Alex Callinicos

La votación en Gran Bretaña del 23 de junio a favor de la salida [leave] de la Unión Europea es un acontecimiento de enorme significación geopolítica. Tendrá un efecto desorganizador sobre las redes de las alianzas a través de las cuales los poderes imperialistas occidentales, liderados por los Estados Unidos, administran el capitalismo global. Es un golpe serio a la Unión Europea (UE). Los líderes de la Comunidad Europea están tratando de poner una cara valiente ante el voto del Brexit, pero no es una broma perder el segundo país más grande en la UE, el poder financiero y militar más importante de Europa. La victoria del Leave también continúa la sucesión de referéndums en los cuales las iniciativas e instituciones de la UE han sido rechazadas por el voto popular: Grecia (2015), Irlanda (2001 y 2008), Holanda (2005, 2016), Francia (2005), Suecia (2003), Dinamarca (1992). El columnista del Financial Times, Wolfgang Münchau, especula que la derrota del primer ministro Matteo Renzi en el referéndum constitucional de octubre podría comenzar a empujar a Italia hacia la salida (Münchau, 2016).

El voto británico sacudió a los mercados globales cuya fragilidad fue incrementada por la decisión adoptada en junio por la administración de la Reserva Federal de EEUU de posponer su plan para “normalizar” la economía norteamericana después de la crisis, a través de una suba de las tasas de interés (Roberts, 2016). El encabezado del Washington Post del sábado 25 de junio proveyó una síntesis concisa de la situación: “El voto Brexit enturbia el globo”.

En la propia Gran Bretaña, el voto Brexit ha generado grandes trastornos en los dos principales partidos. El primer ministro David Cameron pensó que fue una treta perspicaz el ofrecer un referéndum para apaciguar a la derecha Tory. El Financial Timestiene esta anécdota reveladora sobre su estado de ánimo cuando hizo su promesa de referéndum en 2013:

“En 2014, cuando Herman Van Rompuy, un respetado director del Consejo Europeo, preguntó a Cameron en Chequers [la residencia de descanso] cómo el primer ministro británico había permitido ponerse a sí mismo en una posición tan precaria, Cameron respondió haciendo un paralelo con el referéndum escocés sobre la independencia. ‘Voy a ganar eso fácilmente y poner a dormir la cuestión escocesa por 20 años”, dijo a su invitado belga. ‘Lo mismo vale para Europa’” (Parker y Barker, 2016).

La excesiva autoconfianza de Cameron sobre el referéndum de la independencia escocesa en septiembre de 2014 casi pierde la Unión británica. Solo obtuvo una ajustada victoria y esto gracias al esfuerzo del partido Laborista que le costó gran parte de su base electoral en Escocia. Desde la perspectiva de la clase dominante, el voto Brexit es mucho más dañino (y podría de todos modos precipitar la escisión escocesa). Y Cameron ha quebrantado a su partido y su gobierno, y terminó su gestión como primer ministro un año después de haber ganado inesperadamente una elección general. Su sucesora, Theresa May, purgó el gobierno del “grupo Notting Hill” de clase alta, comenzando por su aliado cercano, el canciller del exchequer (ministro de finanzas) y arquitecto de austeridad George Osborne.

Los Tories fueron al referéndum diciendo que habían aprendido la lección de los 1990’s, cuando las divisiones sobre Europa arruinaron el gobierno conservador de John Major. Pero, en las semanas finales de la campaña, eso había sido olvidado cuando los dos lados se lanzaron ferozmente uno sobre el otro. La escalada de maltrato fue bien resumida por Andrew Rawnsley del Observer:

“Todos los venenos que han supurado dentro del partido Tory por tantas décadas están hirviendo en la superficie. En febrero, al primer disparo de largada, ambos lados hicieron declaraciones piadosas de que no permitirían ninguna personalización. Atesoro una cita del [pro salida] Iain Duncan Smith instando al partido Tory a conducir una pelea buena y limpia. ‘No jueguen a la persona, jueguen al balón’, entonó este chico de coro. Una semanas más tarde el mismo Iain Duncan Smith llamó a Mr. Cameron ‘Pinocho’” (Rawnsley, 2016).

Las tensiones preexistentes en el gobierno, maniobrando sobre la sucesión de Cameron, quien ya había prometido retirarse antes de la próxima elección programada para 2020, la lucha por el referéndum misma, que reavivó los odios de los 1990’s – ahora esos venenos se infundirán en la batalla por re-estabilizar el gobierno y el capitalismo británico.

La crisis dentro del partido Tory plantea dos cuestiones. Primero, ¿por qué se desarrollaron antagonismos tan intensos? Segundo, ¿pueden ser fácilmente superados ahora que el gobierno ha sido reconstituido bajo May? Tres partidarios izquierdistas del Remain [seguir en la UE, opuesto al Leave], la parlamentaria del Partido Verde Caroline Lucas, el canciller laborista en las sombras John McDonnell y el ex ministro de finanzas griego Yanis Varoufakis, tienen una respuesta fácil a la primera cuestión: “Si abandonamos la UE, ¿quién se beneficia más? Las élites políticas y financieras de este país” (Lucas, McDonnell y Varoufakis, 2016).

Si esto significa una declaración sobre los intereses del capitalismo británico, entonces expresa un sinsentido. El incansable bombardeo de declaraciones de los intereses de negocios atacando al Brexit antes de la votación pudo haber sido orquestado desde la oficina del primer ministro en 10 Downing Street pero fue en todo caso genuino. Los bancos principales de inversiones y las corporaciones transnacionales, el CBI [el organismo británico más importante de negocios], el Banco de Inglaterra, Lloyds, la Mesa Redonda de Industriales Europeos, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE…, esas son las instituciones a las hay que ir si se quiere conocer las fracciones líderes del capital, y todas ellas denunciaron al Brexit. Una excepción decisiva es provista por los fondos buitre, un sector que se encuentra en problemas desde el crash de 2008, a muchos de cuyos gerentes venales y cortoplacistas disgustaban de las amenazas de la UE de regularlos más.

