Por una república: Reconstruyamos desde abajo

ES CA

Marx21

Durante unos meses de otoño, muchas personas esperábamos y pensábamos que la independencia estaba cerca. Ahora, es innegable que las cosas no han salido como queríamos. Sin embargo, dentro del movimiento por la independencia hay quien no quiere reconocer los hechos.

Algunas personas siguen argumentando, contra toda evidencia, que todo va bien y avanzamos hacia la república. Cada paso atrás o al lado es una jugada maestra; cada muestra de confusión es una maniobra para despistar al enemigo. Sólo tenemos que fiarnos de nuestros líderes y nos llevarán a la república.

Por otra parte, se insiste en que ya vivimos en la república que se declaró el 27 de octubre. Quien dude de este hecho es un traidor, sobre todo los políticos que se niegan a actuar bajo esta visión. Lo único que hay que hacer es repetir lo que llevamos haciendo desde hace tiempo. Una acción más con lazos amarillos; o si nos cansamos de esto, un poco de desobediencia civil. En última instancia, llamar a otro paro de país… para hacer realidad una república que nos dicen que ya es real.

Finalmente, entre seguramente la mayoría de la gente que participó en las grandes movilizaciones de otoño, hay una sensación de desencanto e incertidumbre. No se sabe a quién creer ni qué hacer.

Aquí argumentamos que para poder avanzar, debemos tener claro cómo hemos llegado hasta aquí. Con un análisis serio de lo que ha ido mal, podemos plantear estrategias que serán seguramente menos atractivas, pero más reales.

La lucha ha venido desde abajo

Hay que insistir siempre en los orígenes de este movimiento, desde abajo y desde la calle. Desde las primeras consultas populares hasta las gran manis de la Diada, esta presión obligó a Convergència a sumarse a la demanda por la independencia.

Durante el otoño pasado, fue la respuesta popular la que superó los intentos de reprimir los preparativos del referéndum. El día del referéndum la terrible brutalidad policial topó con una resistencia ciudadana impresionante. Esta resistencia, repetimos, fue fruto de la movilización desde abajo, por parte de los Comités de Defensa del Referéndum (CDRs) y espacios similares que se habían ido creando en diferentes barrios y municipios. Y el 3 de octubre se produjo la magnífica huelga general contra la represión.

Desde entonces, hemos visto una serie de decisiones cuestionables desde arriba; para algunos fueron más “jugadas maestras” pero en realidad han contribuido al desencanto y la desmovilización.

El 27 de octubre se declaró la independencia, y la celebramos, pero ni siquiera se retiraron las banderas españolas de las sedes del gobierno, ni mucho menos se tomaron medidas para convertir la declaración en realidad.

Nos habían dicho que estaban preparando estructuras de Estado, pero era mentira. Dijeron que desobedecerían las órdenes de Madrid porque actuaban bajo la legalidad catalana, pero cuando se anunció la aplicación del 155, no presentaron ninguna oposición. Los Mossos —que alguna gente independentista pensaba que eran “siempre nuestros”— se pusieron bajo el control de Madrid sin ningún titubeo.

Ahora tenemos a presos políticos, gente exiliada, la administración intervenida por el 155, ataques contra la escuela catalana y los medios de comunicación… En el conjunto del Estado español hay un aumento de la represión y censura, mientras que los grupos fascistas actúan y crecen con impunidad.

La situación es grave, pero no cabe la resignación. Tenemos que seguir luchando, y tener presente que aún tenemos mucho potencial y fuerza. Lo necesitamos porque a corto plazo tenemos que luchar contra los ataques de Madrid: por la liberación de los presos y contra la represión en general. Y a medio plazo tenemos que mirar cómo damos un nuevo impulso a la lucha por el cambio.

Pero como se ha dicho, para hacer esto debemos comprender los problemas que tenemos.

