Alex Callinicos
Alex Callinicos es miembro del Socialist Workers Party (SWP), organización hermana de Marx21 en Gran Bretaña; escribe habitualmente en su semanario, Socialist Worker
Es catedrático de teoría política en el King’s College de Londres.
Sus publicaciones en castellano incluyen los folletos disponibles en esta web, Racismo y Clase y Estados Unidos: Imperialismo y guerra, además de los libros Un manifiesto anticapitalista, Contra el postmodernismo y Los nuevos mandarines del poder americano.
Primera edición en castellano: noviembre de 2009, publicado por el grupo ahora disuelto, En lucha.
Este texto es un extracto del libro de Alex Callinicos, The Revenge of History, Polity, 2001.
[Català]
Traducción: Javier Carlés y Marina Rivero. Corrección: Pau Alarcón.
Introducción
1. Las contradicciones de la reforma autoritaria
2. ¿Revolución política o social?
3. Conclusión
Introducción
El 9 de noviembre se cumplen 20 años de la caída del Muro de Berlín. Cuando algo muere la autopsia revela la causa. Y eso es lo que pasó en 1989. La caída del muro y el colapso de los regímenes estalinistas mostraron claramente la naturaleza de estos sistemas. No hubo ningún tipo de resistencia por parte de la mayoría de las personas. Y tampoco hubo ninguna resistencia por parte de la clase trabajadora organizada, que supuestamente habría tenido que salir a defender su “estado obrero”. Eso muestra que los y las trabajadoras no creían que aquel sistema tuviera nada a ver con el socialismo o con un estado de los y las trabajadoras. Más bien todo el contrario. Las manifestaciones mostraban claramente las diferencias de clase que existían en un país supuestamente socialista. Pancartas como “trabajo manual para los burócratas” o “Salario Mínimo para el Politburó” se podían leer durante las masivas manifestaciones en la Alemania del Este.
Pero no sólo no hubo resistencia por parte de los y las trabajadoras sino que tampoco hubo resistencia por parte de los gobernantes. La misma clase burocrática que mandaba pasó de los despachos del partido a los despachos de las empresas.
La crisis política y económica en la que estaban sumergidos los países estalinistas durante los años 80 —estancados e incapaces de competir con las economías occidentales— sólo se puede explicar si entendemos que no eran países “socialistas” sino una variedad concreta de capitalismo: capitalismo de estado. La forma del sistema era diferente al capitalismo occidental, pero el fondo era el mismo: explotación de la clase trabajadora para favorecer una minoría privilegiada y acumular capital para competir —en este caso no entre diferentes empresas sino entre diferentes estados. Este sistema simplemente se sustituyó por otro capitalismo: el capitalismo de mercado.
La revolución de 1989 y los cambios en el resto de países hicieron caer la gran mentira —defendida por gran parte de la izquierda— de que aquellos países eran socialistas. A diferencia de aquéllos que pensaban que la URSS y los países del este eran socialistas, aunque fuera mínimamente, los y las militantes de En lucha y la corriente internacional de la cual formamos parte —la corriente socialismo internacional— no nos desmoralizamos por el colapso del estalinismo y de los países llamados “comunistas”. Y no lo hicimos porque para nuestra corriente el socialismo no existe sin una acción independiente de la clase trabajadora. El socialismo no se puede entregar desde arriba, ni tampoco se puede exportar con ejércitos y tanques. El capitalismo puede existir con o sin democracia, pero el socialismo —si lo entendemos como el control colectivo de la clase trabajadora— no puede existir sin democracia. La democracia es el punto fundamental.
A pesar de eso la alternativa del capitalismo de mercado obviamente no ha sido ninguna solución. La situación en la antigua Alemania del Este y en muchos países que estaban bajo la órbita soviética no ha mejorado durante éste años. La tasa de paro en la ex Alemania se ha doblado durante estas dos décadas con respecto a la parte occidental. La libertad por la cual los y las alemanas del este lucharon durante aquellos días no ha sido la que ellos y ellas esperaban.
Entonces ¿habríamos los y las anticapitalistas celebrar los hechos de 1989? Si lo miramos desde el punto de vista de un cambio de clases dirigentes no hay nada a celebrar. Pero no solo fue eso. Puso de relieve la naturaleza de los regímenes estalinistas y demostró —junto con la desaparición de la URSS dos años más tarde— que lo que se había caído no era un sistema “socialista” o “comunista” sino simplemente otro forma de capitalismo. El estalinismo, que había dominado gran parte de la izquierda durante más de medio siglo con el truco de señalar hacia la izquierda e ir hacia la derecha había muerto. Eso ha permitido reclamar el marxismo como teoría y práctica para la autoemancipación de la clase trabajadora internacional. Ya que a pesar del pronóstico del politólogo neoliberal Francis Fukuyama sobre “fin de la historia” después de la caída del muro —significando el fin de las ideologías y el triunfo del capitalismo de mercado— no es casualidad que nada más 10 años más tarde naciese un nuevo movimiento internacional —el movimiento anticapitalista— que ha demostrado que es posible plantear una alternativa real al capitalismo.
En este folleto se analiza las razones que subyacen al desmoronamiento de la URSS. No sólo se tratan las contradicciones económicas que sufría el sistema estalinista durante los años 80 sino también se muestra como los intentos reformistas desde arriba de Gorbachov desataron movimientos populares des de abajo que transcendían sus objetivos y que fueron claves en hacer caer la URSS.
Si entendemos que nuestra lucha tiene que ser contra el capitalismo, tenga la forma que tenga, entenderemos que defender sistemas donde existían clases sociales y explotación no nos ayuda a saber realmente por lo que estamos luchando. Y precisamente en éste momentos de crisis económica e ideológica del sistema capitalista es clave entender no sólo contra qué luchamos sino también saber por lo que luchamos. Es por eso que 20 años después, más nunca debemos recuperar la verdadera tradición marxista revolucionaria y dejar claro que no queremos ni capitalismo de mercado, ni capitalismo de estado; sino socialismo internacional.
En Lucha, noviembre de 2009
1. Las contradicciones de la reforma autoritaria
El momento de la muerte puede ser también el momento de la verdad para un sistema social. Cuando un sistema se encuentra al borde de su desintegración, sus aspectos fundamentales emergen de forma nítida. Tal fue el destino de los regímenes estalinistas. El colapso progresivo en que cayeron a fines de la década de 1980 desmintió la mayoría de los análisis sobre el “socialismo realmente existente”. Esto es innegable en lo referente a las dos principales teorías preferidas por la izquierda occidental. La primera es la interpretación de Trotsky, que veía en el régimen estalinista un “Estado obrero degenerado”; este punto de vista original de Trotsky se vio progresivamente oscurecido por los esfuerzos dogmáticos de sus sucesores ortodoxos para extenderlo a los Estados “socialistas” de Europa Oriental y del Tercer Mundo. El más conocido representante contemporáneo del trotskismo ortodoxo, Ernest Mandel, afirmó en fecha tan reciente como 1980, respecto al desempeño de los Estados estalinistas durante la recesión mundial de 1974-75, lo siguiente:
Otra vez, la historia demostró que una economía basada en la propiedad colectiva de los grandes medios de producción, en la planificación central y en el monopolio estatal del comercio exterior, es cualitativamente superior a la economía de mercado capitalista, en su capacidad de evitar grandes fluctuaciones cíclicas, crisis de superproducción y desempleo, a pesar de los monstruosos desperdicios y desequilibrios causados por el monopolio burocrático de la administración económica y política, y a pesar de la distancia que la separa de una economía socialista auténtica.1
El cuadro de la economía soviética pintado por el asesor de Gorbachov, Abel Aganbegyan, refiriéndose al momento sobre el cual Mandel escribió, difícilmente nos estimula a considerarlo un sistema más avanzado que el capitalismo occidental: “En el período 1981-85, prácticamente no hubo crecimiento económico. Un estancamiento y una crisis sin precedentes tuvo lugar en el período 1979-82, cuando la producción en todas las industrias de bienes de capital cayó en un 40%”.2 Lo cierto es que, a medida que se acumulaban más y más pruebas del desperdicio y la ineficiencia de la URSS en las últimas décadas, la izquierda, tanto del Oeste como del Este, se mostró cada vez más inclinada a considerar al estalinismo como una forma de sociedad cualitativamente inferior al capitalismo. La versión original de esta idea era la teoría que formularon Max Shachtman y otros disidentes partidarios de Trotsky durante la Segunda Guerra Mundial, según la cual una nueva sociedad de clases, el “colectivismo burocrático”, era lo que prevalecía en la URSS.3 En las décadas de 1970 y 1980, entre tanto, se volvieron cada vez más comunes variaciones de esta visión entre la izquierda occidental (en el mundo de habla inglesa, Hillel Ticktin y la revista Critique promovieron especialmente un análisis de este tipo), así como entre las y los socialistas disidentes del Este (como Rudolph Bahro, Janos Kis y Boris Kagarlitsky, por ejemplo). La idea de una sociedad de clases poscapitalista siempre fue ambigua, en el sentido en que dejaba abierto el tema de si tal sociedad sería más o menos progresista que el capitalismo, aunque la experiencia de los últimos veinte años había llevado a sus defensores a argumentar que los regímenes estalinistas eran inferiores a los de Occidente.