Euroescepticismo

Comparado, pues, con los debates en los ochenta y los noventa sobre si adherir o no primero al Mecanismo de Tasa de Cambio (Exchange Rate Mechanism, ERM) del Sistema Monetario Europeo y luego al euro, ahora las grandes empresas están menos divididas sobre Europa (para una discusión sobre anteriores divisiones de la clase dominante británica y el partido Tory, ver Callinicos, 1997). Cualquier duda que hubiera acerca de los deseos del capital, las caídas masivas en los mercados financieros en todo el mundo el día después del referéndum las deberían haber anulado.
En su manera de oportunista casual, Cameron logró asegurar un acuerdo de la UE en febrero que en líneas generales coincidía con los intereses del capital en Gran Bretaña (lo planteo así porque la naturaleza altamente internacionalizada del capitalismo británico dificulta la distinción entre los intereses controlados por firmas británicas y las firmas extranjeras –por ejemplo, bancos y productores de automóviles estadounidenses, japoneses y europeos– con inversiones significativas en Gran Bretaña). El Financial Timesexplica que durante los preparativos para las renegociaciones con el resto de la UE:

“Cameron y Osborne… tomaron una gran decisión estratégica. Mientras los anteriores líderes británicos afirmaron de modo poco convincente estar ‘en el corazón de Europa’, el liderazgo Tory luego convirtió en una virtud el hecho de que Gran Bretaña estuviera en los márgenes: no estaba ni en el euro, ni en la zona de viaje libre sin fronteras Schengen y, por lo tanto, se mantuvo a cierta distancia de las crisis económica y de los refugiados que acosan al continente. Si el resto de Europa quería mayor integración, bien. Pero Gran Bretaña necesitaba más garantías” (Parker y Barker, 2016).

El acuerdo que luego resultaba –cuyas disposiciones más importantes ofrecieron mayores garantías de estatus de la City [distrito londinense de negocios] como centro financiero offshore de la eurozona y permitieron inicialmente negar beneficios sociales a los migrantes de la UE– correspondía con la peculiar posición adentro-afuera de Gran Bretaña en Europa. El historiador Brendan Simms sostiene en un nuevo libro que la seguridad del Estado británico (antes del inglés) siempre ha dependido en parte del control de las islas (por lo tanto de la incorporación de Escocia y la sumisión de Gales e Irlanda) y en parte en la construcción de alianzas en Europa para prevenir la emergencia de una hegemonía rival (Simms, 2016).

Pero lo que dio al Estado británico el filo en su competencia con otros poderes europeos fue su tornarse la plataforma de lanzamiento del capitalismo industrial y el desarrollo estrechamente relacionado de un imperio global. En muchos sentidos la India fue la clave, proveyendo a las firmas británicas con mercados y al Estado británico con ingresos y soldados. El primer ministro Tory del siglo XIX, Lord Salisbury, llamó a la India “la barraca inglesa en los mares orientales de los cuales tomamos cualquier cantidad de tropas sin pagar por ellas” (citado en Arrighi, 2007: 136). Gracias a su ejército indio, Gran Bretaña desplegó el doble de tropas en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial que las dispuestas por los Estados Unidos, que lideró la campaña aliada contra Japón (Hastings, 2008: 8-9; ver la síntesis sobre la importancia económica de la India para el imperialismo británico en Callinicos, 2009: 153-156).

Incluso cuando fue forzado en 1947 por la sobre-extensión imperial y la revuelta colonial a abandonar la India, Gran Bretaña rechazó abrazar la integración europea. Tanto antes como después de la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill advocó por unos Estados Unidos de Europa, pero excluyendo a Gran Bretaña. “Estamos con Europa, pero no somos parte de ella”, escribió en 1930. “Estamos vinculados pero no comprometidos” (citado en Young, 1998: 13). El gobierno laborista de postguerra adoptó la misma línea, manteniéndose a distancia del primer paso hacia la integración, la formación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (ECSC, la sigla en inglés) en 1951. Al igual de su sucesor Tory, imaginó que el imperialismo británico tenía un futuro como la “tercera potencia mundial” después de los EEUU y la Unión Soviética, usando el resto de su imperio para mantenerse en primera fila como el socio europeo leal de Washington (Darwin, 2009: caps. 12 y 13).

Dos acontecimiento de 1956 destruyeron brutalmente esa fantasía. Primero, los EEUU forzaron a Gran Bretaña y Francia a abandonar sus intentos de derrocar al gobierno nacionalista egipcio de Gamal Abdel Nasser. A esta debacle le siguió la liquidación rápida de la mayoría de los imperios coloniales europeos sobrevivientes. Segundo, los seis miembros del ECSC acordaron los términos sobre los cuales se estableció la Comunidad Económica Europea (CEE, o Mercado Común) bajo el Tratado de Roma de marzo de 1957. Esto proveyó el marco en el cual las economías continentales dejaron atrás al capitalismo británico luchando con sus problemas crónicos de competitividad. Las movidas para unirse a la CEE por los sucesivos gobiernos laboristas y Tories durante los años 1960’s fueron el producto de una sensación de fracaso e incluso de desesperación bien expresado en 1966 por un informe del Foreign Office [cancillería] para el gabinete:

“Durante los últimos veinte años, esta país he estado a la deriva. De manera general, ha sido un periodo de descenso para nuestra posición y poder internacional. Contribuyó a generar un clima nacional de frustración e incertidumbre. No sabemos hacia dónde vamos y hemos comenzado a perder confianza en nosotros mismos. Quizás se llegó ahora a tal punto que la aceptación de una nueva meta y un nuevo compromiso podrían ofrecer un foco al conjunto del país alrededor del cual se cristalizarán sus esperanzas y energías. Entrar en Europa podría proveer el estímulo y el objetivo que requerimos” (citado en Young, 1998: 190).