Una cuestión de clase

Lo hemos comentado en artículos anteriores de Marx21: la cuestión de clase es clave, también dentro de la misma lucha nacional. No existe una lucha nacional en una dimensión, que sigue unas reglas, y en otra dimensión paralela la lucha social, que sigue otras. Vivimos en un solo sistema capitalista: tiene mil caras, pero el poder clave es uno solo, y es el poder de clase. Por este motivo, incluso ante un problema que afecta a gente de diferentes clases, como es el caso de la lucha nacional, éstas actúan de manera muy diferente en la lucha, y a veces algunas se niegan a luchar.

Según la famosa frase de Marx y Engels “trabajadores/as del mundo, uníos, no tenéis nada que perder excepto vuestras cadenas”; la burguesía en cambio sí tiene mucho que perder.

Las reticencias de los dirigentes de Convergència (Pedecat, etc) en momentos cruciales reflejan los intereses de la clase a la que quieren representar, la burguesía catalana; la clase que ha llevado 2.000 empresas fuera de Catalunya ante el “peligro” de la independencia. Incluso entre la pequeña burguesía, que es la base real de Convergència, hay dudas.

Esto se veía cuando recientemente se planteaban protestas alrededor del Mobile World Congress (MWC). Algunas personas de estos ámbitos decían “no hagamos nada que nos haga perder el MWC”; otros insistían, “si perdemos el MWC es un sacrificio necesario”. Para el propietario de una empresa que da servicios al MWC, este debate debe tener sentido. Si trabajas en una oficina o fábrica, una escuela o un hospital, sin embargo, no lo tiene en absoluto. El MWC no es “nuestro” para perderlo.

Hace más de un siglo, a raíz de la fracasada revolución rusa de 1905, León Trotsky explicó (con su teoría de la “revolución permanente”) que la burguesía ya no era capaz de impulsar la liberación nacional, porque ya no era una clase revolucionaria, ni siquiera en un país oprimido. Por lo tanto, la lucha por la liberación la debía liderar la clase trabajadora. Pero en este caso, no tenía sentido limitar la lucha a las demandas mínimas de derechos democráticos o independencia; la lucha debía abarcarlo todo, incluyendo las demandas sociales, hasta la revolución social, o socialista.

La actuación de Convergència/Pedecat y de la burguesía catalana en esta lucha es una confirmación negativa de la teoría de Trotski. Ahora toca impulsar la confirmación positiva, la del papel decisivo de la clase trabajadora.

Quizás hay que precisar aquí que no hablamos del estereotipo de “clase obrera” blanca, masculina y de las grandes fábricas, sino de la clase trabajadora real y actual, formada por mujeres y hombres, con trabajos fijos o precarias, en sectores muy diversos —industria sí, pero también oficinas, escuelas, hospitales…— y con diferentes orígenes, colores de piel, creencias… y hablamos del conjunto de esta clase, no sólo de la parte (actualmente minoritaria) que se identifica como tal.

¿Poder popular o poder obrero?

Las masivas movilizaciones por la independencia de estos años demuestran el potencial, pero también las limitaciones, del “poder popular”.

Millones de personas se han manifestado, han hecho cadenas humanas, miles de concentraciones y cientos de consultas populares, culminando en el referéndum del 1-O. La limitación es que todas estas acciones han sido simbólicas. Han servido para fortalecer al movimiento, pero para lograr el cambio, no basta con simbolismos: hace falta poder real.

Se pensaba que el gobierno catalán tenía poder, pero se ha visto que no; en parte por la aplicación del 155, pero en gran parte —como se ha comentado antes— el gobierno era políticamente incapaz de poner en cuestión el sistema vigente. Por ejemplo, poniendo a los Mossos a defender activamente el referéndum y la población ante los ataques de las fuerzas del estado.

Por otra parte, el paro del 8 de noviembre es un buen ejemplo de los límites del poder “ciudadano”. Se bloquearon medio centenar de carreteras, así como el AVE y otras vías de tren. Pero no fue una huelga general. Hubo un claro contraste con el 3 de octubre, cuando sí se produjo una huelga laboral. Por ejemplo, el 3-O el consumo de electricidad (una muestra de la actividad industrial) cayó entre un 8,3% y un 32,9%, según la fuente, pero el 8-N aumentó.