En su forma más extrema, estos análisis se asemejaban a la que, probablemente, era la interpretación hegemónica del estalinismo en las democracias liberales, concebido como una forma de totalitarismo. Según esta visión, la URSS y sus congéneres eran sociedades cerradas, controladas desde arriba de forma tan completa y rígida que se volvían impermeables a cualquier tipo de cambio surgido desde su interior. Por esto mismo, en un ensayo publicado originalmente en 1985, Ferenc Fehér y Agnes Heller afirmaron, respecto a Europa Oriental, que “la esperanza de un cambio radical despareció en la región por lo menos en el futuro cercano”. La razón última por la que “una destotalitarización de los Estados del Este europeo resultaba una posibilidad excluida” era la aparente pasividad política de los pueblos de la propia URSS: “El largo y eficiente trabajo de Stalin eliminó el espíritu de rebeldía de una población que valora sus condiciones sociales de manera más realista que los observadores occidentales”. Estas y otras afirmaciones dogmáticas de Fehér y Heller fueron luego felizmente refutadas, cuando la agitación y la efervescencia de los movimientos sociales, políticos y culturales apareció en la URSS bajo la glasnost, seguida por los grandes levantamientos populares de Europa Oriental. Lo absurdo de toda la línea de pensamiento llevada a tales extremos por Fehér y Heller, queda evidenciado en sus ataques contra el movimiento occidental por la paz, que podían haber sido escritos por el Departamento de Estado de EEUU, al afirmar que “no hay manera de convencer a la población de ninguna área subindustrializada de la Unión Soviética, que carezca de bienes industriales elementales y otras comodidades sociales, o de la propia electricidad, de que una central nuclear podría producir efectos colaterales dañinos”.4 Estas líneas fueron nuevamente publicadas un año después del desastre de Chernobyl. Aunque la afirmación publicada por el Financial Times, según la cual “la revolución en Alemania Oriental fue tal vez la primera en la historia en que el rechazo de la contaminación ambiental jugó un papel importante” puede encerrar alguna exageración, se verificó que las cuestiones ecológicas constituían una de las bases más eficaces que utilizaron los movimientos democráticos en la URSS y en Europa Oriental para promover la movilización de masas.5
No obstante, más allá de cualquier error específico de pronóstico, el fracaso más importante de las teorías que daban cuenta de los regímenes estalinistas como un sistema social diferente e inferior al capitalismo occidental se produce en el momento de explicar las crisis que tuvieron lugar en esos países en la década de 1980. Esto ocurrió porque, en gran medida, las crisis tenían sus raíces en el éxito histórico del estalinismo. Recordemos, en primer lugar, la meta establecida por Stalin para la URSS en 1931, o sea, la de “superar el atraso” de la URSS respecto a los “países avanzados […] en diez años”. Aunque ese objetivo no se alcanzó en 1941, la industria pesada construida durante los dos primeros Planes Quinquenales (1928-37) proporcionó la base económica para el esfuerzo de guerra del país contra la Alemania nazi. En la década de 1950, la Unión Soviética se convirtió en la segunda mayor economía industrial del mundo. El producto industrial per capita en 1929 era el 25% del promedio de Europa occidental, y llegó al 84% en 1963. Los métodos utilizados para promover esta transformación —distribución centralizada de los recursos en una economía sumamente cerrada y controlada por el Estado— no diferían cualitativamente de la reacción de las potencias occidentales al derrumbe económico de la década de 1930 y, en realidad, se adoptaron principalmente como respuesta a la competencia militar de las economías más avanzadas.6 Los Estados del Este europeo, sujetos a la hegemonía política y militar de la Unión Soviética y estructurados de acuerdo con los principios estalinistas a finales de la década de 1940, disfrutaron inicialmente de un período de euforia económica. Sobre este punto, M. C. Kaser comenta que:
La tasa media de crecimiento obtenida en la región durante las dos primeras décadas de planificación central (1950-70) fue más alta que las tasas más altas conseguidas en los mejores años de entre guerras (1925-29). Los dos países menos desarrollados crecieron tan rápidamente como los dos que crecieron más rápido en el mejor período de cinco años, entre las guerras, Checoslovaquia y Hungría.7
El dinamismo del Bloque Oriental hacia finales de la década de 1950 provocó que altos funcionarios norteamericanos, como el director de la CIA, Allen Dulles, comparecieron ante el Congreso y advirtieron sobre “el desafío económico y tecnológico soviético”.8
Pero en la década de 1960 la situación comenzó a cambiar. A mediados de la misma, las tasas de crecimiento soviéticas comenzaron a caer. La tasa de crecimiento medio durante la década de 1970, de 2’6%, era comparable a la de las economías de Europa occidental, afectadas en esos años por dos grandes recesiones mundiales, y estaban muy por debajo de las metas planeadas.9 En 1980, la economía soviética, según Aganbegyan, se encontraba en un proceso de estancamiento. Algunos países de Europa Oriental, particularmente Polonia, experimentaban crisis ahora más agudas. ¿Cuál era la razón de estas dificultades? Hasta cierto punto, reflejaban la maduración de las economías estalinistas. Las altas tasas de crecimiento obtenidas antes de las décadas de 1960 y 1970 habían sido logros de la “industrialización extensiva”, en la cual se construyeron y pusieron en funcionamiento nuevas fábricas, utilizando las abundantes reservas de mano de obra barata y las materias primas existentes en la propia URSS. Se puso de moda entre los analistas del Oeste y del Este decir, a partir de la década de 1960, que a medida que esas reservas disminuyeran el crecimiento posterior pasaría a depender de un modelo “intensivo”, donde el aumento de la producción se lograría mediante aumentos en la productividad y una innovación tecnológica más veloz. Y se volvió igualmente banal argumentar que la economía de mando y control burocrático erigida en la década de 1930 constituía un gran obstáculo en dicha transformación.
La atención se fue concentrando cada vez más en las patologías de este tipo de economía —en las carencias aparentemente endémicas de los bienes de consumo y de capital, en el desperdicio ocasionado por ciclos de inversión que en general culminaban en numerosos proyectos incompletos, en la ineficiencia debida a una coordinación mediocre entre sectores y en la incapacidad de los planificadores para procesar el enorme volumen de informaciones que se acumulaban en el centro. El economista húngaro Janós Kornai realizó uno de los intentos más rigurosos de teorizar tales fenómenos. Argumenta que dichos fenómenos implican una reproducción constante de la escasez, ocasionada por el hecho de que “no hay un límite autoimpuesto a la demanda de recursos de inversión”, de modo que las empresas tienden a acumular insumos y, de esta forma, crean escasez. Esto se vuelve un círculo vicioso, donde la escasez de bienes lleva a una “campaña por la cantidad” más intensa por parte de la industria, lo que a su vez intensifica la escasez.10 Kornai, no obstante, no explica satisfactoriamente las razones de lo que denomina “hambre de inversión casi insaciable”. A este respecto, Martin Wolf realiza una sugerente comparación:
Una de las maneras de concebir la anormalidad de la economía soviética consiste en considerarla como un caso extremo de economía de guerra. Hay implicado bastante más que proveer a la defensa. Es igualmente importante el énfasis en la industria pesada y la indiferencia respecto al consumo; el aislamiento de la economía y la centralización extrema, la inflación reprimida, los llamados al sacrificio colectivo; y la paranoia.11
En realidad, los fenómenos de escasez y desperdicio analizados por Kornai fueron aspectos generales de las economías de guerra organizadas por todas las potencias en 1914-18 (cuando quebraron la espina dorsal del régimen zarista) y en 1939-45. La clave era la rivalidad militar entre la URSS y las economías avanzadas, que comenzó hacia finales de la década de 1920 y tuvo continuidad con la Guerra Fría, aprisionando a la economía soviética en una estructura organizacional que generó las ineficiencias diagnosticadas por Kornai y otros. La prioridad económica del sector militar explica por sí misma la reducción del crecimiento iniciada en la década de 1960. De acuerdo con una estimación soviética reciente, el PIB (Producto Interior Bruto) total de la URSS en 1987 era cercano a la mitad del estadounidense; y el PIB per capita era apenas el 42% del estadounidense. La carga impuesta a la Unión Soviética para igualar los gastos militares de una economía mucho más grande y avanzada fue enorme. Cerca del 13% del PIB soviético se destinó a gastos de defensa en 1987, o sea, dos veces la cifra estadounidense.12 Recursos de inversión que se podrían haber usado para aumentar la productividad de las industrias civiles, en vez de estar destinados a esta finalidad fueron derivados para el desarrollo de sistemas de armamento cada vez más costosos y sofisticados.
Más importante todavía, para explicar la crisis del estalinismo, es la transformación que atravesó la economía mundial en la última generación. Particularmente después del extenso boom de las décadas de 1960 y 1970, la tendencia más importante ha sido la globalización de la economía. El comercio y las inversiones se internacionalizaron crecientemente con el desarrollo de lo que Nigel Harris llamó el “sistema manufacturero global”, en el que se lograron grandes aumentos en la productividad al organizar la producción trascendiendo las fronteras nacionales. La creciente importancia de la empresa multinacional como forma de organización productiva, se vio acompañada por el desarrollo de enormes flujos de inversiones financieras internacionales, a medida que los bancos y las bolsas de valores también trascendían las fronteras nacionales. Esta integración global del capital implicó una gran reducción del poder económico del Estado-nación. La intervención del Estado en la economía no cesó —como lo testimonia el empleo de políticas keynesianas de estímulo de la demanda y de expansión del crédito, adoptadas por los gobiernos de la Nueva Derecha en Estados Unidos y Gran Bretaña en la década de 1980—, pero dejó de implicar el habitual tipo de distribución centralizada de recursos, no solo característico de la URSS sino también de los países avanzados entre las décadas de 1930 y 1950.13
La globalización del capital dejó estancados a los Estados estalinistas. Las formas de organización que habían transformado a la Unión Soviética en una superpotencia e industrializado a los países del Este europeo ya no se correspondían con los modelos mundiales de desarrollo. El milagro económico de las décadas de 1970 y 1980 fue la industrialización de sectores del Tercer Mundo. Los países de nueva industrialización (NICs) consiguieron escapar del viejo ciclo del subdesarrollo gracias al papel desempeñado por un Estado altamente intervencionista. El Estado surcoreano, por ejemplo, controlaba dos tercios de las inversiones nacionales y dirigía las decisiones de inversión del chaebol, las 50 empresas privadas más grandes. A este respecto, comenta M. K. Datta Chaudhuri: “Ningún Estado, fuera del Bloque socialista, jamás llegó cerca de este grado de control de los recursos de inversión en la economía”.14 No obstante, la acumulación dirigida por el Estado no se orientaba hacia la construcción de una economía nacional independiente del resto del mundo. Al contrario, tenía por objetivo irrumpir en los mercados mundiales, con textiles y vestimenta en la década de 1960, con acero y construcciones navales en la década de 1970, con vehículos y bienes de consumo electrónicos en la década de 1980. Los NICs más exitosos, los situados en la costa del Pacífico, triunfaron como exportadores de bienes manufacturados.
El arcaísmo del modelo de capitalismo de estado erigido en la URSS en la década de 1930 y trasplantado a Europa Oriental después de la guerra se volvió cada vez más evidente. La crisis en Polonia asumió proporciones de seria gravedad, cuando sus dirigentes intentaron, en la década de 1970, aliviar las tensiones sociales internas con una política de crecimiento financiado por inversiones a gran escala logradas mediante préstamos obtenidos de los bancos occidentales, con la esperanza de que estos préstamos se pagarían con divisas extranjeras obtenidas con la exportación de gran parte de la producción de las nuevas fábricas. El inicio de la segunda gran recesión mundial, a finales de la década de 1970, destruyó estos planes y dejó envuelta a Polonia en una profunda crisis de endeudamiento, muy semejante a la que sufrían algunos NICs latinoamericanos, como Brasil, México y Argentina.15 La situación de la propia URSS quedó disfrazada por el hecho de que el gran aumento de los precios del petróleo en la década de 1970 permitió al régimen de Brezhnev importar tecnología y bienes de consumo de Occidente y, de esa manera, alejar el día del ajuste económico de cuentas. En la década de 1980, por su parte, se volvieron cada vez más evidentes las dificultades que enfrentaba la Unión Soviética. La falta de integración en el mercado mundial le impedía a la URSS acceder al aumento de la productividad laboral vinculada a la participación en la división internacional del trabajo. La dependencia de la tecnología importada conllevaba una presión creciente, a medida que la carrera armamentista se aceleraba con el recrudecimiento de la Guerra Fría a finales de la década de 1970, estimulada por el desarrollo de sistemas de armas cada vez más sofisticados. Y la caída de los precios del petróleo evidenciaba su dependencia de las exportaciones de materias primas muy vulnerables a las oscilaciones de los mercados mundiales.