Una actitud similar impregnó al Tesoro (como se conoce al ministerio de finanzas en Gran Bretaña) el cual, de acuerdo a Hugo Young, “permaneció oficialmente contra el ingreso británico” en la CEE en 1973 (Young, 1998: 225), y el cual tiene todavía una reputación de euroescepticismo. Sir Alan Budd, el consejero económico en jefe del Tesoro en los 90’s, dijo recientemente al Financial Times que “fue tal la desesperanza en el manejo de la economía en los tempranos años 70’s que los funcionarios pensaron que unirse al Mercado Común carecía meramente de sentido. La prosperidad británica no podía ser salvada y la afiliación a la CEE era solo la clase de ‘gesto fútil’ que se le pedía” (Giles, 2016).

En su caso, la CEE y luego la UE ofrecieron una plataforma desde la cual el capitalismo británico fue capaz de autoreconstruirse con un grado considerable de éxito. La integración europea tuvo siempre una doble determinación imperialista: primero, fue promovida por los EEUU para proveer un socio menor estable y próspero en Eurasia occidental, y, segundo, sirvió como un marco para los poderes imperialistas europeos, a pesar de su subordinación geopolítica a Washington, para perseguir sus intereses al nivel global (Callinicos, 2015b). Gran Bretaña también utilizó a la UE de ésta última manera, pero más ambiguamente que Francia o Alemania, pues buscó simultáneamente preservar su estatus como el socio más importante de los EEUU en la administración del capitalismo global.

La ambigüedad tiene una base material en la evolución del capitalismo británico en sí mismo. Tony Norfield destaca en un nuevo libro muy importante la reemergencia en las décadas recientes de la City de Londres como el centro financiero internacional líder (Wall Street podría rivalizar en tamaño pero está fuertemente involucrada en el mantenimiento de la mucho más grande economía norteamericana). Londres domina el comercio de divisas extranjeras, el mercado extrabursátil y los vínculos internacionales, tanto como el mercado de los préstamos bancarios internacionales. Norfield rastrea los esfuerzos desde 1950 de sucesivos gobiernos británicos, a veces en conflicto con las políticas de EEUU, para apoyar a la City, lo que describe como “parte de un mecanismo a través del cual los capitalistas británicos operan y extraen beneficios del resto del mundo, algo que define el estatus británico como una potencia imperialista” (Norfield, 2016, Kindle loc. 3374).

Sin embargo, Norfield además relaciona el rol de Londres en los principales mercados financieros con un manejo más amplio del capital productivo a nivel internacional:

“En 2013, Gran Bretaña tenía el segundo stock más grande de inversiones extranjeras directas por $1.885 billones… Aun sí la cifra del Reino Unido representaba solo el 30% del total del stock de inversiones de EEUU ($6.350 billones), era más alto como parte de la economía nacional. Datos del cuadro del Financial Times de las 500 corporaciones globales principales en 2011 muestran una posición similar. El Reino Unido ocupaba el segundo lugar detrás de EEUU, con treinta y cuatro compañías con un valor total de mercado de $2.085 billones. EEUU tenía 160 compañías con un valor de $9.602 billones. Otro estudio muestra que, de las 100 corporaciones no financieras más importante en 2013, rankeadas por el valor de sus activos extranjeros, veintitrés eran compañías norteamericanas, dieciséis eran británicas y once eran francesas, mientras Alemania y Japón tenían cada una diez. Las tres corporaciones mayores con base en el Reino Unido mantienen el segundo, sexto y séptimo lugares: Royal Dutch/Shell Group S.A., British Petroleum S.A. y Vodafone S.A.” (Norfield, 2016, Kindle loc. 134).

El capitalismo británico así permanece, como lo ha sido desde la Revolución Industrial, la más internacionalizada de las grandes economías. Esto le da una orientación global, y ayuda a explicar los esfuerzos que el Estado británico ha hecho para permanecer como un poder militar importante, aunque casi siempre operando en tándem con los EEUU. Utilizando cinco medidas de poder –PBI nominal, stock de inversiones extranjeras directas en el exterior, activos y obligaciones de banca internacional, participación de la moneda en el comercio de divisas extranjeras– Norfield ubica a Gran Bretaña “en un distante segundo lugar detrás de EEUU”, pero delante de China, Japón, Alemania y Francia (Norfield, 2016, Kindle loc. 2055). Desde una perspectiva liberal, Simms coincide al llamar al Reino Unido “la última gran potencia europea”, solo detrás de EEUU y China.

La posición global del capitalismo británico hace de él un socio incómodo en la UE. Su estatus semi-separado fue subrayado por su opción por el no al euro que obtuvo en el Tratado de Maastricht de 1992, el cual fue rápidamente seguido por la eyección de la libra esterlina del mecanismo europeo de tasas de cambio (ERM) el Miércoles Negro, el 16 de septiembre de 1992. La preocupación sobre la City fue una razón por la cual Gordon Brown como ministro de hacienda laborista bloqueó la adhesión británica al euro en los tardíos 1990’s (Simms, 2016, Kindle loc. 4339). Tony Blair trató de compensar la permanencia afuera promoviendo una mayor cooperación militar europea bajo el liderazgo de EEUU, una política cuya cima ocurrió con la campaña de bombardeo de la OTAN contra Yugoslavia en 1999 (Norfield, 2016, Kindle loc. 1229). La enérgica participación de Blair en la invasión de Irak, contra la oposición francesa y alemana, dio al traste con esto (Simms, 2016: cap. 8).

