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David Karvala

1. El valor de las cosas
2. Explotación: el origen de los beneficios
3. El porqué de las crisis
4. Respuestas a la crisis

Esta serie de columnas apareció en el periódico En lucha a lo largo de cuatro meses, en 2012-13.

1. El valor de las cosas

Con esta columna iniciamos una serie dedicada al análisis marxista de la economía. El objetivo, evidentemente, es explicar las raíces de la crisis actual, y evaluar las respuestas que se proponen ante ella. En los medios, se habla de la crisis como del producto de fuerzas más allá de la intervención humana.

El marxismo, en cambio, la analiza precisamente como el resultado de las acciones (si bien descoordinadas y a menudo inconscientes) de los seres humanos.

Pero para entender la crisis, hay que entender el funcionamiento básico de la economía capitalista. Y para hacer esto, hay que establecer las bases de la visión marxista, que es la teoría del valor.

Los “economistas” que aparecen en TV (y en la mayoría de aulas universitarias) no suelen hablar nunca del valor de las cosas, sólo hablan de los precios. Y presentan éstos como el resultado accidental de la interacción entre la oferta y la demanda. Pero no ofrecen ninguna explicación objetiva acerca de por qué un Rolls Royce, por ejemplo, cuesta más que un sándwich.

Marx, en cambio, mantuvo que las cosas —o para ser más exactos las mercancías— sí tenían un valor objetivo, más allá del precio que tuvieran en un momento dado. Para él, el valor de una mercancía venía determinado por la cantidad de trabajo humano necesario para producirla.

Antes de continuar, se debe hacer una aclaración. Aquí de lo que se trata es del valor de cambio. El valor de uso es otra cosa; el aire, por ejemplo, no tiene valor de cambio, porque (por ahora) no se produce como mercancía, pero obviamente tiene muchísimo “valor de uso”. También tienen valor de uso los productos alimenticios, los coches, los bolígrafos… pero estos valores de uso no son calculables, ni son intercambiables. Si estás muriéndote de sed, ninguna cantidad de trajes Armani te solucionará el problema. El valor de intercambio, en contraste, se centra en algo que toda mercancía tiene en común, que es el hecho de ser el producto de una cantidad determinada de trabajo humano.

Así que una silla y una cena son totalmente diferentes físicamente, pero pueden equipararse en valor, si requieren la misma cantidad de trabajo humano para producirlas. Lo mismo se podría aplicar a cosas tan diferentes como a un libro y a una pieza de ordenador.

La cantidad de trabajo humano a la que se refiere es a la de todo el proceso de producción. Es decir, una fábrica moderna puede ser muy eficaz, produciendo una gran cantidad de móviles o latas de refresco en poco tiempo. Pero no se debe calcular sólo el tiempo gastado en la última etapa del proceso. También se debe incluir la parte proporcional del desgaste de las máquinas. Y éstas son en sí el resultado del trabajo humano anterior, cuyo valor se transfiere a la mercancía producida. Lo mismo se aplica a las materias utilizadas en dicha fábrica, que también son producto de procesos anteriores de producción; otra vez, en último término, productos del trabajo humano.

El aspecto más importante de este argumento no es cuantitativo; no se trata de calcular exactamente cuántas horas de trabajo son necesarias para producir cada mercancía. El punto clave es más bien político.

Esto lo vemos claramente en la respuesta a la teoría que dan los capitalistas, o mejor dicho, la que dan sus luchadores entrenados, los economistas de la TV. Se apresuran a rebatir el análisis, alegando que, si bien el trabajo humano produce valor, también lo hace la maquinaria. Para poner esta teoría a prueba, sólo hace falta dejar en un taller una máquina y algo de materia prima, y esperar a ver cuánto valor produce. El resultado, evidentemente, es cero.

El capital de por sí no produce valor alguno. Es más, todo capital existente es en sí mismo producto del trabajo humano anterior, adquirido mediante la explotación a la que se somete a la clase trabajadora. A esto volveremos en la siguiente columna.

Por el momento, terminemos con este punto. El esfuerzo de la clase trabajadora crea todo el valor que existe en el sistema. Esta clase, la misma a la que los capitalistas quieren hacer pagar la crisis, es la que ha producido toda su riqueza. Esto es lo que demuestra la teoría marxista. Por algo no quieren que se explique en la TV.