Lo que Chris Harman llama “el cambio del capitalismo nacional al capitalismo multinacional” a nivel global, generó de esta manera poderosas fuerzas externas, que amenzaban a la URSS con el estancamiento, e incluso el colapso, a menos que de alguna forma se abriera su economía tan cerrada16. Simultáneamente, se acumularon presiones internas a favor de que hubiera cambios, principalmente durante el período en que Brezhnev ejerció el cargo de Secretario General (1964-82). A este respecto, Boris Kagarlitsky argumenta:
La era Brezhnev en general fue considerada por los observadores europeos como un período de paralización política y de estancamiento económico […] Al afirmar esto, no obstante, se está diciendo apenas media verdad. La década de 1970 constituyó un período de grandes cambios sociales y psicosociales, que tendrían consecuencias de gran alcance para la historia soviética. Los procesos que ocurrieron solo pueden ser comparados, en su importancia, con los cambios sociales que tuvieron lugar en Rusia durante el reinado “tranquilo” de Alejandro III (1881-94) que prefiguraron la Revolución de 1905 […] En la década de 1970, se completó la sociedad industrial en nuestro país, llegó al final el proceso de urbanización y surgió una nueva generación, modelada por las condiciones de una vida de ciudad europeizada.17
La urbanización de la URSS durante la última generación fue espectacular. En 1960, la población urbana apenas representaba el 49% del total; en 1985, había crecido hasta el 65% (y en la Federación Rusa el 70%). Tan importante como esta tendencia general fue lo que Moshe Lewin llamó “el reagrupamiento interno de los habitantes, en favor de las aglomeraciones mayores”. Las 272 ciudades soviéticas con más de 100.000 habitantes albergaban en 1980 a un tercio de la población total. El número de ciudades con más de un millón de habitantes subió de 3 en 1959 a 23 en 1980.18 Estos cambios se vieron acompañados por un aumento significativo del nivel de vida. En este sentido, Jerry Hough observa:
En la era Brezhnev, en particular, el país se volvió una sociedad de electrodomésticos, en la cual las personas se mudaban de un apartamento de un ambiente a otro con dormitorio, en la cual el consumo de carne (a pesar de una estabilización temporal a finales de la década de 1970) se aproximó a los niveles británicos.
Entre 1960 y 1985, la carne consumida per capita aumentó de 39’5 Kg. a 62’4 Kg., los metros cuadrados de espacio residencial urbano per capita de 8’9 a 14’3, y las familias que poseían neveras pasaron del 4% al 92%. El número de familias con lavadoras pasó del 4% al 70% y con televisor del 8% al 99%.19 Finalmente, la estructura social de la población urbana se fue diferenciando y haciendo cada vez más compleja. La clase trabajadora dedicada a labores manuales era cada vez más estable, transformándose en un grupo que se autorreproducía, dejando de reclutarse principalmente entre inmigrantes campesinos, y contaba con niveles crecientes de calificación y educación. Tal y como sucedía en Occidente, su expansión culminó en la extensa y ambigua categoría de los “asalariados”, comprendiendo aquí tanto a los y las trabajadoras de cuello blanco como a una intelligentsia compuesta por profesionales altamente calificados, gerentes de empresas y administradores.20
El liderazgo del gobierno Brezhnev y sus defensores consideraban estos cambios socioeconómicos como una señal de que la URSS llegaría al “socialismo maduro” o “desarrollado” (una categoría que encerraba, entre otras cosas, la ventaja de agregar una nueva etapa en la transición al comunismo). En realidad, esto incrementaba los problemas del régimen. Los crecientes niveles de educación y consumo generaban expectativas que no se materializaban. La intelligentsia se impacientaba con las restricciones impuestas por las estructuras burocráticas, cuyas disfunciones eran evidentes, y se molestaba con las desigualdades de ingresos relativamente limitados que le dejaban en una situación financiera inferior a la de sus homólogos de Occidente, la “nueva clase media”. Las y los trabajadores se quejaban de los bajos niveles de vida, de las gerencias incompetentes y de las relaciones de trabajo opresivas. Los cambios culturales que fueron posibles gracias a la expansión de la educación secundaria y superior y al desarrollo de una sociedad urbana de consumo crearon una población culta y sofisticada, que se impacientaba con las mentiras, con las distorsiones y los consensos de los medios oficiales de comunicación. Kagarlitsky cita a un sociólogo soviético, según el cual “el nivel cultural de las masas pasó a ser durante la década de 1970, en promedio, un poco más elevado que el nivel cultural de la élite gobernante”.21 Trabajadores, gerentes y técnicos calificados cultivaban un fuerte sentimiento de injusticia social, basado en el conocimiento general de los inmensos privilegios materiales disfrutados especialmente por quienes formaban parte de los altos escalones de la nomenklatura”.22 El mayor contacto con Occidente contribuyó a una percepción cada vez más amplia de que el “socialismo maduro” se estaba atrasando, en relación con sus competidores supuestamente inferiores, y estimuló además la aparición de una cultura extraoficial, en la cual la música rock desempeñó un papel importante. Cuando Brezhnev murió en noviembre de 1982, la ideología estatal ya no contaba con respaldo, a medida que grandes sectores de la población comenzaron a optar abiertamente por alternativas que variaban desde la nueva cultura de la juventud al nacionalismo ruso tradicionalista, este último tácitamente estimulado por un sector de la burocracia. La URSS entró en la década de 1980 en medio de una profunda crisis de hegemonía.
La modernización autoritaria de la URSS mostraba sus límites. Las formas organizacionales que habían hecho posible la industrialización acelerada después de 1928 impedían en estos momentos un mayor desarrollo. Simultáneamente, el propio proceso de industrialización creó una población urbanizada y educada, que ya no estaba dispuesta a seguir tolerando las ineficiencias y desigualdades del sistema estalinista. En este contexto, los conflictos dentro de la burocracia se volvían más agudos, entre conservadores y reformistas —conflictos intrínsecos a la vida política soviética desde la muerte de Stalin.23 Todavía permanecen oscurecidos los alineamientos de fuerzas y los procesos que llevaron a Gorbachov al cargo de Secretario General del partido. Lo que no admite duda, no obstante, es que las políticas que adoptó representaron un intento de sacar al sistema estalinista de la crisis, a través de la reforma en lugar del desmantelamiento del sistema. Muchos miembros de la izquierda occidental afirman que el programa de Gorbachov era más radical. Para Tariq Ali, “con el fin de preservar a la Unión Soviética, Gorbachov necesita completar una revolución política (que ya está en curso), pero una revolución política basada en la abolición de todo el sistema de la nomenklatura y de los privilegios, sobre el cual reposa el poder de la burocracia”.24 En realidad, la perestroika, como reestructuración económica, o en un sentido más amplio, como reestructuración de la vida política y social en general, asumió inicialmente la forma de pequeños ajustes, destinados principalmente a fortalecer y modernizar los controles centrales —Zhores Medvedev describe el proyecto de Aganbegyan como “una versión computarizada de la economía de mando y control”—acompañados de una poderosa retórica de cambio y estímulo a la crítica bajo la consigna de glasnost (apertura)”. Medvedev evaluó los dos primeros años de Gorbachov en el poder, señalando que el Secretario General “no fue ni un liberal ni un reformista osado. Prefirió modificaciones, métodos administrativos y ajustes económicos a reformas estructurales y políticas”.25 La iniciativa más atrevida de Gorbachov se produjo inicialmente en la política exterior, esfera en que procuró mejorar las relaciones con Occidente con la esperanza de reducir el fardo de los gastos en defensa.
La radicalización de las políticas internas de Gorbachov, especialmente después de su discurso de enero de 1987 en el Pleno del Comité Central del PCUS, podría interpretarse como una refutación de valoraciones como las de Medvedev. El proceso mediante el cual los reformadores situados en la maquinaria de gobierno evolucionaron hacia medidas políticas y económicas de alcance mucho mayor no reflejó una estrategia previamente preparada, pero sí la dinámica de las luchas que se fraguaron en el seno de la burocracia. Asimismo, las reformas relativamente moderadas del período inicial de Gorbachov fueron, en su mayor parte, saboteadas por los apparatchiks en los ministerios vinculados a la economía. Gorbachov y sus aliados acabaron convenciéndose de que solamente podrían salvar al sistema con medidas más radicales: desmantelamiento parcial de la economía de mando y control, mediante su sustitución por controles “verticales” operados desde el centro con mecanismos de mercado “horizontales”, a fin de coordinar las empresas y obligarlas a tornarse más eficientes, junto a la adopción de un alto grado de liberalización política, especialmente bajo la forma de elecciones libremente disputadas para el partido y los órganos del Estado. Estas reformas políticas —sobre todo la creación de un nuevo parlamento, el Congreso de los Diputados del Pueblo, cuya elección en marzo de 1989 fue la primera realmente libre desde la Revolución de Octubre— conllevaron un llamamiento de los reformistas a que la gente los apoyase en su lucha contra los conservadores. La decisión de someter a un auditorio más amplio las divergencias dentro del aparato estatal señaló el momento decisivo en el proceso de glasnost, el momento en que el derrocamiento revolucionario de los regímenes estalinistas se convirtió en una posibilidad real.
