Artículo procedente de Socialist Worker, GB · En català

La política de la clase dominante está inmersa en una profunda crisis a medida que la desilusión con el sistema se agudiza. Pero ese descontento no tiene que ir hacia la derecha.

Las certezas políticas convencionales están siendo barridas. Los partidos que creían tener bases de apoyo masivas y seguras de repente las están perdiendo.

El “centro” político se está desmoronando. La profunda indignación —ante la crisis económica, el estancamiento o el colapso de los niveles de vida, y una élite política antidemocrática e irresponsable— está saliendo a la superficie de maneras impredecibles.

El periódico Financial Times escribió tras la victoria de Donald Trump: “El pueblo estadounidense ha hablado —o tal vez gritado— y nada volverá a ser el mismo. El mero hecho de la victoria del señor Trump pone a éste a medio camino de la eliminación de un establishment que estaba en gran medida unido en el rechazo a su candidatura.

“Todas las encuestas malinterpretaron al público estadounidense. Al elegir a un hombre que los votantes sabían que era irrespetuoso con las sutilezas constitucionales de EEUU, América ha enviado a Washington el equivalente electoral de un terrorista suicida. El mandato del señor Trump es hacer estallar el sistema.”

Más acertadamente el embajador francés en EEUU twitteó, “Todo es ahora posible. Un mundo se derrumba ante nuestros ojos.”

La cuestión es si esa rabia contra las grandes empresas y la élite política gira hacia la izquierda o es aprovechada por los racistas y la derecha. Puede estimular importantes nuevos movimientos socialistas que ofrezcan esperanza o dar impulso a los fascistas.

Ésta es la época de Trump y Jeremy Corbyn

El capitalismo no ofrece soluciones, y es cada vez menos creíble decir que con sólo unas pocas pequeñas reformas se puede hacer que funcione en beneficio de todo el mundo.

Durante un período, en los años 50, circunstancias especiales permitieron que el sistema ampliara y ofreciera algunas mejoras, al menos para una parte de la gente corriente del mundo. Pero eso sucedió hace mucho tiempo.

Hoy en día hay muchos paralelismos con la década de 1930, cuando los movimientos fascistas florecieron en el contexto de una devastadora crisis económica.

La amenaza del fascismo debe tomarse muy en serio.

El régimen responsable del Holocausto fue destruido, pero el sistema que lo creó aún vive. Sin embargo, la década de 1930 no fue sólo la época de Hitler, Mussolini y Franco; también se vivieron huelgas de masas sin precedentes en Francia y el punto más álgido del movimiento obrero estadounidense hasta el momento.

También vio la revolución española y poderosas luchas obreras en Alemania que podrían haber cerrado el paso a los fascistas y luchado por un cambio socialista.

Uno de los elementos clave hoy en día es el fracaso de los partidos socialdemócratas tipo PSOE; en el Estado español, Grecia, Francia y Gran Bretaña implementaron la austeridad y han pagado un alto precio.

En algunos casos esto ha impulsado a partidos más a la izquierda como —durante un período— Syriza y Podemos.

En otros lugares ha crecido la extrema derecha, como el Front National de Marine Le Pen en Francia.

Los dirigentes sindicales —que en general han frenado las luchas, tanto en Europa como en Estados Unidos— también han facilitado el crecimiento de la derecha.

Cuando hay grandes huelgas la clase trabajadora siente su unidad, y su ira se dirige hacia arriba contra la patronal y el Estado.

Cuando se reprime la lucha, es más fácil que surja el individualismo y la división.

Es posible que próximo 4 de diciembre, el dirigente de UKIP, Nigel Farage, lidere una marcha en Londres, al mismo tiempo que el fascista Norbert Hofer gana las elecciones presidenciales austriacas.

También es importante decir que las amplias similitudes entre los acontecimientos en diferentes países pueden ocultar diferencias fundamentales.

La victoria de Donald Trump no es lo mismo que el voto para abandonar la Unión Europea en Gran Bretaña.

Es cierto que ambos descansan sobre una profunda insatisfacción entre amplios sectores de la clase trabajadora. Pero hay un argumento fuertemente progresista para oponerse a la Unión Europea neoliberal, austericida y antimigrantes.

No hay ningún argumento progresista para apoyar a Trump.

Por muy contradictorias que sean las razones de la gente, votar a un empresario intolerante no es lo mismo que votar en contra de la UE de la patronal.

Las elecciones presidenciales de Estados Unidos tuvieron una participación del 57 por ciento, siguiendo con la tendencia a largo plazo de que la mitad de la población no vota. En el referéndum del Brexit, en contraste, hubo la enorme participación del 72 por ciento.

Aunque la candidatura de Trump alejó a muchos líderes republicanos, el partido y sus votantes en gran parte se unieron tras él. El Brexit dividió al partido conservador por la mitad, con muchos ministros, activistas y votantes que respaldaron la campaña por la permanencia.

