales.
Las imágenes de personas tanto negras como blancas desafiando pistolas de goma y esprays de pimienta nos dan una pista de nuestro potencial poder. Y muestran cómo la unidad puede construirse en la lucha.
Muchos manifestantes blancos llevan pósters en contra de la supremacía blanca, la complicidad con ella, y la ignorancia. Uno de los pósters, quizás el más famoso, proclama: “Silencio blanco = violencia”.
Eslóganes como éste reflejan la creencia común de que la “sociedad blanca” es responsable del racismo, y no es difícil entender la razón por la que tantos han llegado a esta conclusión.
Vivimos en una sociedad empapada de racismo, donde la cima de nuestro sistema está ocupada, en su gran mayoría, por personas blancas.
Los políticos que mienten sobre el destino de las vidas negras, los policías que cometen los arrestos, los jueces que sentencian, y los jefes que contratan y despiden: todos son, por lo general, blancos.
Pero la ira en contra de la “complicidad blanca” no se limita a estas personas.
Entre aquellos liberales que se declaran “daltónicos”, ciegos al color de la piel, hay otro tipo de racismo encubierto que pretende cortar las alas a las expresiones de ira en contra del racismo. Se puede, dicen, sentir ira contra el esclavismo y su legado, pero ello no justifica el derrumbamiento de estatuas. Acertadamente, estas personas son también el blanco de la ira de los manifestantes.
Existen dentro de la teoría de la supremacía blanca ciertos apuntes a la idea de que todas las personas blancas son, en algún nivel, racistas, ya sea de manera consciente o inconsciente. Y que el “privilegio blanco” implica que todos los blancos se sitúan tras el interés común de perpetuar el prejuicio racial.
Iluminados
Parecería que no hay excepciones salvo por unos pocos iluminados en el campo académico de los estudios sobre la blanquitud.
Robin DiAngelo, formadora en diversidad en la Universidad de Washington y autora de White Fragility, apunta que “El problema con las personas blancas es que no escuchan. En mi experiencia, la mayoría de personas blancas no son en absoluto receptivas en lo que respecta a entender su impacto en los demás. Existe un rechazo a ver o entender, escuchar, oír, o validar”.
DiAngelo argumenta que las personas blancas temen hablar del racismo porque están implicadas personalmente en este racismo. Pero, al decir esto, DiAngelo parece no ser consciente de que este diálogo entre blancos y negros es precisamente lo que está teniendo lugar en cientos de manifestaciones.
Es positivo que estas protestas nos estén empujando a examinar de manera profunda la sociedad en la que vivimos y nuestro lugar en ella.
Las voces negras, normalmente suprimidas, están ahora pasando al primer plano de la discusión.
Pero existen tres principales problemas con la idea de que todos los blancos son racistas.
En primer lugar, se elimina la distinción entre distintos tipos de racismo, de modo que el racismo que motivó al policía que asesinó a George Floyd acaba siendo el mismo tipo de racismo que pueda tener el manifestante blanco antirracista con prejuicios inconscientes.
Vincular de este modo a un policía asesino con un manifestante blanco no le hace ningún favor al antirracismo. Es más, conjura una noción del racismo tan omnipotente que nada ni nadie en nuestra sociedad puede vencerlo.
Por supuesto, dentro del movimiento antirracista existen argumentos importantes sobre cómo comprendemos el racismo y quién debe hablar de ello. Y todos contamos con una cierta masa de ideas, algunas brillantes e inclusivas, otras más prejuiciosas. Es correcto y debemos retar a nuestras concepciones racistas siempre que las detectemos, y la lucha es el mejor escenario para comparar estas diferencias y superar algunas de las contradicciones que acarreamos con nosotros. Es en estos momentos cuando más efectivamente podemos intentar obtener un cambio más global y comprensivo en nuestra manera de entender conceptos como raza y racismo.
Incansable
El segundo problema es la manera en que el antirracismo llega a centrarse exclusivamente en las relaciones entre individuos, en lugar de las relaciones entre las personas y el sistema.
Se nos pide que examinemos nuestras interacciones con los demás, y que observemos las maneras en que el poder se manifiesta en ellas. Es en esas interacciones, se nos dice, donde podemos observar el prejuicio racial en acción.
Pero esta perspectiva deliberadamente deja de lado las formas en que el racismo se inscribe dentro de las estructuras del capitalismo.
En lugar de culpar al Estado por el racismo policial, los controles de inmigración y la pobreza generalizada, se nos anima a examinar el lugar que ocupan las personas blancas y sus prejuicios individuales.