El objetivo de Gorbachov continuó siendo, incluso después de la radicalización de 1986-87, una reforma autoritaria, una tentativa de preservar el sistema estalinista a través de una modernización desde arriba. Está claro que no hay ninguna novedad en dicha estrategia: ya se intentó frecuentemente en los dos últimos siglos de historia mundial y, en realidad, en Rusia se remonta a una época todavía más distante, a los tiempos de Pedro el Grande. Los reformadores autoritarios son vulnerables a una contradicción diagnosticada por Tocqueville: “El momento más peligroso para un gobierno nefasto ocurre cuando éste intenta rectificarse”.26 El dilema que enfrentaba el régimen reformista era que los cambios que intentaba realizar eran probablemente demasiado radicales para muchos de sus partidarios, pero demasiado tímidos para la mayoría de la población. La parálisis resultante de una clase gobernante dividida crea condiciones en las cuales puede surgir una revolución popular desde abajo. Tocqueville basó su análisis en la experiencia de la Revolución Francesa, que comenzó con una tentativa de la monarquía absoluta de Luis XVI de reformarse y acabó destronada por la polarización que resultó de la reacción aristocrática y la radicalización popular. Chris Harman identificó una dinámica similar en varios intentos que se hicieron para reformar los regímenes estalinistas en las décadas de 1950 y 1960:
Con el fin de intentar vencer a los sectores conservadores de la burocracia, que se oponían a las reformas en la década de 1950, el aparato político central (o una parte del mismo) procuró movilizar a otros elementos de la burocracia. Éste fue el significado real de las campañas antiestalinistas de 1953, 1956 y 1962, pero estaban claros los límites dentro de los cuales esto sería posible. Gran parte de la resistencia conservadora no se podría vencer sin el peligro de que el aparato represivo dirigido contra el resto de la sociedad quedase paralizado, desencadenando, de esta manera, fuerzas que podían fácilmente volverse en contra de la burocracia como un todo (como en Alemania Oriental en 1953, Polonia y Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968-69 y China en 1966-67). En la propia Rusia, la burocracia se detuvo antes de tomar medidas que pudieran tener estos desastrosos efectos, desde su punto de vista.27
Hacia finales de la década de 1980, confrontado con una crisis económica y social mucho más profunda de las que enfrentaron antes los gobernantes de la URSS tras la muerte de Stalin, Gorbachov y sus compañeros reformistas resolvieron arriesgarse a esos “desastrosos efectos”, apelando a las masas. Abrieron una Caja de Pandora, liberando un río hirviente de fuerzas políticas que amenazaron inmediatamente la propia existencia del sistema estalinista —frentes populares que exigían cambios democráticos radicales; movimientos nacionalistas en varias repúblicas no rusas, particularmente en la región del Báltico y en la Transcaucasia, que presionaban cada vez más exigiendo la independencia de la URSS; y organizaciones de trabajadores y trabajadoras formadas al margen de los sindicatos oficiales, especialmente después de las huelgas de mineros del verano y otoño de 1989. Este proceso de radicalización política contribuyó, por su parte, a estimular la movilización popular en Europa Oriental, que se vio recompensada en el invierno de 1989 con el colapso de los regímenes estalinistas en dicha región. La reforma se había transformado en revolución.
2. ¿Revolución política o social?
Escribiendo poco antes de las sublevaciones de 1989, Tim Garton Ash describió el proceso que se estaba desarrollando como una “refolución”, una mezcla singular de reforma y revolución, caracterizada por “un elemento fuerte y esencial de reforma voluntaria, sistemática, por iniciativa de una minoría esclarecida (pero apenas una minoría) de los partidos comunistas todavía dominantes”, que implicaba de forma crucial “una retirada sin precedentes: la iniciativa de compartir el poder e incluso —mirabile dictu— de renunciar al mismo enteramente, si perdiesen las elecciones”.28 Ash estaba pensando en las mesas redondas donde se promovían acuerdos entre el régimen y la oposición en Polonia y Hungría. No obstante, cuando llegó el cambio a Europa Oriental, mostró que no era un proceso gradual cuidadosamente controlado desde arriba, sino que consistió en una serie de transformaciones abruptas, alimentadas por la rebelión popular en contra de los gobiernos. La reforma desde arriba y la movilización de masas desde abajo interactuaron para provocar, de un modo absolutamente inesperado y con una rapidez extraordinaria, el abandono del monopolio del poder por los partidos estalinistas y su sustitución por gobiernos comprometidos con la implantación de regímenes parlamentarios liberales. La agitación en Europa Oriental constituye un ejemplo notable del papel de los resultados no intencionales en la historia: los efectos de la acción de la “minoría ilustrada” de reformadores en los regímenes estalinistas sobrepasó, con creces, sus intenciones. Este resultado ayudó a empujar a Gorbachov y sus aliados hacia una posición cada vez más conservadora, en la cual la glasnost fue sustituida por un autoritarismo reciclado.
Si seguimos las palabras de Perry Anderson, quien define a una revolución como “un episodio de transformación política convulsiva, comprimida en el tiempo y concentrada en un objetivo, que tiene un comienzo determinado —cuando el viejo aparato estatal continúa intacto todavía— y un final definido, cuando ese aparato es decisivamente liquidado y otro es construido en su lugar”, podemos, por lo menos provisionalmente, describir los levantamientos ocurridos en Europa Oriental como revoluciones.29 Una forma de régimen político —el gobierno estalinista de partido único— resultó suplantado, bajo la presión popular, por otro —la democracia liberal. ¿Pero cuál fue el significado social de esta transformación política? La interpretación más común, tanto en la izquierda como en la derecha, fue la de que el derrumbe del estalinismo en Europa Oriental llevaría a la restauración del capitalismo. La New Left Review, por ejemplo, al mismo tiempo que saludaba “la transición hacia la democracia”, temía una “restauración capitalista en el Este europeo” y preveía el surgimiento de “presiones restauracionistas”.30
Indudablemente, uno de los aspectos más notables de los nuevos gobiernos postestalinistas de Europa Oriental fue el compromiso que asumieron con lo que podríamos describir como políticas económicas thatcherianas —integración al mercado mundial, privatización de las empresas estatales, cierre de fábricas ineficientes, abolición de los subsidios al consumo— fundamentadas en la ideología de la nueva derecha occidental. Hayek y Friedman, los apóstoles del regreso al laissez-faire, destacaron como los principales inspiradores de los economistas que infestaron los nuevos gobiernos. Las panaceas neoliberales, en especial la idea de que el mercado es una condición necesaria tanto para la libertad política como para la eficiencia económica, se las tragaron con cáscara y todo los intelectuales de oposición aupados al poder por estas revoluciones. […] El programa económico thatcheriano, que representó el intento de los nuevos gobiernos de someter sus economías [a la disciplina del mercado], implicó sobre todo reducciones en el empleo y en los niveles de vida […]. Mientras en Checoslovaquia proseguía la ‘revolución de terciopelo’, el Financial Times, en noviembre de 1989, informaba que ‘los checos se volcaron hacia los economistas en busca de salvación’, destacando la popularidad de economistas neoliberales como Valtr Komarek, Václav Klaus y Milos Zeman. Había algo de vampiresco en el buen humor con que estos ‘expertos’, en vísperas de su subida al poder (Komarek fue Primer Ministro y Klaus Ministro de Finanzas del nuevo gobierno), prometían austeridad económica como premio de la revolución política. El Financial Times destacó que ‘un tema común es el logro de la democracia a cambio de un período de caída en los niveles de vida, que el Sr. Zeman cree que tal vez será del orden del 30% y 50%. No solo cuentan con un desbordamiento del entusiasmo democrático, sino también con un fuerte sentimiento de orgullo nacional’.31 Las proyecciones de un ajuste económico tampoco consistían en mera retórica. El sometimiento de la economía polaca en diciembre de 1989 a una “terapia de shock”, aplicada por el Ministro de Finanzas, Leszek Balcerowicz, que implicaba un presupuesto equilibrado y la abolición de los controles de precios y subsidios, provocó una reducción del 36% en el ingreso real para enero de 1990.32
¿Las políticas promercado de los gobiernos postestalinistas fueron un mecanismo de la restauración del capitalismo en Europa Oriental? Responder de forma afirmativa implicaría decir que allí existía algún tipo de sistema social poscapitalista antes de las revoluciones de 1989. Esta valoración, no obstante, se vio desmentida por la extraordinaria facilidad con que el estalinismo fue eliminado de Europa Oriental. Trotsky, por ejemplo, argumentaba que la restauración del capitalismo en la URSS exigiría “una intervención de cirugía militar”:
La tesis marxista relativa al carácter catastrófico de la transferencia del poder de una clase a otra no solo se aplica a los períodos revolucionarios, cuando la historia arremete locamente hacia delante, sino también a los períodos de contrarrevolución, cuando la sociedad va hacia atrás. Quien afirma que el gobierno soviético cambió gradualmente de proletario a burgués solo está, por así decirlo, pasando hacia atrás el film del reformismo.33
La afirmación de Trotsky de que la sustitución de un sistema social por otro es necesariamente violenta, con el fin de argumentar que la URSS aún era bajo Stalin un Estado obrero degenerado, ignoraba la barbarie llevada a cabo durante las transformaciones que ocurrieron después de 1928. Tony Cliff, por ejemplo, describe la década de 1930 como una “guerra civil de la burocracia contra las masas, una guerra civil en la cual solo uno de los lados contaba con armas y organización”.34 Las revoluciones de 1989, por más abruptas y dramáticas que hayan sido, destacaron por la ausencia de conflictos sociales y violentos a gran escala. El enfrentamiento entre manifestantes y policías en Alemania Oriental y Checoslovaquia implicó un nivel de violencia semejante al alcanzado por los choques entre las fuerzas antimotines y los mineros en huelga en Gran Bretaña. En Hungría y Polonia incluso la movilización de masas brilló por su ausencia: cuarenta años de gobierno estalinista, mantenido por la fuerza contra los consejos de trabajadores de Budapest en 1956 y contra el sindicato Solidaridad en 1981, caían en negociaciones entre los regímenes y aquellos a quienes dichos regímenes habían encerrado durante largo tiempo en las prisiones. Sin duda, esto ocurrió en parte como fruto de la negativa de la URSS a apoyar la represión de los movimientos democráticos en Europa Oriental. Como observa Tim Garton Ash: “Rumanía fue la excepción que confirma la regla. No fue ningún accidente que en el Estado que se había mantenido independiente de Moscú durante más tiempo, la resistencia de la seguridad armada de las autoridades constituidas fuese más feroz, sanguinaria y prolongada”.35
Pero la sustitución de la doctrina Brezhnev por la doctrina Sinatra (“A mi manera”) —como describió el portavoz del Ministerio del Exterior soviético, Gennady Gerasimov, el modo en que Gorbachov, de repente, sacudió la alfombra de buenos clientes como Honecker y Jakes— no consigue explicar el entusiasmo con el que grandes sectores de la nomenklatura gobernante recibieron la apertura de Europa Oriental al mercado. Para comprender este punto, debemos tener en cuenta la naturaleza de este grupo, que Jacek Kuron y Karol Modzelewski denominaron “la burocracia política central”.36 Un estudio sobre la élite soviética informa que sumaba (a inicios de la década de 1970) cerca de 227.000 personas, en cargos importantes o posiciones de nomenklatura, todos ellos titulares de significativos privilegios materiales —altos funcionarios del partido, de los ministerios, del Komsomol, de los sindicatos, de las fuerzas armadas, de la policía y del servicio diplomático; principales administradores de empresas públicas; e intelectuales de alto nivel (profesores universitarios, jefes de institutos de investigación, editores de diarios y revistas, etc.)37. Muchos otros estudios comprueban la dimensión que alcanzó la nomenklatura como organización administrativa: no solo abarcaba a quienes servían en los ministerios industriales y dirigían las empresas públicas, sino también a quienes lo hacían en el aparato del partido, particularmente en las secretarías regionales (obkom), que desarrollaban funciones importantes de coordinación económica y se ocupaban principalmente de la administración de la economía.38 El carácter de la burocracia política central en Europa Oriental era básicamente el mismo.
