John Molyneux

El autor es militante del Socialist Workers Party en Irlanda. Es autor de numerosas obras. Entre sus textos destaca ¿Cuál es la tradición marxista?, que también se encuentra en esta web.

Este folleto, una compilación de artículos publicados originalmente como columnas en el periódico semanal Socialist Worker, responde a muchos argumentos típicos contra las ideas marxistas.

La primera edición en castellano fue editada por el entonces grupo En lucha, en noviembre de 2002.


Argumentos para el socialismo revolucionario

1. ¿Qué entendemos por socialismo?

2. ¿Cómo conseguiremos este mundo nuevo?

3. Clarificando nuestras ideas

4. Estrategias del sistema

5. ¿Qué dicen los socialistas revolucionarios sobre…?

6. El estado del mundo

7. Estrategias para el socialismo

 


Nota: Es importante leer el folleto teniendo en cuenta tres cuestiones:

1. Se escribió antes de la caída del muro de Berlín y de la desaparición de la Unión Soviética, por tanto, en ocasiones se menciona a la URSS como si aún existiese. No se ha cambiado el original por varios motivos, porque da aún más valor a los que ya antes de la desintegración del bloque soviético, defendíamos que aquello no tenía nada que ver con el socialismo y porque a su vez contextualiza los debates que había dentro de la izquierda por aquel entonces.

2. Hay varios capítulos que se enmarcan en la tradición y la composición de la izquierda política y sindical británica. Por poner un ejemplo, el Partido Laborista es un hecho inexistente como tal en el Estado español. Sería algo así como si el PSOE e IU fueran un único partido. Aunque el contexto es diferente se pueden sacar igualmente lecciones para hoy en día en el Estado español.

3. Por último, John Molyneux escribió los textos siendo militante del Socialist Workers Party en Gran Bretaña. Cuenta con una militancia de miles de personas y tiene un importante peso entre la izquierda a la izquierda del Partido Laborista. Por lo tanto, hay que tenerlo en cuenta cuando habla de las experiencias de lucha donde el SWP ha participado.


Capítulo 1

¿Qué entendemos por socialismo?

En muchos casos, la idea del socialismo que tiene la gente se remonta o a la tiranía estalinista en lo que era la Unión Soviética o a la experiencia de los gobiernos «de izquierda». Así, la consecuencia es que se concibe el socialismo como una sociedad controlada por un Estado burocrático y opresivo, o bien como una situación apenas alterada por unas cuantas reformas y un grado algo mayor de intervención estatal.

Ante unas alternativas tan poco seductoras, la tentación sería lanzarse a una descripción de cómo será la vida en una sociedad auténticamente socialista. En realidad los marxistas siempre se negaron a pintar cuadros de ese tipo, por inútiles e ilusorios. Si una sociedad futura llega a ser realmente socialista, lo será sólo en la medida en que los mismos trabajadores la construyan.

Es por eso que el marxismo se limita a presentar unos cuantos principios generales que se derivan científicamente de un estudio de las fuerzas y corrientes que se desarrollaron y se desarrollan en el seno del capitalismo. Y son estos principios los que señalan el abismo que separa el concepto marxista del socialismo de sus versiones corruptas llevadas a cabo por estalinistas y reformistas.

Para el marxismo, el objetivo fundamental del socialismo es la creación de una sociedad sin clases. Esto no se logra con un acto único, sino a raíz de un largo proceso social que se inicia bajo el capitalismo. Su punto de partida es el hecho de que el capitalismo tiende a desarrollar las fuerzas de producción (aumentando la productividad del trabajo y concentrando los medios de producción en unidades cada vez más grandes).

En segundo lugar, el capitalismo produce una clase trabajadora que crece al paso que lo hace el mismo capitalismo y que será sin embargo, su verdugo.

El primer paso, el salto decisivo hacia el socialismo, ocurre al conquistar la clase trabajadora el poder político. Es decir, al destruirse el aparato estatal capitalista y establecerse el estado obrero: lo que Marx llamó la dictadura del proletariado. Pero hay que insistir en que Marx entendió con eso no una dictadura sobre la clase trabajadora sino la dirección de la sociedad por los mismos trabajadores.

En la Comuna de París, de 1871, Marx vio funcionar los mecanismos que la podían integrar: la sustitución de un parlamento meramente dedicado al debate por un cuerpo operativo; la elección y supervisión permanente de todos los oficiales del estado; que ningún oficial del estado ganara más que el sueldo de un trabajador cualificado; que el ejército profesional fuera reemplazado por milicias obreras, etc. La revolución nos mostró cuál sería la manifestación orgánica del poder de los trabajadores —el soviet o consejo obrero—, pues surgió directamente de las luchas de los trabajadores.

A raíz de la consolidación del poder estatal y de la derrota de los inevitables intentos por parte de los capitalistas de llevar a cabo la contrarrevolución, la clase trabajadora se ve ante la obligación de asegurar la transición hacia una sociedad sin clases, auténticamente socialista.

La clase trabajadora aprovechará su poder para socializar todas las industrias y empresas importantes y para ponerlas bajo el control de los trabajadores. Toda la población trabajadora desempeñará un papel en la administración de la nueva sociedad, lo que hará posible una planificación democrática de la economía. El resultado será un enriquecimiento general de la sociedad para el beneficio de todos.

Significará la liberación de la mujer, a quien se le reconocerá una absoluta igualdad ante la ley, mediante la socialización de las tareas domésticas y del cuidado de los niños, que hará real esa igualdad formal. Liberará a la sociedad de los prejuicios racistas, sexistas y nacionalistas.

Sabrá emplear los extraordinarios avances de la ciencia y la tecnología modernas para eliminar los trabajos pesados y peligrosos. Sistemáticamente irá reduciendo la semana laboral al mismo tiempo que levantará el nivel educativo y cultural de todo el pueblo. El resultado será la desaparición de los grupos de expertos privilegiados, a raíz de la desaparición de las divisiones entre trabajo manual y trabajo mental.

Al mismo tiempo llevará a la ampliación de la gama de servicios sin costo, lo cual a su vez conducirá a la desaparición de la moneda misma, y a un sistema de distribución fundado en el principio «a cada uno según sus necesidades».

Todo esto se llevará a cabo en el contexto de la internacionalización de la revolución, pues la experiencia de la revolución rusa nos demuestra que el socialismo no puede realizarse de forma completa en un solo país.

Una vez logrado esto, junto con la destrucción del capitalismo a escala global, los inmensos recursos del planeta estarán a disposición de todo el pueblo, y el estado irá desapareciendo por falta de gente a quien reprimir y de privilegios que proteger. Se abrirá una nueva época de la historia humana: una época de auténtica libertad para una humanidad unida.

«No puedes cambiar la naturaleza humana»

Los argumentos más comunes acerca de esta idea parten, por lo general, de la siguiente propuesta: «El socialismo no podrá funcionar jamás, porque la naturaleza humana es egoísta y no cambia.»

Antes de contestarlo, veamos como se emplea este argumento. Cuando la derecha debe enfrentarse a una manifestación contra la explotación o la opresión, siempre recurre a este argumento. ¿Las guerras? Ocurren porque a la gente le gusta pelear. ¿El racismo? Lo más natural es que la gente tema al «extranjero» y a la gente «distinta». ¿La opresión de la mujer? Pues es que las diferencias entre hombres y mujeres son «naturales».

Entre los siglos XVI y XVIII, la esclavitud también se consideró producto de la naturaleza humana; se sustentaba en que los negros eran esclavos por naturaleza. Lo mismo se decía al referirse, durante el feudalismo, sobre la supuesta voluntad de Dios para que hubiera señores y siervos. O sea, la «naturaleza humana» ha sido siempre coartada de los opresores.

Y ¿qué es esta «naturaleza» común a todos los humanos? Claro, todos los seres humanos comparten ciertas necesidades fijas y permanentes, necesitan oxígeno, alimento, abrigo, etc. para sobrevivir. También tienen necesidades sexuales y emocionales. Para vivir humanamente, y no solamente existir, tienen necesidad de contacto social, afecto, amor y libertad. Pero ninguno de estos rasgos representa un problema para el socialismo: al contrario, el socialismo sabrá responder ante estas necesidades mil veces mejor que el capitalismo o que cualquier otra forma social anterior a él.

Obviamente, cuando la gente habla de «naturaleza humana» es para referirse a otros elementos; al hecho de que los seres humanos son posesivos y egoístas por naturaleza, lo que tornará imposible una sociedad basada en la solidaridad y la igualdad. Hay que entender, en un principio, de dónde nos llega esta idea; surge de la doctrina cristiana del pecado original y carece por completo de base científica. Es más; hasta en nuestra sociedad se observan todos los días actos de bondad, generosidad y sacrificio que serían simplemente inconcebibles si en los hechos las personas fueran siempre egoístas. Bajo el capitalismo, sin embargo, estos rasgos de la personalidad humana quedan ocultos precisamente porque la sociedad, basada en las ganancias, genera la posesividad y la propiedad privada, incluso las exige.

En general, lo que produce el comportamiento y la personalidad son las condiciones sociales materiales en las que vive la gente. Marx dijo que la naturaleza humana no es más que «el conjunto de las relaciones sociales». Prueba de ello es la diversidad de lo que se considera «natural» en las distintas sociedades. Para el americano nativo, la propiedad privada sobre la tierra no tenía nada de «natural»; para el propietario del siglo XVIII, en cambio, era el derecho humano más fundamental. Para los griegos antiguos, el amor homosexual era el amor más sublime; para el inglés victoriano era el más vil. Para el hindú tradicional, el matrimonio arreglado ha sido la norma desde hace siglos; la mayoría de la gente de occidente lo considera completamente «antinatural». O sea: al cambiarse las condiciones sociales parece cambiarse también la naturaleza humana.

Más importante aún era la insistencia de Marx en que no sólo cambiaban las personas al cambiarse las circunstancias, sino que las personas cambian en el proceso de transformar sus circunstancias. Esto se ve claramente en el curso de una huelga cualquiera. La mayoría de las huelgas parten de una exigencia de más dinero, pero mientras va desarrollándose, van creciendo también los sentimientos de solidaridad y orgullo colectivo y transformándose en elementos de igual o mayor importancia.

La revolución es una huelga a lo grande, pues durante la revolución millones de personas se alzan por primera vez y se apoderan de su propia sociedad. En la misma medida va creciendo la «naturaleza humana». Según Marx: «La revolución es necesaria no sólo porque sea la única manera de derrocar a la clase dirigente, sino también porque la clase derrocadora sólo llegará en el curso de ella a deshacerse de la mugre de los siglos y a ponerse a la altura de la nueva tarea: la de crear una nueva sociedad».

¿Necesitamos a los jefes?

El control obrero, dicen muchas personas, nunca podrá funcionar. Los trabajadores son demasiado tontos para sacar adelante una industria, se necesita un jefe. Esta negativa al socialismo parte de una combinación de elementos. En gran medida no pasa de ser eco del prejuicio antiobrero que prevalece entre las clases medias, que es universal entre la clase dirigente y que, desgraciadamente, se encuentra incluso entre los mismos trabajadores. Sin embargo, muestra un problema que es real, aunque no insalvable.

En cuanto al prejuicio, la verdad es que en su gran mayoría los trabajadores saben mucho más acerca del proceso inmediato de producción que la jerarquía administrativa. A fin de cuentas, son ellos los que realizan el trabajo. El papel del capataz o del supervisor no es tanto explicar al trabajador cómo hacer el trabajo sino asegurarse que lo hace. Son «necesarios» por el simple hecho de que en una sociedad basada en la explotación, los trabajadores prefieren (y con razón) hacer el mínimo trabajo posible.

Las demás «capacidades especiales» de los gerentes, la publicidad, el marketing, conquistar contratos en las cenas y banquetes, concebir nuevos planes para la productividad, «manejar» las huelgas, etc., surgen de las necesidades de un sistema de producción organizado bajo el sistema capitalista.

En una sociedad socialista estas capacidades serían tan innecesarias como el saber remar en galera. Hay que recordar también que la falta de los conocimientos necesarios para la industria no se debe a la falta de inteligencia del trabajador, sino a su inseguridad ante ellos. No es de extrañar, ya que el sistema capitalista en su conjunto funciona para subvertir esa seguridad, haciendo uso de los medios masivos, las escuelas, las burocracias y los funcionarios para ello.

Es la revolución misma, la lucha por el control obrero, la que eliminará el problema, pues en ella los trabajadores descubren su propio poder y va en alza la autoconfianza en sí mismos. Al día siguiente a la revolución, les parecerá fácil hacer funcionar la fábrica Ford. Hasta aquí el prejuicio; pero ¿cuál es entonces el problema real? La sociedad de clases crea una división entre el trabajo manual y el intelectual, y el capitalismo subraya esa diferencia. Es más: el capitalismo también va fragmentando la producción en operaciones repetidas, cada vez más reducidas, realizadas por los distintos trabajadores.

El resultado es que los trabajadores sí carecen de los conocimientos científicos y tecnológicos necesarios para dominar por completo el proceso productivo, y seguirá siendo así aún en los días posteriores a la revolución. En consecuencia, se seguirán necesitando a los expertos en las primeras etapas del poder obrero. Y puede que sea necesario ofrecerles algunos privilegios materiales para que sigan colaborando con la revolución.

¿Significa esto que el poder obrero no puede realizarse? De ninguna manera, pues aún si quedan los expertos, se les puede someter al control obrero.

En el capitalismo, a los especialistas se les paga bien, pero no administran las empresas. Trabajan bajo órdenes de gerentes y propietarios que tienen pocos conocimientos técnicos, pero que sí saben juzgar los resultados en la medida en que crea ganancias.

En el poder obrero los especialistas seguirán trabajando para los gerentes y empresarios, pero el gerente pasará a ser el consejo de fábrica elegido y el empresario será el mismo estado obrero. Puede que a estas instancias les falten conocimientos técnicos, pero sabrán juzgar hasta qué punto el trabajo de los especialistas contribuye a resolver las necesidades sociales.

El control obrero es más que nada una cuestión práctica, y si miramos el estado actual de las industrias en el ámbito mundial, nos damos cuenta que es, efectivamente, la única solución práctica.

¿Son violentas las revoluciones?

La revolución tendrá aspectos violentos por el simple hecho de que la clase dirigente no renunciará voluntariamente a sus riquezas y a su poder. Pero, si se rechaza la revolución porque implica violencia, se rechaza también la posibilidad de derrocar al capitalismo.

Y por muy violenta que pueda resultar la revolución, no se acerca siquiera a la violencia que caracteriza al capitalismo vigente. Porque es imposible separar el capitalismo de la violencia que provoca día tras día.

El proceso cotidiano de la producción expone al trabajador a daños, enfermedades y hasta a la muerte: todo en honor a la plusvalía. Es una violencia condenar a miles de millones de seres humanos a la pobreza, y a cientos de millones al hambre donde hay tanta riqueza.

Vemos la violencia de las dictaduras militares que, en muchas partes, son la única forma en que puede sobrevivir el capitalismo; y claramente vemos la violencia del imperialismo que lo sostiene. Y tengamos en cuenta la violencia de las guerras capitalistas, que significaron más de cien millones de víctimas en lo que va de siglo y que amenazan, todavía, con la violencia última de la guerra nuclear.

Ningún sistema basado en la explotación de la mayoría por una minoría puede mantenerse sin violencia. El sistema que se basa en la lucha por los beneficios, la competencia entre las empresas y naciones, no puede descartar la guerra.

La única manera de poner fin a esta violencia continua es mediante el empleo de la violencia colectiva, de la revolución para derrocar el capitalismo.

Sin embargo, debemos rechazar la imagen capitalista de la revolución como un inmenso derramamiento de sangre. La revolución es violenta, ya que representa la imposición por la fuerza de la voluntad de una parte del pueblo, la mayoría trabajadora, sobre otra, la minoría dirigente. Pero precisamente por ser la voluntad de la mayoría sobre la minoría la que se impone, lo más probable es que sea una violencia relativamente limitada.

La burguesía no puede luchar directamente, por ser tan pocos; generalmente depende de otros, sobre todo de los trabajadores uniformados, que la representarán en el campo de batalla. Toda la violencia de la clase dirigente la realiza un sector de trabajadores contra otro.

Un movimiento trabajadores unidos, dispuesto a luchar y correctamente dirigido, lo puede impedir. Es capaz de romper el poder de la burguesía ganándose a la base del ejército. En semejante caso , la clase dirigente no es capaz de ofrecer el grado de resistencia que requeriría de una amplia violencia por parte de los trabajadores. Ese fue el proceso en la revolución rusa de 1917, y fue por eso que la insurrección de octubre en Petrogrado se cobró tan pocas vidas.

Cabe señalar que la revolución no empieza con un acto de violencia por parte de los revolucionarios, sino que ésta surge de la lucha de clases misma, en el momento en que los conflictos de clase dentro del capitalismo ya no pueden contenerse.

Si la clase trabajadora se niega a emplear la fuerza necesaria en el momento indicado, se expone a una violencia mucho mayor por parte de la represión capitalista. A la derrota de la Comuna de París de 1871, por ejemplo, le siguió la matanza de más de 30.000 Comuneros en unos cuantos días.

Las contrarrevoluciones fascistas de Italia, Alemania y Estado español se cobraron millones de muertos. El golpe de Estado chileno y el golpe polaco de 1981 tuvieron las mismas características. En cada caso, la negativa a llevar a cabo la revolución fue castigada por una guerra civil de una violencia bárbara.

Los que rechazan la revolución por temor a la violencia se están dejando engañar por los argumentos hipócritas de aquellos políticos burgueses que predican la no violencia a los trabajadores, pero que no la practican ellos mismos.

«Con el socialismo acabaríamos todos iguales…»

«El socialismo le negará a cada uno su derecho a elegir. Todos seremos iguales.» Es un argumento que conocemos todos los socialistas revolucionarios.

En principio, veamos los logros del capitalismo en este sentido, pues los que apoyan al capitalismo se arrogan siempre el papel de defensores del individualismo y de la libertad del individuo. La realidad es que bajo el capitalismo la individualidad es el privilegio de unos cuantos. La tendencia del capitalismo en cuanto a la clase trabajadora, en cambio, es la de imponer una uniformidad gris a casi todos —sea por el uniforme escolar o militar, por los bloques de pisos o por las filas de casas iguales que nos construyen, o por las condiciones bajo las que nos hacen trabajar—.

Lo mismo pasa en el arte, la diversión y el deporte: el capitalismo produce al espectador y al público de masas. La mayoría de la población queda reducida al papel de observadores pasivos mientras que unas pocas estrellas actúan ante las cámaras. Todo esto es consecuencia de los rasgos fundamentales del sistema, su división en clases y su organización de la producción en busca de ganancias.