La gran ironía es que la insistencia británica en mantener la libra esterlina, y entonces quedarse por fuera del proyecto europeo más importante desde el Tratado de Roma, no detuvo que Londres se volviera la capital financiera de la eurozona. No solo la City domina el euro-comercio, sino que, informa el Financial Times, “tres cuartos de los mercados de capitales y beneficios de inversiones bancarias europeos es transado en el Reino Unido, de acuerdo con el asesor en administración Oliver Wyman” (Agnew, 2015). El impulso en los últimos años hacia una mayor integración en la eurozona como respuesta a su crisis casi terminal amenazó con deshacer este delicado balance, por ejemplo, al tratar de forzar que el intercambio en euros tuviera lugar dentro de la eurozona. Pero lo que Cameron obtuvo en Bruselas fueron algunas concesiones protectoras del estatus de la City junto al reconocimiento del estatus especial de Gran Bretaña (por ejemplo, exceptuándola del compromiso del Tratado de Roma de una “unión cada vez más estrecha”). En el periodo previo del referéndum, la Comisión Europea prometió facilitar que las transacciones de los fondos buitre de la City operaran en toda la UE (Brundsen, 2016). Ahora todas las apuestas están cerradas. Los bancos de inversión basados en Londres podrían encontrarse excluidos del mercado único.

Así, si los intereses del capitalismo británico lo ubicaron firmemente en el campo del Remain, ¿por que todo el escándalo en el partido Tory? Probablemente la respuesta puede ser sintetizada en dos palabras: Thatcher y UKIP [United Kingdom Independency Party, Partido Independentista del Reino Unido]. Thatcher prometió revertir la declinación británica. Ella alcanzó un importante éxito, lanzando una ofensiva neoliberal en gran escala, infligiendo derrotas mayores a la clase obrera organizada, y reforzando el giro económico hacia la City con la desregulación del mercado financiero en 1986. Pero restaurar las glorias imperiales de Gran Bretaña estaba más allá de sus capacidades (o en realidad de sus intenciones). Hubo humillaciones en abundancia –el Miércoles Negro, el fracaso militar en Irak y Afganistán, el crash de 2008– que subrayaron la vulnerabilidad del capitalismo británico en un sistema global rápidamente cambiante donde la distribución del poder está modificándose.

Para la derecha thatcherista del partido Tory, en casi rebelión bajo el gobierno de Major y (a diferencia de Cameron y Osborne) hostil al intento de Blair de fusionar neoliberalismo y socialdemocracia, la UE devino el enemigo simbólico, en el cual se concentraron todas sus frustraciones. La separación de la UE se ha vuelto el Gran Escape que le permitiría a Gran Bretaña recuperar la realidad de su soberanía en tal medida que probablemente estaría lejos del alcance incluso de los EEUU. Para algunos Tories del lado del Leave, por ejemplo, Michael Gove y Liam Fox, quienes se pavonean como las versiones británicas de los neoconservadores norteamericanos, esta fantasía ideológica está unida a otra, la de que Gran Bretaña podría tener un futuro radiante en una “Anglósfera” de libre mercado junto a los EEUU y ex dominios blancos tales como Canadá y Australia.

El detalle vergonzoso sobre esta opción es que es fuertemente rechazada por sus supuestos socios. La muy vigorosa intervención de Barack Obama en el debate sobre el Brexit en su visita a Gran Bretaña en abril fue en esencia una confirmación de la política tradicional de EEUU de promover la integración europea y de apoyar la afiliación británica justamente para asegurar que Washington tenga un aliado poderoso y simpatizante cuando se toman las decisiones en Bruselas. Tal como es el caso con Donald Trump logrando capturar al Partido Republicano con un plataforma que rompe con la estrategia del imperialismo norteamericano desde los tempranos 1940’s de construir un orden capitalista liberal global apuntalado por el poder militar, [en Gran Bretaña] tenemos la paradoja del principal partido del gran negocio alejándose de los intereses del capital.

La campaña, los inmigrantes y el superestado

Marx escribió célebremente: “la forma económica específica en la que se le extrae el plustrabajo impago al productor directo, determina la relación de dominación y servidumbre, tal como ésta surge directamente de la propia producción y a su vez reacciona de forma determinante sobre ella ” (Marx, 1990, III: 1007). En verdad los antagonismos en la superestructura política en este caso han reaccionado sobre la base económica del capitalismo británico con una venganza.

El Brexit, entonces, no es la base de una estrategia alternativa para el capitalismo británico. Lo que le ha dado aire es un proceso de recomposición generacional de la base activista Tory que ha hecho del euroescepticismo la norma y redujo el ala pro-UE del partido a una grupa envejecida representada por figuras del pasado tales como Heseltine y Ken Clarke. Esta transformación ha sido entonces reforzada por el ascenso de UKIP. El logro de su líder Nigel Farage ha sido el de hacer de lo que han tradicionalmente sido preocupaciones de una minoría relativamente pequeña respecto de la amenaza que un “superestado” europeo plantea a la soberanía británica una causa popular al reconfigurar la cuestión de Europa en términos de inmigración, y explotar la llegada de inmigrantes de Europa central y oriental desde que la UE se expandió hacia el este en 2004. Las incursiones que UKIP hizo en las bases electorales de los dos partidos mayoritarios empujaron el debate sobre la inmigración hacia la derecha, pero también galvanizaron a los Tories para tratar de recapturar el control de la agenda europea.

¿Cómo jugó esto en la propia campaña del referéndum? Bajo el bombardeo constante de la artillería pesada del capital sobre los efectos económicamente dañinos del Brexit, los líderes Tory de la campaña por la salida se movieron cada vez más hacia el terreno de UKIP, prometiendo que la salida de la UE permitiría a Gran Bretaña “recuperar el control de sus fronteras”. Esta es otra fantasía ideológica: es la dependencia del capitalismo contemporáneo sobre los trabajadores inmigrantes lo que está impulsando el cambio demográfico británico, como en todas partes, no el principio de la UE del libre movimiento de la fuerza laboral. Pero el racismo no es probablemente el más poderoso factor que impulsa a la gente al campo de la salida.