El papel fundamental de la nomenklatura en la gestión de la economía obligó a muchos de sus miembros a enfrentar la creciente crisis del modelo burocrático. Directores de empresas públicas y secretarios regionales se impacientaban ante las restricciones que les imponían ministerios industriales y planificadores centrales, y se resentían ante la interminable sustracción de trabajadores e insumos materiales resultante de la escasez endémica. Simultáneamente, la creciente inclusión de las economías del Este europeo en los mercados mundiales —a pesar del ritmo lento de la reforma económica, tras la caída de Khruschev y Dubcek, Polonia y Hungría, en especial, obtuvieron grandes préstamos de Occidente e hicieron esfuerzos para pagarlos con crecientes exportaciones generadoras de divisas— fue acostumbrando a los gerentes a la cooperación con empresas occidentales. A pesar de los esfuerzos del régimen de Honecker para reducir el comercio con Occidente, a fin de evitar el tipo de crisis de endeudamiento experimentada por Polonia y Hungría en la década de 1980, 30% del comercio de Alemania Oriental, en vísperas de la revolución, se realizaba con países de la OCDE.39 La necesidad de tecnología avanzada impuso un estímulo a las iniciativas conjuntas con firmas de Occidente: a mediados de octubre de 1989, subía a 2.090 el número de esas iniciativas registradas en la URSS, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria.40 La experiencia de la crisis de sus propias economías y de las ventajas resultantes de la internacionalización del capital animó a los gerentes más exitosos —como, por ejemplo, los que dirigían Kombinate, el conglomerado de las 126 empresas industriales verticalmente organizadas que dominaban Alemania Oriental— a pensar que su futuro estaría ligado al desmantelamiento del sistema burocrático de mando y control y a una mayor integración con las multinacionales de Occidente.
El Financial Times, por ejemplo, informaba en enero de 1990:
Los gigantescos monopolios de propiedad estatal de Alemania Oriental se transformarán en sociedades anónimas por acciones, con accionistas del Este y del Oeste, según el Sr. Fredrich Wokurka, director-gerente de Robotron, la mayor compañía de productos electrónicos del país, quien tiene algo que ver en esto […] “si los mercados financieros internacionales se abren para la República Democrática Alemana, implicará que ésta también se abrirá para ellos”, dijo el Sr. Wokurka al Financial Times. “No puede haber medias tintas”.
La entrevista continúa y Wokurka, “miembro del partido como casi todos los gerentes de empresas estatales”, explica luego que su:
entusiasmo por la economía de mercado no era totalmente nuevo […] Pero, hasta hace poco tiempo, era algo que solo podía hablar en la privacidad de su hogar. Al igual que un buen número de otros directores de Kombinate, se ponía como una fiera cuando leía artículos escritos por economistas de Alemania Oriental que defendían “una tercera vía” para el país —entre el socialismo y el capitalismo.41
Wokurka no tenía nada de excepcional. a la caída del Muro de Berlín le siguió una marea de iniciativas conjuntas negociadas entre multinacionales de Alemania Occidental y Kombinate de Alemania Oriental —entre Volkswagen y Opel e IFA—Kombinat (para automóviles), entre Pilz y Robotron (para discos compactos), entre Zeiss y VEB Jena (para productos ópticos), y entre muchas otras.42
Negocios de este tipo —más espectaculares en Alemania Oriental a causa de su economía relativamente avanzada y de su incorporación inminente a la República Federal— indican el carácter muy limitado de los cambios socioeconómicos que ocurrían en el Este europeo. Sectores importantes de la vieja clase dominante estaban abandonando el viejo sistema autárquico a cambio de la integración al capital internacional. Chris Harman describió este proceso como “moverse hacia el lado” —es decir, cambiar una variante de capitalismo por otra, el capitalismo de estado por el capitalismo multinacional.43 Esto no implicaba la eliminación completa del Estado —al fin y al cabo, la intervención estatal continúa siendo un aspecto fundamental de las economías de Occidente— sino un proceso de reestructuración socioeconómica, que permitía a gran parte de la nomenklatura transformarse de apparatchiks en ejecutivos privados, ya fuera de firmas de propiedad local o de subsidiarias de multinacionales occidentales.
La organización resultante implicaría grandes cambios en las estructuras económicas. Una entrevista concedida al Financial Times por el presidente del Consejo de Administración de Volkswagen, Karl Hahn, sugería que su iniciativa conjunta con IFA-Kombinat llevaría al desmantelamiento de hecho del cártel alemán oriental:
Actualmente la industria automovilística de Alemania Oriental se halla integrada verticalmente en un grado mucho más alto del que se observa en Occidente. IFA-Kombinat lo realiza todo, desde el montaje del vehículo hasta virtualmente todo el sector de autopartes. “Esa situación implica el más alto grado de ineficiencia”, dice el Sr. Hahn44.
En términos más generales, los esfuerzos realizados por las economías capitalistas de estado más exitosas, en el sentido de instalar dentro de sus fronteras todas las industrias necesarias para un desarrollo autárquico, les impidieron acceder a los beneficios de la división internacional del trabajo. De acuerdo con el Financial Times:
Karl Zeiss Jena, una de las principales compañías de alta tecnología de la República Democrática Alemana, desarrolló un chip de 1 megabyte con un coste de 14.000 millones de marcos (U$S 3.285 millones), siendo esta cifra superior al 20% de las inversiones anuales totales de Alemania Oriental […] Especialistas occidentales reconocieron la proeza, pero dijeron que Siemens, en Alemania Occidental, consiguió producir rápidamente un gran volumen de esos mismos chips y los pudo usar en sus propios productos, con una inversión mucho menor. Alemania Oriental podría haber estado mejor financieramente si hubiera comprado esos chips a un precio mucho más barato en el mercado mundial.45
La transición del capitalismo de estado hacia el capitalismo multinacional exigía desmontar las múltiples estructuras organizacionales que se crearon para promover el desarrollo económico fuera del mercado mundial. Numerosos gerentes del Este europeo, no obstante, emergieron como beneficiarios de ese proceso, especialmente si, como es el caso de los jefes de Kombinate, lograban vincularse a alguno de los centros de poder de la economía mundial. También podía haber grandes perdedores entre los gerentes menos cualificados y ágiles, y tal vez entre quienes integraban principalmente el aparato económico central del viejo sistema de mando y control burocrático. Toda la historia del capitalismo es una historia de reestructuraciones, en las cuales son eliminados los miembros menos eficientes de la propia clase dominante. Las décadas de 1970 y 1980 fueron de enormes convulsiones en Occidente, fruto de la gran reorganización de las estructuras empresariales como reacción a las recesiones globales, la competencia internacional más violenta y el crecimiento de la especulación financiera. Los cambios en el Este europeo, en numerosos aspectos, son una versión concentrada del mismo proceso, en la medida en que el último y más fuerte reducto del desarrollo económico autárquico, que fuera la norma global entre las décadas de 1930 y 1950, se abrió finalmente.
El significado social de las revoluciones de Europa Oriental se vio oscurecido por su aspecto más visible, el colapso de los Estados estalinistas de partido único. Una clase económicamente dominante debe distinguirse de la forma política específica a través de la cual consolida su cohesión y mantiene su dominio sobre la sociedad. La burguesía alemana permaneció siendo económicamente dominante durante todo el siglo, a pesar de los cambios en los regímenes políticos: el Segundo Reich casi absolutista, la República de Weimar parlamentaria, la dictadura nazi y, finalmente, la Bundesrepublik. La relación entre la clase dominante y el régimen político fue mucho más íntima durante el estalinismo; el propio nombre utilizado frecuentemente hace referencia al sistema de nomenklatura, a través del cual el liderazgo del partido nombraba a los principales cargos. Aun así, el Estado de partido único proporcionaba un marco político mediante el cual la clase dominante de burócratas, gerentes, generales y miembros de la policía secreta ejercían su poder social.
La diferencia entre partido y clase dominante quedó dramáticamente demostrada durante el auge de Solidaridad en 1980-81. Bajo la presión del levantamiento de la clase trabajadora, las estructuras de gobierno se quebraron y el propio partido se desintegró. Pero el Estado no se desmoronó —en especial, los aparatos represivos del ejército y de los servicios de seguridad resistieron y proveyeron las estructuras de mando y los recursos coercitivos necesarios para organizar el Golpe de Estado de diciembre de 1981. Uno de los aspectos más notables de las revoluciones de 1989 fue lo poco que afectaron al aparato represivo del Estado. Incluso, en algunos casos, los militares ayudaron a promover el cambio. En Polonia, el general Jaruzelski, arquitecto del golpe de 1981, y el ministro del interior, administrador en jefe de la ley marcial, el general Kiszczak, desempañaron un papel crucial en las conversaciones con Solidaridad y en la formación del gobierno de coalición de Mazowiecki (bajo el cual continuaron ejerciendo sus cargos). En Rumanía, la decisión de los jefes del ejército de apoyar el levantamiento popular contra un régimen cuyo carácter dinástico y personal lo aisló del grueso de la propia nomenklatura, garantizó el éxito de la Revolución de Navidad. La Stasi, de Alemania Oriental, fue la que sufrió mayor presión (aunque el Nuevo Forum de la oposición intentase defender sus instalaciones contra la furia popular). En otros países, los viejos aparatos de seguridad —el StB en Checoslovaquia e incluso la Securitate rumana— continuaron funcionando bajo los nuevos gobiernos. Al contrario de lo que se requería para una revolución según Perry Anderson, el “aparato del viejo Estado” no fue “decisivamente eliminado” por el colapso del estalinismo.
La continuidad substancial de los aparatos centrales del poder del Estado y del personal de la propia clase dominante indica los límites de las revueltas políticas en Europa Oriental. Representan más bien un cambio de régimen político en lugar de un cambio de régimen social. Trotsky trazó una importante distinción entre las “revoluciones sociales”, como las “que substituyeron el régimen feudal por el burgués”, y las “revoluciones políticas que, sin destruir los fundamentos económicos de la sociedad, barren la vieja corteza dominante (1830 y 1848 en Francia, Febrero de 1917 en Rusia)”.46 Creía que el derrocamiento del estalinismo por la gente equivaldría a una revolución de este tipo, y dejaría intactos los “fundamentos económicos” del Estado obrero establecido en octubre de 1917, a pesar de su posterior degeneración burocrática. Los regímenes estalinistas de Europa Oriental fueron, de hecho, derrocados por revoluciones políticas, pero no del tipo que esperaba Trotsky. El modo capitalista de producción, cuya forma burocrática estatal-capitalista fuera establecida en la URSS durante la contrarrevolución de Stalin de 1928-32 y extendida a Europa Oriental después de 1945, permaneció tras las revoluciones de 1989. El logro de estas revoluciones consistió en generar una reorganización política de la clase dominante, que permitiera a las economías del Este europeo una plena integración al mercado mundial y la reestructuración requerida para la transición del capitalismo de estado al capitalismo multinacional.