El hecho de que la clase dirigente la conformen unos pocos individuos significa que sobrevive sólo en la medida en que sea capaz de mantener contenta a la mayoría. El carácter de la producción masiva significa que al trabajador se le quita toda posibilidad de desarrollar su creatividad individual, la que se convierte en horas de poder de trabajo abstracto. La competencia exige al capitalista que trate a sus trabajadores no como a seres humanos, sino como a unidades de cuentas o elementos de la maquinaria.

El individualismo de que tanto se jacta el capitalismo fue siempre el individualismo del empresario. La libertad del individuo, su libertad de explotar y acumular sin pensar en las necesidades sociales. La verdad es que hasta este concepto quedó caduco ya. En la época de la gran corporación burocrática el gerente capitalista se convierte, a su vez, en una rueda más de un inmenso mecanismo de acumulación.

En todo caso, los marxistas no se oponen al individualismo como tal, sino solamente a un individualismo burgués que se logra a expensas del resto de la sociedad. Todos estamos a favor del individualismo que contribuye a la sociedad, que la vuelve más rica, variada y humana. El punto de partida del socialismo es la actividad colectiva de los trabajadores, pero esto implica a su vez una mayor intervención por parte de cada uno de los trabajadores.

Esta colectividad es el medio que le permite a cada trabajador presentar sus necesidades, defender sus derechos, negarse al destino que lo reduce a una mera cifra, y adueñarse de su propia vida.

El triunfo de la revolución socialista aumentaría en dos sentidos la libertad del individuo. Cada uno participará en la administración de la sociedad a través de los consejos obreros. El control obrero le permitiría a cada uno formar el ambiente de trabajo.

Con servicios de planificación familiar bien organizados, facilidades para el aborto y una educación preescolar adecuada, las mujeres podrían tomar una auténtica decisión propia sobre cuándo y cómo tener hijos. Con una igualdad de trabajo y salario para todos, el matrimonio y las relaciones sexuales serían el resultado de una elección libre y no de la dependencia económica.

Cuando la pobreza se haya eliminado y la semana laboral se haya reducido, entonces sí que cada individuo tendrá la oportunidad de desarrollar al máximo sus talentos. Una de las razones principales por las que luchamos por el socialismo es precisamente para asegurar a las generaciones futuras una sociedad en la que, con palabras de Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos».

Capítulo 2

¿Cómo conseguiremos este mundo nuevo?

Echa un vistazo a la historia de la humanidad y verás una historia de miseria, explotación, opresión, terrible crueldad, rebelión, represión, el horror de la guerra, etc. Durante miles de años estos hechos no han sido la excepción, sino la norma.

En un lado, una pequeña minoría ha vivido, tanto como ha querido, una vida de lujo y esplendor. En el otro, una perpetua mayoría, los pobres, han tenido que llevar una vida dura sólo para poder sobrevivir.

Ésta es una cara de la historia, pero no la única que existe. También se puede ver el triunfo del progreso humano, la expansión de las capacidades productivas de la humanidad, del conocimiento y de la habilidad de controlar el medio ambiente para hacer una vida mejor, más libre, más humana.

La cuestión es que hasta el día de hoy estas dos caras de la historia han parecido inseparables. El increíble crecimiento de las fuerzas productivas, los vacilantes avances en la ciencia y la tecnología no han disminuido las barbaridades infligidas por los humanos a los humanos, sino que las han refinado y perfeccionado. El enorme incremento en la riqueza material colectiva del mundo no ha estrechado la brecha que hay entre los ricos y los pobres. Mirar al mundo de hoy, al mundo del capitalismo moderno, es mirar a estas viejas épocas de contradicciones llevadas a su máximo extremo. En un lado, están los millonarios y billonarios que poseen enormes mansiones que ni utilizan; en el otro, están los terribles barrios de barracas de Calcuta, São Paolo o Manila, y las víctimas de las hambrunas como las de Etiopía.

Y además, por supuesto, está la última locura: científicos que a través del estudio descubren la estructura del átomo y que se utiliza para horribles aplicaciones, como lo son las armas nucleares.

Lo que distingue al marxismo de todas las otras teorías e ideologías, pasadas y presentes, es que descubre una manera realista de romper con este estado de cosas. Establece una manera de abolir las divisiones de clases, de acabar con la explotación y la guerra, de liberar a los trabajadores de un mundo de pobreza y de trabajo odioso. Un paso adelante para la raza humana. La palabra clave aquí es realista, ya que la aspiración de igualdad y libertad precede muchísimo a Marx.

Desde Espartaco los oprimidos se han rebelado contra su opresión, y los pensadores han tenido sueños de una sociedad armoniosa. La religión cristiana misma, como todas las demás religiones, es una expresión distorsionada de estas aspiraciones.

Lo que Marx hizo, y fue el primero en hacerlo, fue ponerles a estas aspiraciones una base científica. Marx mostró que la emancipación humana era actualmente posible, no basándose en su plan ni en el de otro, ni en ninguna inspiración divina, sino sobre la base de las fuerzas y tendencias que se daban en el proceso productivo de la sociedad.

Después de todo, Marx señaló que el capitalismo por sí mismo produce una fuerza social, la clase trabajadora, cuyas condiciones no sólo le conducen a rebelarse sino a tener la capacidad de aplastar al capitalismo y a todas las formas de opresión clasista.

Esto, la lucha de los trabajadores por la libertad, es el corazón del marxismo, es el mensaje esencial para todos aquellos que quieren cambiar el mundo. Lenin lo dijo de la siguiente manera: «La cuestión más importante de las enseñanzas de Marx es la explicación del rol histórico-mundial de la clase trabajadora como constructora de una sociedad socialista.»

¿Por qué odiamos los lunes?

Para muchos de nosotros el trabajo que realizamos es tedioso y carente de sentido. Deseamos alejarnos de nuestra vida ligada al reloj porque sólo empezamos a sentirnos libres cuando no estamos trabajando.

El contenido de nuestro trabajo, lo que hacemos en realidad, es de importancia secundaria. No lo hacemos ni para satisfacer nuestras propias necesidades, ni las de los demás, sino simplemente para ganarnos la vida; no como parte de la actividad de nuestra vida real, sino como el medio inevitable para sobrevivir. Marx reconoció que el trabajo bajo el capitalismo es así. Le llamó trabajo alienado, y mostró cómo estaba estrechamente vinculado al trabajo remunerado. El trabajo remunerado asegura que la mayor parte de la gente tenga que vender su capacidad de trabajo a aquéllos que ostentan el control de los medios de producción.

El trabajo —alienado o no— es la base de la sociedad. Lo que se produce, y cómo se organiza esa producción son los factores básicos que dan forma al curso de la historia. La realidad, tal como dice Engels, es que la humanidad debe antes que nada comer, beber, tener techo y vestido antes de estar en disposición de perseguir la ciencia, el arte, la religión, etc. Ésta es una afirmación tan simple que vale la pena considerar por qué se ha mantenido oculta durante tanto tiempo.

En primer lugar, porque durante miles de años, las personas que realmente trabajaban pertenecían siempre al estrato más bajo de la sociedad, de manera que se podía cerrar los ojos a la importancia de su trabajo. Por otra parte, porque los que manejan la sociedad, los propietarios de esclavos, de tierras, los industriales o los banqueros, no realizan trabajo productivo alguno; pueden vanagloriarse de que sus decretos y mandatos son los que hacen que la sociedad funcione. Además, les interesa que los demás, nosotros, lo creamos también. De ahí la visión histórica del gran hombre que se enseña en las escuelas. En contraste, Marx fue capaz de ver la importancia real del trabajo, precisamente porque se dio cuenta del potencial de la clase trabajadora para dominar la sociedad.

Marx distinguía dos aspectos del trabajo. Primero, se centraba en la actividad de realizar cosas, el uso de herramientas para transformar la materia prima en productos de consumo para mantener la vida humana. A la capacidad de una sociedad de hacer esto Marx le llamaba fuerzas de producción. Segundo, Marx analizó las relaciones necesarias entre la gente para que pudiera darse la producción. Estas relaciones incluían tanto cooperación, como cuando una tribu sale a cazar, como subordinación, como entre un trabajador y un capitalista. Marx llama a éstas, relaciones de producción.

El nivel alcanzado por las fuerzas de producción condiciona las relaciones de producción. El estadio más primario de las fuerzas de producción, el uso de herramientas primitivas para la caza, permitió que se desarrollara la tribu. El desarrollo del cultivo extensivo de la tierra produjo las relaciones sociales de esclavitud y servidumbre. El auge del comercio, de la manufacturación y posteriormente de la industria produjo la relación de producción dominante de trabajo asalariado. La suma total de estas relaciones de producción en la sociedad es lo que Marx llamó el modo de producción.

Marx apuntó cuatro modos de producción (les llamó asiático, antiguo, feudal y capitalista) como los principales períodos en la historia. El quinto, el socialismo, predecía que sería el próximo.

¿Qué significa explotación?

¿Qué ocurre cuando un trabajador le vende su fuerza de trabajo a un capitalista? El capitalista utiliza el trabajo del trabajador durante esas horas, y a cambio de ello el trabajador recibe un salario. Parece ser una transacción justa y equitativa, tal cantidad de dinero a cambio de tal cantidad de trabajo. Ambas partes lo deciden por voluntad propia. El intercambio no es un robo, aparentemente.

La «explotación», supuestamente, sólo tiene lugar excepcionalmente, cuando el jefe estafa de alguna manera a los trabajadores.

Muchos trabajadores lo ven así, y piensan que es posible conseguir «un salario justo» por su trabajo.

Pero Marx demostró que la explotación no es la excepción sino la regla, y que es un componente fundamental del trabajo asalariado en el sistema capitalista. El análisis de Marx parte de la «mercancía», o sea de todo lo que se produce para ser intercambiado o vendido.

Las mercancías son de todo tipo, y tienen gran variedad de usos. Tanto un kilo de azúcar como un avión son mercancías. Cualquier mercancía puede ser intercambiada por cualquier otra, a través del dinero. Por ejemplo, 500 kilos de azúcar se pueden vender a 300 euros; con este dinero se puede comprar un televisor.

Este intercambio sólo es posible porque todas las mercancías tienen una característica en común: todas son producto de una cantidad determinada de tiempo de trabajo humano. El valor de una mercancía depende de la cantidad de tiempo de trabajo que una sociedad necesite para producirla. Marx lo llama «el tiempo de trabajo socialmente necesario».

Esta expresión se refiere al tiempo promedio de trabajo para producir tal mercancía en tal sociedad.

Por ejemplo, si un carpintero trabaja más lentamente que los demás, sus sillas no se intercambiarán por más valor que otras sillas, pues los compradores de sillas preferirán pagar los precios de los carpinteros más eficientes.

Esto queda aún más claro con mercancías como televisores o automóviles, donde el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas depende fundamentalmente del nivel de tecnología utilizado.

La única mercancía que los trabajadores pueden vender regularmente es su fuerza de trabajo, o sea su capacidad de trabajar. El valor de la mercancía «fuerza de trabajo» depende de la cantidad de trabajo necesaria para producirla, o sea, el tiempo de trabajo incorporado en la alimentación, vivienda, ropas, etc., necesarias para que el trabajador pueda mantenerse como para seguir trabajando, y producir la próxima generación de trabajadores. El salario paga el coste de la «producción» de la fuerza de trabajo. En este sentido, la compra de la fuerza de trabajo es un intercambio justo y equitativo, como cualquier otra compra o venta de mercancías.

Pero la fuerza de trabajo es una mercancía diferente a todas las otras mercancías. Es creativa: produce más valor del necesario para producirse a sí misma, o sea que es capaz de crear valor. Si el trabajo humano no hubiese podido producir más de lo que consume, no se habrían desarrollado las fuerzas productivas, y seguiríamos en la prehistoria.

Pero el hecho de que el trabajo humano produzca más valor del necesario para producirse a sí mismo, no beneficia al trabajador, sino al capitalista, el cual se apropia de este valor excedente (plusvalía es el término utilizado por Marx).

Por ejemplo, Juan le vende 40 horas de tiempo de trabajo a un capitalista, y recibe 150 euros, los que le alcanzan para mantenerse. Pero Juan tarda solamente 20 horas para producir mercancías por valor de 150 euros. Durante las otras 20 horas de su semana laboral, produce plusvalía para el capitalista. Este trabajo no pagado («plusvalía») es la fuente de todas las ganancias de los capitalistas; y esconde el secreto de la explotación en el sistema capitalista.

Antes de la existencia del capitalismo, la explotación no estaba escondida, sino que era evidente. El siervo feudal trabajaba tantas horas para su familia, y otras tantas para el señor de la tierra y/o la Iglesia. Era evidente que parte del producto de su trabajo era expropiado por la clase dominante.

La proporción de la semana laboral que es plusvalía varía un poco según las circunstancias. Por ejemplo, durante un boom económico, cuando hay poco desempleo y el sindicato es fuerte, Juan puede conseguir 200 euros por semana, o sea que su patrón solamente consigue extraerle 18 horas de plusvalía. En circunstancias desfavorables para los trabajadores, ocurrirá lo contrario. Por ejemplo, en países como Indonesia, es común una semana laboral de 50 o 60 horas.

Un factor aún más importante, que determina qué proporción de la semana laboral es plusvalía es el nivel de tecnología utilizado. Un agricultor con arado de madera necesita muchas más horas para producir lo necesario para sobrevivir, que uno que utiliza maquinaria agrícola moderna.

La teoría marxista de la plusvalía demuestra que el capitalismo está basado en la explotación. Pero también demuestra el irreconciliable conflicto de intereses en el seno del sistema, que produce la permanente lucha entre las clases sociales.

Los capitalistas, obligados a competir entre sí, tratan siempre de aumentar la cantidad de plusvalía que extraen de sus trabajadores. Los trabajadores, impulsados por sus necesidades, tratan de reducir la plusvalía.

Así se producen, por un lado, intensificaciones en la velocidad de la línea de montaje, recortes en el salario real, alargamiento de la jornada laboral, etc. Y por otro, reivindicaciones por aumento de salario, mayor tiempo de descanso, huelgas, y todas las otras luchas sindicales.

La única solución a este conflicto es la eliminación de la explotación, que los trabajadores lograrán cuando se organicen para tomar los medios de producción para su propia clase, y produzcan para su propio beneficio, en vez de beneficiar a los dueños de los medios de producción.

¿Qué es el capital?

El capitalismo es un sistema dominado por el capital. Pero, ¿qué es el capital? La respuesta cotidiana, que sirve a nuestros dirigentes, es que el capital es sencillamente una gran cantidad de dinero, maquinaria y otros medios de producción. Esto parece implicar que no puedes tener producción sin capital, y por tanto el capitalismo se ve como un sistema eterno.

Marx, por contra, profundizó más allá de las apariencias para demostrar que el capital no es sólo una cosa (dinero, máquinas, etc.) sino también una relación social, una relación de producción. El capital no cae del cielo, sino que hay que producirlo. Por tanto el capital es «trabajo almacenado» o «acumulado». (Marx también lo llamó trabajo muerto). Pero el trabajo acumulado es necesario para cualquier sistema de producción, incluyendo el socialismo; sólo llega a ser capital en relaciones sociales específicas.

Primero, el trabajo acumulado llega a ser capital cuando se puede intercambiar por la fuerza de trabajo vivo, el esfuerzo de los trabajadores, de una manera que crece el valor de ese trabajo acumulado. Para el desarrollo del capitalismo tiene que haber una clase de gente que esté separada de los medios de producción, y por tanto, tienen forzosamente que vender su habilidad de trabajo a aquéllos que poseen y controlan los medios de producción.

El capital, por lo tanto, implica trabajo asalariado. Son dos caras de la misma moneda.

Segundo, el capital sólo puede existir como muchos capitales, en otras palabras, como unidades de producción trabajando separadas y en competición unas con otras. Es esta competición la que obliga a aquéllos que poseen trabajo acumulado a utilizarlo como capital, a esforzarse por expandir su valor, empleando a trabajadores, en vez de consumirlo ellos mismos. Henry Ford no está impulsado a hacer cada vez más beneficios por pura codicia personal, sino por la competencia con General Motors, Fiat, Volkswagen y otras empresas automovilísticas.

Producir por producir, acumular por acumular, ésta es la dinámica básica del capitalismo.

La cuestión de la propiedad privada es de importancia secundaria. Fue la forma típica en la que el capitalismo se desarrolló, pero siempre que los trabajadores estén separados de los medios de producción, y siempre que la minoría que controla esos medios de producción esté obligada, por la competencia, a aumentar su valor y a explotar a sus trabajadores, entonces aún tendrás capital y capitalismo.

Las empresas antes estatales, como Telefónica y Repsol, fueron igualmente empresas capitalistas antes de que fueran privatizadas. La URSS como empresa estatal era tan capitalista como la empresa parcialmente estatal «Estado español S.A.».

El capitalismo es, por lo tanto, un sistema en el que el trabajo vivo de los trabajadores es sólo un medio para aumentar el trabajo acumulado. El trabajo vivo está dominado por el trabajo muerto. El trabajador es un apéndice de la máquina. El socialismo, a través de la propiedad social y del control de los trabajadores, invertirá esta relación. El trabajo acumulado servirá al trabajo vivo. La producción irá en función de la necesidad y no de las ganancias.

Las crisis en el capitalismo

El capitalismo es un sistema en el que se repiten constantemente crisis económicas. Ahora mismo, estamos viviendo un período de recesión mundial, con un impacto mayor en parte de Asia y Latinoamérica. Para la clase dirigente y sus defensores, o sea, la gran mayoría de periodistas, políticos, economistas, etc., las explicaciones para las crisis varían. A veces, son simples accidentes financieros, a veces son actos inexplicables, a veces se les echa la culpa a los trabajadores por ser tan egoistas y pedir aumentos salariales y, a veces, son producto de una mala gestión gubernativa.

Lo que está claro es que es la clase trabajadora la que acaba pagando los platos rotos. El paro crece rápidamente, y no se le ve una salida a corto plazo. En esta situación no hay ninguna familia trabajadora que no tenga algún miembro o conocido que no esté afectado por el paro.

La explicación marxista del paro empieza por el hecho de que la producción capitalista es una producción que se basa en los beneficios económicos. Así que, bajo el capitalismo, la gente sólo es empleada cuando su trabajo, directa o indirectamente, da algún tipo de beneficio económico. Cuando no se da el caso, entonces, desaparece el puesto de trabajo.

La cuestión clave del nivel de paro en cualquier momento es, por lo tanto, el promedio de la tasa de beneficios que se da en el ámbito industrial. Cuando la tasa de beneficios es alta, los capitalistas están interesados en investigar para expandir sus negocios, para lanzar nuevos negocios y para contratar a nuevos trabajadores. Cuando la tasa de beneficios es baja, los capitalistas son reacios a investigar, así que las viejas industrias quedan caducas y ya no compiten eficazmente por la falta de nuevas tecnologías, de esa manera son forzadas a cerrar. Al no haber nuevas industrias, el desempleo se dispara.