2. Explotación: el origen de los beneficios

Se suele utilizar el término explotación para hacer referencia a un abuso excepcional y tercermundista.

El análisis marxista, en cambio, demuestra que la explotación es la norma bajo el capitalismo. Es, de hecho, el origen de los beneficios, incluso en las empresas más “avanzadas” y respetables.

Para entender el porqué, volvemos a lo que se comentó en la primera columna de esta serie: el valor de intercambio de una mercancía se basa en la cantidad de trabajo humano requerida para su producción.

Mucha gente piensa que los beneficios provienen de vender las mercancías a un precio superior a su valor. Pero una venta es, a fin de cuentas, el intercambio de una mercancía por otra, con dinero por en medio. Si se intercambian dos mercancías, es imposible que ambas obtengan más de su valor. Algunos capitalistas sí consiguen vender sus productos a un precio por encima de su valor real —mediante patentes, publicidad, monopolios, poder militar…— pero esto sólo conlleva que otros productos se vendan por debajo de su valor. No se producen así beneficios en el conjunto del sistema.

Para entender los beneficios, debemos volver, otra vez, al trabajo humano.

En el capitalismo, la propia capacidad humana de trabajar es una mercancía. Como cualquier mercancía, tiene su valor, basado en la cantidad de trabajo humano requerida para (re)producirla. Para que una persona pueda trabajar —en una fábrica, oficina, hospital…— tiene que descansar y dormir lo suficiente, comer, vestirse, etc. A largo plazo, la existencia de mano de obra requiere que se formen a las próximas generaciones de la clase trabajadora.

Todo el trabajo humano pagado necesario para reproducir la fuerza de trabajo —es decir, la parte correspondiente a un día— constituye su valor de intercambio. (Destaquemos que, para el capitalismo, los cuidados familiares son como el aire: imprescindibles pero invisibles, y no producen valor de intercambio.)

En los inicios del capitalismo, con una baja productividad, una persona podía tener que trabajar mucho tiempo —digamos seis horas diarias— sólo para reproducir sus propias necesidades existenciales. Aquí entra en juego el truco del capitalismo. Se compra la capacidad para trabajar un día, pero la extensión de ese día es un tema abierto. Típicamente el jefe exigía que se trabajasen no seis, sino 10, 12 o más horas.

Esta diferencia entre las horas requeridas para cubrir el valor de la fuerza de trabajo, y las horas que realmente se trabajan, es la fuente de los beneficios; es la plusvalía.

Para ilustrar cómo funciona, seguimos con el ejemplo histórico. Tomemos una empleada de una fábrica textil, con una jornada laboral de 12 horas. Digamos que en este tiempo gasta materia prima, así como una parte proporcional de la maquinaria, por un valor total de 24 horas. Éstas se suman a las 12 horas trabajadas por la empleada, con lo cual el valor del producto total del día serían 36 horas.

Las 24 horas de materia prima y de maquinaria gastada, el jefe las tiene que pagar, en general, a su valor. La mercancía producida la vende por su valor. Los beneficios provienen del hecho de que paga el valor de la fuerza de trabajo, que son 6 horas, pero recibe a cambio 12.

Hoy en día, se aplica el mismo principio, aunque con cifras bastante diferentes. Suele haber un valor mucho mayor de maquinaria; la inversión necesaria para establecer una fábrica moderna es mucho más alta que hace 150 o 200 años. En cambio, las jornadas laborales suelen ser menores de 12 horas.

Sin embargo, con la productividad actual, lo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo —la comida del súper, la ropa prefabricada, un piso de 50 o 70 metros, incluso un teléfono móvil y un TV grande— puede producirse en mucho menos tiempo de lo que hacía falta en 1850 para un nivel de vida más básico.

El resultado es que incluso trabajando “sólo” ocho horas, y pudiendo comprar el coche de sus sueños (a plazos; no nos pasemos), el o la trabajadora sigue sufriendo explotación.

Y esto es si tiene la suerte de tener un trabajo. Porque la misma lógica del sistema hace que éste entre en crisis, produciendo los niveles de paro que vemos hoy. Del porqué de esto, hablaremos en la próxima columna.

3. El porqué de las crisis

Cuando había boom, los economistas lo atribuían a las virtudes innatas de la economía de mercado. Los jefes de las grandes empresas y de la banca compartían esta visión, pero a la vez se llevaban enormes pluses por su gran logro al observar este proceso “natural”.

