Simon Basketter

Tras varias semanas de resistencia masiva al nuevo presidente Donald Trump, este artículo analiza el poder de las protestas y a donde pueden conducir.

Las protestas son poderosas. Pueden imponer buenos modales a un jefe o a un político arrogante. Y la protesta masiva puede derribar a un dictador, y cambiar el equilibrio de poder entre ricos y pobres en todo el mundo.

Al Capone llamó una vez al capitalismo «la mafia legal de la clase dominante». El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es una personificación distópica de eso.

Las masivas protestas contra la inauguración de Trump en enero fueron una poderosa respuesta a la idea de que la sociedad se mueve inexorablemente hacia la derecha. Y las protestas afectan a las personas que participan en ellas. Alzándonos colectivamente por nosotros mismos y con otros, rompemos la rutina diaria de nuestra atomizada vida bajo el capitalismo.

Los que están arriba quieren que seamos observadores pasivos de la política, pero cuando protestamos nos convertimos en el centro de atención. La protesta empuja contra el hábito de subordinación que la sociedad capitalista nos impone. Vimos esto recientemente en Corea del Sur, donde protestas políticas de masas han sacudido el sistema.

Para quienes están arriba, nuestras protestas son irrelevantes o inexplicables. O, si son demasiado grandes o militantes para ignorarlas, son inmorales e ilógicas.

Es casi obligado para los periodistas que pasan sus vidas sosteniendo el statu quo menospreciar las grandes manifestaciones. Señalan que las personas que protestan saben contra lo que están, pero no lo que quieren.

Un ex diputado conservador británico, Ian Gilmour, escribió un libro sobre disturbios. Señaló que nuestros gobernantes «están convencidos de que los gobernados no tienen motivos para quejarse; De ahí que infieran que la violencia popular sólo puede provenir de la licenciosidad, la perversidad o la agitación”.

En contraste, el revolucionario irlandés James Connolly escribió:

«Hubo un tiempo que se extendió durante más de 1.000 años, cuando las masas estaban sin poder ni influencia, cuando todo el poder del mundo estaba concentrado en manos de los reyes, de los nobles y de la jerarquía. Ese fue el período más negro de la historia humana. Entonces las masas empezaron su marcha ascendente hacia el poder, un poder que sólo podía realizarse en la república socialista. En el curso de su marcha ascendente, las masas han transformado y humanizado el mundo. Todos acuden a las masas, la encarnación del progreso”.

Pero la negación de los que están al mando de conceder las demandas lleva a algunas personas a creer que la única manera de cambiar el sistema es desde dentro. Esto, sumado a la represión, puede alentar a otras personas a descartar las protestas como piruetas o espectáculo.

Pero la conclusión socialista revolucionaria es profundizar la confrontación. Tratamos de ganar a un mayor número de personas a adoptar los mejores métodos para derribar el sistema, no para intentar reformarlo. Eso significa aumentar el nivel de la lucha. Significa construir una resistencia masiva basada en el poder de la clase trabajadora organizada.

Revolución

Reformar el parlamento, romper ventanas o incluso bombardear edificios no impedirá que las gigantescas corporaciones sigan obteniendo cuantiosos beneficios y destruyan miles de millones de vidas. Pero las revoluciones sí pueden hacerlo.

Las revoluciones estallan cuando la gran masa de personas, cuyo trabajo mantiene el sistema en marcha, se ponen en acción en su propio nombre. Tales revoluciones han sido un rasgo constante de la historia humana. El capitalismo es por su propia naturaleza un sistema global no planificado que crea guerras súbitas y crisis económicas.

La gente puede encontrar repentinamente que no pueden seguir viviendo de la vieja manera. Se enfrentan de súbito con la necesidad de elegir entre la opción de soportar un terrible empeoramiento de sus vidas o luchar.

La lucha no siempre ocurre, ni se garantiza su éxito. Pero cuando lo hace pone a toda la sociedad en crisis. Incapaz de resolver sus problemas a nuestra costa, la clase dominante puede dividirse por la mitad.

Aquellos que controlan la industria, las finanzas, el ejército y la policía comienzan a enfrentarse entre sí, aunque esto debilita su poder sobre el resto de nosotros. La protesta puede ensanchar esas divisiones. Al mismo tiempo un gran número de trabajadores comienzan a cuestionarse cosas que daban por sentado en el pasado.

La democracia popular en la calle puede desarrollarse a veces en la auto-organización de los y las trabajadoras. A menudo empieza cuando la gente tiene que defenderse contra las fuerzas de la derecha o la policía. Hubo indicios de ello en la primavera árabe, donde los levantamientos desafiaron a los dictadores en todo el Oriente Medio en 2011. La gente pasó de defender sus calles a intentar echar a sus jefes.