Cada una de estas dos situaciones crea sus propias dinámicas. Cuando nuevos trabajadores son contratados, tienen más dinero para gastar. La demanda de productos crece y la producción aumenta para llegar a suplir la demanda. Así que más trabajadores son contratados para poder incrementar la producción, y así sucesivamente. En el otro caso, cuando el paro crece, los trabajadores y sus familias tienen menos para gastar. La demanda de productos decrece, la producción decae y más trabajadores se ven amenazados por el desempleo. Hay una recesión o hundimiento productivo.

La cuestión importante es: ¿Qué hace que la tasa de beneficios sea alta o baja en un primer momento? y ¿qué decide que la economía vaya hacia un boom económico o hacia una recesión? Se dan dos procesos. El primero es cíclico. Lo causa el sistema al alternar, más o menos regularmente, un boom y una recesión y vuelta al principio. En el boom el incremento de demanda laboral facilita a los trabajadores el presionar para que les aumenten los salarios, hasta el punto en que se cortan los beneficios empresariales. La tasa de beneficios cae y el boom se colapsa dando paso a una recesión. En la recesión, el paro recorta el poder de los trabajadores a exigir mejores salarios, de esa manera los salarios se estancan o bajan hasta que eventualmente la tasa de beneficios se restaura. La recesión se convierte en boom.

El segundo proceso es más fundamental. Es una tendencia subyacente a la tasa de beneficio el caer a largo plazo.

Ya que el capitalismo es competitivo, cada unidad capitalista se esfuerza por producir al máximo, para de esa manera, abarcar tanto como pueda del mercado. Pero como, además, es explotador, nunca paga a los trabajadores lo suficiente para que éstos compren todos los productos que el propio capitalismo produce. De esta manera, se ve siempre enfrentado al peligro de la sobreproducción, o sea, a producir más de lo que puede ser vendido.

El capitalismo no puede resolver este problema subiendo los sueldos, ya que de esta manera se reducirían sus beneficios económicos. La solución de los capitalistas para este problema es reinvertir continuamente sus beneficios para producir más «medios de producción», o sea, más máquinas, y máquinas para hacer más máquinas. Esto puede durar tanto como el capitalista tarde en reinvertir, y eso sólo se puede dar mientras produzca beneficios.

Sin embargo, esta inversión en medios de producción contribuye por sí misma a una tendencia de la tasa de beneficio a caer a largo plazo. La razón es que los beneficios por sí mismos derivan sólo de la explotación del poder del trabajo, o sea, del trabajo vivo de los trabajadores, no del trabajo acumulado representado por las máquinas. Al comprar más y más maquinaria, la cantidad de trabajo vivo se va haciendo proporcionalmente más pequeña para los beneficios, esto ha sucedido enormemente en nuestros días cuando los ordenadores han hecho que un trabajador haga el trabajo que antes hacían varios.

El resultado es que la tasa de beneficios decrece, a pesar de que los capitalistas traten de invertir la situación haciendo que los trabajadores trabajen más duro o durante más horas.

Una vez que la tasa de beneficios cae a un cierto nivel, los capitalistas pierden el incentivo de investigar y el sistema entra en una crisis de sobreproducción donde los medios de producción son invendibles, las máquinas no se venden, las fábricas y las oficinas se quedan vacías. Se crea una espiral de recesión y hundimiento económico, de empresas que caen en la bancarrota, de trabajadores despedidos y de desempleo ascendente.

Hay varios factores que pueden compensar la caída de la tasa de beneficio. En los albores del imperialismo británico, por ejemplo, grandes cantidades de capital fueron exportadas a los países precapitalistas, así que había menos capital para invertir en Gran Bretaña, y así había un menor peligro de sobreproducción. La destrucción de grandes cantidades de capital en la guerra, o por permanentes gastos en armamento durante épocas de paz, pueden evitar, durante un período, el crecimiento de capital en proporción al trabajo vivo.

Las crisis económicas también destruyen o devalúan por sí mismas mucha parte de capital, al hundirse las empresas más débiles. Esto implica una mayor tasa de beneficios para las que sobreviven. Ésta es la razón por la que el capitalismo alterna boom y crisis y por la cual el sistema fue capaz de tener un crecimiento sostenido entre los años 1880 y 1890 y, más aún, entre el período de 1950 a 1973.

Tarde o temprano, sin embargo, este crecimiento sostenido asegura que la tendencia en la tasa de beneficios a caer vuelva a imponerse. Además, el hecho de que hoy en día las unidades de capital sean más grandes y estén más concentradas que en el pasado hace que sea mucho más difícil, simplemente, ir a la bancarrota. Cuando Gran Bretaña tenía una docena o más de empresas automovilísticas, una o dos podían ser sacrificadas en una recesión, para sacar más tajada el resto. Hoy BL, la única empresa de coches que queda, no puede dejarse arrastrar a la bancarrota así como así, sin causar un riesgo irreparablemente peligroso para el resto de la economía.

El resultado es que el capitalismo se encuentra en una situación en la que es más difícil usar una aguda y corta crisis para destruir sectores de capital y restaurar, de esa manera, la tasa de beneficio. En su lugar, tenemos una crisis algo menos aguda, pero que continúa y continúa sin posibilidad de recuperación.

La tendencia de la tasa de beneficio a decrecer es una contradicción fundamental e indisoluble del capitalismo. Es una expresión concreta del hecho de que las relaciones capitalistas de producción son una barrera para el desarrollo de las fuerzas productivas, para el beneficio de la humanidad. El paro masivo es uno de los resultados de las contradicciones internas del capitalismo, un sistema basado en la búsqueda de los beneficios. Sólo cuando la producción sea para las necesidades humanas, no para los beneficios económicos, la humanidad se verá libre de las crisis económicas y de la miseria que ellas causan. Libres para movernos hacia delante.

¿Hacia dónde nos lleva la historia?

La base de la sociedad es la producción. Las relaciones sociales entre la gente, la forma de las leyes y el gobierno, dependen en última instancia de la habilidad de la humanidad para producir las necesidades de la vida. Ésta es la primera premisa de la teoría marxista de la historia. Pero ¿cómo puede un modo de producción ser transformado en otro?

No puede suceder simplemente por la voluntad. No es un problema sólo de convencer a la gente de que es una buena idea. Para Marx la primera base de este cambio es que, dentro de un particular modo de producción, las fuerzas de producción deben desarrollarse a un nivel donde las nuevas relaciones de producción sean posibles. Hasta que esto no sucede todas las revoluciones están condenadas al fracaso.

Pero una vez que las fuerzas productivas han alcanzado este nivel, las relaciones de producción existentes hasta el momento se vuelven reaccionarias. Frenan el desarrollo de la sociedad y están listas para ser derribadas.

El capitalismo ha superado hace tiempo este nivel. Ha creado una economía mundial y una división mundial del trabajo. Ha aumentado la productividad hasta el punto de que el trabajo diario podría ser drásticamente reducido. Ha incrementado la producción hasta tal punto que, potencialmente, hay mucho más de lo necesario para asegurar una vida decente para todos.

Pero la continuación de la existencia de las relaciones capitalistas de producción impide que este potencial sea realizado. La división de la sociedad entre jefes y trabajadores, y la competencia entre los jefes para conseguir más beneficios, aseguran que la pobreza y la falta de comida continúe, que las jornadas de trabajo sigan siendo largas y que el mundo continúe dividido en estados militaristas y hostiles entre ellos.

El hecho de que el capitalismo está aún con nosotros demuestra que el desarrollo de las fuerzas de producción no significa, por sí mismo, un cambio de sistema. Las relaciones de producción son relaciones de clase. Ellas implican una clase dirigente que controla la producción y una clase, o clases, oprimidas que la produce. La clase dirigente tiene intereses creados con el objetivo de mantener las relaciones reaccionarias de producción. Cambiar el modo de producción implica una lucha de la clase oprimida que está conectada al aumento de las fuerzas de producción, para acabar con la clase dirigente. El motor de la historia, de esta manera, es la lucha de clases.

El cambio del feudalismo al capitalismo fue un ejemplo de este proceso. Significó una lucha de la clase media, o burguesía, apoyada por las otras clases explotadas, para destruir el poder de la monarquía y para borrar del mapa las restricciones feudales que estaban bloqueando el desarrollo del capitalismo. Los momentos decisivos en esta lucha fueron dos grandes revoluciones: La Revolución Inglesa de 1642 y la Revolución Francesa de 1789.

El cambio del capitalismo al socialismo será otro ejemplo. Tendrá que implicar la lucha de la clase trabajadora, a la cabeza de todos los oprimidos, para destruir el poder de la burguesía y para establecer el control social de la producción. El momento decisivo será también una revolución.

El advenimiento del socialismo, a pesar de todo, está lejos de ser inevitable. La historia humana no es un proceso mecánico, tiene avances y retrocesos, depende de las acciones colectivas de las clases sociales y de las decisiones de los seres humanos. Engels escribió sobre este tema: «La sociedad capitalista se encuentra en un dilema, o avanza hacia el socialismo o retrocede a la barbarie.» Todo dependerá del resultado de la lucha de clases.

¿Socialismo o barbarie?

Un producto posible del capitalismo en crisis ha sido revelado en este siglo: El fascismo, con la dominación nazi de gran parte de Europa, acarreó guerras, devastación y el exterminio de millones de personas simplemente porque eran de una religión, nación o ideología política diferente.

Por el momento los fascistas están aislados, fragmentados y confinados a los márgenes de la escena política. Pero esto no significa que debamos tener una actitud complaciente del tipo «esto no puede pasar aquí». Sólo hace unos pocos años, antes de que la Liga Anti Nazi aplastara al Frente Nacional británico, éste aparecía como una amenaza creciente. En la Alemania de 1928, los nazis de Hitler parecían insignificantes, pero en cinco años tomaron el poder, y uno sólo tiene que mirar a la Francia de Mitterand para ver el avance de un movimiento neonazi, el Frente Nacional de Le Pen.

Por todas estas razones un análisis del fascismo continua siendo una arma esencial de la teoría marxista. Es también esencial que este análisis sea preciso. No podemos perder de vista las diferencias entre el fascismo de verdad y otras formas de autoritarismo de derechas. Esta confusión no sólo puede creer un pánico innecesario, sino que lleva a una subestimación del peligro y la brutalidad del auténtico fascismo.

La primera cuestión que hay que tomar en cuenta al analizar el fascismo es que éste no es una locura colectiva que de repente contamina a toda la sociedad. No es una cuestión innata en el carácter alemán, italiano o español, o el producto de un genio diabólico, de un líder carismático. Tampoco es, por otro lado, solo una violación de la democracia o de los derechos humanos (bajo el capitalismo estas cosas suceden sistemáticamente). Al contrario, el fascismo es un fenómeno generado por la propia naturaleza del capitalismo, pero que tiene una especificas raíces de clase. En el poder, el fascismo es una forma de dominio de la burguesía que difiere profundamente de la democracia capitalista formal, ya que implica el aniquilamiento de todas las organizaciones independientes de la clase trabajadora.

La clase en la que, en primer lugar, se asienta el fascismo es la pequeña burguesía, pequeños empresarios, autónomos y demás, y es de aquí de donde se reclutan los miembros del núcleo duro del movimiento fascista. La pequeña burguesía se siente aplastada entre el gran capital por un lado y la clase trabajadora organizada del otro. En tiempos de severa crisis económica esta doble presión es más sentida y, bajo la amenaza de una bancarrota masiva, la pequeña burguesía busca desesperadamente la manera de escapar de tal situación.

Si en esta situación la clase trabajadora, bajo un liderazgo revolucionario, muestra su capacidad y determinación de resolver la crisis puede ganar tras de sí a secciones la clase media. Si, al contrario, la clase trabajadora falla al dar un liderazgo claro, entonces la pequeña burguesía puede oscilar hacia la derecha, hasta llegar al fascismo.

Esto sucede porque la ideología del fascismo parece reflejar la experiencia de rabia de la clase media. Combina una retórica vaga contra las finanzas internacionales con una gran hostilidad hacia el movimiento obrero. Estas actitudes contradictorias están cimentadas con la fantasía racista que el capitalismo internacional y el comunismo son parte de una conspiración para acabar la pureza de la raza y la nación. En Alemania, los nazis hicieron a los judíos sus víctimas, el Frente Nacional Británico en 1970 probó de hacer lo mismo con la gente negra.

La pequeña burguesía, a pesar de todo, no puede convertirse en la clase dominante del capitalismo moderno. Consecuentemente el fascismo, basado fundamentalmente en esta clase, no puede llegar al poder sólo con sus fuerzas. Necesita que la clase dirigente misma le ayuda en su ascenso.

Pero para la clase dirigente el fascismo es una opción arriesgada que implica dar las riendas del poder a vulgares fanáticos. Sólo está dispuesta a dar este paso si las circunstancias la presionan. Primero, la crisis económica debe ser tan severa que el capitalismo no pueda restaurar sus beneficios sino es a través de la destrucción del movimiento obrero. Segundo, la clase dirigente debe tener miedo de su propia existencia por la amenaza del movimiento obrero. Tercero, tiene que confiar en que la clase trabajadora esté tan debilitada que la solución fascista será un éxito. Evidentemente, no quiere provocar su propio derrocamiento.

Estas condiciones son más fáciles de ocurrir después de una situación revolucionaria que ha sido descalabrada por el liderazgo reformista. Esto es lo que pasó en Italia en 1921, en Alemania en 1933 y en España en 1936. El precio de la derrota de la revolución socialista es horrorificamente alto.

¿Cuáles son las condiciones idóneas para una revolución socialista?

¿Qué efecto tiene la situación económica en el estado de la lucha de clases? ¿Es necesario que la depresión económica sea muy profunda y que los trabajadores se vean reducidos a la pobreza más extrema antes de que se produzca una rebelión de masas contra el capitalismo? ¿O, quizá, tiene que haber una nueva etapa de prosperidad para devolver la confianza a los trabajadores?

Éstas son, obviamente, cuestiones importantes para el marxismo, especialmente en un momento en que el movimiento de la clase trabajadora ha sido fuertemente dañado y minado por el desempleo masivo.

Pero además, son difíciles de responder, ya que no existe una relación simple, mecánica o automática entre las condiciones económicas y el nivel de resistencia de la clase trabajadora. Hay factores como la tradición histórica de la clase trabajadora, su grado de concienciación y de organización y la calidad de su liderazgo, que tienen su efecto.

No obstante, basándonos en la experiencia previa de períodos de crisis y prosperidad, es posible hacer algunas generalizaciones.

En primer lugar, las situaciones de crecimiento económico prolongado (como el que se produjo entre el final de la II Guerra Mundial y mediados de los años 60) crean condiciones favorables para el desarrollo de un nivel elevado de confianza y organización entre los trabajadores.

Sin embargo, la predisposición de los empresarios a hacer concesiones restringe la amplitud de la lucha. Las huelgas suelen ser victoriosas, pero cortas y de pequeñas dimensiones. No se producen batallas a vida o muerte del conjunto de la clase trabajadora.

Como resultado, los trabajadores no sienten la necesidad de generalizar la lucha en el ámbito político y muestran poco interés en las ideas socialistas revolucionarias. En un periodo de crecimiento sostenido pueden conseguirse reformas, pero no derribar el capitalismo.

Por el contrario, las situaciones de depresión o crisis económica hacen que las probabilidades de lucha crezcan rápidamente. Los empresarios, con la amenaza de quiebra a sus espaldas, se muestran mucho más firmes y tienen más probabilidades de obtener el respaldo del estado.

Para hacer nuevas conquistas o incluso para mantener las conquistas del pasado, los trabajadores tienen que luchar con mucha más dureza y a una escala mucho más amplia. La lucha en su conjunto se hace mucho más encarnizada y más generalizada y la cuestión del liderazgo político adquiere mucha más importancia.

La crisis económica crea el potencial para grandes victorias (incluido el derrumbe del capitalismo), pero también para derrotas mayores. Además, las derrotas producidas en situaciones de desempleo masivo tienden a ser más desmoralizadoras.

En general, la lucha y la conciencia revolucionarias combinan dos elementos: El odio hacia los explotadores y su sistema y la confianza en la posibilidad de luchar. El primero tiende a ser producto de la depresión económica, el segundo de la prosperidad. Podemos decir, por tanto, que ni la prosperidad ni la crisis en sí mismas elevan la lucha de clases hasta su nivel más alto, sino más bien la rápida alternancia de una y otra.

Aquí pueden darse tres variaciones. En primer lugar, un «boom» en el que las expectativas, la confianza y el nivel organizativo de los trabajadores suban, seguidos por el inicio de una depresión a la que los trabajadores respondan con luchas de masas. En segundo lugar, una crisis en que el malestar se acumule, seguido por un «boom» que dé a los trabajadores la confianza para luchar. Y una tercera posibilidad es una crisis prolongada, en que la clase dirigente ataque sistemáticamente y la clase trabajadora retroceda hasta que la primera llegue demasiado lejos, provocando una desesperada resistencia de masas. Si esta resistencia tuviera éxito, podría devolver a los trabajadores la confianza para volver a la ofensiva.

También es posible que se den situaciones que combinan elementos de estas tres diferentes variaciones.

Una pequeña recuperación dentro de un período de crisis generalizada, por ejemplo, dará a los trabajadores algo más de confianza para oponerse a una clase dirigente que, empujada por la crisis a ataques constantes sobre el nivel de bienestar, podría llevar estos más allá de lo tolerable.

Aparte de algunos ejemplos aislados, la actual ofensiva de la patronal no ha encontrado un contraataque serio, y el movimiento de los trabajadores en su conjunto aparece debilitado. Pero las perspectivas a largo plazo para la clase dirigente son poco prometedoras. El capitalismo no va a volver a encontrar un periodo de crecimiento sostenido. Sin embargo, en el seno de la crisis continuada, se producirán oscilaciones arriba y abajo de forma repetida. Cada una de estas oscilaciones lleva consigo la posibilidad de un resurgimiento de la lucha de clases y lo mismo sucede con cada nuevo ataque de la patronal.

Más pronto o más tarde, por tanto, la corriente cambiará de sentido y, cuando esto suceda las probabilidades de éxito serán, a todas luces, muy altas.

¿Qué significa el poder de los trabajadores?

Cualquier huelga bien organizada necesita de un comité de huelga, representado por sindicalistas o otros representantes elegidos por los trabajadores. Su trabajo es organizar los piquetes, buscar apoyo de otros trabajadores, etc. Si la huelga se extiende a otras empresas del mismo sector o a otros sectores, el comité de huelga necesitará extenderse e incluir a representantes de todos los sectores involucrados, creciendo sus tareas y responsabilidades.

