Héctor Sierra
Fenómenos tan dispares como el Brexit o la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos han causado perplejidad. En el estado español, el PP fue el partido más votado en las elecciones generales de 2015 y 2016. Después de años implementando austeridad, recortando en servicios públicos y derechos sociales, salpicados por innumerables casos de corrupción, ¿por qué muchas de las personas a quienes más afectan estas medidas les siguen votando?
“Son idiotas”, es la única respuesta que algunas personas de izquierdas han encontrado, cuando sus expectativas de cambio se han visto frustradas.
Este argumento se repite estos días, después de que Ciutadans (Cs), con su duro discurso antiindependista, cosechara el mayor número de votos en los barrios del extrarradio de Barcelona y otras zonas habitadas mayoritariamente por obreros castellano parlantes. ¿Es que no se dan cuenta de que Cs no es amigo de los trabajadores, de que tan pronto como el partido de Inés Arrimadas estuviese en el poder procedería a seguir machacando a los de abajo? “Son idiotas”.
Este es un callejón sin salida que conduce, en el mejor de los casos, a la impotencia; en los peores, a ideas elitistas y una actitud cínica. La izquierda no crecerá así, ni los trabajadores que votan a Ciudadanos o al PP se librarán de su influjo neoliberal porque alguien les insulte.

Ideas dominantes

“Las ideas dominantes en cualquier época son las ideas de la clase dominante”, escribieron Karl Marx y Frederick Engels en ‘La ideología alemana’. La inmensa mayoría de los medios de producción ideológicos – la prensa, televisión, el sistema educativo, cultura y arte – están en manos de aquellos que también ostentan el poder económico.
En la actualidad puede ser evidente para mucha gente que el El País miente sistemáticamente y proporciona una visión distorsionada de la realidad, pero esta no es siempre una labor consciente. Al fin y al cabo, es natural que el periódico de Juan Luis Cebrián propague una visión del mundo que justifique la posición económica de Cebrián y abogue por la continuidad del orden en el que se sustenta su riqueza.
Pero ¿por qué debería un obrero, que no comparte los intereses materiales de Cebrián ni se beneficia de ese sistema, creerse una sola palabra de lo que alguien como él tenga que decir? Es decir, ¿qué predispone a la mayoría trabajadora a creerse e interiorizar esas ideas dominantes?
Ramas sectarias de la izquierda tienen una solución simple para esta paradoja: los trabajadores son engañados y traicionados por los partidos socialdemócratas y la burocracia sindical. La misión de estos es convencer a la clase de que acepte las migajas del sistema en lugar de ir a por toda la panadería.
Si esta es la raíz del problema, concluyen, la labor de la izquierda revolucionaria consiste en desenmascarar a los reformistas, y así la clase pasará a ver cuáles son sus verdaderos intereses.
Sin embargo, los últimos cien años del movimiento obrero están trufados de fracasos y traiciones de proyectos reformistas, desde los grandes partidos de la Segunda Internacional apoyando a sus clases dirigentes nacionales al comienzo de la I Guerra Mundial hasta Syriza capitulando ante la Troika en 2015. La bancarrota de la socialdemocracia no ha desplazado a los trabajadores automáticamente a una posición revolucionaria. De nuevo, este análisis nos conduce a la frustración y la impotencia.
La razón es que no basta con entender por qué las ideas de la burguesía son dominantes o las razones por las que los partidos socialdemócratas no abogarán por soluciones revolucionarias para los problemas de la clase; también necesitamos entender qué lleva a los trabajadores, en su día a día en el sistema capitalista, a aceptar el marco ideológico burgués. El análisis de la conciencia de clase desarrollado por Marx y Engels, y continuado por Lenin, Luxemburgo, Lukacs y Gramsci, entre otras, provee las herramientas para este entendimiento.

