David Karvala
Escribo tras saberse la condena a Artur Más por haber permitido una votación simbólica sobre la independencia. Según El País: “El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha impuesto a Mas la pena de dos años de inhabilitación para ejercer cargos públicos por organizar la consulta independentista del 9 de noviembre de 2014 pese a que había sido prohibida por el Tribunal Constitucional. El expresident ‘pervirtió los principios democráticos’ junto a dos cargos de su Gobierno, también condenadas: la vicepresidenta Joana Ortega y la consejera de Enseñanza Irene Rigau.”
Es la muestra más reciente de negación por parte del Estado español hacia el derecho del pueblo de Catalunya a decidir su futuro. Y no nos engañemos, el “Tribunal Superior de Justicia de Cataluña” forma parte del Estado español; ni siquiera es capaz de dictar su sentencia en catalán.
Es una razón más (y ya había muchas) para que la izquierda española se replantee su visión sobre la cuestión nacional catalana.
Entre la neutralidad y la hostilidad
Es bien sabido que el PSOE, como partido del establishment, defiende la “unidad de España”. Pero incluso en Izquierda Unida (IU) y más allá no hay claridad acerca de la cuestión nacional. En tiempos de ETA, IU se sumaba una vez tras otra a manifestaciones donde se “condenaba la violencia” y se “defendían las vías democráticas”… codo con codo con el PP de Aznar. En realidad, se sumaba al coro de oposición al derecho a decidir del pueblo vasco.
El movimiento por la autodeterminación de Catalunya es no violento y aún así la respuesta de la izquierda es tibia e incluso hostil. Alberto Garzón dijo en 2015: “No estoy a favor de la independencia de Catalunya porque tengo más en común con un trabajador catalán que con un especulador de Marbella, mi tierra.” Cierto, pero una trabajadora de Madrid tiene más en común con una trabajadora francesa o marroquí que con ningún empresario y no se ve que Garzón abogue por eliminar las fronteras del Estado español.
En este tema, como en tantos otros, la dirección de Podemos es bastante parecida a la de IU. A finales de 2014 leíamos que “Iglesias ha ofrecido abrir un proceso constituyente ‘para discutir con todos de todo’ aunque ha insistido en que él no quiere que Cataluña se independice.” Añadía: “Eso sí, a mí no me veréis darme un abrazo ni con Rajoy ni con Mas”. Fue una nada velada referencia a la salutación entre David Fernández y Artur Mas al final del día en el que dos millones largos de personas en Catalunya habían desafiado a los tribunales, participando en la votación del 9N. Incluso Iglesias reconoció su error y pidió disculpas un mes después.
La pregunta de si se apoya o no el derecho de Catalunya a la independencia es muy sencilla. Responder diciendo que “deberíamos poder decidir sobre todo” es evadirla. Es como negarse a defender el derecho al aborto porque “las mujeres deberían poder decidir sobre todo”.
Y las advertencias acerca del papel nefasto de la burguesía catalana —a menudo dirigidas hacia la CUP, el espacio amplio de la izquierda anticapitalista e independentista— son innecesarias. La izquierda radical y los movimientos sociales de Catalunya llevamos años luchando contra la clase dirigente catalana y no dejaremos de hacerlo ahora. La cuestión es otra: ¿qué significa en este momento la lucha por la independencia? ¿A quién beneficia —o mejor dicho, a quién le podría beneficiar— la independencia de Catalunya?
La independencia como ruptura
Es bien sabido que la Convergència i Unió de Jordi Pujol gobernó Catalunya durante más de dos décadas y no tuvo ningún interés en promover la independencia, más allá de algún discurso acalorado en las Diadas. Lo que cambió la situación fue el bloqueo por parte de las autoridades españolas, y del PP y del PSOE, ante el intento de ampliar un poco el autogobierno catalán mediante una reforma del estatuto autonómico; un intento impulsado, paradójicamente, por el govern tripartit del PSC, Iniciativa-EUiA y ERC. Incluso la versión “cepillada” del estatuto que volvió de Madrid, que luego se aprobó en referéndum fue, posteriormente, parcialmente suspendida por el Tribuna Constitucional.