Si hay una huelga general o una sucesión de huelgas de masas y ocupaciones, y la clase trabajadora lleva a cabo un serio ataque al sistema, entonces cientos de organizaciones de este tipo son necesarias. Y ellas harán frente a muchas otras nuevas tareas: organizar manifestaciones, mantener las provisiones y los transportes necesarios, defender los piquetes y las organizaciones de trabajadores de un ataque, crear un servicio para contraatacar la propaganda gubernamental, además de coordinar las huelgas y la protección de los barrios obreros.

Estos consejos de trabajadores, o soviets, si utilizamos la palabra rusa, siempre han aparecido por la necesidad de la propia lucha, y no como un esquema abstracto de los teóricos. Esto fue lo que sucedió en la revolución rusa de 1905 y 1917, en los consejos de trabajadores de la revolución alemana en 1918 y 1919, en la España de 1936 y en la Hungría de 1956.

En la huelga general británica hubo consejos de acción que podrían haberse desarrollado en esa dirección si la lucha hubiera continuado. Los comités de las diferentes fábricas en Polonia en 1980, que se unieron a la ocupación del astillero de Gdansk con cientos de otros lugares de trabajo por todo el país, tuvieron el mismo potencial.

Los soviets tomaron en muchos casos las mismas funciones que el gobierno, se convirtieron en una alternativa de poder, rivalizando con el estado. Esta situación llamada «doble poder», no podía durar demasiado. Debía ser acabada con la represión de la clase dirigente, como en Alemania en 1919 o Polonia en 1981, o con la revolución social como en Rusia en 1917.

La revolución significará la destrucción del estado burgués y el reemplazo por los consejos de trabajadores como la base del nuevo estado, el poder de los trabajadores, lo que Marx llamó «la dictadura del proletariado». Basado en elecciones en los lugares de trabajo donde el debate y la discusión colectiva son posibles, los consejos de trabajadores representarán directamente los intereses de los trabajadores como clase social. Los delegados podrán ser instantáneamente revocados por asambleas de trabajadores en sus centros de trabajo, y como simples representantes cobrarán el salario medio de un trabajador.

Los consejos, en conjunción con los comités de fábrica y los sindicatos, pondrán bajo control de los trabajadores toda la producción. Requisarán los hoteles, mansiones y las casas que tienen de sobra los ricos para utilizarlas para los sin techo. Pondrán la prensa millonaria y las estaciones de televisión a la disposición de las organizaciones de los trabajadores, acorde con el apoyo que tengan entre la gente.

Organizarán de manera comunitaria las guarderías, restaurantes y lavandería para liberar a las mujeres del pesado trabajo de casa. Pondrán los institutos y las universidades al servicio de quien los utiliza, especialmente los estudiantes. El inmenso gasto de recursos en grandes salarios, pompa y ceremonia, Rolls-Royces, banquetes y otros actos elitistas que acompañan al estado capitalista se acabarán.

Cualquier persona trabajadora tomará parte en el funcionamiento del estado. Armando a los trabajadores y creando milicias obreras, el nuevo estado será capaz de movilizar las fuerzas necesarias para aplastar los intentos contrarevolucionarios. Cuando estas amenazas retrocedan, y la revolución haya sido capaz de derrotar a los capitalistas a escala estatal e internacionalmente, las funciones represivas del estado desaparecerán, dejando sólo la organización del conjunto de la gente en búsqueda de sus necesidades. El estado como tal desaparecerá.

Éste es el auténtico sentido del poder de los trabajadores. A diferencia de lo que dice la propaganda acerca del totalitarismo de la izquierda, será millones de veces más democrático que cualquier parlamento burgués, facilitando a la gente, por primera vez en la historia, tomar el control de sus vidas.

Capítulo 3

Clarificando nuestras ideas

«Pero los revolucionarios son una pequeña minoría…»

El obstáculo más obvio para la transformación socialista de la sociedad es el simple hecho de que la mayoría de los trabajadores no son revolucionarios. Aún más, la mayoría de trabajadores aceptan el capitalismo, no creen que éste pueda ser cambiado y ven a los revolucionarios que quieren cambiarlo como idealistas o personas problemáticas.

Así que ¿Qué dice el marxismo sobre este problema crucial? ¿Por qué los trabajadores muy a menudo aceptan ideas reaccionarias? y ¿Cómo pueden cambiar estas ideas?

Una de las ideas más básicas del marxismo es que las ideas no moldean el estado de la sociedad, sino que el estado de la sociedad moldea las ideas. Las ideas generales de la sociedad reflejan la manera en como la sociedad está organizada. En la sociedad feudal hubo una rígida división entre señores y siervos. Este hecho era aceptado normalmente como algo natural e inevitable, para usar el lenguaje de este tiempo, algo «ordenado por Dios». La sociedad capitalista está fundada en la motivación por los beneficios económicos, y esto es a su vez visto como algo natural. De hecho estas ideas son más que el reflejo de la sociedad, ellas justifican este tipo de sociedad. Justifican las actuales divisiones de clase. Como marxistas decimos: «las ideas que dominan la sociedad en cualquier periodo son las ideas de la clase dominante».

Si observamos al capitalismo hoy en día podemos ver como se lleva a cabo esta tarea. La clase dominante controla los canales de formación y propaganda de las ideas: el sistema educativo, los periódicos, las cadenas televisivas y todos los demás medios de comunicación masivos, y sus ideas son dominantes en estos medios. Pero el poder de las ideas de la clase dominante no se da simplemente como una «conspiración» de los propietarios de los periódicos, editores, profesores de la universidad, ministros, etc. Las ideas capitalistas parecen tener sentido porque reflejan el mundo sobre la base de nuestra propia experiencia. Los negocios funcionan por los beneficios y la sociedad está dividida en clases, así que creer que estas cosas son «naturales» y «verdaderas» parece de sentido común.

Así que para los marxistas no hay nada de particularmente sorprendente con trabajadores que votan al PP o con sindicalistas sexistas. Si la ideología capitalista no dominara las ideas de los trabajadores, el capitalismo no podría sobrevivir.

De la misma manera, las ideas socialistas solo parecerán «obvias» cuando una sociedad socialista exista. Así que esto plantea un dilema: si, como decimos, el socialismo no puede ser creado a espaldas de los trabajadores, sino por el acto de la propia clase trabajadora, ¿Cómo puede esto suceder cuando la clase trabajadora está dominada por las ideas capitalistas?

Las ideas de los trabajadores no pueden simplemente cambiarse a una escala masiva a través de la propaganda socialista. Un periódico revolucionario como En lucha no puede competir con la prensa de los millonarios. La extensión de las ideas revolucionarias a una escala masiva tiene que tener una base material, al igual que las ideas que dominan a los trabajadores que piensan que estas reflejan su experiencia diaria. Así que para expandir las ideas socialistas tienen que reflejar un cambio en la experiencia diaria.

Aquí es necesario clarificar una confusión muy extendida. A menudo se supone que cuanto más sufre la gente, más revolucionarios van a ser. Pero si esto fuera cierto, la revolución hubiera sucedido hace mucho tiempo atrás. De hecho, no es el sufrimiento, si no la experiencia de luchar contra el sufrimiento que crea la base material para el crecimiento de las ideas revolucionarias.

Si el nivel de la lucha de clases es bajo, y resulta en grandes derrotas, entonces, los trabajadores, con poco control sobre sus propias vidas, se sienten que nada puede ser cambiado. Pero si el nivel de la lucha es alto, y la victoria sigue a otra victoria, entonces los trabajadores sienten confianza en su habilidad de cambiar sus propias vidas, y entonces empiezan a ver las alternativas al capitalismo como posibles. Si el nivel de la lucha de clases es alto tanto que amenaza la existencia del estado burgués, entonces las ideas revolucionarias pueden extenderse como un re guero de pólvora.

Nada de esto significa que las ideas revolucionarias a través de periódicos, folletos y libros sea irrelevante o innecesario. Los trabajadores no tienen que ser revolucionarios antes de empezar a luchar en batallas que acaben con la clase dominante, pero su habilidad de ganar estas batallas está conectada muy de cerca con su nivel de conciencia política. Las huelgas de masas, las ocupaciones de los lugares de trabajo y las manifestaciones crean las condiciones en las cuales es posible que las ideas revolucionarias se extiendan pero, como muestra el ejemplo de un sindicato como Solidarnosc en Polonia, es imposible para los trabajadores improvisar de repente, y en medio de una gran lucha un cuerpo completo de ideas revolucionarias que expliquen el mundo.

Las ideas revolucionarias tienen que estar ahí, preparadas para informar de las luchas, articular y generalizar desde estas nuevas experiencias, y probar su relevancia práctica para llevar la lucha hacia delante.

¿Materialismo dialéctico? ¿Eso qué es?

El marxismo es una teoría general de la sociedad desde el punto de vista de la clase trabajadora. Incluye e integra en un único conjunto teorías de la historia, economía, política y filosofía.

A la filosofía del marxismo se la denomina habitualmente «materialismo dialéctico». El marxismo es materialista, ya que considera la producción de lo necesario para la vida como la base de la que surgen las ideas, y no al revés. Pero ¿qué significa dialéctico?

En este punto se plantea una dificultad porque, obviamente, no se trata de un término utilizado en la conversación diaria, ni, naturalmente, se explica en la escuela. Es un término filosófico que procede originariamente de la Grecia Antigua, y fue desarrollado por el gran filósofo alemán Hegel a finales del siglo XVIII.

La dialéctica es la lógica del cambio, de la evolución y el desarrollo. Su punto de partida es la idea (y el hecho) de que todo cambia y se ve envuelto en un proceso continuo de empezar a existir y dejar de existir.

Para entender el significado de esta definición puede compararse con lo que se conoce como lógica «formal» (desarrollada originariamente por Aristóteles y considerada usualmente como las reglas del pensamiento articulado). La idea básica de la lógica formal es que algo o bien está o no está en determinada circunstancia, pero no puede estar en ambas circunstancias al mismo tiempo. Por ejemplo, el gato está sobre la alfombra o no está sobre la alfombra.

En muchos casos la lógica formal es útil y necesaria. Pero en cuanto se tiene en cuenta el movimiento y el cambio, deja de ser adecuada. Llega un momento en el que un gato que se mueve se encuentra en el proceso de ir a situarse sobre la alfombra o en el proceso de salir de ella: momento en el que se encuentra tanto sobre como fuera de la alfombra. La dialéctica constituye un avance sobre la lógica for mal porque nos permite comprender esta contradicción.

Esto es verdaderamente importante cuando tratamos de analizar el desarrollo social y, en particular, cómo se produce la transición de una forma de sociedad a otra. Las clases dominantes creen en la naturaleza eterna e inalterable de su forma de sociedad. Los señores feudales creían que el feudalismo había sido un mandato divino y que permanecería siempre. Las clases dominantes de la actualidad creen que el capitalismo refleja una naturaleza humana inamovible y que sobrevivirá siempre sin excesivos cambios. La dialéctica, sin embargo, insiste en que nada es inalterable ni permanece siempre. El feudalismo surgió históricamente y fue destruido históricamente. Del mismo modo el capitalismo es un producto histórico con un principio y, más tarde o más temprano, un fin.

Esto nos lleva a la segunda proposición fundamental de la dialéctica. Es la afirmación de que el cambio social se produce a través de contradicciones internas, a través de la lucha de contrarios. Una sociedad determinada forma un conjunto o una totalidad, pero dentro de ese conjunto hay antagonismos y fuerzas contrarias. El cambio de una forma de sociedad a otra es el resultado de la derrota del elemento dominante por su antagonista o contrario.

No es casual que la dialéctica fuera desarrollada por Hegel en el momento de la Revolución Francesa —el mayor y más radical movimiento social que había visto el mundo hasta entonces. La teoría dialéctica del desarrollo a través de la contradicción fue la expresión filosófica de la Revolución Francesa.

Pero debido a que la Revolución Francesa fue una revolución burguesa, dirigida por juristas e intelectuales, Hegel pensó, por necesidad, que la fuerza conductora de la historia era la lucha entre ideas contrarias (entre la idea de la monarquía y la idea de la república, entre la idea de la aristocracia y la idea de la igualdad, etc.). Marx, 50 años después, adoptando el punto de vista de la clase trabajadora, pudo ir más allá que Hegel y mostrar que esta lucha de ideas era reflejo de una lucha de fuerzas materiales. Con Marx la dialéctica se convirtió en la lógica de la lucha de clases.

Una tercera proposición de la dialéctica afirma que los cambios cuantitativos se convierten en cambios cualitativos. Dentro de una estructura particular de sociedad se producen cambios. En el capitalismo, por ejemplo, las fuerzas de producción avanzan y crecen y la clase trabajadora se hace más poderosa. Durante un tiempo estos cambios son cuantitativos, modifican la sociedad, pero no la transforman. Pero, antes o después, los cambios se hacen demasiado grandes para permanecer confinados dentro de la estructura existente. Para que continúe el desarrollo, esta estructura debe ser destruida y debe establecerse un nuevo orden social.

De este modo la dialéctica no es sólo la lógica del cambio y de la lucha de clases, sino también la lógica de la revolución. A pesar de sus oscuros orígenes filosóficos, es una poderosa herramienta práctica que permite a los marxistas comprender la dinámica interna de la lucha de la clase trabajadora.

Su verdad y la nuestra

«Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»

Estas conocidas palabras de la declaración de independencia de los Estados Unidos son las grandilocuentes y típicas frases expresadas durante las revoluciones burguesas que dieron paso al capitalismo moderno. Son típicas por tres razones.

Primero, ellas se basan en supuestas verdades y derechos universales y absolutos, aunque muy abstractos y nada específicos. Segundo, dentro del contexto histórico, cuando la monarquía absoluta estaba a la orden del día en muchos países, estas acotaciones eran inmensamente progresivas y radicales. Tercero, al mismo tiempo que se escribían estas declaraciones, fueron sistemáticamente violadas por sus autores; después de la independencia de los Estados Unidos se continuó practicando y tolerando la esclavitud por noventa años. Hoy la propaganda e ideología capitalista continúa superficialmente proclamando estos mismos principios universales, aunque permanecen incumplidos y, además, el contenido progresivo y radical hace tiempo que desapareció.

Marx, como teórico de la revolución de la clase trabajadora, desarrolló una actitud totalmente diferente a la cuestión de «verdad» y «derechos». Para Marx no había verdades absolutas o universales, porque en el fondo la idea de verdad es algo siempre práctico. Una propuesta es cierta en cuanto ayuda a los seres humanos a llevar a cabo las tareas prácticas en el mundo. La «verdad» es por lo tanto algo histórico y, sobre todo, concreto. Una propuesta es cierta con relación a las circunstancias específicas de ese momento. Cambia las circunstancias suficientemente y dejará de ser cierta.

De igual modo con los «derechos». Para los marxistas no hay derechos, dados por un Dios, con los que todos nacemos. La gente, o más en particular los grupos y las clases, solo consiguen derechos si son capaces de ganarlos y defenderlos en la lucha. Si los marxistas apoyan o no estos «derechos» depende de qué clases estén involucradas y para qué van a ser usados estos «derechos». Así, por ejemplo, estamos por «el derecho a trabajar» cuando es una demanda por la cual la clase trabajadora se moviliza contra el paro. Estamos en contra del «derecho a trabajar», por supuesto, cuando éste es una justificación para los esquiroles.

Cada vez que la burguesía y sus medios de comunicación hablan de «libertad», los marxistas siempre preguntamos «¿Libertad para quién? o ¿Libertad para hacer qué?». No es una coincidencia que las revoluciones burguesas como la Francesa combatiese bajo la bandera de un conjunto de abstracciones, «Libertad, Igualdad, Fraternidad», a diferencia de las revoluciones de la clase trabajadora como la Rusa que combatió por cuestiones específicas, «Pan, Paz y Tierra».

Otra muestra de este punto es la cuestión de la libertad de expresión. La clase dirigente continuamente hace hincapié en la idea de que éste es un elemento fun damental en los derechos humanos. De hecho, lo cierto es que en la sociedad capitalista esta «libertad» está sujeta a miles de restricciones y limitaciones. Prueba de ejercerlo si eres un soldado, un estudiante, un funcionario o con tu jefe en el trabajo. Además, la historia enseña que la burguesía está perfectamente dispuesta a quitar sin ningún compromiso estos derechos cuando siente que es necesario para preservar su poder.

¿Qué dicen los marxistas de «la libertad de expresión»?

En general la defendemos, no porque es algo divino, sino porque es una ventaja para la clase trabajadora, bajo el capitalismo, que haya un intercambio de ideas y debate (y esto sería cierto para la gente bajo el socialismo). De hecho nosotros defendemos ésta precisamente donde el capitalismo la restringe. ¡Que bueno sería si los soldados pudieran criticar a sus oficiales, los estudiantes a sus profesores y los trabajadores a sus jefes sin miedo a las represalias!

No queremos dar la impresión que la libertad de expresión es un derecho universal y absoluto. Nosotros, por ejemplo, no defendemos el derecho de los fascistas a incitar al odio racial o a difundir sus ideas de ninguna manera. Tampoco en un Estado obrero se les dará a la clase capitalista la libertad para dirigir la contrarrevolución. Pero no hacemos un fetiche de esta negación de la libertad de expresión, incluso para los racistas. No es para nosotros un principio absoluto cerrar la boca de cada fascista o racista independientemente de las circunstancias, aún menos prohibir cada punto de vista que encontramos odioso. Es siempre una cuestión de juicio estratégico y práctico.

Pero ¿Cómo explicar la diferencia entre el aparente compromiso con los derechos y principios universales de la burguesía y la insistencia de Marx en que todos los derechos y principios son históricos y dependen de las circunstancias? ¿Es una cuestión de hipocresía contra honestidad? Si, pero la hipocresía y la honestidad son cuestiones de clase. La burguesía está obligada a ser hipócrita porque es una pequeña minoría que sólo es capaz de mantener el poder si puede hacer pasar sus intereses como los intereses de toda la gente.

El marxismo, sin embargo, representa a la clase trabajadora, o sea, la inmensa mayoría de la gente y, por lo tanto, no necesita disfrazar sus intereses de clase. Al contrario, un claro entendimiento de cuáles son sus intereses es lo que la clase trabajadora necesita para conseguir su libertad.

La cuestión, sin embargo, es cambiarlo

«Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diferentes maneras: la cuestión es cambiarlo»

Así dice la más famosa de todas las citas de Marx y, apropiadamente, está grabada sobre su lápida en el cementerio de Highgate. Lo que deja clara esta cita es que Marx fue, en primer lugar y ante todo, un revolucionario cuyo principal interés fue participar en el derrocamiento del capitalismo.

Sin embargo, también está claro que Marx estaba muy interesado en «interpretar el mundo». Después de todo, pasó los mejores años de su vida sentado en el British Museum trabajando en una «interpretación» de las leyes de funcionamiento del capitalismo. Así pues, ¿cuál es la relación entre teoría y práctica en el marxismo?