UKIP ya se benefició de la repulsión de los votantes comunes del conjunto de las élites políticas y económicas. Aquí la campaña del referéndum envió señales contradictorias. Por un lado, el debate principal derrapó hacia los niños bien Tories vestidos de traje gritándose entre sí, una receta que difícilmente supere la alienación del votante. Por otro lado, la misma unanimidad de la oposición del establishment al Brexit probablemente haya aguijoneado a mucha gente hacia el campo de la salida simplemente como un acto de desafío. Una encuesta de YouGov cataloga como los tres principales beneficiarios de la [la permanencia en la] UE a los grandes negocios (36%), a los banqueros y políticos (ambos 32%), mientras los perdedores fueron los pequeños negocios (26%), la gente de bajos ingresos (25%), y los jubilados (14%) (Moore, 2016).

Hay otra cosa muy importante sobre las actitudes populares. Todas las encuestas muestran que mientras más pobre eres más probablemente estés a favor de la salida (ver Parker y Cocco, 2016, y Ashcroft, 2016). Esto significa que millones de votantes de clase trabajadora se encontraron no representados por la línea principal del movimiento laborista. Como en el caso del voto sobre el bombardeo a Siria en el último diciembre, el sector principal de la bancada laborista mostró su profundo compromiso con el legado neoliberal e imperialista de Tony Blair, primer ministro 1997-2007 y arquitecto del “Nuevo Laborismo”. Desgraciadamente, los líderes sindicales, después de llegar a un acuerdo con el gobierno que suavizó moderadamente la ley antisindical, se lanzaron vigorosamente al campo del Remain (aunque tres pequeños sindicatos conducidos por la izquierda, ASLEF [conductorxs de tren], BFAWU [panaderxs] y el RMT [transportistas] constituyeron una honorable excepción [https://www.rmt.org.uk/news/aslef-bfawu-rmt/]). Como la marginalmente más de izquierda campaña “Otra Europa es posible”, los funcionarios sindicales se concentraron en contar cuentos de hadas sobre la UE como iniciadora y garante de las reformas sociales progresivas. Además de encubrir el actual asalto masivo neoliberal de la UE sobre el modelo social europeo, también descartó efectivamente el rol de los movimientos sociales en la obtención de reformas a través de las luchas desde abajo.

Para peor, esto involucró replicar en el campo del Remain el tipo de política de frente popular que, en el inicio de la campaña, vio a George Galloway hablando junto a Farage. Así, Sadiq Khan, recientemente electo alcalde laborista de Londres, compartió una plataforma con Cameron, mientras la parlamentaria del partido Verde, Caroline Lucas, fue parte del consejo de la campaña dominada por los Tories “Una Gran Bretaña más fuerte en Europa” y aplaudió a Major –quien como anterior primer ministro Tory cerró las minas, privatizó los ferrocarriles y empezó la mercantilización del Sistema Nacional de Salud– cuando retó a Boris Johnson, el líder de Leave. En comparación con este fárrago de apologistas pro UE y su colaboración de clase, el líder laborista Jeremy Corbyn jugó un juego más inteligente. Forzado por los blairistas del gabinete en las sombras a salir en favor de la continuidad de la afiliación a la UE en el inicio de su liderazgo, fue un partidario notablemente poco entusiasta del Remain. Como McDonnell, Corbyn se negó a compartir plataformas con los Tories, y en lo que buscó ser un discurso pro UE en los inicios de junio concentró su fuego sobre la campaña Tory del Remain y la misma UE. Como el New Stateman reconoció a regañadientes:

“Dijo suficiente a favor de la UE para que los gruñidos de las filas laboristas pro-europeas más comprometidos aparezcan insurrectas en vez de constructivas. Les tiró un pedazo de carne asada a sus seguidores, mientras le dio una paliza al TTIP [el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión con los EEUU] –un tratado que, de todas las formas, ahora parece haber muerto antes de llegar a nacer– y reiteró que el gobierno laborista re-nacionalizaría el ferrocarril. Y, crucialmente, hizo lo justo como para señalarles a los pocos parlamentarios laboristas y militantes anti-europeos que no excluye la posibilidad de que siga, realmente, estando de su lado” (Bush, 2016).

El laborismo, los trabajadores y la derecha

Es posible que Corbyn haya estimado que el referéndum será el problema de los Tories, y que el laborismo podría sacar beneficio del desgarro resultante entre ellos. El problema con jugadas ingeniosas como ésta es que puede haber enviado señales codificadas a los millones de votantes laboristas tradicionales a favor del Leave, pero sin ofrecerles una pista política clara. Si Corbyn hubiera salido vinculando el rechazo de la UE y la oposición a la austeridad podría haber consolidado una coalición más amplia que la surgida de su elección como líder laborista en el último septiembre. En las palabras de Freddie Sayer de YouGov,

“La corbynmanía fue un movimiento juvenil y un movimiento social mediático, pero fue también un movimiento de clase trabajadora. Como un grupo, el ‘selectorado’ laborista que votó en la elección del liderazgo fue más educado y próspero [well-to-do] que la población en general, pero en ello el grupo más ‘normal’ fue realmente el de los partidarios de Corbyn. Solo el 26% de los partidarios de Corbyn tenían un ingreso por hogar mayor a £40.000, poco menos que la cifra nacional de 27%. (Los partidarios de los candidatos al liderazgo opositores a Corbyn, Andy Burnham, Yvette Cooper y Liz Kendall fueron progresivamente mejor en 29%, 32% y 44% respectivamente). Es así que Corbyn consiguió a los chicos cool y a la izquierda de la clase trabajadora” (Sayer, 2016).

Pero la equivocación de Corbyn efectivamente empujó a la clase trabajadora que quería votar Leave hacia Farage y Johnson. Sin embargo, es importante analizar cuidadosamente los diferentes elementos de la situación. Mucha gente de la izquierda radical y liberal se convenció a sí misma durante la campaña del referéndum de que el voto Leave estaba potenciada por sentimientos racistas y anti-inmigratorios cuya victoria podría atrincherar a los thatcheristas en el poder. Esto fue resumido por el tuit del cantante Billy Bragg: “No todo votante Leave es un racista, pero todo racista votará Leave” (https://twitter.com/billybragg/status/743408035167633408). La lógica de este argumento era claramente defectuosa: Cameron y Osborne en sus seis años en el cargo habían avanzado con el neoliberalismo mucho más que Thatcher se atrevió a hacerlo. Y el ataque por parte del odioso Alan Sugar, un partidario del Remain, sobre Gisela Stuart, la parlamentaria laborista pro Leave, como “una inmigrante de 1974… diciéndonos a nosotros los británicos lo que deberíamos hacer” difícilmente sugirió que los racistas estaban todos de un lado (https://twitter.com/Lord_Sugar/status/745351864762392576).

