Marina Morante
Lejos de las fotos de postal típicas de Budapest, viajamos a la menos conocida trinchera contra el autoritarismo de Viktor Orbán que pervive en la capital húngara
“Soy un hombre mayor con una camiseta de ‘Refugees Welcome’, me verás rápidamente, aquí eso no es común”. Así se identifica Sandor Szöke, activista antifascista húngaro, vicepresidente del Parlamento Gitano —organización política romaní independiente— y miembro de Roma Versitas —agrupación internacional para la promoción escolar gitana. Nos presentamos y se presenta: “Soy el único miembro payo de la organización, pero… ¿qué iba a hacer? La situación es muy grave, hay grupos paramilitares agrediendo brutalmente a comunidades gitanas. Me recuerda al nazismo y no quiero ser cómplice.”
De hecho, Szöke explica cómo deben organizarse, de manera clandestina, cada año para preparar las acciones de boicot a la Marcha del Honor, un acto que honra la memoria del nazismo y las fuerzas fascistas de la Cruz de Flecha húngara, derrotados por el Ejército Rojo Soviético en febrero de 1945. “El gobierno y la policía la avalan y la marcha atrae miembros del movimiento neonazi internacional”. En 2019 asistieron unos 3.000 individuos.
Gobierno de la represión
Szöke deja bien lejos el teléfono móvil para poder hablar tranquilamente. No es un exceso de celo, ya que el gobierno del ultraderechista Viktor Orbán ha hecho uso de una represión feroz para desarticular espacios, movimientos y luchas. En las elecciones de abril de 2010, Orbán, líder de la formación conservadora y nacionalista Fidesz – Unión Cívica Húngara, obtuvo el 52,73% de los votos, un resultado que le permitió no sólo ser primer ministro sino hacer modificaciones a la Constitución del país. Así, la nueva carta magna prohíbe los matrimonios entre parejas LGBTI+ y los mecanismos de decisión política y judicial también han salido perjudicados. En 2014, Orbán revalidó la victoria, y en las elecciones parlamentarias del año pasado su lista obtuvo el 48,9% de los votos —actualmente es la primera fuerza política de Hungría.
Desde entonces, asegura Szöke, unos quince espacios que acogían experiencias de autoorganización popular han sido clausurados. En la actualidad, prácticamente el único que queda activo en Budapest es la Aurora, convertido en un símbolo de resistencia. El centro —por el que se paga un alquiler a un propietario establecido en Austria— alberga organizaciones LGBTI+ o de apoyo a la población romaní y debe desarrollar su actividad con numerosas restricciones de permisos y horarios. El gobierno busca desarticular cualquier espacio que pueda tejer un discurso alternativo.
“Pero, además de restricciones y trabas legales, ¿qué otros mecanismos de represión utiliza el gobierno?”, pregunto. “A veces llamas a un contacto y se reproducen conversaciones tuyas anteriores”. También relata como a él mismo le inspeccionan las cuentas dos veces al año y que la prensa, controlada directamente por el gobierno tras varias modificaciones legislativas, difama y humilla a activistas y organizaciones. “Incluso marcan con adhesivos y pintadas los espacios sociales, como en la época nazi con la estrella judía”, explica.
En la diana
Rescatando la mención a los grupos paramilitares, le pregunto por la situación del pueblo gitano y las redes de resistencia. Y es entonces cuando me invita a trasladar nuestra conversación a un barrio gitano, donde la organización Parlamento Gitano desarrolla gran parte de la actividad. Pasamos una puerta metálica y entramos a un gran patio interior, rodeado de edificios con balcones llenos de flores. En la entrada hay imágenes y nombres de activistas —principalmente gitanos— para la defensa de los derechos humanos. Allí, me advierte del riesgo de hacer fotografías: es un espacio donde se desarrollan programas educativos y donde viven familias, y, por tanto, es un blanco deseable para la extrema derecha.
Entramos en los bajos de uno de los edificios, donde está Aladár Horváth, miembro del Parlamento Gitano, primer candidato del Partido Gitano Húngaro (2014) y primer gitano en el Parlamento húngaro (1990-1994). La conversación deriva hacia la estrategia gubernamental permanente de guetificación del pueblo gitano. Horváth fue uno de los fundadores del comité antigueto en Miskolc, y afirma que la creación de guetos, mediante procesos violentos de desalojo, es una práctica habitual. Trasladan a las familias a zonas alejadas del centro, áreas que no tienen ni agua corriente. Pero también recuerda, con la mirada iluminada, cómo sostuvieron cuatro semanas de movilización permanente para permanecer en su casa, impulsando los comités antigueto como experiencias de autoorganización gitana.
“Es esta segregación la que permite las agresiones a las familias gitanas”. Horváth explica que seis personas gitanas fueron asesinadas a manos de grupos paramilitares entre 2008 y 2009. El caso más extremo fue la muerte de Robert Csorba y su hijo Robika, de cinco años, asesinados a tiros mientras huían de un fuego en su casa provocado con bombas incendiarias de un grupo paramilitar. “Estos grupos continúan patrullando pueblos y ciudades en Hungría”, lamenta Horváth.
La resistencia, secuestrada
Reciben una llamada y me comentan que se tienen que marchar, pero me ofrecen acompañarlos. Cogemos el coche y nos dirigimos a una zona que parece un polígono. Llega otro hombre con varias cintas métricas y una mujer con una carpeta. Szöke me sitúa. Hace dos años, la organización Parlamento Gitano, fundada en 1991, fue desalojada del distrito octavo de la capital, donde llevaban a cabo su actividad. El gobierno apelaba a los problemas estructurales del edificio donde se encontraban y la supuesta existencia de impagos no acreditados. Así pues, la que entonces era la sede del diario Amaro Drom Roma, de un servicio jurídico gratuito contra la discriminación, de proyectos educativos y de una galería de arte gitana contemporánea, fue condenada al abandono.
“¿Y todo el material histórico? ¿Y las obras de arte?”, pregunto. “Por eso hemos venido”, responde el hombre con las cintas métricas. Se trata de Csaba Szilágyi, coordinador del programa de derechos humanos del Archivo OSA. Todo fue requisado por el gobierno, y actualmente se encuentra en un sótano del polígono en el que estamos. Nos dirigimos. Es un edificio en mal estado, con grietas en las paredes. Entramos, bajamos las escaleras y allí está el material. Saco la cámara de fotos y el servicio de vigilancia se alerta. Szöke les cuenta que soy periodista y le empiezan a hacer preguntas: “¿Para qué quiere las imágenes?”, “¿De dónde es?”. Al final, podemos proseguir. Enterradas en aquel sótano están las obras de arte de la Galería de Arte Gitano —ahora en mal estado—, equipos informáticos dañados y cientos de obras literarias de memoria histórica y cultura gitana, que Szilágyi mide con paciencia. El objetivo es registrar todo el material que el gobierno de Orbán requisó a la organización civil gitana.
Lejos del pesimismo, la resistencia sigue tratando de organizarse a pesar de la represión. Aún queda mucho por luchar y ganar. “Ahora que todavía puede, haga del antifascismo un movimiento de masas en su tierra”, clama Szilagyi. De camino a la parada de autobús, me cruzo con cientos de turistas decididas a participar en el Sziget Festival en la capital húngara, un evento que tiene como lema “Revolución del amor, isla de libertad”.
Marina Morante es militante de Marx21. Artículo publicado en la Directa.