Ante el bloqueo de Madrid, la independencia pasó de ser la demanda de una pequeña minoría, como lo había sido durante años, a ser masiva (no sabemos si efectivamente es mayoritaria… porque no nos dejan hacer un referéndum). Fue este cambio en la calle lo que arrastró a la mayoría de Convergència a apostar por la independencia, lo le costó una grave fractura interna y la ruptura con Unió. Esto —junto, no lo olvidemos, a los escándalos de corrupción— lo llevó a cambiar su nombre oficial a “PedeCat” (aunque todo el mundo sigue llamándolos “Convergència”).
La amplitud del movimiento supone que la independencia significa cosas muy diferentes para diferentes sectores. La dirección de “PedeCat” —tensionada entre sus bases pequeñoburguesas, sedientas de independencia, y la gran burguesía que no quiere cambio alguno— opta por defender una independencia que no cambie casi nada. De ahí las afirmaciones de Artur Mas de que una Catalunya independiente sería leal a la OTAN, ignorando así una de las pocas veces que el país pudo decidir y votó en contra de la misma en el referéndum de 1986.
Pero la gran mayoría de la población de Catalunya es de clase trabajadora y cuando se le pregunta, el país que quiere incluye mejores servicios sociales, más democracia, más justicia social…
El reto para la izquierda es saber conectar el cambio nacional con los cambios sociales que lo podrían, y deberían, acompañar. Es decir que la independencia no debería ser un simple cambio de bandera sobre un sistema inmutable, sino un proceso constituyente en toda regla; una oportunidad para construir un país realmente nuevo.
Romper con el régimen del 78
Hace bastantes años que se habla de una nueva transición, o mejor, de un proceso constituyente, tanto en Catalunya como en el resto el Estado español.
El problema es que está en vía muerta. Hubo algunos intentos de IU de reinventarse como algo nuevo. Luego irrumpió el movimiento 15M, con mucha promesa, pero en general no se logró convertir el entusiasmo en un motor de cambio real. (Es otro debate, pero se podría decir brevemente que la clave del breve éxito de Tahrir en 2011 —contagiar el espíritu de las plazas a la clase trabajadora, provocando una ola de huelgas y la caída del dictador— casi ni se planteó en el movimiento 15M.) Como sabemos, los impulsores de Podemos se presentaron como herederos del 15M, pero su “asalto a los cielos” electoral tampoco da muestras de cambio real.
En contraste, con todas sus contradicciones, el movimiento en Catalunya por el derecho a decidir, y en principio por la independencia, tiene el potencial de romper el Estado español en lo que es ahora mismo su eslabón más débil.
Para la izquierda radical en Catalunya, esto exige mucha inteligencia política. Debe saber conectar con este deseo de independencia sin dejarse chantajear por las exigencias de “lealtad” y “unidad” por parte de la derecha neoliberal catalanista. A pesar de las críticas que se le podrían hacer, en general la CUP cumple esta función bastante bien. En cambio, el espacio de los Comunes dice priorizar la cuestión social por encima de la nacional, pero en la práctica aboga por obedecer las leyes y la Constitución españolas. Y tengamos claro que si ambas prohíben el cambio nacional, lo harían aún más ante un cambio social.
Por otro lado, la izquierda española tiene una gran responsabilidad. Debe abandonar su neutralidad —u hostilidad— y defender abiertamente el cambio.
Si Catalunya logra su independencia y empieza a construir un nuevo país, con nuevas propuestas —hay, por ejemplo, un consenso bastante amplio en Catalunya en contra de tener un ejército— abrirá el camino para lo que quede del Estado español.
Por tanto, la izquierda española no debe recibir las demandas de independencia con recelos o sospechas. Al contrario, cada persona de izquierdas o de los movimientos sociales del conjunto del Estado debe ser un activo a favor del derecho a decidir de Catalunya, y contra todas las medidas represivas que ya están en marcha y que irán en aumento.
Si nuestros enemigos logran ahogar esta demanda democrática de Catalunya, tendrán más fuerzas para reprimir todas las otras demandas democráticas y sociales que existen en cualquier territorio. En cambio, la victoria de Catalunya, frente a todo lo rancio del Estado español, sería una victoria para el progreso en Madrid, Sevilla, Zaragoza…
Artículo escrito para el Colectivo Acción Anticapitalista