Pero este diagnóstico parecía ser confirmado por el vil asesinato de la parlamentaria laborista Jo Cox por parte de un fascista manifiesto durante la campaña del referéndum. El asesinato hundió a los líderes laboristas en caos y fortaleció a sus oponentes del campo del Remain para presentar el referéndum como un plebiscito contra el racismo. Esta táctica fue iniciada por el liderazgo laborista, pero retomada por Cameron y “Una Gran Bretaña más fuerte en Europa”. Simultáneamente, figuras laboristas tales como el representante líder Tom Watson, el canciller en las sombras John McDonnell y Lean McCluskey, secretario general de Unite (el gremio más grande), dieron su apoyo a la restricción del libre movimiento de la fuerza laboral en la UE.

Este paso fue en respuesta al descubrimiento por una amplia mayoría de los parlamentarios laboristas y funcionarios sindicalistas pro Remain de que una gran cantidad de las personas de la clase trabajadora iba a votar a favor del Leave. Presuponían que estaban motivados por el racismo. Por supuesto solo un tonto podría negar que el racismo es una fuerza poderosa y en ascenso en Gran Bretaña y desde luego en toda Europa. A pesar del horror del asesinato de Cox, el problema no es tanto la derecha fascista abierta y organizada: es en Gran Bretaña un racimo de fragmentados grupúsculos belicosos, aún sí sigue siendo una amenaza que requiere vigilancia constante y donde sea necesario una contramovilización decidida.

Sin lugar a dudas, en el referéndum millones votaron por el Leave bajo la influencia de un racismo anti-inmigrante más general. Pero, como ya hemos sugerido, es muy probable que una fuerza igualmente, o más, poderosa sea la alienación de la élite económica y política que cristaliza la experiencia de 40 años de neoliberalismo y de casi 10 años de crisis expresada en salarios estancados o en descenso, el desempleo, la disminución de las viviendas sociales, y un Estado de Bienestar en deterioro. La UE como la encarnación del neoliberalismo y el desprecio por la democracia es el perfecto símbolo para todos estos descontentos. Londres, sede de un centro financiero global, puede haber votado Remain, pero todas las demás regiones de Inglaterra y Gales entera votaron Leave. YouGov ha sugerido que el inusualmente más alto índice de participación en el norte que en el sur de Inglaterra inclinó la balanza (https://yougov.co.uk/news/2016/06/24/brexit-follows-close-run-campaign/). Will Davies astutamente comenta que las regiones del norte, noreste inglés y Gales que se inclinaron por el Brexit:

“son ampliamente reconocidas como bastiones históricos del laborismo, asentado en las cuencas mineras y/o en ciudades con industria naval. De hecho, fuera de Londres y Escocia, éstas se encontraban entre los únicos puntos rojos laboristas en el mapa electoral de 2015. No hay razón para pensar que no continuarían siendo rojos si se realizara una elección en otoño. Pero en el lenguaje de los geógrafos marxistas, desde la estanflación de los años setenta, no lograron un ‘ajuste espacial’ exitoso. El thacherismo los socavó a fuerza del cierre de minas y monetarismo, pero no generó empleos en el sector privado que llenaran el vacío creado. La inversión empresarial que los neoliberales creen que siempre está a mano nunca se materializó”.

“La solución del laborismo era distribuir la riqueza en esa dirección mediante políticas fiscales: puestos de trabajo del sector público fueron reubicados de manera estratégica en el sur de Gales y el noreste de Inglaterra para aliviar la desindustrialización, mientras que los créditos fiscales hicieron de los trabajos en el área de los servicios, de baja productividad, más viables socialmente. Esto creó efectivamente una suerte de Estado de Bienestar en las sombras del que nunca se habló públicamente, y que coexistía con una cultura política de desprecio hacia la dependencia. El infame comentario de Peter Mandelson [arquitecto del Nuevo Laborismo], asegurando que siempre se podría contar con el voto de las regiones bastión del laborismo sin importar lo que sucediera, porque ‘no tienen otro lugar a donde ir’ demostraba una actitud dominante. En términos de Nancy Fraser, el Nuevo Laborismo ofreció ‘redistribución’, pero no ‘reconocimiento’”.

“Esta contradicción cultural no era sostenible como tampoco lo era la geográfica. No sólo era una ‘ajuste espacial’ relativamente de corto plazo, ya que dependía del aumento de los ingresos tributarios desde el sudeste y de un gobierno de centro-izquierda dispuesto a distribuir el dinero generosamente (aunque, de forma discreta), sino que tampoco pudo brindar lo que muchos votantes del Brexit anhelan quizás más: la dignidad de ser autosuficientes, no necesariamente en un sentido neoliberal, pero ciertamente en un sentido comunitario, familiar y fraternal” (Davies, 2016).

La encuesta de Lord Ashcroft el día del referéndum resultó en que casi el 49% de los votantes por el Leave dijeron que la razón más importante para querer dejar la UE era “el principio de que las decisiones sobre el Reino Unido se deben tomar en el Reino Unido”, comparado con el 33% que dio como razón principal que el salir “daba la mejor oportunidad al Reino Unido para recuperar el control de la inmigración y sus propias fronteras”. Significativas cantidades de afro-británicos y grupos étnicos minoritarios les siguieron: “Los votantes blancos votaron abandonar la UE en un 53% a 47%. Dos tercios (67%) de quienes se identifican como asiáticos votaron por Remain, al igual que las tres cuartas partes (73%) de los votantes afro-británicos. Casi seis de cada diez (58%) de quienes se describen a sí mismos como cristianos votaron por salir; siete de cada diez musulmanes votaron por permanecer” (Ashcroft, 2016).