Cualquier gran protesta implica la toma de decisiones en grupo. ¿Hacemos caso al servicio de orden de la mani o lo ignoramos? ¿Sentarse o correr, cantar o cambiar de dirección? Estas opciones son ejemplos de cuando la gente toma un nivel de control.

Clase trabajadora

Pero el elemento clave que determina cómo se desarrolla cualquier revolución es el papel de las y los trabajadores organizados. La posición de los trabajadores en la sociedad les da un poder inmenso. Pueden detener el sistema si se niegan a trabajar. Y tienen el poder económico, el número y la experiencia para reorganizar la sociedad e imponer sus condiciones.

Es por eso que las huelgas plantean preguntas directas sobre el control y la organización. Es por eso que los media y los jefes las odian.

El socialismo trata de la transferencia del poder económico —de una élite diminuta y codiciosa— al control democrático de la mayoría, la clase obrera.

Durante la revolución rusa de 1905 las huelgas alimentaron marchas enormes que intensificaron las huelgas. En 1917 otra vez la clase trabajadora hizo huelga para ir a manifestarse. El Día Internacional de la Mujer y las manifestaciones del primero de mayo fueron utilizados para impulsar las huelgas, que alimentaron la revuelta.

La protesta puede sacudir los regímenes. Pero los trabajadores que crean sus propias organizaciones ofrecen el potencial para cambiar la sociedad. La primera versión fue el soviet de diputados obreros que surgió en San Petersburgo.

Pero la forma reapareció repetidamente dondequiera que la gente se ha levantado para desafiar el sistema. En Alemania en 1918-23 se les llamó «Rate». Y en Chile 1972-73 fueron conocidos como «cordones».

Estos órganos eran mucho más que simples reuniones. Ofrecieron una oportunidad para que la gente común ejerza cierto control real sobre la sociedad. Los y las delegadas elegidas eran verdaderamente responsables: podían ser inmediatamente revocadas por la gente, el consejo o la cooperativa que los eligió.

Y las revoluciones tienen que ir más allá de la creación de nuevas instituciones democráticas. Estas nuevas formas de democracia no pueden existir al lado del Estado existente. Tienen que derrocar y desmantelar a este Estado, o la vieja clase dominante mantendrá el poder.

Como dijo el revolucionario Karl Marx: «La revolución es necesaria no sólo porque sea la única manera de derrocar a la clase dirigente, sino también porque la clase derrocadora sólo llegará en el curso de ella a deshacerse de la mugre de los siglos y a ponerse a la altura de la nueva tarea: la de crear una nueva sociedad.»

Alternativas políticas

Las revoluciones conllevan la entrada masiva de la gente común en el escenario político, mientras intentan activamente forjar su propio futuro. Pero incluso en las épocas revolucionarias, hay gente en cada lugar de trabajo y localidad que comparte las viejas ideas promovidas por los jefes y sus aliados. Estas ideas buscan dividirnos con racismo, nacionalismo excluyente y un sentimiento de inferioridad respecto a las clases altas. Y luego hay gente que dice que tenemos que mantener el sistema existente intacto y luego cambiarlo lentamente. Juntos estos sectores pueden frenar la lucha. Esto puede desarmarnos lo suficiente como para que los gobernantes se aferren en el poder, o incluso peor reagruparse para aplastar el movimiento físicamente.

Con un nivel bajo de lucha obrera organizada, la idea de transformar el mundo puede parecer muy abstracta. Pero las revueltas de masas a menudo estallan poco después de que la clase obrera haya sido dada por muerta. Y las revoluciones estallarán, no importa si pensamos que son una buena idea o no.

Pero si las protestas avanzan hacia la organización de la clase obrera y si las huelgas se mueven hacia los soviets dependerá de las fuerzas políticas que ganen. Este es un momento crucial.

La barbarie del «mal conocido» se está volviendo cada vez más atroz.

Como dijo el gran luchador abolicionista norteamericano Frederick Douglass: «Sin lucha no hay progreso. Y aquellos que profesan favorecer la libertad, pero desprecian la agitación son hombres que quieren cosechas sin cavar la tierra. Quieren el océano sin el terrible rugido de sus aguas».

Los y las socialistas revolucionarias necesitamos intensificar la resistencia. Y tenemos que organizarnos ahora, en una organización revolucionaria, para dar a las futuras revoluciones una mayor oportunidad de victoria.


Fuente: Socialist Worker (GB)

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