El marxismo representa la unidad de la teoría y la práctica. La teoría revolucionaria es necesaria para la práctica revolucionaria. La práctica revolucionaria es necesaria para la teoría revolucionaria. En un momento dado el énfasis puede estar en la teoría, en otro momento en la práctica, pero a la larga, cada una de ellas es imposible sin la otra.

Nos ocuparemos en primer lugar de la importancia de la teoría para la práctica. La clase trabajadora necesita teoría, su propia teoría, porque sin ella está condenada a ser dominada, en mayor o menor grado, por las ideas de la burguesía y la pequeña burguesía. Todo el mundo, consciente o inconscientemente, se guía por ciertas ideas generales acerca del mundo. Si estas ideas no son socialistas, inevitablemente acaban resultando ser capitalistas o semicapitalistas, porque, como Marx señaló, las ideas dominantes son siempre las ideas de la clase dominante.

Si los trabajadores no creen que la emancipación de la clase trabajadora es una acción de la clase trabajadora, entonces esperarán una salvación que venga desde arriba, o, peor aún, llegarán a la conclusión de que, al fin y al cabo, no es posible la emancipación. Si a los trabajadores les falta un análisis marxista de las crisis económicas, aceptarán una u otra de las diversas explicaciones burguesas que se les ofrecen: «Es un acto de dios», «todo es culpa de los trabajadores vagos» o «de los poderosos sindicatos». En el mejor de los casos se debe a una «mala administración gubernamental» y la solución es elegir un gobierno mejor.

En otras palabras, una clase trabajadora que no se guíe por la teoría marxista está condenada a hacerle el juego a sus enemigos.

Por poner dos ejemplos; tanto en Irán como en Polonia la masa de los trabajadores luchó de forma magnífica contra sus opresores, pero faltó una teoría socialista elaborada. En ambos casos el hueco fue ocupado por la religión. En Irán esto significó que el pueblo, después de derrocar a un tirano, colocó a otro en su lugar, esta vez con la bendición de Alá. En Polonia significó que los trabajadores, y especialmente sus líderes, fueron sensibles a los requerimientos de paz y moderación de la iglesia a pesar de que su oponente estaba preparando un golpe decisivo.

Así pues, la teoría es vital para una práctica efectiva. Pero su inversa es igualmente cierta: la práctica es vital para el desarrollo de la teoría. De hecho, la teoría deriva de los problemas que se encuentran en el intento práctico de cambiar el mundo. Debido a que Marx estaba comprometido en la lucha por cambiar la sociedad, necesitó entender cómo funcionaba ésta. Y como había tomado partido por la clase trabajadora, fue capaz de analizar el funcionamiento del capitalismo.

La práctica es también esencial como la prueba de la teoría. Ninguna teoría, por muy sofisticada que sea, puede ser una representación o un reflejo perfecto de todas las complejidades de la realidad.

Una teoría siempre es una simplificación y una generalización. Si es o no una simplificación válida depende en último término de sí resiste la prueba de la práctica: de si ayuda o estorba a las personas para modelar y controlar su mundo.

Siempre ha habido algunos seudomarxistas que han tratado de separar la teoría y la práctica, y de desarrollar la teoría en su propio interés. Han intentado conseguirlo sin implicarse en las luchas de la clase trabajadora. Todos ellos están destinados a verse decepcionados. Separan la teoría tanto de sus fuentes reales como de la disciplina necesaria para intentar realizarla.

Todos los verdaderos avances en la teoría marxista se han producido como respuesta a problemas planteados en la lucha de clases. El folleto de Marx La Guerra Civil en Francia fue un resultado de la Comuna de París; la teoría de Trotsky de la revolución permanente fue resultado de la revolución de 1905 en Rusia. Lenin desarrolló su teoría sobre el imperialismo como respuesta a la Primera Guerra Mundial y escribió El Estado y la Revolución durante la revolución de 1917.

Las figuras más sobresalientes de la tradición marxista han sido grandes teóricos y revolucionarios activos. La teoría es esencial, pero nuestro objetivo es la unidad de la teoría y la práctica en la práctica. La cuestión, como se dijo al inicio, es cambiar el mundo.

Capítulo 4

Estrategias del sistema

«Vosotros los revolucionarios aboliríais la democracia…»

Una de las principales acusaciones hechas contra el marxismo por la clase dominante y por los reformistas es que es antidemocrático. De este modo los líderes del Partido Laborista a menudo se describen a ellos mismos como socialistas democráticos en oposición a los marxistas. En parte esto se basa en las experiencias del estalinismo, pero también es porque los marxistas abogan por la revolución. La revolución, argumentan, estaría en contra de las reglas del parlamento y para ellos el parlamento es sinónimo de democracia. Por supuesto, tienen razón. La revolución no puede llegar a través del parlamento, y en efecto la revolución derrocaría el parlamento. Pero están completamente equivocados al identificar el parlamento con la democracia.

En realidad la democracia que ofrece un parlamento capitalista es siempre extraordinariamente limitada. En primer lugar, la democracia parlamentaria no ofre ce ningún medio por el cual los electores puedan controlar a sus representativos. Una vez elegidos no hay nada que evite a los miembros del parlamento romper todas sus promesas preelectorales. En segundo lugar, los miembros del parlamento, en la práctica, no controlan el gobierno. Más bien es el gobierno que a través de una mezcla de presión y protección controla a los miembros del parlamento. En tercer lugar, el gobierno no controla el área decisiva de la sociedad, es decir la economía, la cual permanece en manos de los grandes negocios.

Finalmente, debe recordarse que aparte del parlamento casi toda institución importante en la sociedad está dirigida sin ningún tipo de democracia. En la policía, en el ejército, en cada industria y negocio (privado o nacionalizado), con los funcionarios del estado, en las escuelas y universidades, en los hospitales, en los medios de comunicación y así sucesivamente, el principio de administración es el mismo nombramiento autoritario desde arriba. En todas esas áreas las decisiones democráticas no son ni siquiera consideradas.

En resumen, la idea de que el parlamento es igual a democracia, el «dominio del pueblo», no tiene sentido. Es poco más que una hoja cubriendo la desnudez del dominio capitalista. Y además, como prueba el ejemplo de Chile, donde en 1973 el gobierno elegido de Allende fue derrocado por el ejército con la más terrible de las matanzas y represión «la democracia parlamentaria» es una hoja de la cual la clase dominante está siempre dispuesta a prescindir si interfiere en sus intereses vitales.

En contraste, la revolución de los trabajadores produciría una sociedad mucho más democrática en todos los aspectos que una democracia burguesa. Empezaría por destruir el estado capitalista y estableciendo un nuevo estado de consejos de trabajadores. Estos estarían constituidos por delegados de los puestos de trabajo, donde la discusión colectiva tendría lugar, quienes serían, a su vez, responsables y podrían ser destituidos por los que los han elegido. Las antidemocráticas y autoritarias fuerzas armadas y policía serían reemplazadas por democráticas milicias de trabajadores responsables de los consejos de trabajadores. El poder de los trabajadores sería usado para establecer el «poder del pueblo», o sea, propiedad social y control de los medios de producción.

Cualquiera que sea el color de lo establecido políticamente, al final el poder de cualquier sociedad está con aquellos que controlan las fuerzas decisivas de producción. Al menos que estas sean controladas por la clase trabajadora todo lo que se pueda hablar de democracia acaba siendo un fraude.

Además, los marxistas no solo abogan por la democracia de los trabajadores en un futuro, sino que también luchan para defenderla y extenderla en el presente. Defendamos todos los derechos democráticos ganados en las luchas del pasado, el derecho a votar, a huelga, a sindicatos independientes, a la libertad de palabra, contra todos los intentos de la clase dominante de restringir o quitar estos derechos a todos los trabajadores indistintamente de su religión, nacionalidad o género. En todo ello los marxistas son consistentes demócratas.

¿El Estado es neutral?

Cuando la policía te arresta en un piquete, no está «metiéndose en política», sino simplemente «manteniendo el orden público». Cuando un juez o magistrado te sentencia no está interesado en el aspecto político del caso, sino haciendo que se «respete la ley».

Las fuerzas armadas, igualmente, están «al margen de la política», simplemente «defienden la nación», «mantienen la paz» o «garantizan servicios esenciales» cuando actúan como esquiroles en las huelgas.

Los altos cargos de la administración también son no políticos. Simplemente siguen instrucciones del gobierno, que, a su vez, ejerce su poder «por el interés nacional». Sobre todos ellos se alza el rey. Está «por encima» de la política, simbolizando la unidad de la nación.

Así funcionan los mitos de la clase dominante acerca de su Estado. Reflejan una teoría del Estado desarrollada a lo largo de los siglos por la burguesía. Contiene dos ideas centrales. En primer lugar, que el Estado representa los intereses de la «sociedad en su conjunto», que está por encima de las clases. En segundo lugar, que es indispensable. Sin él, la sociedad se desintegraría en una guerra de todos contra todos, porque la gente corriente es «mala, ambiciosa, estúpida» «por naturaleza», y necesitan, por tanto, ser dirigidos.

Marx rechazó esta opinión por completo. Afirmó que la sociedad se desintegraría sin un Estado, no por las insuficiencias naturales de la gente, sino porque la sociedad está dividida en clases con intereses encontrados. Durante miles de años existieron sociedades sin ningún aparato estatal porque las clases aún no habían aparecido. De la misma manera, después de la abolición de las divisiones de clase no se necesitará un Estado nunca más. El orden público en una sociedad sin clases será mantenido simplemente por organizaciones de la gente corriente, sin ninguna necesidad de «cuerpos armados» alzándose sobre la sociedad. La existencia misma del Estado es prueba del antagonismo de las clases.

En consecuencia, el Estado es cualquier cosa menos políticamente neutral. Más bien, es la esencia del poder político. No es nunca el representante de la gente «como un todo», sino que es siempre un instrumento mediante el cual una clase mantiene su hegemonía sobre otras.

La existencia de la democracia parlamentaria no cambia esto, ya que cada Estado se fundamenta en último término sobre bases económicas. La policía, los jueces, los soldados, no son productivos por sí mismos. Es necesario pagarles a ellos y a sus actividades. Así, en el análisis definitivo, es siempre la clase que controla la economía la que controla el Estado. Normalmente, la clase dirigente ejerce este control directamente asegurándose de que los puestos de responsabilidad dentro del Estado se otorgan a miembros leales de su misma clase. Pero incluso cuando sectores del Estado pasan a otras manos, como en la Alemania Nazi, la clase dirigente puede utilizar su poder económico para asegurarse de que el Estado protege sus intereses (las grandes empresas alemanas fueron muy prósperas bajo el mandato de Hitler).

Por esto la vieja idea reformista de que obteniendo la mayoría en el parlamento se puede tomar el poder del Estado y utilizarlo para construir el socialismo, es un sueño. Enfrentada a un gobierno reformador cuya política representa un desafío a las prioridades capitalista, la maquinaria estatal, actuando de acuerdo con los grandes empresarios, tiene inmensos recursos de obstrucción y presión. Pero en caso de que el gobierno resista estas presiones, aún puede recurrir a la fuerza de forma directa, como hizo el Estado chileno en 1973.

La clase trabajadora no puede tomar el poder del Estado burgués. Tiene que aplastarlo. Esta es la conclusión principal de la teoría del Estado desarrollada por Marx y Engels y en la que Lenin, en su obra Estado y Revolución, pone nuevo énfasis. Aplastar el Estado significa desmontar la policía, despedir a los jueces, acabar con el ejército burgués ganando a los soldados rasos al lado de los trabajadores, y deshaciéndose de la burocracia ministerial. Sobre todo, supone sustituir por completo el viejo aparato estatal por un nuevo aparato que surja directamente de la lucha de la clase trabajadora.

¿De quién son las leyes y quién las ordena?

El Tory Party, o sea la derecha británica, es el partido entusiasta del orden y la ley. Todos debemos obedecer la ley, dicen, porque es la ley que hace que la civilización sea posible. La ley, claman, protege la sociedad como un todo, y dentro de ella al individuo, de la amenaza que supone una minoría de elementos antisociales. Conjurando su imagen favorita de «una abuela atacada por delincuentes», hasta llegan a proclamar que la ley protege a los débiles de los fuertes.

Los laboristas de derechas comparten esta visión, excepto que argumentan que sus propias políticas «moderadas» y «razonables» harían más fácil el mantenimiento de estas leyes. Los laboristas de izquierdas son un poco más escépticos. Cuando consideran una ley especialmente mala (por ejemplo las leyes antisindicales) o en una causa especialmente importante (como la Campaña para el Desarmamento Nuclear) ha veces argumentan que romper la ley está justificado. Pero fundamentalmente están de acuerdo con la derecha aceptando la totalidad de la estructura de la ley tal como está.

La visión marxista de la ley es diferente. Ve que la ley no defiende a la sociedad en general, o a la gente en general, pero si al sistema de la sociedad, conocido como capitalismo. Hoy la ley es, principalmente, una serie de normas que se ajustan para que la economía capitalista pueda funcionar sin problemas. Partiendo de que una economía capitalista necesariamente produce una sociedad dominada por una clase capitalista, la ley necesariamente defiende el interés de esa clase.

Una razón, además de la propaganda constante a favor del «orden y la ley», por la cual la visión de la derecha retiene una cierta credibilidad es que mucha gente acepta como natural la función capitalista de la ley. Están tan acostumbrados a ella que la ven como «natural». Pero considerar que pasaría si la ley no reflejara y reforzara las relaciones de propiedad del capitalismo. Y si, por ejemplo, ¿fuera ilegal cargar intereses sobre el dinero prestado? Y ¿si los jueces tuvieran el hábito de ordenar que los millonarios que van por ahí con Rolls-Royces a plena luz del día están pidiendo que los roben, de la misma manera que ellos sugieren que las mujeres que van solas por la noche están pidiendo ser violadas? O aún más fundamental, y ¿si la ley prohibiera la venta de la fuerza de trabajo de la misma manera que lo hace con la venta de niños? Claramente, si la ley se cambiara en cualquiera de estos casos el sistema capitalista se derrumbaría en semanas o días.

No es sorprendente que la administración de la ley refleje el inherente carácter de clase. La clase dominante se agarra firmemente en el más alto escalón de lo legal. Cerca de un 80% de los jueces fueron educados en escuelas privadas, y aún es extremadamente difícil convertirse en abogado sin medios privados. Cualquiera que haya observado los procedimientos de los juzgados a cualquier nivel no puede dejar de darse cuenta de que consisten, en una abrumadora mayoría, en la clase alta juzgando a la clase trabajadora.

Estos hechos convierten en mentira otro apreciado mito sobre la justicia británica: la pretendida «independencia judicial de lo político». Ahora los jueces son normalmente independientes respecto al parlamento. Dado que el parlamento es una institución elegida, esto realmente es una ventaja para la clase dominante. Significa que, en el caso de que la gente «equivocada» fuera elegida al parlamento, y esta gente por alguna desgracia aprobara alguna ley inconveniente, los jueces siempre estarían allí para salir con alguna «interpretación» de la ley para volver a poner las cosas en su sitio. Significa que, si la derecha decidiese que la democracia parlamentaria en sí misma es inconveniente, habría algunos jueces para proveer una coartada legal para las actividades contrarrevolucionarias de los generales y los jefes de la policía.

La función real de la ley entonces es la opuesta a lo que clama la derecha. Lejos de proteger a la civilización, protege un orden social que amenaza la existencia de cualquier civilización. Lejos de proteger a los débiles de los fuertes, protege a los ricos de los pobres, los explotadores de los explotados, los poderosos de los potencialmente poderosos. Cualquier movimiento serio a favor de un cambio social no puede evitar entrar en conflicto con la ley. Si tiene ilusiones en la ley, será paralizado desde el principio.

¿Cómo mantienen su dominio?

Todas las clases dominantes mantienen su dominio mediante una combinación de fuerza y persuasión. Estos dos aspectos del poder de la clase dominante siempre se complementan y se refuerzan mutuamente. Durante la Edad Media el señor feudal tenía a sus soldados para garantizar que los campesinos llevaran a cabo su trabajo y pagaran sus tributos y también tenía a la Iglesia Cat&oacuoacute;lica para explicar a esos mis mos campesinos que el orden feudal era un orden divino. Si los campesinos se rebelaban, la iglesia estaba a disposición del señor para condenar la revuelta como pecaminosa. Si alguien cuestionaba las enseñanzas de la iglesia, los soldados estaban a su disposición para quemarlo acusándolo de hereje.

Hoy en día la clase dominante tiene a la policía —y en último término al ejército— para detener a piquetes y manifestantes, y a los medios de comunicación para explicar que esos piquetes y manifestantes son monstruos extremistas que amenazan la «civilización tal y como la conocemos». Cuanto más éxito tengan los medios de comunicación con su propaganda, más fácil será para la policía aplastar a los piquetes. Del mismo modo, cada éxito que obtiene la policía destrozando un piquete refuerza el mensaje central de la ideología de la clase dominante, o sea, que la clase trabajadora es débil.

La utilización de estos dos métodos de control es algo que no cambia. Es una característica de toda sociedad dividida en clases. El antagonismo fundamental entre clases es de tal magnitud que ninguna clase dominante puede gobernar siempre con el consentimiento de la otra clase. Por otra parte, el hecho de que los explotados y los que «no tienen» siempre superen ampliamente en número a los explotadores y los que «tienen» significa que ninguna clase dominante puede sobrevivir solamente por la fuerza.

Lo que cambia, y a veces de forma muy dramática, es el equilibrio entre la represión y el control ideológico. En algunos casos, como en Sudáfrica, está claro que el régimen existente había perdido prácticamente toda su legitimidad y credibilidad a los ojos de la mayoría de la población y por tanto tenía que depender sobre todo de la fuerza. En comparación, en Europa Occidental, el elemento de la fuerza, aunque indudablemente en crecimiento durante los últimos años, aún es un factor secundario. El orden político y económico vigente, aunque no necesariamente el gobierno en particular, aún conserva el apoyo de una gran mayoría.

Una de las características fundamentales de la dominación burguesa en el capitalismo moderno es que la simple manipulación por la clase dominante del sistema educativo y los medios de comunicación es insuficiente para mantener el control ideológico. El tamaño, la fuerza y la organización de la clase trabajadora es demasiado grande, y el continuo conflicto de intereses en cuanto a la producción lo impregna todo hasta tal punto que impide que la simple propaganda capitalista sea suficiente. Además, la propaganda puede ser poderosa, pero tiene un límite a la hora de conseguir que la gente crea cosas que van directamente en contra de su propia experiencia.

En consecuencia, el papel crucial para la estabilidad del capitalismo avanzado lo juegan instituciones que tienen su base, no en la clase dominante, sino en la clase trabajadora, y que se ven como expresión de los intereses de la clase trabajadora y de oposición a los peores excesos del sistema. Sin embargo, aceptan las premisas básicas del sistema y por lo tanto, sirven para integrar en él a la clase trabajadora.