Naturalmente, los millones que salieron a las calles en toda Europa Oriental en el otoño e invierno de 1989 no lo hicieron para “moverse hacia el lado”, es decir, para pasar de una variante de capitalismo a otra. Asumieron los grandes riesgos implicados, especialmente en la primera fase de movilizaciones populares, porque sus gobernantes habían quedado visiblemente debilitados ante los cambios que ocurrían en la URSS. Inspirados por el ejemplo y por sus propios éxitos, desarrollaron un creciente sentimiento de autonomía, de capacidad para rehacer sus propias vidas. El triunfo que obtuvieron fue un gran acto de autoliberación que, tanto en sí mismo como por las mayores libertades que perseguía, no podía dejar de aclamarse y celebrarse. Inevitablemente, sin embargo, los movimientos populares en Europa Oriental se vieron profundamente influenciados por lo que se volvería consensual entre los intelectuales del régimen y de la oposición, como resultado de la decadencia progresiva de la ideología “marxista-leninista”: la idea de que las economías de mercado que predominaban en Occidente proporcionaban el único marco para la libertad política y el progreso material.
Todo indicaba que esas esperanzas se verían frustradas. Dos informes fechados en abril de 1990 enfatizaban las dificultades por las que pasaba la reestructuración de las economías de Europa Oriental. El Instituto Financiero Internacional observó que Europa Oriental, con el 2’5% de la población mundial, el 2% de la producción mundial, exportaciones equivalentes al 75% de las de Hong Kong y un endeudamiento en monedas fuertes que equivalía al 25% de la deuda de América Latina, difícilmente constituía una zona muy atrayente para las inversiones occidentales. Era probable que los nuevos préstamos privados solo alcanzarían volúmenes muy pequeños y que las inversiones directas de las multinacionales occidentales serían muy selectivas y concentradas en las economías más avanzadas —Alemania Oriental, Hungría y Checoslovaquia.47 La comisión de la ONU para Europa planteó dudas sobre la capacidad de las economías del Este europeo para canalizar el tipo de ayuda estatal prometida por la Comunidad Europea. Manifestó además preocupaciones sobre las consecuencias sociales de la reestructuración, advirtiendo, de acuerdo con el Financial Times, que “el consenso social a favor de las reformas podría verse amenazado si los beneficios iniciales de las duras medidas de reestructuración fueran usados para pagar los servicios de la deuda externa y no para inversiones internas y el consumo privado. La privatización podría “simplemente transformar los monopolios públicos en privados” y “llevar a grandes transferencias de riqueza, para los viejos gerentes y ex miembros de la nomenklatura o para los recién llegados de Occidente”.48
Es poco probable que el futuro inmediato de Europa Oriental coincidiera con alguna versión idealizada de las democracias liberales más prósperas de Occidente (Alemania Occidental o Suiza); lo más probable es que la realidad se aproxime a la de aquellas economías latinoamericanas más desarrolladas. Países como Brasil y Argentina experimentaron, a mediados de la década de 1980, la substitución de dictaduras militares por regímenes parlamentarios. Esta liberalización política ocurrió sobre el trasfondo de la crisis de la deuda, que condujo a medidas de austeridad, reduciéndose la producción, los ingresos y el empleo. Los nuevos regímenes parlamentarios, por consiguiente, nacieron débiles, intentando sobrellevar la profunda crisis social creada por el empobrecimiento a gran escala y enfrentados a grandes desafíos políticos, tanto de derecha (los militares argentinos) como de izquierda (el poderoso movimiento obrero brasileño). Los nuevos regímenes de Europa Oriental, con toda probabilidad, asumirán también la forma de democracias débiles, amenazadas por la inestabilidad social y política a gran escala —un futuro que recordará al pasado de la región en los años de entreguerras, cuando los nuevos Estados creados por el colapso de los imperios centroeuropeos oscilaron, en su mayor parte, entre débiles regímenes parlamentarios y dictaduras militares.
Los gobiernos postestalinistas, no obstante, gozan de una ventaja importante, ya que fueron reclutados entre los viejos movimientos de oposición. Respecto a Polonia, Tim Garton Ash observó:
El primer ministro, el ministro de trabajo, el editor en jefe de la Gazeta Wyborcza, para no hablar de Lech Walesa, fueron incuestionablemente hombres de Solidaridad. Si hoy les dicen a los trabajadores —“¡No se declaren en huelga! ¡Acepten el cierre de las fábricas! ¡Confórmense con la baja de los salarios reales!”— tienen mejores oportunidades de ser escuchados que cualquier otra persona, porque los trabajadores saben que esos hombres, por encima de cualquiera, lucharon por sus derechos durante los últimos diez años.49
La situación resultante estaba repleta de ironías. Ex marxistas como el ministro de trabajo, Jacek Koron, y el editor de la Gazeta Wyborcza, Adam Michnik, se opusieron a las huelgas en contra de las medidas de austeridad, que a su vez estaban apoyadas por los OPZZ, los viejos sindicatos estalinistas. El enorme capital político del gobierno de Mazowiecki le permitía llevar adelante las medidas de reestructuración que su predecesor estalinista bajo Mieczyslav Rakowski no consiguió implementar, pero el gran entusiasmo de 1980-81 ya era cosa del pasado. Solidaridad, una vez legalizado, solo consiguió atraer a dos millones de miembros, una pequeña parte de los diez millones que congregó en su momento de auge.
Integrar las economías del Este europeo al mercado mundial implicaría evidentemente grandes reducciones en los empleos y los niveles de vida —se esperaba que la incorporación de Alemania Oriental a la República Federal causase un aumento del desempleo en dos millones, o el 20-25% de la fuerza de trabajo, en el Este.50 Hasta un gobierno tan popular como el de Václav Havel vaciló antes de tomar medidas de ese tipo —los dos principales ministros del área económica del gobierno de Checoslovaquia, Komarek y Klaus, diferían radicalmente sobre la rapidez con que debían implementarse las medidas de austeridad. La política de los nuevos regímenes del Este europeo comenzó a fragmentarse en primavera de 1990, a pesar de la convicción general de que la transición hacia la economía de mercado era el único camino a seguir: los adeptos fanáticos de Hayek y Friedman debieron enfrentar una gran variedad de fuerzas que intentaban moderar el impacto de las “terapias de shock” thatcherianas —socialdemócratas como Havel y Michnik, nacionalistas autoritarios como Walesa y el Foro Democrático húngaro—, además de los reconstruidos partidos estalinistas, que en algunos casos (por ejemplo, en Checoslovaquia y en Alemania Oriental) conservaban algún respaldo popular, fruto de explotar las justificadas protestas generadas por las nuevas medidas de austeridad del gobierno. Los conflictos resultantes —que en Polonia comenzaron a dividir de arriba abajo a Solidaridad— se fueron polarizando más y más. Los choques en Bucarest, ocurridos en julio de 1990, entre mineros leales al Frente de Salvación Nacional, que estaba en el poder y que había casi triplicado sus salarios, y los demócratas radicales, contrarios a la consolidación del poder de la nomenklatura bajo un nuevo disfraz, fueron de enormes proporciones. Tras su liberación, Europa Oriental no enfrentó la perspectiva de una democracia capitalista próspera y satisfecha, sino una época de crisis económica, conflicto social e inestabilidad política.
La misma contradicción entre liberalización económica y política también se hizo sentir en la URSS. Las condiciones para una transición política hacia la democracia liberal eran mucho menos favorables allí que en Europa Oriental. La economía soviética, mucho mayor y mucho más autosuficiente que las del Este europeo, estaba también mucho más aislada de los mercados mundiales. Las exportaciones del país en 1988 eran de 110’51 billones de dólares, junto a un Producto Interno Bruto de 2.154’80 billones. Además, las exportaciones en divisas convertibles solo totalizaban 39 billones de dólares, mucho menos que las de Taiwán (Formosa) o las de Suecia, y apenas un 47% de las mismas eran bienes manufacturados.51 Las enormes industrias del país estaban estrechamente integradas en las estructuras de una economía de mando y control burocrático. Agilizar dichas estructuras, para conseguir una elevación de la productividad que hiciera posible la participación en la división internacional del trabajo, requería una profunda desorganización de las mismas y que socavaría el poder de una nomenklatura con 60 años de experiencia en la administración de una vastísima economía cerrada. La resistencia conservadora de la burocracia, por consiguiente, fue mucho más fuerte que en Europa Oriental —y además, no había ninguna potencia extranjera que retirando su apoyo pudiese quebrar la resistencia de esas estructuras, como fue la realidad que debieron enfrentar Honecker y Jakes a manos de Gorbachov.
Simultáneamente, la enorme radicalización popular que recorrió la URSS a finales de la década de 1980 puso en riesgo tanto la posición de los conservadores como la de los reformadores. Los movimientos separatistas en la Transcaucasia y en las Repúblicas bálticas amenazaron con dividir a la URSS. Los demócratas radicales de los Frentes Populares en la propia Federación Rusa estaban minando el control de los jefes de partido locales. Y peor todavía, había crisis económica. Las tentativas de incorporar mecanismos de mercado a la economía de mando y control burocrático presentaba lo peor de dos mundos: las viejas estructuras se desgastaban sin que otras emergieran para substituirlas. En 1989, el PIB cayó. Las huelgas de los mineros en julio y agosto de aquel año insinuaron la amenaza de un Solidaridad soviético. Durante las huelgas en Siberia, un gerente de mina decía lo siguiente: “El pueblo no recibió lo que le fue prometido. Las personas ya no tienen nada que perder, ni viviendas, ni alimentos, ni medios de esparcimiento”.52 Las quejas económicas fácilmente podían adquirir dimensiones políticas. Los mineros que entraron en huelga en Vorkuta, en noviembre de 1989, no sólo exigían aumentos de salarios o mejores condiciones de trabajo, sino la revocación del Artículo 6º de la Constitución soviética, que garantizaba el monopolio del poder político al Partido Comunista. La propias revoluciones del Este europeo debían haber ocupado la mente del conjunto de la burocracia soviética, al contemplar el destino de Erich Honecker y Nicolae Ceausescu.
Difícilmente sorprende que, en esas circunstancias, el ala conservadora de la nomenklatura se volviese particularmente dogmática. En el plenario del Comité Central del PCUS, realizado en febrero de 1990, se escucharon feroces ataques contra Gorbachov, destacando el del embajador en Polonia, Vladimir Brovikov, que preguntó: “Dicen que el pueblo apoya a la perestroika, pero ¿a qué perestroika? ¿La que durante los pasados cinco años nos llevó a la crisis, la anarquía y la decadencia económica?”.53 El jefe del partido en Leningrado, Boris Gidaspov, abogó por la formación de un Partido Comunista de Rusia separado, a fin de combatir el ascenso de los movimientos nacionalistas en la Transcaucasia y en la región báltica.54 Los conservadores le dieron su apoyo a los grupos nacionalistas rusos de derecha —como el movimiento neofascista Panyat. Y más importante todavía, apoyaron la red de clubes “militares-patrióticos” para la juventud, liderados por veteranos de la guerra de Afganistán y favorecidos por el Comité Central del Komsomol, así como al Frente Unido de los Trabajadores de Rusia (OFT), que intentaba explotar el descontento generado por las políticas económicas de Gorbachov.55
Aun así, los conservadores no rompieron con Gorbachov y, en realidad, votaron en el Pleno de febrero de 1990 para eliminar el Artículo 6º y terminar con el monopolio del partido: el único voto en contra de esta decisión vino de Boris Yeltsin, pero porque dicha decisión no era suficiente para él. La votación fue recibida con euforia por Occidente; el Independent de Londres publicó la noticia bajo el título: “El fin del Estado comunista”.56 Esa reacción escondía las consideraciones reales que estaban implicadas en la revocación del Artículo 6º —la aceptación de que el sistema multipartidista se estaba desarrollando en la práctica y que empezó a ser apetitoso para los conservadores a causa del curso cada vez más autoritario seguido del propio Gorbachov.