Sin embargo, en una campaña dominada por dos alas del partido conservador, con la presión constante del UKIP, raza e inmigración fueron moldeadas por la forma que tomó el debate. No había nada de inevitable en ello. Los líderes del movimiento laborista cargan con una gran responsabilidad por su incapacidad para brindar una crítica de la UE desde la izquierda. No necesariamente una internacionalista y anticapitalista: la crítica de izquierda reformista desarrollada por Tony Benn, el líder de la izquierda laborista en 1970 y 1980, hubiera servido bastante bien.

Hay una importante lección para la izquierda radical europea que todavía adhiere a la política de “permanecer y reformar” preconizada por Corbyn durante la campaña del referéndum, a pesar del hundimiento del gobierno de Syriza en Grecia hace un año por los estados dominantes en la UE y el Banco Central Europeo. No sólo este enfoque es ineficaz, sino que cede terreno en la oposición a la UE a la derecha racista y fascista. La lealtad de Die Linke, el partido de izquierda alemán, con el proyecto europeo le ha llevado a verse aventajado por la Alternative für Deutschland (Alternativa por Alemania), que ha fusionado la oposición al euro, el racismo contra los inmigrantes, y la islamofobia.

Pero volvamos a la segunda pregunta: ¿puede Humpty Dumpty [coloquialmente: lo que está quebrado] ser reparado luego de la votación a favor del Brexit? El gobierno de Cameron ya era frágil. Prácticamente desde las elecciones generales, iba de derrota en derrota, a menudo debido a políticas impulsadas por Osborne: créditos fiscales, beneficios por discapacidad, comercio en domingo (Sunday trading), beneficios fiscales a las pensiones, la transformación forzada de las escuelas estatales en “academias” autónomas, los niños refugiados. Detrás de estos cambios de sentido ha habido un pequeño grupo de congresistas conservadores Tories, en su mayoría de la extrema derecha del partido, hostil a Cameron y a Osborne, que aprovechó la pequeña mayoría del gobierno. Exaltados con el voto Brexit, ahora presionan a un gobierno debilitado para lograr un rápido rompimiento con la UE.

El referéndum y el día después

El gobierno acéfalo enfrentó tres cosas potencialmente incompatibles después del referéndum. En primer lugar, tenía que encontrar un nuevo primer ministro. Al final, esto resultó relativamente fácil. Al igual que la escena final de una película de Tarantino, los candidatos rivales de la derecha Tory –Johnson, Gove, y Andrea Leadsom– se eliminaron rápidamente entre sí, permitiendo a Theresa May, ministra del Interior, quien discretamente había apoyado a Cameron durante la campaña del referéndum, obtuviera el éxito. En segundo lugar, tranquilizar a los mercados – asunto nada fácil debido a la importancia de la UE para el capitalismo en Gran Bretaña; el Miércoles Negro fue un día– pero a la libra esterlina y los valores británicos les puede esperar una prolongada humillación. El nombramiento de May como primera ministra calmó a los mercados, permitiendo que la libra se recuperara, pero esto puede ser solamente un alivio temporal.

En tercer lugar, el gobierno debe entablar lo que todos los expertos predicen serán unas negociaciones difíciles y prolongadas con Bruselas sobre la salida de Gran Bretaña de la UE, mientras que intenta gestionar una Cámara de los Comunes, donde el gobierno tiene una pequeña mayoría en el mejor de los casos y la mayoría de los parlamentarios se oponen al Brexit, mientras que los principales estratos de la clase dominante se reorientan para revertir o minimizar la decisión del referéndum. May concedió las principales responsabilidades ministeriales externas a defensores del Leave –Boris Johnson (relaciones exteriores), David Davis (Brexit), y Liam Fox (comercio internacional). Esto fue al mismo tiempo, un reconocimiento del poder de la derecha Tory para destruir su gobierno, como lo hizo con Major y Cameron, y una trampa para potenciales opositores, ya que negociar el Brexit será una tarea políticamente peligrosa.

Hugo Young escribió sobre el referéndum de 1975: “lo que lo definió, de común acuerdo, fue el miedo en lugar del júbilo: el miedo a lo desconocido, lo que representaba un mundo fuera de Europa, algo que los activistas del No fueron incapaces de describir en forma convincente” (Young, 1998: 296). Esta vez, los resentimientos acumulados durante la era neoliberal superaron al miedo. Pero el vacío todavía existe, mientras los líderes del Leavebuscan a tientas una orientación alternativa para el capitalismo británico.

Corbyn estaría bien posicionado para ofrecer una alternativa a este caos. La distancia de la UE que mantuvo durante la campaña del referéndum le permite volver a conectar con los votantes del laborismo que se decidieron por el Leave. Por desgracia, su gabinete paralelo pro Blair, en el intento de sacarlo por no poder asegurar una victoria para el Remain, renunció en masa. Este es un acto de arrogancia asombrosa: como los conspiradores de este golpe de Estado han estado en la dirección del Partido Laborista durante mucho más tiempo que Corbyn, tienen una gran responsabilidad en la disminución del apoyo electoral. Al igual que Cameron, el Remain era su causa, Brexit su derrota. Es también un acto de locura criminal el dividir al laborismo cuando los conservadores pueden verse forzados a realizar una elección anticipada, pero gente como Hilary Benn (la ministra del Exterior en las sombras que dirigió la revuelta contra Corbyn) presumiblemente creen que la táctica de tierra arrasada es la única manera de salvar los restos destrozados del Nuevo Laborismo.