Los partidarios más visibles a favor de abandonar la UE eran racistas, no mucho mejores que Trump. Pero otros eran más como los que se sumaron a la campaña de izquierdas de Bernie Sanders contra los acuerdos comerciales neoliberales.

Marine Le Pen, que podría ganar la primera ronda de las elecciones francesas del próximo año, animó tanto a Trump como al Brexit. Pero su partido, el Front National, representa un peligro distinto.

Trump irrumpió en la campaña a la cabeza de uno de los principales partidos existentes. Le Pen está tratando de barrer a estos con su propio movimiento, organizado y activo. Trump sigue la tradición del famoso-convertido-en-presidente-republicano, Ronald Reagan, y de populistas estadounidenses que ganaron muchos votos y luego se desvanecieron. Le Pen es una verdadera fascista.

Algunos análisis ocultan estas diferencias. Por ejemplo, muchos artículos han tratado de explicar un aumento del nacionalismo en términos psicológicos. Dicen que el declive industrial y la crisis económica han hecho que una parte de la clase trabajadora, temerosa, se encerrase en sí misma. Dicen que los derechos civiles y la liberación de las mujeres hicieron que los hombres blancos se resintieran ante una relativa pérdida de “privilegios”.

Otros establecen una falsa división en la sociedad. Por un lado están los aislacionistas retrógrados: los enojados, los racistas, los “ignorantes” y los pobres (o al menos los blancos pobres). Por otro, las fuerzas de apertura: la Unión Europea (UE), el Partido Demócrata estadounidense, la globalización y cualquier persona progresista. Pero esto enmascara una verdadera guerra de clases.

Las instituciones del capitalismo neoliberal no son amigas de quienes defienden la libertad y la igualdad.

Los nacionalistas tóxicos no son amigos de aquellos que han sufrido los efectos de la globalización. El demócrata Barack Obama supervisó más deportaciones que cualquier otro presidente a través de una frontera que ya está en gran parte amurallada.

La UE establece controles en las fronteras exteriores para evitar los supuestos “migrantes económicos”, “falsos solicitantes de asilo” y “amenazas terroristas”. Estos mismos mitos impulsaron a los racistas en Gran Bretaña contra migrantes procedentes de la UE. La islamofobia -una forma «sociablemente aceptable» del racismo- de la brutal “guerra contra el terror” también creó un espacio para la aparición de expresiones más radicales. Caricaturizar la situación permite quedar impune a una sociedad que fomenta la desesperación. Y evita la cuestión de qué podemos hacer al respecto. Enfrentarnos a la realidad con todas sus contradicciones representa un desafío enorme, pero no imposible.

El chivo expiatorio racista puede aprovecharse de los miedos de la gente trabajadora. Pero pocas personas trabajadoras lo aceptan completamente.

Muchas creen que hay demasiada inmigración en abstracto, por ejemplo, pero defienden a inmigrantes reales, desde sus compañeros de trabajo hasta los niños refugiados. Se siente una debilidad en la izquierda socialista y el movimiento sindical. Pero las súbitas oleadas de apoyo a Sanders y Corbyn han revelado una demanda mucho mayor de ideas de izquierdas de lo que se sospechaba anteriormente. Las protestas masivas y las huelgas parecen estar reviviendo en Estados Unidos. En Europa se mantienen a niveles muy bajos, aunque cuando a los trabajadores se les da la oportunidad de luchar lo hacen con entusiasmo.

La situación puede cambiar. A lo largo de la historia de la clase trabajadora, largos períodos de declive en las luchas se han alternado con olas de huelgas masivas.

No hay ninguna garantía de que esto suceda de nuevo, aunque vemos indicios de lucha, incluso entre sectores que se suponía que no podían organizarse en sindicatos, demostrando que esta opción no puede descartarse.

Francia, donde la situación actual parece más desoladora, lo demuestra claramente. El autoritario presidente Charles De Gaulle gobernó casi sin oposición, excepto la de la dura derecha, hasta unos meses antes de la mayor huelga general, la de 1968. También, las huelgas de masas en Francia, de principios de este año, fueron un recordatorio del poder de la clase trabajadora, revitalizando los debates acerca de cómo desencadenar su potencial. Así como la crisis económica y la volatilidad política que ésta produce puede aumentar las oportunidades para tales explosiones.

Las personas son menos propensas a confiar en el sistema existente para salvaguardar su futuro y más propensas a mirar más allá de él, de una manera u otra. Es peligroso imaginar (de manera complaciente) que la derecha racista desaparecerá por sí misma. También lo es la desesperación que exagera su fuerza y nuestra debilidad. Ambos errores son recetas para la pasividad y pueden ser letales.

En cambio, necesitamos un movimiento de masas contra el racismo, una oposición unitaria contra los fascistas que se alimentan de él, y una verdadera alternativa al sistema que lo engendra.