Veinte años antes, Chris Harman había observado que la lucha entre reformistas y conservadores en los regímenes estalinistas de Europa Oriental:
permite, e incluso empuja, a que clases extraburocráticas (sobre todo, las y los trabajadores) se movilicen, inicialmente tras las consignas de la “burocracia reformista”, pero cada vez más por su propia cuenta […] Los “reformadores”, habiendo asumido el poder, intentan frenar la tempestad. Pero solo pueden hacerlo reforzando la estructura de clases básica de la sociedad. Esto implica destruir todos los beneficios que hayan logrado los trabajadores. Inicialmente, se utiliza el método “frío” de la hegemonía ideológica (como, por ejemplo, hizo Gomulka con éxito y Negy sin él, en 1956, y Dubcek en 1968); si esto fracasa, se continúa con la aplicación del método “caliente” de la represión armada, con el respaldo de las tropas rusas (Kadar en 1956, Husak en 1969).57
Los desafíos de los reformadores soviéticos, hacia finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, estaban dirigidos hacia varios frentes, y no simplemente hacia los y las trabajadoras. La dinámica analizada por Harman se puede comprobar en el movimiento de Gorbachov hacia el empleo de los “métodos calientes”, con el fin de reestablecer la estabilidad. Entre las primeras señales de esta orientación, figuró su decisión de desplazar a un lado a Yeltsin, en aquel momento el reformador más “radical” dentro del liderazgo del partido, en octubre de 1987. En 1989, Gorbachov toleró el derrocamiento del estalinismo en Europa Oriental, pero aplicó una represión cada vez mayor dentro de la propia URSS —por ejemplo, con el ataque brutal de las tropas a una manifestación nacionalista en Tiblisi, en abril; o con la introducción de leyes que perseguían severamente a los organizadores de “manifestaciones no autorizadas” y limitaban el derecho de huelga. Estas medidas no permitieron al centro reestablecer su control, pero se dieron otros pasos con el fin de emplear formas más rigurosas de coerción —como, por ejemplo, la transferencia de unidades de élite del ejército, retiradas de Afganistán, a las fuerzas de seguridad interna del KGB y del Ministerio del Interior.
El momento decisivo en este viraje hacia los “métodos calientes” ocurrió definitivamente en enero de 1990, cuando Moscú remitió una gran fuerza militar con el fin de asumir el control de Baku, la capital de Azerbaiján. El pretexto para la intervención militar se centró en la lucha entre armenios y azeríes por la disputa de la región de Nagorno-Karabaj: la ocupación de Baku fue necesaria, según esta versión, para impedir que ocurriesen pogromos —tema escogido con cuidado para que pudiera ser digerido fácilmente en Washington y otras capitales occidentales, obsesionadas con el fundamentalismo islámico, ya que los azeríes son mayoritariamente musulmanes y los armenios cristianos. El objetivo real de la operación era aplastar al movimiento de independencia en Azerbaiján, liderado por un Frente Popular cuyo creciente respaldo quedó demostrado por la reacción de los azeríes a la caída del Muro de Berlín, que consistió en derribar las alambradas que separaban su república de Irán. El ministro de defensa de la URSS, el general Dimitri Yazov, dejó las cosas bastante claras cuando dijo en Izvestia que el Frente Popular asumió el poder en Azerbaiján y “nuestra tarea […] consiste en destruir esa estructura de poder”.58 A esta evidente indicación de la disposición de Moscú a usar la fuerza para mantener unida a la URSS le siguieron crecientes presiones contra los movimientos independentistas en las Repúblicas bálticas.
La elección de Gorbachov, en marzo de 1990, para el nuevo cargo de presidente-ejecutivo, cargado de extensos poderes de emergencia, formaba parte del mismo proceso. El Congreso de Diputados del Pueblo y su órgano permanente, el Soviet Supremo, disfrutaban de una legitimidad mucho mayor que las viejas estructuras del partido, gracias a su origen en elecciones relativamente libres. Al estar cada vez más asociado personalmente con un Estado parcialmente liberalizado, Gorbachov pudo adquirir mayor autoridad para ejecutar sus políticas. Además, separándose del partido y creando nuevos órganos estatales de decisión, como el Consejo Presidencial, estuvo en condiciones para enfrentar algunos de los obstáculos que interponían los miembros conservadores de la burocracia contra las reformas. En noviembre de 1989, Leonid Abalkin, viceprimer ministro responsable de la reforma económica, hizo públicas propuestas para “la desnacionalización de la propiedad”, el ajuste gradual de los precios a los niveles del mercado mundial, la creación de un mercado financiero y monetario y el incentivo de las inversiones extranjeras.59 La implantación de estas medidas, no obstante, fue bloqueada por el primer ministro, Nikolai Ryzkov, que en su lugar propuso a principios de diciembre un paquete de medidas de emergencia que fortalecía el control del centro sobre las inversiones en las empresas, la formación de precios y el comercio exterior, y fijó el incremento de los precios oficiales hasta 1992.
Esta hostilidad respecto al avance hacia el tipo de reestructuración emprendida en Europa Oriental no solo refleja el poder de la burocracia en los ministerios industriales y en las agencias de planificación. Reformadores y conservadores por igual, sentían terror a la reacción de una población ya enfurecida con las privaciones económicas que acompañaban a la retórica de la perestroika, el despido a gran escala de trabajadores y los aumentos de precios. Una de las respuestas frente a esta situación asumió la forma de lo que Boris Kagarlitsky llamó el “estalinismo de mercado”. Cita como ejemplo a los economistas Igor Klyamkin y Andrank Miganyan, quienes argumentaban que “la única manera de implementar una reforma económica liberal pasa por la creación de un régimen fuerte, autoritario, capaz de reprimir eficazmente la resistencia de masas”.60 El ascenso de Gorbachov a la presidencia-ejecutiva señaló su viraje hacia el desarrollo de tal estrategia. Su asesor personal, Nikolai Petrakov, nombrado en febrero de 1990, defendió la creación de “una economía de mercado normal”, incluyendo la destrucción de los “supermonopolios soviéticos” de los ministerios industriales, una “drástica reducción en los programas de inversión del Estado”, la elevación de los precios y congelación de los salarios61. Un economista que formaba parte del parlamento previó, en abril de 1990, que el gobierno implementaría reformas que duplicarían los precios a inicios del siguiente año y acabarían con diez millones de empleos.62
De esa manera, Gorbachov asumió cada vez más el tipo de papel analizado por la teoría marxista clásica del bonapartismo —una figura que concentraba en sus manos un poder ejecutivo enorme, a medida que procuraba el equilibrio entre las principales fuerzas sociales y políticas, reformadores y conservadores, masas y burocracia. La oposición democrática radical, representada por el Grupo Interregional de Diputados, se vio incapacitada para desafiar eficazmente la dirección hacia la cual Gorbachov parecía estar llevando a la URSS, fruto de su propia aceptación de la ideología liberal. Por eso mismo, Yeltsin, aupado a la presidencia de la Federación Rusa en mayo de 1990, renunció definitivamente a las manifestaciones hipócritas de respeto a la ideología marxista-leninista, declarando: “Apoyo la propiedad privada de los medios de producción y de la tierra”, y demandando un “nuevo modelo” que incorpore “las realizaciones de la democracia occidental”.63
Pero también había tendencias en sentido contrario. Gorbachov describió las huelgas de los mineros de julio y agosto de 1989 como “quizás el peor desastre que aconteció en nuestro país en cuatro años de reestructuración”.64 Las dificultades y el desencanto con la perestroika habían generado la aparición de organizaciones independientes de los y las trabajadoras por primera vez desde la decadencia de los soviets surgidos en 1917. Nació un número importante de organizaciones sindicales fuera del aparato oficial, la más importante de las cuales se denominaba Sotsprof —Federación de Sindicatos Socialistas Independientes. Este grupo era, en realidad, una alianza entre intelectuales de izquierda y comités de mineros en huelga de los campos carboníferos de Donbass, Kuzbass y Vorkuta. Uno de los activistas de la Sotsprof, Oleg Voronin, describió las exigencias básicas de su Federación como: la autogestión de las y los trabajadores, la propiedad colectiva de los medios de producción y la planificación democrática desde abajo —un programa que les colocaba en oposición frontal con las alas conservadora y reformista de la nomenklatura.65 Sesenta años después de la destrucción de la Oposición de Izquierda, estaba renaciendo en la tierra de la Revolución de Octubre una auténtica política de la clase trabajadora.
3. Conclusión
En un sentido, las revoluciones del Este europeo simplificaron inmensamente las cosas. No puede haber dudas ahora sobre que vivimos en un único sistema mundial unificado. La ilusión de que había “un tercio socialista del mundo”, de que un sistema socioeconómico poscapitalista estaba en proceso de construcción, fue destruida junto con la mayoría de los regímenes que supuestamente lo materializaban. El impacto de esta colosal obra de reacomodamiento extendió su influencia mucho más allá de Europa: partes substanciales de África y de Oriente Medio, donde el Estado estalinista de partido único proporcionaba un modelo político a regímenes que, frecuentemente, solo representaban una mueca hipócrita de los ideales socialistas, fueron escenario de grandes protestas populares a finales de la década de 1980.
Las implicaciones del colapso del estalinismo fueron mucho más allá. Las revoluciones del Este europeo aceleraron un proceso que ya estaba en desarrollo —la unificación de la política mundial. Numerosos factores promovían esa tendencia: la globalización del capital, la industrialización de partes del Tercer Mundo, grandes migraciones de los países pobres hacia los ricos y el desarrollo de redes de telecomunicaciones intercontinentales, que hicieron posible que millones de personas pudieran ver la serie Dallas, la caída del Muro de Berlín y la liberación de Nelson Mandela. Todo esto estimula que muchas personas tracen analogías entre su situación y la de otra, y que encuentren inspiración en luchas aparentemente remotas. En la URSS, los azeríes reaccionaron a la caída del Muro de Berlín derribando las alambradas de la frontera que les separaban de sus hermanos y hermanas de Irán. Manifestantes contra el incremento de los impuestos en Inglaterra recortan el escudo de su bandera nacional, siguiendo el ejemplo de los rumanos en la Revolución de Navidad. Por supuesto, existen poderosas contratendencias —por encima de todo, la renovada fuerza de las identidades nacionales y religiosas, en parte como reacción al dinamismo confuso y amenazador de un sistema mundial que no respeta fronteras estatales. No obstante, existe sin duda una tendencia pronunciada para formar juicios de valor que den luz al sentimiento de que los fenómenos globales indudablemente existen.