Alienación y fetichismo de mercancías

Como resultado del desarrollo del capitalismo y la división del trabajo bajo este sitema, Marx explica, tienen lugar dos procesos que afectan a la vida y la conciencia de los trabajadores. Marx los denomina alienación y fetichismo de las mercancías.
La alienación es un producto de la división del trabajo en la sociedad capitalista. Anteriores sociedades, como la feudalista, también estuvieron divididas en clases para organizar su producción. Sin embargo, en el capitalismo, los integrantes de la clase explotada – la trabajadora – han perdido todo control de los medios de producción y el fruto de su trabajo, y por tanto sobre sus vidas.
Esta alienación ejerce un efecto que va más allá del ámbito de las relaciones laborales: tiene implicaciones sociales, políticas e ideológicas, generando pasividad, individualismo, divisiones y una predisposición a aceptar los valores asociados con la visión del mundo de la clase dominante.
Esta alienación no se limita al sistema de  producción, sino que se ve reforzada por lo que ocurre en el proceso de circulación e intercambio de las mercancías. Dos divisiones fundamentales existen en el sistema capitalista: entre trabajadores y capitalistas, por un lado; y entre los propios capitalistas, por el otro. Competición entre los segundos es el mecanismo que hace posible la distribución de lo que la sociedad – los trabajadores – produce.
Las leyes inhumanas de este mercado, y no las necesidades de las personas (como había sido el caso, en mayor o menor medida, en las sociedades precapitalistas), determinan qué se produce y qué no; y, por extensión, dan forma a todos los aspectos de nuestras sociedades.

Apariencia y esencia

Este “fetichismo de las mercancías” está relacionado con otra de las características que hacen único al sistema capitalista: las relaciones de producción bajo el capitalismo – su esencia – no son obvias a primera vista, sino que están ocultas. El mercado, con su mano invisible, separa a los productores y media entre ellos, creando dinámicas que escapan al control de estos. En lugar de un producto de la actividad humana, las mercancías parecen actuar con vida propia.
A su vez, esto da lugar a la ilusión de que la explotación de una clase por otra, lejos de un producto social asociado con un modo de producción concreto, es el resultado inevitable o natural de los mecanismos del mercado. Niveles de empleo, salarios y otras condiciones laborales deben someterse a su lógica implacable.
Sobre la base de estas apariencias e ilusiones, se van edificando las instituciones políticas e ideológicas presentes en la sociedad capitalista, como parlamentos, leyes… También las creencias y “sentido común” que habitan las mentes de los trabajadores.
A medida que el mercado se expande y sus leyes caóticas se convierten en el principio que organiza la sociedad, las formas que emanan de esta base son cada vez más complejas y variadas y tienen un mayor grado de autonomía, aunque en última instancia nunca son independientes de su base económica.
La apariencia superficial de la realidad, por tanto, nos predispone a aceptarla, aunque sea con resignación. Las divisiones entre clases se nos esconden, e ideas como que el triunfo o fracaso de cada individuo dependen de sus esfuerzos y actitud, o que los empresarios crean la riqueza y los empleos, parecen “sentido común”.