Esto obvia la estrategia de “divide y vencerás” por parte de las élites sociales, y desvía nuestra atención del problema del racismo institucional.
En lugar de señalar los orígenes del racismo en la mercantilización de esclavos, se apunta a una noción suprahistórica del prejuicio racista como un fenómeno “natural”.
Es así que la jefa de policía metropolitana de Londres no dudó en señalar a los “prejuicios inconscientes” como explicación válida para el racismo de su cuerpo de policía, en un intento a la desesperada de deslegitimar las acusaciones de “racismo institucional” que siguieron al asesinato en 1993 de Stephen Lawrence, un adolescente negro.
Ambalavaner Sivanandan, pionero director del Instituto de las Relaciones de Raza, argumentó hace ya tiempo que las teorías sobre el racismo “individualizado” son una distracción premeditada de la lucha en contra del racismo de estado: “Las actitudes de las personas no me importan en absoluto”, dijo. “Actuar a través del prejuicio produce discriminación, y cuando ésta se institucionaliza en las estructuras de poder de la sociedad, entonces estamos lidiando no con actitudes individuales sino con el poder. El racismo no tiene que ver con el prejuicio, sino con una cuestión de poder”.
Este poder no está distribuido de manera equitativa. En las sociedades capitalistas, el poder reside en las manos de las élites, la clase dirigente, y todos aquellos, como la policía, que los protegen.
El propósito del racismo en este contexto es dividir a los trabajadores, posicionando a un grupo por encima de otro. Es obvio que son los trabajadores negros los que salen peor parados como resultado de esta táctica. Pero el impacto en la clase trabajadora entendida de forma global es catastrófico.
Al dividir a los trabajadores, el racismo actúa como un freno a la auto-actividad. Supone un ataque a los intereses de la clase trabajadora, incluyendo los intereses de los trabajadores blancos.
Finalmente, el tercer problema que surge de esta idea de que todos los blancos son racistas es que, a pesar de su retórica aparentemente radical, denunciar a todos los blancos como racistas no hace sino desarmar la lucha.
El subconsciente
Entender el prejuicio racial como algo que se inscribe de manera tan profunda en el subconsciente no ofrece ninguna vía para superar la opresión. Al contrario, lo mejor a lo que se puede aspirar en este escenario es a que los blancos adquieran consciencia de sus prejuicios, trabajen en ellos, y guíen a otros blancos en este camino.
Por esta lógica, no hay manera de romper con el conjunto de ideas racistas que se transmiten de generación en generación. Sólo podemos aspirar a que existan buenas leyes y que estas regulen nuestras interacciones.
Los blancos, se nos dice, pueden ser “aliados” de la lucha bajo ciertas circunstancias. Pero su incapacidad para sentir el racismo implica que carecen de una respuesta instintiva en contra del mismo.
Pero este mes hemos visto a policías tirando a un anciano blanco al suelo, como consecuencia sufrió hemorragia cerebral.
Hemos visto numerosos manifestantes blancos perdiendo un ojo a causa de las balas de goma. La idea de que los blancos sólo pueden ofrecer una solidaridad limitada no soporta el escrutinio.
Cornell West, intelectual estadounidense, señaló la semana pasada, a raíz de la posibilidad de que el presidente Donald Trump esté fantaseando con una inminente “guerra racial”, que “Las buenas noticias son que, en caso de que hubiera una guerra racial, contamos ahora con el apoyo de gran cantidad de hermanos y hermanas blancas. Y esto marca la diferencia”.
La ola de protestas ha generado un espacio en el cual millones de personas sienten que pueden expresarse en contra del racismo.
Las voces de trabajadores negros, previamente silenciadas, se están escuchando.
Y de ellas se hacen eco los millones de personas blancas para las que el racismo es una absoluta abominación.
El resultado de esta combinación es que, por fin, el estado se ha visto obligado a reaccionar. Policías asesinos que normalmente habrían salido impunes van a ser imputados. Cuerpos policiales que se consideraban por encima de la ley adoptan ahora una actitud de humildad al ver sus comisarías quemadas y derrumbadas. Políticos que se llenaban la boca de clichés antirracistas mientras evitaban tomar medidas en contra el racismo ven ahora sus acciones expuestas en el foro público.
Y en los lugares de trabajo, en las redes sociales, y en miles de calles y avenidas, el pueblo discute sobre cómo acabar con los prejuicios racistas.
Tal es el poder de la protesta combativa, ya sea de negros, blancos, u otros.
Yuri Prasad es militante del Socialist Workers Party, Gran Bretaña, organización hermana de Marx21. Este artículo se publicó en inglés en Socialist Worker.
Traducción: Teresa Gras.