En Gran Bretaña este papel lo juegan principalmente la burocracia sindical y el Partido Laborista. Si se analiza la estrategia de la clase dominante inglesa bajo este punto de vista, se ve claramente que durante el último cuarto de siglo ha perseguido un único y central objetivo, el crecimiento de la tasa de beneficio del capital británico, pero lo ha hecho por diferentes medios. Esencialmente, ha oscilado entre una estrategia con el equilibrio inclinado hacia la fuerza y otra con el equilibrio inclinado hacia el consenso.

En la primera estrategia, la clase dominante cuenta principalmente con su propio partido, los tories, y con la ley, la policía y la buena disposición de los empresarios para desafiar a los sindicatos, todo ello unido a una política económica que enfatiza la fuerza del mercado y estimula el crecimiento del desempleo. Trata de imponer recortes en el nivel de vida de la clase trabajadora y de debilitar la resistencia sindical en ataques más o menos frontales. Esta fue la forma básica de actuar en los años de Thatcher.

En la segunda estrategia depende fundamentalmente de la burocracia sindical. Trata de alcanzar un acuerdo con los líderes sindicales de modo que ellos a su vez vendan el trato a la base e impongan la disciplina necesaria para mantener ese acuerdo. Esta fue la línea de actuación en el Contrato Social realizado entre los líderes sindicales y los gobiernos laboristas de Harold Wilson y James Callaghan en los años setenta.

Cuando una estrategia falla, la clase dominante desvía su atención a la otra.

Divididos seremos derrotados…

«Nosotros somos muchos, ellos pocos», escribió el poeta Shelley en 1819, cuando instaba a los trabajadores a «sublevarse como leones» contra sus opresores. Era cierto entonces y aún es cierto hoy en día. La clase dominante propiamente dicha, los grandes accionistas y financieros, los que ocupan los puestos clave en la industria, la ciudad y el estado, es pequeña, ya que sólo suma el uno o dos por ciento de la población. Entonces ¿cómo esta pequeña minoría de explotadores mantiene su poder sobre la gran mayoría de explotados?

Evidentemente una parte de la respuesta está en el uso de la fuerza directa, como en la masiva operación policial contra los mineros en la huelga de 1984-1985. De modo igualmente claro otra parte de la respuesta está en el control por parte de la clase dominante de los medios de comunicación y del sistema educativo, que le permiten adoctrinar a gran parte de la clase trabajadora con ideas capitalistas reaccionarias.

Sin embargo, ambos mecanismos de control, el que consiste en golpear las cabezas y el que consiste en dirigirlas, se hacen más fáciles y más efectivos mediante las divisiones existentes dentro de la clase trabajadora, divisiones por oficio, por lugar en que se vive, nacionalidad, religión, género, etc. Veamos dos ejemplos de cómo funciona este mecanismo.

En primer lugar la división entre trabajadores británicos y trabajadores irlande ses. La opinión de que los irlandeses son estúpidos (continuamente reforzada en innumerables «chistes» que no son tales, contados por innumerables «cómicos» que tampoco son tales), y de que la guerra en el norte de Irlanda es un conflicto incomprensible entre fanáticos religiosos, ha permitido al ejército y a la policía desarrollar allí técnicas represivas (como los escuadrones dedicados al secuestro) que si se hubiesen utilizado en primer lugar en Inglaterra habrían levantado un clamor de protestas liberales. Una vez perfeccionadas y aceptadas esas técnicas, pueden ser exportadas a Inglaterra para utilizarse contra los trabajadores con relativa impunidad.

En segundo lugar, la división entre hombres y mujeres. El estereotipo tradicional de la mujer de clase trabajadora como ama de casa y madre, que deja el mundo del trabajo, el sindicalismo y la política en manos del marido, da al hombre de clase trabajadora una posición en la casa de privilegio relativo y de dominación. Pero, inmediatamente que estalla una huelga o conflicto laboral, esta dudosa ventaja se invierte. La esposa, si previamente no se encontraba implicada y estaba desinformada, percibe la huelga, no como una lucha colectiva positiva, sino como una merma en los ingresos familiares, y por tanto como una amenaza a la seguridad del hogar. Por tanto, ella es vulnerable a la propaganda antihuelga de los medios de comunicación.

¿Cuál es, entonces, la raíz de esta gran cantidad de divisiones y cómo pueden superarse? La raíz se encuentra en la propia naturaleza del capitalismo. El capitalismo es un sistema basado en la competencia entre unidades de producción independientes, ya sean pequeños comercios, compañías multinacionales gigantescas o incluso estados capitalistas. Y esta competencia, como señaló Marx, «separa a cada individuo de los demás, no sólo a los burgueses, sino aún más a los trabajadores, a pesar del hecho de que los reúne».

Bajo el capitalismo, la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía que cada trabajador ha de vender para vivir. Esto hace de cada trabajador un competidor potencial en el mercado de trabajo y, en la medida en que los trabajadores se ven unos a otros como competidores, son víctimas de todos los prejuicios sobre sus rivales, trabajadores japoneses, alemanes, coreanos, negros, mujeres…, que se supone les «van a robar sus trabajos». Y, obviamente, la clase dominante hace todo lo que puede para fomentar esos prejuicios.

Pero si las divisiones tienen su origen en la naturaleza del capitalismo, sólo en el curso de la lucha pueden ser superadas. Evidentemente los socialistas revolucionarios debemos oponernos a toda división en la clase trabajadora en todo momento, exponiendo sus consecuencias. Sin embargo, la propaganda socialista por sí misma no puede derrotar a la propaganda del sistema. Sólo cuando conecta con la experiencia real de los trabajadores en lucha puede ser verdaderamente efectiva.

El mejor ejemplo de esto es la cuestión del racismo. Éste constituye una de las más profundas divisiones de la clase trabajadora y, en este momento, la mayor parte de trabajadores blancos son hasta cierto punto racistas, no violentamente racistas como el Frente Nacional, pero racistas sin embargo. Además es un racismo altamente resistente a gran cantidad del bienintencionado discurso moralista liberal.

Pero consideremos qué sucede cuando los trabajadores blancos y negros se encuentran juntos en huelga y en el mismo piquete. Inmediatamente se crea el vínculo que nace de estar en la misma lucha contra el mismo enemigo. El argumento sobre la unidad de clase frente a la división racial se hace concreto, se ajusta a la situación inmediata. Cuando se acercan los rompehuelgas, o bien los trabajadores blancos apartan sus prejuicios y cierran líneas con sus compañeros negros, o le ofrecen un claro regalo al jefe. Así se unifica la clase en la lucha.

Por supuesto las divisiones no siempre se superan y a menudo los trabajadores son derrotados por causa de ellas. Pero podemos decir lo siguiente: el momento de la unificación de la clase trabajadora coincidirá con el momento de su victoria por la simple razón de que «Nosotros somos muchos y ellos pocos».

Capítulo 5

¿Qué dicen los socialistas revolucionarios sobre…?

Superpoblación

Una de las explicaciones más comunes de las escenas de hambruna en Etiopía y del terrible fenómeno de la pobreza es que esos países sufren «sobrepoblación». Simplemente hay demasiadas bocas que alimentar; así se explica.

Este argumento tiene fuerza añadida por el hecho de que parece que cierta cantidad de gobiernos del tercer mundo lo creen. En los últimos años, por ejemplo, se ha producido la última campaña de Sanjay Gandhi de esterilización forzosa en la India, y la política de un solo hijo en la China «comunista».

Sin embargo, a pesar de este poderoso respaldo, se trata de un argumento que no resiste al más mínimo contacto con los hechos. Comencemos con el ejemplo de la propia Etiopía. Etiopía tiene una población de 31 millones de habitantes en un área de 1.222.000 kilómetros cuadrados (cinco veces el tamaño de Gran Bretaña). Esto da como resultado una densidad de población de 25 habitantes por kilómetro cuadrado, frente a 228 habitantes en Gran Bretaña. Se podría comparar también con Alemania Federal (248 habitantes por kilómetro cuadrado), con Holanda (347) o Japón (315). En otras palabras, lejos de estar «sobrepoblada», Etiopía tiene, en realidad, una densidad de población muy baja.

Pero quizá Etiopía es una excepción, o quizá no es razonable comparar un país principalmente rural del tercer mundo con naciones industriales avanzadas. Veamos otros países del tercer mundo.

En primer lugar una gran mayoría de los países del tercer mundo tienen densidades de población relativamente bajas. Esto no les ayuda mucho. Por ejemplo, Chad, el Congo, Sudán, Somalia, Mali, Paraguay y Bolivia tienen densidades de población inferiores a 10 habitantes por kilómetro cuadrado, sin embargo continúan siendo extremadamente pobres.

Pero ¿qué hay de la India y de China, «abarrotadas» con sus millones de habitantes y sus intentos de control estatal de población? De hecho, ambas tienen una densidad de población inferior a la de Inglaterra —India 208 por kilómetro cuadrado y China 102.

Finalmente encontramos áreas del tercer mundo densamente pobladas: Bangladesh (616 habitantes por kilómetro cuadrado), Hong Kong (4.827), Singapur (4.122), Corea del Sur (382), Taiwan (486), Mauricio (480). Extrañamente, al menos extrañamente para la teoría de la «sobrepoblación», resulta que muchas de esas zonas se encuentran entre las más prósperas del tercer mundo. Hong Kong, Singapur y Taiwan son, después de Japón los tres lugares más ricos de todo el sur y el este de Asia, mientras Corea del Sur hace rápidos progresos en la misma dirección. Mauricio, fuera de la costa este de África, es indudablemente pobre, pero tiene una renta per cápita cuatro veces superior a la media de la zona.

Resumiendo, un examen de los hechos demuestra que no hay absolutamente ninguna conexión causal entre población elevada y pobreza. Y esto tampoco debería ser sorprendente, ya que no es una cuestión sólo de hechos sino también de simple lógica. Cada persona «adicional» no es sólo una boca adicional que alimentar, sino también un trabajador adicional para producir bienes.

Además, es importante preguntarse por qué la población está creciendo en los países del tercer mundo. La respuesta no es que la gente está teniendo más niños, la tasa de natalidad del tercer mundo en conjunto es de 33 niños al año por cada mil personas, ligeramente inferior a la de Gran Bretaña hasta finales del siglo XIX, pero la tasa de mortalidad, en particular la de mortalidad infantil, está cayendo. Esto, a su vez, se debe a una mejora, aunque ligera, en el nivel general de vida (alimentación, cuidados médicos, sanidad, etc.). El crecimiento de población, lejos de ser la causa de la pobreza, es, en general, resultado de un pequeño aumento de la prosperidad.

Entonces ¿por qué, si es tan absurdo, el argumento de la sobrepoblación es tan popular? La respuesta es simple. Se debe a que para las clases dominantes tanto de los países desarrollados como del propio tercer mundo es la coartada perfecta. Distrae la atención de las enormes sumas de dinero invertido en armas, dinero que, si se invirtiera de forma diferente, podría resolver el problema de la desnutrición en el mundo, de la obscenidad de las «montañas de alimentos» almacenadas porque no se obtiene beneficio de su venta a los pobres y del saqueo del tercer mundo llevado a cabo por el imperialismo y las multinacionales. Como tantas otras ideas capitalistas hecha la culpa de los resultados de la opresión del sistema a los propios oprimidos.

El mito de la superpoblación puede compararse con otros mitos de la sociedad. Por ejemplo que la gente está en paro porque es demasiado «vaga para trabajar»; que las mujeres son violadas y golpeadas porque «van provocando»; que la gente es pobre porque es «perezosa y derrochadora».

Los orígenes de la teoría de la «superpoblación» se deben al cura y economista del siglo XVIII Thomas Malthus, cuyo «Ensayo sobre la Población», publicado en 1798, fue proyectado como contestación a las ideas radicales de la Revolución Francesa. Marx atacó duramente la teoría de Malthus como un «libelo sobre la especie humana». 186 años no lo han mejorado.

La religión

«La crítica de la religión», escribió el joven Marx, «es el fundamento de toda crítica» y, cuando escribió esto en Alemania, en 1843, era realmente cierto. En ese momento la sociedad y las ideas sociales estaban enormemente dominadas por la religión.

Hoy en día en Inglaterra la crítica de la religión puede parecer un asunto mucho menos urgente. Sin embargo una mirada a nuestro alrededor, a países tan diferentes como Polonia, Irán, Irlanda y Nicaragua, revela muchos ejemplos en los que la religión ejerce una influencia fundamental en el curso de la lucha de clases. No es, por tanto, una cuestión que los marxistas puedan permitirse el lujo de olvidar o ignorar.

¿Cuál es, entonces, la actitud de los marxistas hacia la religión? Los marxistas coherentes son, por supuesto, ateos. La perspectiva marxista es materialista. Ve las ideas de las personas, incluidas las ideas religiosas, como respuesta a las condiciones materiales de sus vidas. Como Marx señaló, «el hombre hace la religión, no la religión al hombre». Para Marx la religión es una visión del mundo desde arriba hacia abajo producida por un mundo construido desde arriba hacia abajo. La gente privada por la sociedad de clases del control sobre su propio trabajo y sobre el producto de ese trabajo se ve por tanto privada de control sobre sus vidas y sobre su sociedad. Ellos reaccionan proyectando su aspiración a tener el control de su propio destino sobre un dios sobrenatural y omnipotente, proyectando sus sueños de felicidad, paz y satisfacción sobre una imaginaria vida más allá de la muerte.

La religión surgió por primera vez en circunstancias en las que el bajo nivel de las fuerzas productivas hacía inevitables el hambre, el sufrimiento y la alienación. Proporcionaba una esperanza ilusoria a aquellos cuya situación real era de desesperanza. Era, en palabras de Marx, «El respiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón…el opio del pueblo».

Habiendo surgido de este modo, la religión también sirve para reforzar las con diciones que la generan. Ahora que esas condiciones ya no son inevitables, obstaculiza la lucha para controlar la pastelería de la tierra prometiendo «tarta en el cielo» después de esta vida. La religión, por lo tanto, se convierte en un arma en las manos de la clase dominante. Santifica sus leyes como leyes divinas, su orden como orden divino, y sus guerras como guerras divinas. Al predicar sumisión a la autoridad divina, simultáneamente estimula la sumisión al poder de este mundo.

Para los marxistas, la lucha contra las ilusiones religiosas es una parte necesaria de la lucha contra el sistema social que produce esas ilusiones. Pero en el intento de combatir la influencia de la religión no debemos simplificar su papel político. La religión no es siempre una simple aliada de la reacción. Sólo puede sostener la sociedad de clases en la que se apoya si mantiene su influencia en las mentes de las masas. Por lo tanto ha de adaptarse, cambiar con los tiempos, proclamar su simpatía hacia los pobres e incluso a veces hacia los movimientos populares. Así, la iglesia católica en Polonia sólo podía ejercer su influencia moderadora sobre el sindicato Solidarnosc si se presentaba a sí misma como una aliada del movimiento de los trabajadores.

Debido a que la religión es «el respiro de la criatura oprimida» así como «el opio del pueblo», y debido a que la conciencia de los oprimidos ha estado dominada por la religión durante siglos, a menudo sucede que movimientos genuinamente populares asumen una forma religiosa. Esto ocurre especialmente allí donde la influencia del marxismo es débil y el campesinado juega un papel principal. En estos casos la religión asume su forma más radical.

Obviamente los marxistas no debemos confundir las ilusiones religiosas de los oprimidos con las iglesias oficiales de los opresores, del mismo modo que no confundimos las ilusiones reformistas de los trabajadores con el reformismo de los políticos de la derecha. Un drogadicto no es lo mismo que un traficante de drogas. Tampoco utilizamos esas ilusiones religiosas (como hicieron los estalinistas en Polonia) para rechazar la solidaridad con ellos en la lucha.

Sin embargo, incluso en sus formas más izquierdistas, la religión sigue siendo un obstáculo para la autoemancipación de la clase trabajadora, ya que siempre abre el camino a nociones de paz entre clases y reconciliación. Por encima de todo no puede proporcionar una comprensión científica de la sociedad, que es la condición previa para transformar esa sociedad. Sólo el marxismo puede hacerlo.

La guerra

A lo largo de este siglo el pacifismo ha hecho acto de presencia en diversas ocasiones. La I y II Guerra Mundial, Vietnam, Gandhi y los movimientos antinucleares son ejemplos de causas por las que ha habido un resurgimiento del pacifismo.

Los marxistas, desde luego, apoyamos cualquier movimiento que tenga como objetivo desarmar al Estado burgués, y compartimos con los pacifistas el deseo de poner fin a la guerra y a la violencia. La creación de una sociedad totalmente libre de guerras es, de hecho, una de nuestras aspiraciones fundamentales. Pero los marxistas no somos pacifistas. En realidad, nos oponemos al pacifismo.

La primera razón que nos lleva a esta postura es que el pacifismo resulta absolutamente ineficaz como instrumento para prevenir o resistir una guerra. Esto se ha comprobado una y otra vez a lo largo del siglo XX.

Tanto a la I como a la II Guerra Mundial les precedieron extensas corrientes y poderosos movimientos pacifistas. La ideología dominante de la mayoría en la II Internacional fue una forma de pacifismo que organizó a millones de trabajadores antes de 1914. Y en los años 30, las esperanzas de los pacifistas se centraron en la Liga de las Naciones. En ambos casos, estos movimientos pacifistas no sólo fracasaron a la hora de parar la guerra, sino que se hundieron en una impotencia total una vez comenzó la guerra.

Las raíces de la debilidad del pacifismo están en su incapacidad para diagnosticar las causas de la guerra. El pacifismo tiende a ver la guerra simplemente como producto de gente con actitudes violentas y equivocadas. Por lo tanto, cree que la solución está en una conversión a gran escala de la gente a actitudes pacíficas.

En realidad, la guerra tiene raíces mucho más profundas. Su causa principal en el mundo moderno es el sistema capitalista, que subordina toda la producción, y con ella a toda la sociedad, a la lucha por la acumulación de capital, que por su misma naturaleza es competitiva.

Si el estallido de la violencia entre capitalistas individuales se previene con la existencia del Estado capitalista, que ostenta el monopolio de la fuerza armada, la existencia de muchos estados semejantes sólo hace que las guerras entre ellos se conviertan en inevitables. Por otra parte, el poder del Estado capitalista es tal, que puede llegar a imponer la guerra o sus armas a su población, tanto si ésta quiere, como si no, tal como hizo la dirección del PSOE, con Felipe González a su cabeza, al cambiar radicalmente su postura sobre la OTAN justo después de ganar las elecciones del 86.

Así que, incluso si el pacifismo consigue convertir a una gran mayoría a la no violencia, no sería capaz de evitar la guerra. El único medio de acabar con la guerra es acabar con el sistema que la genera, y reemplazar la producción competitiva que busca el beneficio, con producción colectiva, cooperativa, para satisfacer necesidades. Y esto nos conduce a la segunda razón por la que los marxistas nos oponemos al pacifismo.