Queda claro que la libre circulación de trabajadores dentro de la UE va a ser un tema dominante en la política británica durante los próximos meses, o incluso años. Esto es cierto para los conservadores: Johnson y Gove prometieron que el Brexit permitiría a Gran Bretaña romper con este principio. Pero May estará bajo una enorme presión de las grandes empresas para mantener a Gran Bretaña en el mercado único europeo (lo que facultaría a la City a continuar exportando servicios financieros a la UE), mientras que Bruselas insiste en que junto a éste viene la libre circulación. Corbyn utilizó este requisito de la UE durante la campaña del referéndum a fin de resistir las presiones de establecer un límite máximo a la inmigración, pero ahora enfrentará exigencias de ceder en este punto para salvar a su liderazgo. Sorprendentemente, incluso una figura de la izquierda radical tan prominente como Paul Mason, que defendía la votación por el Remain como un acto progresista e internacionalista, ahora aboga por el abandono de la libre circulación de trabajadores (Mason, 2016).

El capitalismo en aguas tormentosas

El referéndum ha reforzado, sin duda, las olas de racismo que recorren la sociedad británica. Pero no se debe dejar de enfatizar lo suficiente que a los conservadores, el UKIP, y los nazis las cosas no les están saliendo a su manera. La enorme ola de solidaridad con los refugiados que se extendió por Europa a principios del otoño de 2015 no se ha dispersado. Por el contrario, una densa red de iniciativas locales para ofrecer apoyo material y espiritual a los refugiados desde Calais a Lesbos ha cristalizado en toda Gran Bretaña. Ya en septiembre pasado se estimó que el 31% de la población británica había dado algún tipo de apoyo a los refugiados (Travis, 2015). Dejando a un lado el extraño discurso de Corbyn y sus aliados, este notable movimiento auto-organizado no cuenta con una representación política. A pesar de todo existe, y es un poderoso contrapeso contra los racistas. El masivo rechazo que la terrible campaña islamófoba del candidato conservador Zac Goldsmith recibió en las elecciones para alcalde de Londres, puso en evidencia otra barrera ante la ofensiva racista: los hábitos de tolerancia cotidiana que han surgido a partir de los diversos e interrelacionados estilos de vida de la gente en las grandes ciudades.

Estas profundas corrientes antirracistas deben ser organizadas. Algo que está empezando a ocurrir de manera amplia con la formación de la coalición Stand Up to Racism (Enfrenta al Racismo), la fuerza impulsora detrás del día de acción antirracista el 19 de marzo y copatrocinadora de la caravana solidaria al campo de refugiados de Calais el 18 de junio. Sin embargo, un carácter socialista más fuerte es necesario también para enlazar al antirracismo con una plataforma de clase hacia una lucha más amplia contra la austeridad. La aparición de la Campaña Lexit, abogando por una oposición internacionalista de izquierda a la UE, fue uno de los éxitos del referéndum. No porque haya logrado un número masivo de votos, sino porque reunió a un espectro significativo de las fuerzas de la izquierda radical para hacer campaña por un voto de Leave sobre una base anticapitalista y antirracista a la cuál (a diferencia de algunas campañas anteriores de la izquierda contra la UE) le fuera ajena el dar la paliza a los inmigrantes.

Lexit ofreció una voz política, aunque pequeña, a gente de la clase trabajadora que quería rechazar la UE sobre una base de clase. Por lo tanto, proporciona una alternativa a la caída en la colaboración de clases por parte de algunos líderes de “Otra Europa es posible”. Por otra parte, dada la terrible fragmentación y la involución de la extrema izquierda británica en los últimos años, la colaboración exitosa entre diferentes organizaciones y tradiciones fue un importante paso adelante. Pero Lexit fue una minoría dentro de la izquierda en general, la mayoría de la cual se auto-convenció de que la UE es un bastión contra el neoliberalismo y el racismo. Esto envenenó los debates, especialmente en el caldo de cultivo de los medios de comunicación sociales, en el período previo y después de la votación.

En medio de la turbulenta y peligrosa situación que ha provocado el voto Brexit es esencial mantener en perspectiva los desacuerdos de la izquierda radical británica sobre Europa. La verdad es que todos enfrentamos una elección difícil: entre el engendro imperialista neoliberal que es la UE, fuertemente apoyado por los principales estratos del capital británico, y los thacheristas xenófobos y racistas que dominaron las campañas por el Leave. Inevitablemente en un referéndum impulsado por divisiones conservadoras donde uno tiene que decidirse por una pregunta binaria –en este caso el Remain o el Leave– todos nos íbamos a encontrar marcando la misma opción en la papeleta de voto que algunos conservadores. (A menos que nos abstuviéramos, lo que significaba la exclusión voluntaria ante la mayor debate en la política británica en muchos años.) Lo que distingue a un enfoque de izquierda en una situación de este tipo son las razones que damos para la respuesta y cómo (y con quién) hacemos campaña. Estas son áreas de legítimo desacuerdo. Sin embargo, estas diferencias no deben empañar lo que tenemos en común.

El capitalismo británico y tal vez el mundial están entrando en aguas muy tormentosas. Al tratar de navegarlas, los conservadores seguramente incrementarán aún más ataques, por ejemplo, impulsando más recortes para tranquilizar a los mercados. Al mismo tiempo, como predije hace un año, “cuestiones constitucionales seguirán actuando como pararrayos de la política británica en el futuro inmediato” (Callinicos, 2015a). Por un lado, estarán las negociaciones Brexit, donde los detalles de cómo el Estado británico se desenreda de la UE será muy importante. Por otro lado, puede haber referéndums sobre la desintegración del Reino Unido, probablemente, en Escocia, factiblemente en el norte de Irlanda. Y hay una lucha inmediata que librar contra los Borbones de la derecha laborista. La unidad contra el racismo, la austeridad y la guerra, al tiempo de preservar la apertura política que la elección de Corbyn ha marcado, es urgentemente necesario.

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Esta es una versión actualizada, revisada y extendida especialmente para Herramienta Web del artículo aparecido en la sección Análisis de International Socialism, nº151 (verano de 2016) publicado en http://isj.org.uk/brexit-a-world-historic-turn/ (traducción: Omar Acha y Marina Rivero, revisión por Heike Schaumberg; entre corchetes [ ] las aclaraciones de trad.).