Dir. Stanley Kubrick
Ainhoa Kaiero
Hace poco volví a ver La naranja mecánica, una película de ciencia-ficción, basada en una novela de Anthony Burgess, que Stanley Kubrick dirigió en 1971. Pese al paso de los años, la película no deja de ser actual. En ella se subrayan con humor ácido ciertas tendencias que han marcado la evolución de nuestra sociedad contemporánea.
La historia narra las vicisitudes de un joven llamado Alex, desde sus inicios como pandillero descarriado hasta su “feliz” integración en el seno de la sociedad.
El cine ha tratado en numerosas ocasiones este tema de los adolescentes perdidos en un mundo que carece de referentes éticos y sociales (desde películas clásicas como Rebelde sin causa o El Graduado, hasta otras más actuales como Thirteen).
En esta ocasión, Kubrick ofrece una sátira corrosiva sobre los procesos de educación y socialización vigentes en nuestra cultura.
Alex es un joven de clase media que se dedica a “hacer el mal”. La película aborda el problema del joven descarriado, en una evolución de diferentes etapas que van mostrando las diferentes caras de esta realidad.
Primero asistimos al despliegue de su crueldad y prepotencia a través de las correrías nocturnas que realizan él y sus amigos como amos absolutos de la ciudad: se colocan, dan palizas a vagabundos, conducen temerariamente, realizan atracos, agresiones y violaciones.
Desde el inicio de la película comprobamos que para ellos sólo se trata de un consumo voraz de imágenes de ultraviolencia y degradación sexual femenina que la sociedad ha tornado en espectáculo. El decorado audio-visual de esta “sociedad futura” se encuentra atestado de imágenes que estetizan la violencia física y sexual.
En una segunda etapa, cuando Alex es encarcelado por sus crímenes, vemos otra de las facetas de su personalidad. Lejos de ser un rebelde o inadaptado, Alex es un pelele sumiso que en situaciones de dependencia obedece a todos los mecanismos autoritarios.
En prisión, Alex es un buen soldado, un colegial perfecto, un monaguillo de aspecto angelical e incluso un conejillo de indias que se somete pacientemente a los experimentos que con él realizan un grupo de doctores.
El joven participa en un nuevo proyecto experimental del gobierno que pretende reeducar y reinsertar socialmente a los malhechores. La operación consiste en infligir al muchacho un bombardeo de las mismas películas e imágenes que habían impulsado su adicción por el consumo estético de la violencia.
Solamente que, esta vez, la imagen viene acompañada de fuertes dolores físicos en su cuerpo, de manera que esta asociación provoca en él un rechazo compulsivo a todo estímulo violento.
Lejos de un ser capaz de elección, Alex se nos muestra como víctima de los reflejos condicionados que le imponen y que le incitan tanto a un consumo compulsivo, como a un rechazo visceral de la violencia.
La tercera etapa desarrolla precisamente la condición de víctima de Alex frente a los abusos de una sociedad degradada. Aquellos que una vez padecieron sus ataques ahora se ensañan con él ante su impotencia, al mismo tiempo que un grupo de oposición trata de inducirle al suicidio (valiéndose de esos reflejos condicionados) para desgastar al gobierno.
Alex (al igual que cualquier otro ciudadano) no es más que un pelele que el gobierno y la oposición manipulan para crear opinión pública y ganar votos.
Finalmente, Alex alcanza una plena integración en la sociedad cuando aprende la lección y se inserta cínicamente en este juego corrupto de intereses y apariencias. En la última escena de la película, Kubrick demuestra con cierto sarcasmo que el proceso de socialización ha sido felizmente consumado.
Artículo publicado en la revista, La Hiedra, septiembre de 2008