Ainola Claver
El pasado día 3 de mayo, unos días antes de la elección de Macron como nuevo presidente de la República, los dos candidatos a las presidenciales protagonizaron un “duelo” televisivo en una de las principales cadenas públicas francesas. Previamente a la intervención de los dos candidatos, el programa ofreció un preludio donde se “ambientaba” este debate político como un gran evento que prometía saciar la curiosidad, la pasión y el morbo de unos conciudadanos a los que continuamente se etiquetaba de “espectadores”.
Así se utilizó una jerga futbolística a la hora de entrevistar a los fans de los diferentes equipos reunidos en bares y sedes, se describieron los túneles oscuros que los candidatos habían de atravesar en dirección al plató como el ascenso a la arena de dos gladiadores, y los comentaristas hicieron observaciones en clave pugilística sobre las debilidades, ganchos y reveses que cada candidato podía propinar a su contrario.
El circo estaba dispuesto y los candidatos no defraudaron. Ambos “animaron” el desmotivador panorama político de la “democracia” francesa con un juego cargado de golpes de efecto, en el que Le Pen personificó una estrategia agresiva lanzada continuamente al ataque, mientras Macron propinaba reveses que trataban de dejar fuera de juego a su contrincante. El duelo adoptó los mismos tintes del debate electoral estadounidense de hace unos meses, a saber, la confrontación entre una globalización de carácter liberal y aperturista, frente a las políticas proteccionistas de unos Estados que se blindan bajo un nacionalismo xenófobo.
Claro que en el caso que nos ocupa, el segundo polo está representado por un partido de tradición fascista “legitimado”. Y en el caso del candidato “aperturista”, nos encontramos con Macron, uno de esos jóvenes que (al igual que Albert Ribera en España)  pretenden alejarse de las resonancias negativas ligadas a una casta político-económica corrupta, para renovar la imagen del neoliberalismo bajo una figura que aúna las virtudes clásicas del emprendedor con las de un tecnócrata neutro. Macron se dedicó la mayor parte del debate a dar lecciones de “realismo”, “racionalidad” y “pragmatismo”, invalidando la lógica irracional y “fantasiosa” de su rival.

Caos económico

Es sorprendente el giro que el neoliberalismo ha dado en la última década post-crisis. Lejos queda el tono alegre y desenfadado con el que los primeros profetas de los tratados de libre comercio y la desregulación financiera prometían un florecimiento de la economía y el enriquecimiento de todos. El optimismo eufórico de los locos años 90 de Clinton o Aznar ha quedado fuera de contexto, una vez la crisis ha puesto en evidencia que lo de las jacuzzis, yates y otros símbolos de ostentación que se exponían en los medios, son sólo ya para unos pocos.
En un momento en que el caos económico y los pillajes a los que conduce este libre casino se hacen patentes, parece que los think tanks del neoliberalismo han fabricado un nuevo modelo en serie que predica un estilo de sensatez, austeridad y moderación. Pese a denunciar repetidas veces el catastrofismo y la manipulación del miedo que representa el partido de su rival, Macron tampoco articuló un discurso esperanzador de prosperidad. Se limitó a decir que se aplicarían las reformas necesarias para flexibilizar la actividad empresarial y adaptarla a los ciclos económicos, tratando de compaginarlas con una cierta garantía de seguridad social.
Manifestó así mismo que el proyecto de Le Pen de separarse de la Zona Euro debilitaría a Francia frente a los embates de China en una “guerra” comercial. Todo ello compaginado con una retahíla de advertencias sobre la inexistencia de “finanzas mágicas”, el daño provocado por las “promesas falsas” y la inviabilidad de hacer “regalos” a la población. Tiene bemoles que los neoliberales se erijan ahora en apóstoles de la moderación, el sentido común y la verdad, tildando a todas las demás opciones (sin establecer diferencia alguna entre la izquierda, el yihadismo o el fascismo) como charlatanerías populistas que agitan fantasías peligrosas e irracionales.
Decir a los franceses que su futuro depende de su adaptación a unos ciclos naturalizados e inevitables, ligados al trasiego de unos mercados inestables, dentro de un contexto globalizado de competitividad y “guerra” económica, es casi hablar de una fatalidad. Y que la población francesa resistirá mejor estos embates gracias a unos recursos sociales cada vez más exiguos y una rigurosa aplicación de reformas pro-eficacia, tampoco es luz que alumbre un camino a seguir. Es un ir aguantando que desembocará tras unos años en la victoria electoral de Le Pen.
Ya nos enseñó la historia del siglo XX que cuando el sueño del liberalismo se trueca en una bofetada de “realismo crudo”, sin alternativas, ésta se torna pronto en pesadilla que conduce al delirio del fascismo. A la izquierda francesa (europea y mundial) le compete ahora construir una alternativa social y ecológica, mediante un despertar objetivo de la población a la política y la democracia que ponga en entredicho este espectáculo del mercado electoral.