Las llamadas actuales para dar el último impulso para lograr la república con un “paro de país” —de una semana, indefinida, o lo que sea— no reconocen la realidad. Una huelga real no se puede declarar porque sí, sin tener en cuenta a quien lo tiene que hacer, que es la clase trabajadora. Mucha gente trabajadora defiende la independencia de Catalunya, pero también defiende la justicia social, mejores servicios sociales, que se acaben los recortes de sueldo… y no se puede pedir una huelga general indefinida de la mano de las fuerzas que han impuesto las políticas neoliberales desde hace años.

En 1906 la Rosa Luxemburgo escribió en Huelga de masas, partido y sindicatos: “Los que hoy fijan un día en el calendario para la huelga de masas… se basan en el supuesto… de que la huelga de masas es un medio de lucha puramente técnico, que puede ‘decidirse’ a placer y de modo estrictamente consciente”. “Las huelgas políticas y las económicas, las huelgas de masas y las parciales, las huelgas de protesta y las de lucha, las huelgas generales de determinadas ramas de la industria y las huelgas generales en determinadas ciudades, las pacíficas luchas salariales y las masacres callejeras, las peleas en las barricadas; todas se entrecruzan, corren paralelas, se encuentran, se interpenetran y se superponen; es una cambiante marea de fenómenos en incesante movimiento.”

Todo esto quiere decir que si queremos una huelga general extendida contra la represión y por los derechos nacionales, debemos impulsar y apoyar cada huelga económica, parcial y/o local. No podemos jugar a la huelga una vez al año por motivos nuestros exclusivamente políticos.

Pero, volviendo al punto clave aquí; debemos reconocer que necesitamos esta fuerza real, de clase. Es esta clase la que produce los beneficios del sistema y por lo tanto tiene la capacidad de pararlo. Seguir apelando a un poder popular o “ciudadano” abstracto sólo nos puede llevar a más decepciones.

Alianzas y sujetos del cambio

Entre los partidos, los medios y mucha gente de los movimientos, el debate se centra en la investidura, pactos para formar un gobierno y temas jurídicos. Sin restar importancia a esto, el análisis anterior nos lleva en una dirección muy diferente.

Si ya hemos visto cómo actúa en la práctica el espacio convergente (con el nombre que sea), ¿qué sentido tiene basar la futura estrategia en una alianza con ellos? Pueden firmar compromisos y hacer promesas pero esto no cambiará su naturaleza; hace 6 o 12 meses podríamos creer que en el caso catalán, los hechos desmentían el análisis de clase. Pero el análisis se ha confirmado. No nos volvamos a engañar.

El cambio no vendrá tampoco por pactos de gobierno con los Comunes o el PSC, que parece ser la estrategia de ERC. En las condiciones actuales, un gobierno autonómico, un nuevo tripartito, no sería capaz de hacernos avanzar ni hacia la justicia social ni hacia una república; en la práctica supondría una gestión neoliberal con algunos adornos progres.

Pero la alternativa a fiarse del autonomismo no puede ser mantener la ficción que ya vivimos en la república. Basta ya del “independentismo mágico”.

La derecha catalanista no tiene ningún interés en el cambio social; sólo quieren cambiar la bandera. En la izquierda radical luchamos por la independencia precisamente para avanzar en la justicia social. Esto implica trabajo real, en términos de impulsar y ampliar los CDRs en los barrios obreros y también globalmente. Esto a su vez implica acercarse al conjunto de la clase trabajadora; con gente del espacio de los comunes y del partido socialista; del sindicalismo más combativo pero también de CCOO y UGT.

Este paso no se puede dar en las instituciones, sino en los barrios y sobre todo en los lugares de trabajo. Necesitamos una izquierda radical que esté por la labor.


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