Pero si el boom tuvo muchos padres (y unas pocas madres), la crisis es huérfana. Dan a entender que la crisis no es fruto del sistema —ni de los que mandan— sino que es algo inexplicable y externo a la familia (capitalista) feliz.

La verdad es otra; para ver el porqué, otra vez, hay que ir a la raíz de la cuestión. Como se ha explicado en columnas anteriores, la fuente del valor de cambio, y de los beneficios, es el trabajo humano.

Tomemos el ejemplo de un taller, llamado Muebles Botín. Digamos que una trabajadora —Fátima— construye una mesa en una jornada laboral de 8 horas (“trabajo vivo”, en terminología marxista), gastando materia prima y maquinaria (“trabajo muerto”) por un valor de 16 horas. La mesa vale, por tanto, 24 horas de trabajo. El jefe, el Sr. Botín, debe pagar el coste total del trabajo muerto. Pero por el trabajo vivo, sólo paga lo que cuesta reproducir la fuerza de trabajo, digamos 4 horas. Las otras 4 horas son su plusvalía, la fuente de sus beneficios.

Digamos que este taller es uno de varios en la misma calle, todos compitiendo entre ellos. El Sr. Botín —qué listo él— descubre que invirtiendo en nueva maquinaria puede producir mesas más baratas. Con esto, en las mismas 8 horas, Fátima produce dos mesas. Para hacerlo, gasta más “trabajo muerto” o maquinaria y materia prima; digamos el doble, 32 horas. Pero al final del día, con un total de 40 horas —las 8 del trabajo vivo de Fátima más las 32 del trabajo muerto— hay dos mesas. Es decir, cada mesa ahora cuesta 20 horas, en vez de 24. Lo bueno para el Sr. Botín es que puede venderlas por más de su valor. Si las vende por el equivalente a 23 horas, saca superbeneficios a la vez que les quita clientes a sus competidores.

¿Qué hacen éstos? Tienen que dar el mismo paso que Botín, o se hundirán. Al final, todo el mundo habrá hecho la misma inversión, y no habrá superbeneficios ni mercado extra para nadie. Todo vuelve a la normalidad, con lo cual las mesas vuelven a venderse por su valor, es decir, por el equivalente a 20 horas.

Pero ¿y los beneficios? Antes, Botín y los demás sacaban 4 horas de plusvalía, o beneficios, por una inversión de 24 horas; un 17%. Ahora, tras el aumento en la productividad, y con más capital invertido, obtiene 4 horas de plusvalía sobre una inversión de 40 horas. La tasa de beneficios ha bajado al 10%. Lo que era una decisión racional para un capitalista se convierte en irracional para el sistema en su conjunto.

Este proceso ocurre a escala mundial, y en industrias mucho más grandes.

Recientemente se anunció que Samsung, ahora el mayor fabricante de teléfonos móviles del mundo, ha iniciado la construcción en China de una nueva planta de chips informáticos. El coste de la fábrica será de 5,4 mil millones de euros. Ante este tipo de competencia, la empresa líder durante 14 años, Nokia, se encuentra en crisis.

El mercado informático es un caso extremo en el aumento de inversión, para aumentar la productividad y bajar precios, pero se da el mismo proceso en otros sectores. Una bici es relativamente mucho más barata ahora que hace 20 años; incluso un pollo o un salmón cuesta menos, en términos reales, que antes, “gracias” a la producción industrial.

Y el resultado de este espectacular aumento en la productividad es la mayor crisis que se ha vivido, al menos desde los años 30.

La crisis no es sólo fruto de la especulación… aunque sí ha habido una especulación obscena. Tampoco la han producido las decisiones equivocadas de políticos, banqueros, consejeros delegados… aunque seguro que han tomado decisiones enormemente estúpidas y no se merecen sus salarios, ni mucho menos sus pluses.

Sin embargo, el problema es otro. Si el capitalismo es incapaz de mantener el equilibrio económico en una calle con talleres de muebles, aún menos lo es para hacerlo en el mundo entero. El sistema capitalista produce crisis como los banquetes de los ricos producen indigestión.

La única cuestión es quién sufrirá el dolor de estómago; ellos o nosotros. Quieren que la crisis la paguemos nosotros, y hacer que la tasa de beneficios vuelva a subir. Sobre cómo lo hacen —o cómo lo intentan hacer— hablaremos en la siguiente columna.