En la lucha para cambiar la sociedad, el pacifismo no es sólo ineficaz, sino que resulta efectivamente reaccionario. El pacifismo predica la no violencia a todas las clases sociales, pero la única clase en la que puede influir (aparte de la pequeña burguesía, donde generalmente se origina) es en la de los oprimidos.

Las perspectivas de convertir a las clases dominantes del mundo, que saben perfectamente que su riqueza y su poder se han basado siempre en el uso de la violencia son completamente remotas.

Apliquemos esto a situaciones como la de Nicaragua, Vietnam o Sudáfrica. A menos que uno confíe en una conversión al pacifismo de tipos como Somoza, Nixon, Bush, De Klerk y otros, lo que realmente significa el pacifismo es decirle a nicaragüenses, vietnamitas y negros sudafricanos que no deben oponerse al imperialismo, al genocidio y al apartheid, porque lo contrario implicaría violencia.

El pacifismo, por lo tanto, desarma a los oprimidos frente a la represión capitalista e imperialista. Esto se aplica exactamente igual en la lucha de clases.

Finalmente, el pacifismo pinta el capitalismo de un color mucho más bonito de lo que se merece. Contraponiendo la lucha por la paz a la lucha por el socialismo, el pacifismo extiende la idea de que es posible el capitalismo sin violencia y sin guerra.

Esto sólo sirve para hacer el juego a políticos cínicos, burgueses y reformistas, que cuentan con una gran experiencia en decepcionar a la clase trabajadora con retórica hipócrita sobre la paz, mientras planean involucrarlos en la guerra.

Los marxistas no ven las divisiones del mundo en naciones, sino en clases. Los trabajadores no tienen nada que ganar, en la guerra que se libra entre sus gobernantes capitalistas, más que penalidades, sufrimiento y muerte. Ni siquiera obtendrán nada de la victoria en la guerra, que sólo fortalecerá a la clase dominante para poder explotar mejor a los trabajadores.

Como internacionalistas, los marxistas apelan a la unidad de los trabajadores de todos los países. En el caso de guerra imperialista entre naciones, se conminaría a todos los trabajadores de ambos países a que se opusieran a la guerra, y que trabajaran por la derrota y derrocamiento de sus clases gobernantes.

El terrorismo

Marxismo equivale a revolución. La revolución equivale a violencia. La violencia equivale a terrorismo. Por lo tanto marxismo equivale a terrorismo. Esta es la línea argumental insinuada repetidamente por la clase dirigente y los medios de comunicación. Sin embargo, la corriente principal de la tradición marxista ha sido siempre firmemente contraria al uso del terrorismo.

El tema fue ampliamente debatido por primera vez en Rusia a finales del siglo XIX cuando los Narodniks, o «Amigos del pueblo», estaban impulsando campañas terroristas en su lucha contra el zarismo. En aquel momento las figuras dirigentes del movimiento marxista ruso, Lenin, Plejánov y Trotski entre otros, se proclamaron firmemente en contra del terrorismo, y ésta es la posición que nuestro movimiento ha mantenido desde entonces.

La explotación y la opresión contra la que estamos luchando no son el producto de los ministros de un gobierno en concreto, o incluso de un gobierno en particular, sino del capitalismo como sistema económico mundial. Sólo se puede acabar con él derrocando su sistema y eso requiere una acción de masas de muchos millones de trabajadores, no el asesinato de individuos o la destrucción de determinados objeti vos, sea cual sea su naturaleza. De la misma manera la sociedad que queremos implantar en lugar del capitalismo, una en la que la clase trabajadora posea y controle la industria y el estado, sólo puede ser creada por la acción masiva de la propia clase trabajadora, no por los actos de una minoría. El terrorismo, sea cual sea su motivo subjetivo, representa el intento de una pequeña minoría de substituir esta acción de masas por la suya, de hacer por la clase trabajadora lo que la clase trabajadora sólo puede hacer por ella misma.

Incluso cuando las fuerzas terroristas son grandes, la naturaleza de la organización les obliga a actuar independientemente y de espaldas a la clase trabajadora. E incluso cuando el terrorismo tiene el apoyo de las masas, no puede por menos que impulsar en esas masas una actitud de pasividad, una expectativa de liberación desde arriba.

Además, el terrorismo, si provoca la pérdida de vidas inocentes, aleja a la clase trabajadora de causas que de otra manera podrían apoyar. De esta manera crea una atmósfera favorable para el aumento de la represión estatal, que puede ser y será, dirigida contra la izquierda y el movimiento obrero en general.

Por último, frecuentemente destruye o desperdicia vidas de muchos jóvenes ardientes revolucionarios.

El terrorismo, por lo tanto, no es un arma de lucha de la clase trabajadora, sino de otras clases. Trotsky describió al terrorista como «un reformista con una bomba»

Aunque algunos aspirantes a marxistas o anarquistas ingenuos (el grupo Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas italianas, por ejemplo) adoptaron la estrategia terrorista, es el movimiento nacionalista dirigido por la clase media el más característico como organización terrorista. Por lo tanto no es sorprendente que en lugares donde conviven diferentes comunidades nacionales y religiosas llevadas a una absoluta desesperación por una avalancha de represión real (como fue el caso del Líbano) el terrorismo esté tan extendido, mientras que al mismo tiempo no haya ninguna alternativa socialista o de la clase trabajadora a la vista.

Pero la crítica marxista del terrorismo no tiene nada en común con las condenas cínicas y las denuncias articuladas incesantemente por la clase política dirigente y los medios de comunicación. Cuando se trata de violencia y de la matanza de inocentes, gente como Clinton, pueden y de hecho cometen peores atrocidades que el terrorismo más extremista. En cualquier conflicto entre las fuerzas de los estados imperialistas o capitalistas y el terrorismo que representa a los oprimidos, nuestras simpatías están sin reservas con el terrorismo.

Tampoco aceptamos la alternativa que los políticos burgueses contraponen al terrorismo, es decir, la aceptación pasiva de la opresión o, como mucho, un voto en las elecciones parlamentarias.

Desde el punto de vista marxista, la democracia parlamentaria sufre del mismo defecto básico que el terrorismo, es el hecho de esperar que una pequeña élite, aunque sean parlamentarios en lugar de activistas armados, actúe en nombre de los propios trabajadores. El voto y la bomba, son en el fondo dos caras de la misma moneda sustitucionista.

Nosotros no negamos el derecho de la clase trabajadora y los oprimidos al uso de la violencia contra los opresores. Por el contrario, pensamos que esta violencia es inevitable porque las clases dirigentes del mundo no renunciarán a su poder y privilegios sin una dura lucha. Sencillamente, insistimos en que para lograr sus objetivos tal violencia debe ser ejercida no por pequeñas élites sino por el conjunto de la clase trabajadora y dirigida, no contra individuos, sino contra las raíces del sistema capitalista.

La clase social

El término «clase» se utiliza normalmente de una manera amplia y confusa, para referirse a cosas tales como el origen familiar de una persona, su formación y su posición social.

Los sociólogos también emplean clase como una clasificación en las encuestas. En general, consideran que la clase de una persona queda definida por su empleo, y clasifican los empleos dentro de cinco o seis «clases» de acuerdo con la supuesta consideración social que éstos tienen. Tanto en su acepción vulgar como sociológica, la intención del concepto es servir como una útil etiqueta que se puede poner a los individuos para dar una idea general de su modo de vida y actitudes.

Para los marxistas, el concepto de clase tiene un valor muy diferente. Su objetivo no es definir la etiqueta adecuada para cada individuo, ni describir exactamente cada uno de los grados y tonalidades de la jerarquía social, sino que es el identificar a las fuerzas sociales fundamentales, cuyo conflicto es la fuerza motriz de la historia.

La teoría marxista de las clases es, por consiguiente, en primer lugar y sobre todo, una teoría de la lucha de clases.

Lo que hace que un conjunto de individuos forme una «clase», no es el hecho de que tengan el mismo modo de vida o actitudes, o que todos tengan el mismo sueldo, sino que tienen determinados intereses básicos en común, en oposición a los intereses de otra clase o clases. Es el conflicto de intereses el que genera la lucha de clases.

Por supuesto, hay innumerables conflictos de intereses en la sociedad, que abarcan desde una disputa trivial entre vecinos hasta los trágicos conflictos entre gente de diferentes «razas» o naciones. Pero lo que hace al conflicto de clase más fundamental que todas esas otras divisiones, es que ésta afecta a conflictos de intereses en el proceso de producción; es decir, en la misma base de la sociedad, en el punto de partida de todo desarrollo histórico.

Los intereses antagónicos en el proceso de producción son el resultado de la explotación, que es la obtención, por parte de un grupo de personas, del excedente que procede del trabajo de otro grupo. Es la explotación lo que divide a la sociedad en clases opuestas. La clave para la explotación es la posesión efectiva (propiedad o control) de los principales medios de producción por un grupo social, excluyendo al otro grupo, a quienes se fuerza a trabajar para el grupo dominante y a ceder el control del excedente social.

Históricamente, éstas relaciones de producción explotadoras han tomado muchas formas y han dado lugar a diferentes tipos de clases opuestas, tales como propietarios de esclavos y esclavos, señores y siervos, terratenientes y jornaleros.

En la sociedad capitalista, la lucha de clases tiene lugar principalmente entre los capitalistas (los que poseen y controlan el capital) y la clase trabajadora (los que viven de la venta de su fuerza de trabajo).

Hace ahora casi 150 años desde que Marx se adelantó con la idea de que ésta es la división fundamental en la sociedad moderna. Desde entonces, los sociólogos (los principales ideólogos burgueses en este campo) nunca han cesado de proclamar que los cambios producidos en la estructura de las clases dentro del capitalismo han refutado la teoría de Marx y la han dejado anticuada.

De forma particular, han defendido que, a medida que el capitalismo se desarrolla, la clase trabajadora disminuye en proporción al conjunto de la sociedad, mientras que la clase media crece. Este viejo argumento burgués ha recibido un nuevo impulso a manos de «marxistas» reconocidos, tales como Eric Hobsbawm y André Gorz.

De hecho, el argumento se basa completamente en la noción de clase como una cuestión de actitudes, estilo de vida y categoría profesional.

La inmensa mayoría de aquellos a quienes se incluye dentro de la «clase media» en expansión, empleados de oficinas, dependientes, trabajadores sanitarios (incluyendo a las enfermeras), profesores y similares, son, en términos de producción, sin duda trabajadores. Ni poseen ni controlan los medios de producción. Viven exclusivamente de la venta de su fuerza de trabajo, y son explotados por el capital.

Comparten los mismos intereses económicos básicos que los mineros, estibadores y trabajadores de fábricas.

Por supuesto, existen capas intermedias, las «clases medias», o sea, directivos y administradores, que en sí mismos no son grandes capitalistas, pero que tienen cierto control sobre los medios de producción y que también dirigen el trabajo de otros. Pero éstos continúan siendo relativamente pocos numéricamente. Si hablamos de construir la historia, esta capa social no es decisiva.

La división fundamental y la lucha fundamental es, ahora más que nunca, entre capital y trabajo.

La delincuencia

La clase capitalista tiene una relación de amor-odio con la delincuencia, como puede apreciarse echando un vistazo a los medios de comunicación capitalistas. Los periódicos condenan la delincuencia pero también se deleitan en las historias delictivas. «Monstruo sexual», «La bestia», y «Crece el número de delitos» se en cuentran entre los titulares favoritos de las publicaciones sensacionalistas. En televisión y en las películas sucede lo mismo. Debe de haber mil películas de policías y ladrones por cada película que trate de una huelga, los capitalistas están inequívocamente en contra de las huelgas.

No es solamente una cuestión de aumentar las ventas y conseguir éxitos. La ambivalencia refleja intereses de clase profundamente arraigados.

Por una parte, la clase dominante está oficialmente y, en cierto sentido, sinceramente, en contra de la delincuencia. Necesita el «imperio de la ley» para impedir que los pobres roben las propiedades de los ricos, quienes no comprenden que se les prive de forma arbitraria de sus Rolls-Royces y sus diamantes, incluso aunque estén asegurados. Además, el funcionamiento tranquilo del capitalismo requiere cierto nivel de orden en sus transacciones comerciales, aunque esto no impide que numerosos capitalistas y funcionarios capitalistas cometan todo tipo de delitos.

Por otra parte, la clase dominante sabe que la delincuencia realmente no supone una amenaza para ella, una clase no puede ser desposeída por cierto número de robos individuales, y sabe que obtiene considerables beneficios de la existencia de la delincuencia. Cada vez que se ve al estado ocupándose de un delito, esto refuerza su afirmación de que representa el beneficio de la sociedad contra elementos antisociales, de que es el defensor del débil frente al fuerte, y enmascara su función esencial como defensor del rico frente al pobre.

No hay nada como una ola de delitos real o imaginaria para dar al estado una excusa para fortalecer sus poderes represivos. No hay nada como el tema de «la ley y el orden» para que resulten elegidos gobiernos de derecha y queden los «moderados» a la defensiva. Para los capitalistas, el crimen juega el mismo papel que el «enemigo» externo. Si no existiera la delincuencia sería necesario inventarla.

De todos modos, el sistema capitalista produce delitos de la misma manera que correr produce sudor. Una economía basada en la competencia, la codicia, la explotación y la alienación no puede actuar de otra forma. Engels resumió este tema en una charla en 1845: «La sociedad actual», dijo, «que engendra hostilidad entre cada individuo y todos los demás, produce así una guerra social de todos contra todos que inevitablemente en casos concretos asume una forma brutal, terriblemente violenta, la del crimen».

En consecuencia, todos esos discursos políticos que prometen medidas severas contra el crimen son sobre todo palabrería. Los gobiernos capitalistas no pueden terminar con la delincuencia más de lo que pueden terminar con el capitalismo.

Pero ¿qué hay del socialismo? En el discurso citado arriba, Engels también mantenía que una sociedad socialista «cortaría de raíz la delincuencia». Para muchos esto puede parecer una afirmación inverosímil. Pero siempre y cuando entendamos por «socialismo» lo mismo que entendían Marx y Engels, y no lo confundamos con un estado como el de la URSS, capitalista enmascarado como socialista, no será difícil ver cómo puede acabarse con la delincuencia.

Una sociedad completamente socialista, en el sentido marxista, sería una sociedad en la que habría abundancia de lo necesario para vivir (esto está totalmente al alcance de la tecnología moderna), y en la que los bienes serían distribuidos de acuerdo con las necesidades, es decir, de forma verdaderamente igualitaria. En tal sociedad, el delito económico se haría progresivamente inútil e imposible.

Supongamos, por ejemplo, que cada persona que quiere un coche pudiera tener uno gratis y que todos los coches estuvieran diseñados para el uso, no en función del prestigio o el nivel social. Entonces no habría razón para robar coches, no podrían venderse, y si algún excéntrico quisiera acumular coches para uso personal quedaría claramente en evidencia y tampoco importaría mucho. Como alternativa, supongamos que los coches son escasos y en vez de ellos existe un sistema de transporte público gratuito y global que lleva a todo el mundo a donde quiere. De nuevo, la oportunidad y el motivo para el delito desaparecerían.

El socialismo significaría que finalmente todos los bienes y servicios se asentarían sobre una base similar.

En cuanto a los crímenes contra las personas, cometidos no por motivos económicos sino por cólera, pasión, celos, amargura, crímenes como el asesinato, la violación y la agresión sexual. Incluso hoy en día constituyen una pequeña proporción de los delitos y tienen también raíces sociales, raíces que el socialismo cortará.

En este momento una de las principales causas y escenarios de tales crímenes es la restrictiva familia capitalista, que encadena a la gente, por medio de presiones sociales y de la dependencia económica, en relaciones que encuentran insoportables. El socialismo abolirá la familia opresiva repartiendo la responsabilidad del cuidado de los hijos y del trabajo en el hogar y cortando todos los lazos de dependencia. Las personas serán libres de vivir o no vivir con quienes quieran. De hecho, el socialismo humanizará y liberará todas las relaciones personales. Esto no puede hacer que desaparezcan en su totalidad, pero reducirá enormemente todos los crímenes contra las personas.

La conclusión es sencilla. La única lucha real contra la delincuencia es la lucha contra el sistema capitalista, que es, él mismo, el mayor de todos los crímenes.

La familia

Los políticos conservadores de todos los partidos nunca dejan de cantar alabanzas a «la familia». Este fenómeno refleja el hecho de que «Defender la familia» siempre ha sido un eslogan clave y una consigna en los mítines para la clase dominante. A la vista de las actitudes de esa gente frente a cosas tales como el subsidio por hijo, los recortes en educación, salud y servicios sociales, la provisión de alojamiento y todo lo demás, toda esa propaganda profamilia podría rechazarse fácilmente como sólo una enorme hipocresía.

Sin embargo es importante reconocer que hay un elemento de interés sincero de clase implicado en esta cuestión. La clase dominante reconoce, y siempre ha reco nocido, que la familia es una institución profundamente conservadora. Saben que, en la medida en que puedan conseguir que los hombres de la clase trabajadora y sobre todo las mujeres de la clase trabajadora vean el mundo exclusivamente desde la perspectiva de su unidad familiar particular, ellos pueden crear un poderoso contrapeso a la identificación de clase y a la conciencia de clase. Saben que «proteger a mi familia» siempre fue la coartada del esquirol; que mientras las mujeres permanezcan mentalmente aprisionadas en el hogar (incluso aunque salgan a trabajar fuera) no desarrollarán una perspectiva de cambiar la sociedad; y que 99 de cada 100 veces la primera autoridad a la que se enfrenta el joven rebelde y revolucionario es la autoridad familiar.

Consecuentemente la clase dominante ha alimentado cuidadosamente una mitología de la familia. Esta mitología tiene dos elementos principales. En primer lugar, la familia se proyecta como una institución universal, eterna, inmutable, que refleja comportamientos biológicos y psicológicos fijos. La familia es «normal»; la familia es una cuestión de naturaleza humana. Cualquiera que no vive dentro de la estructura familiar aceptada o que desafía esa estructura (por ser gay, por ejemplo) es por ello etiquetado de «anormal», «antinatural» y «desviado».

En segundo lugar, la familia se presenta como un refugio idílico de armonía, amor y seguridad; una institución perfectamente adaptada a las necesidades tanto de la sociedad como del individuo. Cualquiera que se encuentre fuera de la familia es por ello no sólo «anormal» sino también un «desposeído».

El marxismo rechaza esta tontería reaccionaria. La familia no es una institución natural sino social. Como cualquier otra institución social tiene sus orígenes históricos, que coinciden aproximadamente con el surgimiento de la propiedad privada y la división de la sociedad en clases entre 5000 y 10000 años atrás. Desde entonces ha experimentado un largo proceso de desarrollo histórico en el que ha asumido formas muy diferentes.