En San Pablo y en Varsovia, en Johannesburgo y en Londres, en Seúl y en Moscú, en el Cairo y en Nueva York, las opciones básicas son las mismas. ¿Dejamos vencer al mercado, con todas las consecuencias desastrosas que eso tendrá para el bienestar de la humanidad, y quizás para la supervivencia del planeta? ¿Vamos a intentar humanizarlo, como viene intentándolo sin éxito desde principios del siglo XX la socialdemocracia? ¿O vamos a luchar para sustituir la anarquía y la injusticia del capitalismo por un sistema social basado en el control colectivo y democrático de los recursos del planeta por las y los trabajadores? Debe quedar bien claro que prefiero la tercera de estas alternativas y que creo que el marxismo clásico representa el mejor camino para concretarla. “Mejor” no significa perfecto: hay, sin duda, muchas preguntas que las y los socialistas revolucionarios tenemos que responder todavía y responder satisfactoriamente. No obstante, el marxismo clásico es la única tradición que posee los recursos teóricos y políticos necesarios para enfrentar las cuestiones con las que ahora nos enfrentamos. Como intenté demostrar, es radicalmente contrario a su monstruosa distorsión por parte del estalinismo. En segundo lugar, puede proveer un análisis materialista histórico del ascenso y el desplome de dicha distorsión. En tercer lugar, Marx y sus sucesores elaboraron una estrategia perfectamente realizable para derribar al capitalismo y, en su lugar, construir una sociedad mejor.
Las revoluciones del Este europeo, por tanto, representan al mismo tiempo un momento de mucho peligro y esperanza para los y las socialistas: peligro porque el colapso del estalinismo se interpreta, con enorme facilidad, no solo por los defensores del capitalismo sino también por sus adversarios, como la muerte de cualquier alternativa socialista al status quo; de esperanza porque la tradición marxista puede, finalmente, librarse de la basura del (nunca más) “socialismo realmente existente”. Hay buenas razones para creer que, una vez extinguido el clamor inmediato que celebra “el triunfo de Occidente”, volverá a surgir la necesidad de una sociedad alternativa al capitalismo y de estrategias para conseguirla. En un fragmento muy famoso y con justicia del Manifiesto, Marx elogia al capitalismo por su dinamismo:
Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una incertidumbre y agitación constantes distinguen a la época burguesa de todas las anteriores. Quedan rotas todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos; se hacen viejas las nuevas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar fríamente sus condiciones reales de vida y sus relaciones recíprocas.
Las revoluciones en el Este europeo barrieron un conjunto de “relaciones estancadas y enmohecidas” para beneficio del capitalismo multinacional. La experiencia de la integración al mercado mundial pone en cuestionamiento las ilusiones sobre el capitalismo liberal, que constituyeron un factor en estos levantamientos y después en la crisis que se desarrolló en la URSS. Mucha gente que vive en lo que ya no podemos llamar el “Bloque Oriental” se ve “forzada a considerar fríamente sus condiciones reales de vida”. Las conclusiones que saquen dependerán de las alternativas políticas que haya disponibles: el crecimiento del nacionalismo xenófobo y del racismo en gran parte de Europa brinda alguna señal del tipo de política que alguna gente puede llevar adelante al despertar de sus sueños con el mercado. Es esencial que la tradición marxista esté presente entre dichas alternativas políticas, a fin de fortalecer un internacionalismo que no es el de las empresas multinacionales y el de las bolsas de valores, sino que refleja las líneas globales del conflicto entre el capital y el trabajo y la capacidad de la humanidad para dirigir colectivamente su propia vida y regular sus relaciones con la naturaleza.
Desde la década de 1920, esa tradición ha estado condenada a los márgenes de la vida política, perseguida, ridiculizada y (quizás lo peor de todo) reducida a la condición de especialidad académica. El marxismo clásico ahora puede, finalmente, liberarse de la carga estalinista y aprovechar las oportunidades generadas por un mundo que experimenta la mayor “incertidumbre y agitación” en muchas décadas. Llegó la hora de cerrar asuntos inconclusos.
Notas
1. E. Mandel, The Second Slump (London, 1980), pp. 147-8. Para una aproximación crítica al escrito sobre Rusia más reciente de Mandel, ver C. Harman, ‘From Trotsky to State Capitalism’, International Socialism, 2:47 (1990).
2. Citado en C. Harman y A. Zebrowski, ‘Glasnost – Before the Storm’, International Socialism, 2:39 (1988), p. 5.
3. M. Shachtman, The Bureaucratic Revolution (New York, 1962). Para profundizar en el análisis del estalinismo de Shachtman, ver T. Cliff, ‘The Theory of Bureaucratic Collectivism: A Critique’, Appendix 2, State Capitalism de Cliff. Ver S. Aronowitz, The Crisis in Historical Materialism, 2nd edn (London, 1990), p. 319. Discuto la tradición asociada con Shachtman en Trotskyism (Milton Keynes, 1990), ch. 4.
4. F. Feher and A. Heller, Eastern Left, Western Left (Cambridge, 1987), pp. 56, 59, 185.
5. Financial Times, 21 Feb. 1990.
6. M. Haynes, ‘Understanding the Soviet Crisis’, International Socialism, 2:34 (1987), pp. 6-20.
7. M. C. Kaser, en introducción del editor a An Economic History of Eastern Europe 1919-75, I (Oxford, 1985), p. 9.
8. Hough, Russia, p. 237.
9. CIA estimates citado en C. Harman, ‘The Storm Breaks’, International Socialism, 2:46 (1990), p. 31.
10. J. Kornai, Growth, Shortage and Efficiency (Oxford, 1982), p. 90.
11. M. Wolf, ‘Death Rattle of the Stalinist War Economy’, Survey on the Soviet Union, Financial Times, 12 Mar. 1990.
12. Id., ‘Measures of the Task Ahead’, Survey on the Soviet Union, Financial Times, 12 Mar. 1990.
13. Esos cambios constituyen el tema principal de dos libros de Nigel Harris, Of Bread and Guns (Harmondsworth, 1983), y The End of the Third World (London, 1986); para un intento de reevaluar algunos de los argumentos más extremos de estos textos, ver A. Callinicos, ‘Imperialism, Capitalism and the State Today’, International Socialism, 2:35 (1987).
14. Citado en Harris, End, p. 212 n. 9.
15. Ver C. Harman, Class Struggles in Eastern Europe, 1945-83 (London, 1983), cap. 9.
16. Ver, id., ‘The Storm Breaks’, pp. 44-7. Todo el análisis del proceso está profundamente en deuda con este artículo.
17. B. Kagarlitsky, The Dialectic of Change (London, 1990), p. 284.
18. M. Lewin, The Gorbachev Phenomenon (London, 1988), pp. 31-2.
19. Hough, Russia, p. 93.
20. Ver, por ejemplo, Kagarlitsky, Dialectic, cap. 6, y Lewin, Gorbachev Phenomenon, cap. 3.
21. Kagarlitsky, Dialectic, p. 292.
22. Ver K. M. Simis, USSR – Secrets of a Corrupt Society (London, 1982).
23. S. F. Cohen, ‘The Friends and Foes of Change’, in id. et al. (eds), The Soviet Union since Stalin (London, 1980).
24. T. Ali, Revolution from Above (London, 1988), p. xii.
25. Medvedev, Gorbachev, pp. 191, 285.
26. A. de Tocqueville, The Ancien Regime and the French Revolution (London, 1966), p. 196.
27. C. Harman, ‘The Stalinist States’, International Socialism, 42 (1970), p. 14.
28. T. G. Ash, The Uses of Adversity (Cambridge, 1989), p. 276.
29. P. Anderson, ‘Modernity and Revolution’, in C. Nelson and L. Grossberg (eds), Marxism and the Interpretation of Culture (Basingstoke, 1988), p. 332.
30. ‘Themes’, NLR, 178 (1989), pp. 1-2.
31. Financial Times, 29 Nov. 1989.
32. N. Ascherson, ‘Old Conflicts in the New Europe’, Independent on Sunday Sunday Review, 18 Feb. 1990, p. 4.
33. L. D. Trotsky, Writings (1933-34), (New York, 1972), pp. 102-3.
34. Cliff, State Capitalism, p. 195.
35. T. G. Ash, We the People, (Cambridge, 1990), p. 141.
36. J. Kuron and K. Modzelewski, A Revolutionary Socialist Manifesto (London, 1968).
37. M. Matthews, Privilege in the Soviet Union (London, 1978).
38. Ver, por ejemplo, J. F. Hough, The Soviet Prefects (Cambridge, Mass., 1969).
39. Financial Times, 3 Oct. 1989.
40. Ibid., 19 Jan. 1990.
41. Ibid., 13 Jan. 1990.
42. Ibid., 28 Feb. and 13 Mar. 1990.
43. Harman, ‘The Storm Breaks’, pp. 64ff.
44. Financial Times, 13 Mar. 1990.
45. Ibid., 3 Oct. 1989.
46. L. D. Trotsky, The Revolution Betrayed (New York, 1972), p. 288.
47. Financial Times, 17 Apr. 1990.
48. Ibid., 18 Apr. 1990.
49. Ash, We the People, p. 45.
50. Financial Times, 21 May, 1990.
51. Survey on the Soviet Union, Financial Times, 12 Mar. 1990.
52. Socialist Worker, 22 Jul. 1989. Un recuento detallado de las huelgas de los mineros se encuentra en T. Friedgut and L. Siegelbaum, ‘Perestroika from Below’, NLR, 181 (1990).
53. Independent, 7 Feb. 1990.
54. Financial Times, 14 Feb. 1990.
55. Ver la entrevista a Oleg Voronin, Socialist Worker, 2 Mar. 1990.
56. Independent, 8 Feb. 1990.
57. Harman, ‘Stalinist States’, p. 17.
58. Financial Times, 27 Jan. 1990.
59. Ibid., 20 Nov. 1989.
60. B. Kagarlitsky, ‘The Importance of Being Marxist’, NLR, 178 (1989) pp. 32-3.
61. Financial Times, 19 Feb. 1990.
62. Independent, 13 Apr. 1990.
63. Financial Times, 19 Jan. 1990.
64. Quoted in Harman, ‘The Storm Breaks’, p. 81.
65. Socialist Worker, 2 Mar. 1990. Ver también B. Kagarlitsky, Farewell Perestroika (London, 1990).