Reformismo y la tarea revolucionaria

Incluso si las muestras de desigualdad más obscenas que el sistema produce nos horrorizan y queremos ponerles fin, no extraeremos conclusiones revolucionarias automáticamente. La apariencia superficial del sistema incluye la división artificial entre política y economía, y la ilusión de que los parlamentos y otras estructuras de la democracia liberal son independientes y no están supeditados a las necesidades de la clase capitalista. Esto nos puede llevar a ver una estrategia reformista como la opción más lógica y efectiva.
Indudablemente, la burguesía depende de este mecanismo. Engels dijo que el estado capitalista está compuesto esencialmente de “cuerpos de hombres armados”, y la actuación policial durante el 1 de octubre en Catalunya ha sido un ejemplo reciente de cómo, en última instancia y viendo su hegemonía amenazada, la dominación de la burguesía descansa sobre el uso de la fuerza.
Pero la estabilidad económica que los grandes capitalistas anhelan no puede mantenerse a través de represión constante; necesita el consentimiento voluntario de una parte importante de la población, la forma más sofisticada de dominación burguesa. El sistema educativo, los medios de comunicación, el arte y la cultura contribuyen a esta tarea.
Pero la relativa autonomía de estas esferas a medida que el sistema económico envejece significa que, en ocasiones, también pueden dar voz a expresiones de resistencia desde abajo.
La tarea del partido revolucionario es contribuir a que la clase vea más allá de las fragmentaciones creadas por el sistema, exponiendo la conexión entre los diferentes aspectos de la sociedad y la esencia explotadora del capitalismo.
Esto no se logrará denunciando las intenciones ocultas de los líderes reformistas o ridiculizando las ilusiones de los trabajadores que les siguen, sino participando en todas las luchas y demostrando en la práctica la superioridad objetiva del proyecto revolucionario sobre el reformista. Nuestro punto de partida debe ser que, en la normalidad de una sociedad capitalista, una mayoría de la gente trabajadora, incluyendo algunas de las mejores militantes del movimiento obrero y activistas en movimiento sociales, estarán profundamente influidos por ideas reformistas.
En su aportación al estudio de la alienación y la conciencia obrera, Lukacs, quien participó en la Revolución Húngara en 1918 y estudió las revoluciones contemporáneas en Rusia y Alemania, defiende que el comité obrero – o soviet, la organización democrática elemental que surge en todo proceso revolucionario – es el instrumento que mejor puede llevar a cabo esta tarea, ya que destruye en la práctica la división entre economía y política y contiene la semilla de un estado obrero con el potencial de reemplazar al capitalista.
Sin embargo, el discurso de la burguesía o elementos parciales de este no son cuestionados sólo durante procesos revolucionarios, sino que cualquier lucha puede desencadenar este cambio de conciencia – sea contra los desahucios, el fracking, la especulación o la islamofobia que nos divide. El partido revolucionario puede desempeñar un papel clave conectando las diferentes luchas y generalizando estas experiencias.
Podemos surgió en 2014 en un período de lucha intenso en el que todos los pilares del entramado establecido tras la dictadura de Francisco Franco se tambaleaban – unidad nacional, monarquía, bipartidismo, pactos de paz sociales con CCOO y UGT… En este contexto donde todo parecía posible, algunas encuestas pronosticaban que Podemos ganaría las elecciones generales. A medida que el nivel de lucha descendió, la confianza de la gente en su capacidad para cambiar el mundo se desplomó, y con ella el voto de Podemos se estabilizó y también bajó. 

Unir las luchas

Cuanto más divergen las experiencias reales de los miembros de la clase trabajadora y la narrativa procedente de lo alto de la sociedad, más se corresponderá la conciencia de los trabajadores con la posición que realmente ocupan en la sociedad – y más proclives serán a aceptar la idea de que para acabar con nuestra explotación sistemática necesitamos llevar a cabo una revolución que pulverice el sistema capitalista y sus estructuras, reemplazándolas por las nuestras.
¿Qué significa esto en el contexto actual del estado español? En un momento de polarización extrema, y en el que el movimiento independentista impugna la totalidad del proyecto del estado capitalista español, Unidos Podemos, por su naturaleza reformista, no ha visto motivos para apoyar la disolución de este estado. La izquierda independentista, por su parte, no ha logrado por el momento dotar al movimiento de un contenido de clase fuerte que pueda incorporar al conjunto de los trabajadores.
Y a falta de una alternativa coherente de izquierdas y mayores niveles de lucha, una minoría significante de trabajadores catalanes que aún identifican sus propios intereses con los intereses del estado capitalista han apostado por Cs, la fuerza que más ostensiblemente defendía los intereses de dicho estado. Fuera de Catalunya, la identificación con el estado capitalista español es aún más fuerte, y la conciencia de que el triunfo del movimiento en Catalunya, en la medida en que debilita al PP y la clase dominante, es en el interés de toda la clase trabajadora, es muy baja.
La izquierda revolucionaria, por su falta de compromiso con el estado capitalista, tiene la responsabilidad de unir las luchas  fuera y dentro de Catalunya contra un enemigo común. Este es un objetivo difícil pero fundamental, que no podremos lograr solas, sino rodeándonos de tantos aliados como podamos.