4. Respuestas a la crisis

Se ha explicado en las columnas anteriores que la causa fundamental de la crisis sistémica actual es la caída de la tasa de beneficios.

Esto se debe a algo intrínseco al capitalismo. La fuente de los beneficios es el trabajo humano, pero el crecimiento de la economía —impulsado por la necesidad de cada capitalista de aumentar su competitividad e ingresos— hace que la producción requiera cada vez más inversión. Esto aumenta la proporción de capital en relación a la mano de obra que es, recordemos, el origen de los beneficios. De ahí que la tasa de beneficios caiga.

Aquí hablamos de la crisis sistémica. Las crisis cíclicas de sobreproducción y falta de demanda quizá puedan resolverse (temporalmente) mediante medidas keynesianas: más inversión pública, más regulación, etc. La crisis actual no, por la sencilla razón de que la causa de la misma no son fallos puntuales —excesiva especulación, mala gestión por parte de los banqueros, falta de previsión por parte de los políticos…— aunque éstos por supuesto existen. La crisis es producto del sistema y para superarla habrá que superar el capitalismo.

Huelga decir que los capitalistas no lo ven así, y ellos sí buscan soluciones dentro del sistema; todas ellas más o menos nocivas para la gente trabajadora.

La competencia internacional entre capitales conlleva la amenaza de guerra, y la guerra es buena para la economía. En términos keynesianos, aumenta la demanda. En términos del análisis marxista, al destrozar grandes cantidades de capital, la guerra ayuda a restaurar la tasa de beneficios. La guerra también permite aumentar la explotación laboral.

Ésta última es, de hecho, la respuesta preferida de la burguesía ante la crisis. Tiene diversas maneras de hacerlo.

La menos dolorosa viene de que al aumentar la productividad, las mercancías se fabrican en menos tiempo. Así que lo necesario para reproducir la fuerza de trabajo de un día —comida, ropa, etc.— quizá antes costaba 4 horas, dejando 4 horas de la típica jornada laboral como plusvalía. Si se pueden producir las mismas necesidades vitales en 3 horas, entonces incluso manteniendo el nivel de vida del o de la trabajadora, el capitalista puede extraer 5 horas de plusvalía. Pero esto ocurre más o menos sin que se note; al estallar la crisis, esta vía ya se ha agotado.

Las otras medidas implican ataques directos a la clase trabajadora; pasan por reducir los salarios, y/o aumentar la jornada laboral, en ambos casos con el objetivo de aumentar la tasa de explotación.

El salario se basa en el valor de cambio de la fuerza de trabajo: cuánto cuesta (re)producirla. El valor de un televisor es una cuestión técnica; refleja el tiempo necesario para producir las piezas y ensamblarlas. Pero el valor de la fuerza de trabajo es un tema político. Forzosamente incluye comida y alojamiento, sin los cuales la mano de obra no sobrevive. Pero por ejemplo, ¿incluye vacaciones pagadas cada año? ¿Incluye sólo protección básica contra los elementos, o una vivienda digna, cómoda y estable? Y un largo etcétera. Ante la crisis, los jefes intentan reducir el valor de la fuerza de trabajo —tanto el salario inmediato como el salario social, es decir, la pensión, las bajas por enfermedad, etc.— para que se acerque cada vez más a la mera supervivencia.

Intentan aumentar la jornada laboral de varias maneras. La más explícita es exigiendo que se trabaje más tiempo al final del día. De manera algo más sutil, eliminan o reducen los períodos de descanso; quitan días festivos o “de libre disposición”; reducen las vacaciones… Y aparte de extender el día laboral, intentan extender la vida laboral, posponiendo (incluso eliminando) la edad de jubilación; así el sistema extrae más plusvalía y a la vez ahorra en pensiones.

Todas estas medidas no surgen porque los jefes sean codiciosos y carentes de corazón —aunque suelen serlo— sino que son fruto de la misma lógica del sistema.

No se puede superar esta lógica mediante reformas, aunque éstas pueden ser bienvenidas. No se trata de crear empresas más ‘humanas’, porque éstas seguirán inmersas en un sistema inhumano por naturaleza.

A fin de cuentas, la única solución a la crisis es acabar con el propio sistema capitalista. Ésta es la lección clave de la teoría económica marxista.


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