El resultado de ese desarrollo es que la familia nuclear contemporánea es una estructura adaptada principalmente, no a las necesidades de los hombres, mujeres y niños, sino a las necesidades de una forma particular de sociedad, es decir, la sociedad capitalista y a su objetivo fundamental, la acumulación de capital.

En la clase capitalista es un mecanismo para el mantenimiento y la herencia de la propiedad privada y la posición de clase. En la clase trabajadora sirve para producir y reproducir a muy bajo coste la provisión de fuerza de trabajo experta, para los empresarios o su estado.

Esto hace que la realidad de la vida familiar (en todas las clases sociales pero especialmente en la clase trabajadora) tenga muy poca o ninguna relación con la imagen idealizada. Por el contrario, la familia constituye el mayor escenario de opresión en el que innumerables parejas infelices se encuentran atados uno al otro por dependencia económica y social; en la que la mitad de la clase trabajadora, las mujeres, se ven confinadas y confirmadas en el papel socialmente subordinado de ama de casa.

La familia es también, mucho más a menudo de lo que generalmente se reconoce, un escenario de terrible violencia física y psicológica, de maltrato a las esposas y golpes a los niños, de violaciones de hijas por sus padres, de represión, inhibición y victimización de sus propios miembros.

Por supuesto, a pesar de esto la mayor parte de la gente aún elige vivir en familias. Las presiones sociales para hacerlo son considerables y la alternativa en el capitalismo puede ser horrible, soledad y aislamiento en la mayoría de casos.

Esto nos lleva a la actitud marxista hacia la familia en el futuro. Los marxistas se oponen a la familia tal y como actualmente está constituida. Pero la familia no puede ser prohibida o simplemente abolida. Debe ser reemplazada y lo que la reemplace debe ser experimentado por la gran mayoría como algo mejor, más liberador y más satisfactorio.

Esto implica salario y oportunidades de trabajo completamente igualitarios para las mujeres en un contexto de pleno empleo. Implica la socialización de la carga del trabajo doméstico por medio de buenos comedores comunales y lavanderías en cada barrio. Implica compartir el cuidado de los niños mediante guarderías para todos ellos. Implica otros muchos cambios de largo alcance en la organización de la sociedad. De tan largo alcance, efectivamente, que son inconcebibles sin una transformación total de la sociedad, sin una revolución social.

Capítulo 6

El estado del mundo

¿Debemos defender el interés nacional?

Desde que nacemos hasta que morimos somos inducidos a pensar en nosotros mismos como miembros de una nación. Tanto si se trata de la Copa del Mundo como de una boda real, o de las enseñanzas de historia en la escuela, o de las últimas figuras deportivas, la presión es la misma, identificarse con Gran Bretaña, apoyar a Gran Bretaña, creer que Gran Bretaña es lo mejor. Y desde luego lo mismo sucede en todos los demás países. Cualquier niño norteamericano, japonés o ruso debe crecer identificándose con y creyendo en la superioridad de Norteamérica, Japón, Rusia o el lugar de que se trate. Resulta más bien absurdo cuando nos detenemos a pensar en esto.

Pero para nuestros gobernantes es también muy necesario. Quieren que esta cuestión lo impregne todo hasta tal punto, que sea tan obvia, que nunca nos paremos a pensar en ello. El patriotismo refuerza la idea de que hay un interés común que une al jefe y al trabajador contra jefes y trabajadores de otros lugares. Y en segundo lugar fortalece el poder y la autoridad del estado, que es la principal fuerza sustentadora del dominio del explotador sobre el explotado. Nosotros vemos el mundo en términos de clase, no en términos nacionales.

Esta cuestión marca una de las claras líneas divisorias entre reformistas y revolucionarios, entre aquellos que aceptan la estructura del estado nación y aquellos que quieren acabar con ella. Si escuchamos un discurso de cualquier político reformista de la izquierda o de la derecha, lo encontraremos lleno de frases como «salvar nuestra industria» o «conseguir que nuestro país marche de nuevo». Pero no se trata de «nuestra» industria o «nuestro» país: ambos los posee por completo la clase dominante. Cada vez que los reformistas hablan de esta manera demuestran que son prisioneros de la ideología de la clase dominante. Al mismo tiempo fortalecen tales ideas dentro de la clase trabajadora.

Del mismo modo que la burguesía necesita el nacionalismo para que la clase trabajadora se comprometa con ella, la clase trabajadora necesita el internacionalismo para establecer su independencia política como clase. El internacionalismo es también una necesidad para la clase trabajadora porque, como muestra el ejemplo de Rusia, la revolución puede tener éxito en un país durante un tiempo, pero si permanece aislada no puede sobrevivir indefinidamente. O bien el capitalismo internacional acabará con ella directamente o, como en Rusia, la presión económica y militar obligará al país revolucionario a competir con el capitalismo por medio de relaciones capitalistas. Eso significa el restablecimiento de la explotación, de las divisiones de clase y de la subordinación del trabajo al capital.

El internacionalismo es una necesidad cada vez mayor incluso en las luchas sindicales diarias. Enfrentados a compañías multinacionales que ponen a los trabajadores de un país contra los de otros países, la mejor defensa son los lazos internacionales entre los sindicalistas de base. «Trabajadores del Mundo Uníos» no es sólo una bonita frase.

El internacionalismo marxista significa rechazar la política de controles de importación. Aparte del hecho de que supondría un desastre económico por las represalias de otros países, reemplazaría una lucha en defensa de puestos de trabajo frente a los ataques de la clase dominante británica, por un intento de resolver el desempleo mediante la alianza con «nuestros» jefes frente a los trabajadores de Japón, Hong Kong, Alemania, Francia o cualquier otro lugar.

El verdadero internacionalismo implica mucho más que abandonar las formas más crudas de prejuicios nacionales y raciales y asumir una actitud benevolente hacia los pueblos del mundo. Tampoco es una cuestión de creencia idealista en «la fraternidad de los hombres» (o «la fraternidad de las mujeres»). De hecho un elemento fundamental del internacionalismo marxista es la idea de que no todos los hombres son hermanos y no todas las mujeres son hermanas porque la sociedad está dividida en clases con intereses antagónicos.

Frente a la visión del mundo desde la perspectiva de un estado nacional compitiendo con otros estados nacionales, el internacionalismo marxista toma como punto de partida la lucha de la clase trabajadora mundial contra el capitalismo mundial. En esta lucha vemos los intereses de la clase como un conjunto, internacionalmente, con preferencia frente a los intereses temporales, a corto plazo, de cualquier sección nacional o local de la clase. Este tipo de internacionalismo constituye una profunda ruptura con las políticas de los medios de comunicación y los líderes del movimiento laborista que declaran, de forma semejante, buscar «el interés nacional».

Los controles de inmigración y el racismo

Los líderes de los principales partidos políticos están de acuerdo en que tiene que haber un estricto control de inmigración. Los marxistas, sin embargo, nos oponemos a cualquier control de inmigración. ¿Por qué?

La primera y principal razón, es el hecho de que los controles de inmigración son racistas. Desde hace mucho tiempo la palabra inmigrante se ha utilizado como palabra en clave para «negro» o «moro» (a pesar del hecho de que la mayor parte de los emigrantes que vienen a Europa cada año no lo son). En el caso del Estado español todas las leyes que se han introducido para limitar la inmigración han tenido como principal propósito impedir a las personas de color entrar en el país. Cada vez que un político comienza a hablar del «problema de la inmigración» podemos estar seguros de que está tratando de movilizar y de rentabilizar el racismo que está tan profundamente arraigado en la sociedad capitalista española.

El argumento que siempre surge en este contexto es el de que la inmigración debe ser controlada para asegurar buenas «relaciones entre las razas». Esto es un argumento encubiertamente racista. Implica decir a la gente: «no queremos que seáis racistas porque no es agradable y causa un montón de problemas» y al mismo tiempo decir «pero reconocemos que los negros y los moros son un problema y haremos todo lo posible por mantenerlos alejados».

Los controles de inmigración aumentan, más que dificultan el crecimiento del racismo. Aceptan el punto principal de los racistas declarados del Frente Nacional de Le Pen y de los «Ynestrillas» en el Estado español, es decir: que la gente negra es un problema.

Los marxistas, desde luego, no hacemos ningún tipo de concesiones a toda esta basura. Es el racismo lo que es el problema. Es un poderoso mecanismo para dividir a la clase trabajadora y para desviar su rabia hacia chivos expiatorios vulnerables. Debemos luchar contra él con todas nuestras fuerzas.

Esto sería una razón más que suficiente para oponerse a los controles de inmigración. Pero incluso si no hubiese elementos de racismo involucrados, por ejemplo, si todos los inmigrantes potenciales fuesen blancos, los marxistas aún estaría mos en contra de los controles de inmigración. Ha sido un tema constante en la propaganda de la clase dirigente que problemas sociales tales como la pobreza, el desempleo y la falta de vivienda están causados por el hecho de ser demasiados. Esta es una excusa muy conveniente para el sistema. Cada persona que entra en el país es simultáneamente una boca más que hay que alimentar, una persona más que dar vivienda y al mismo tiempo un trabajador más para producir alimentos, construir viviendas. Si el capitalismo no los emplea para hacer este trabajo necesario no es porque hay demasiada gente, sino porque la economía capitalista esta en crisis y porque está preocupada por el beneficio, no por las necesidades humanas.

Cuando el capitalismo está en un momento de prosperidad y los capitalistas están haciendo todo lo posible para expandir sus operaciones, normalmente hay escasez de mano de obra. Esto se soluciona trayendo gente de donde hay oferta conveniente y barata: mujeres desde los hogares, campesinos desde el campo, inmigrantes de países más pobres. Cuando el alza se vuelve declive nada le va mejor al sistema que ser capaz de tratar a estos trabajadores como sobras que no se necesitan y sugerir que son los responsables de las crisis.

Los marxistas rechazan esta lógica. Nosotros enfocamos este tema, como todos los demás, no desde el punto de vista de un particular estado capitalista, sino desde el punto de vista de los intereses de la clase trabajadora internacional. Estos intereses son favorecidos por el libre movimiento de los trabajadores alrededor del globo. Esto no sólo hace capaces al total de los trabajadores de conseguir el mejor precio por la venta de su fuerza de trabajo, sino que también incrementa la experiencia internacional de la clase y ayuda a su objetivo de unificación internacional. Por lo tanto rechazamos completamente cualquier intento de la clase dirigente de restringir o controlar la migración internacional del trabajo.

¿Los socialistas se oponen a los movimientos de liberación nacional?

El hecho de que los marxistas seamos internacionalistas que trabajamos por la unidad mundial de la clase trabajadora, no significa que permanezcamos indiferentes frente a la opresión nacional. Por el contrario, somos sus enemigos más encarnizados. Marx, por ejemplo, fue toda su vida partidario de la independencia de Polonia que entonces, como ahora, se encontraba oprimida por Rusia, y de la independencia de Irlanda, entonces, como ahora, oprimida por Gran Bretaña.

Puede parecer que es contradictorio: internacionalistas apoyando la liberación nacional. Sin embargo la verdadera cuestión es cómo ha de conseguirse la unidad internacional.

En primer lugar los marxistas están por la unidad internacional voluntaria, no forzosa, y la unidad voluntaria implica el derecho a la separación. La opresión nacional produce una división entre la clase trabajadora de la nación opresora y la clase trabajadora de la nación oprimida. Esta división sólo puede ser superada si la clase trabajadora de la nación opresora lucha por la autodeterminación de la nación oprimida.

Al mismo tiempo la opresión nacional produce cierto vínculo ideológico entre la clase dominante y la clase trabajadora, tanto en la nación opresora como en la oprimida. Ambos vínculos pueden romperse sólo si la clase trabajadora se opone a la opresión nacional, especialmente cuando la ejerce su propio estado. La oposición a toda opresión nacional es, por tanto, una parte esencial del verdadero internacionalismo.

El desarrollo del imperialismo convirtió esta cuestión en central para la estrategia socialista. Hacia finales del siglo XIX un puñado de países capitalistas avanzados había convertido la mayor parte de África, Asia y Latinoamérica en colonias o semicolonias suyas. En ese momento gran parte del movimiento socialista europeo o bien lo apoyaba abiertamente o bien, en el mejor de los casos, aceptaba pasivamente este desarrollo. Lenin vio que el imperialismo generaría inevitablemente luchas de liberación nacional y argumentó que la clase trabajadora de los países avanzados debía establecer una alianza con los movimientos de liberación nacional contra las clases dominantes imperialistas.

Hoy en día la naturaleza del imperialismo ha cambiado un poco y en la mayor parte de casos a esas colonias se les ha concedido la independencia formal, mientras la presión del mercado mundial garantiza que su explotación económica continúe. Pero las luchas de liberación nacional no son, de ningún modo, cosa del pasado. En El Salvador y Nicaragua, en Polonia y Eritrea, en Irlanda, en Palestina y en el Líbano, la lucha contra la opresión nacional continúa, tanto si esa opresión la ejerce Estados Unidos como la Rusia estalinista, o el Sionismo. En todos estos casos los marxistas dan su apoyo incondicional a los que luchan por la libertad.

Sin embargo, incondicional no es lo mismo que sin crítica. Y tampoco el apoyo a la liberación nacional significa sobrestimar su significado. El logro de la independencia nacional es una tarea democrática burguesa, no socialista, y la revolución nacional no es una revolución socialista, a no ser que sea dirigida por la clase trabajadora. Incluso en ese caso no puede mantenerse a no ser que pase a formar parte de un proceso de revolución internacional.

Esto es especialmente importante porque desde 1945 hemos visto una sucesión de revoluciones nacionales dirigidas por fuerzas de la burguesía o de la pequeña burguesía con la autodenominación de comunistas o socialistas. China, Cuba, Vietnam, Angola, Mozambique, Zimbabwe, son algunos de los principales ejemplos.

En ninguno de estos casos la clase trabajadora ha llegado realmente al poder, aunque gran parte de la izquierda ha tratado de sustituir la lucha de la clase trabajadora por estos movimientos antiimperialistas, tanto en los países avanzados como en el tercer mundo. Su actitud ha llevado a un desengaño constante a medida que cada uno de estos regímenes ha ido abandonando sus aparentes promesas.

Por lo tanto los marxistas nos oponemos a todas las formas de opresión nacional y apoyamos las luchas de liberación nacional, pero lo hacemos como internacionalistas, no nacionalistas. No nos identificamos con el nacionalismo burgués ni dejamos a un lado nuestra crítica sobre sus limitaciones. Por el contrario trabajamos porque la clase trabajadora se ponga al frente como líder de la revolución nacional y a la vez como parte de la clase trabajadora internacional, la única fuerza que puede traer la liberación real del capitalismo y el imperialismo y unir a la especie humana.

¿Qué quiere decir apoyo «incondicional pero crítico»?

Tomemos un ejemplo actual e importante. ¿Cuál debe ser la actitud de los marxistas hacia el Congreso Nacional Africano, una de las fuerzas principales en la lucha negra contra el apartheid?

La respuesta es clara. Ante todo apoyamos al CNA sin reservas e incondicionalmente contra el régimen racista sudafricano. Defendemos su derecho a tomar las armas contra el estado represivo; reclamamos la libertad de sus presos políticos y aplaudimos su valor y sus victorias.

Al mismo tiempo somos críticos con la línea y la práctica política del CNA. Criticamos su confianza en una alianza de clases de todos los negros y los blancos «progresistas» y su olvido relativo del papel de la clase trabajadora industrial negra. Tampoco estamos de acuerdo con su teoría de «escenarios», según la cual la lucha contra el apartheid, la lucha por derechos políticos democráticos, queda separada de la lucha por el socialismo. Porque esto lleva a la buena disposición para negociar y llegar a compromisos con los representantes del capital blanco. La experiencia en otras partes del mundo ha demostrado que esto da derechos políticos a la clase media mientras deja a los trabajadores muy poco mejor.

Sin embargo, nuestra actitud hacia el CNA sólo es un ejemplo de una postura general, apoyo incondicional pero crítico, que los marxistas adoptamos frente a numerosos movimientos que se desarrollan hoy en todo el mundo. Por ejemplo, apoyamos a los sandinistas en Nicaragua contra la intervención de USA y de la Contra, pero criticamos su alianza con la burguesía nicaragüense y su conservación del capitalismo. Otro ejemplo es el IRA, al que apoyamos frente al imperialismo británico y a los reaccionarios orangistas, pero lo criticamos por su dependencia del terrorismo y su negativa a movilizar a la clase trabajadora.

Esta es una postura que la gente a menudo encuentra difícil de entender. Les parece una contradicción. Sin duda, piensan, si apoyáis un movimiento no deberíais criticarlo. O al revés, si lo criticáis en realidad no podéis apoyarlo. En consecuencia, la postura de apoyo crítico es atacada desde gran cantidad de direcciones.

Desde la derecha se argumenta que si un movimiento utiliza tácticas o lleva a cabo acciones (como poner bombas) que nosotros consideramos equivocadas, entonces ese movimiento debe ser condenado. Desde la ultraizquierda a veces se argumenta que, puesto que los marxistas tenemos importantes diferencias con los movi mientos de liberación nacional, no deberíamos darles apoyo de ningún tipo. Desde otros sectores de la izquierda (en particular la izquierda romántica) llega el emotivo argumento de que, puesto que esos movimientos y sus líderes muestran un inmenso valor, no tenemos por tanto ningún derecho a criticarlos en ningún sentido.

Todos esos argumentos están equivocados.

El argumento de la derecha es erróneo porque los movimientos y las luchas deben ser juzgados principalmente, no por acciones o tácticas concretas, sino por las fuerzas sociales que representan. Condenar el movimiento de los oprimidos sobre la base de sus tácticas, incluso cuando esas tácticas están claramente equivocadas (como sucedió con la bomba del IRA colocada en un pub de Birmingham en 1974), es dar apoyo abierto o tácito al opresor.

El argumento de la ultraizquierda es erróneo porque, aunque por diferentes motivos, al negarse a apoyar las luchas de liberación nacional, llega a la misma posición objetiva que la derecha y, por tanto, se está derrotando a sí misma. No existe la neutralidad en la lucha de clases. Los marxistas somos parte de la clase trabajadora, parte de los oprimidos y parte de la izquierda. Sus victorias son nuestras victorias, sus derrotas nuestras derrotas, al margen de quiénes sean los líderes o cuáles las tácticas.

El argumento que defiende el apoyo a los movimientos de liberación sin crítica también es erróneo. El valor y el heroísmo siempre deben ser reconocidos, pero no son ninguna garantía de que las tácticas puedan dar la victoria ni de que la línea política represente los intereses de la clase trabajadora. El IRA lucha valerosamente, pero su estrategia militar no puede derrotar al ejército británico; las masas iraníes se enfrentaron con valor a la terrible represión del Shah sólo para instaurar la república islámica del Ayatollah Jomeini. Abandonar la crítica es abandonar los principios marxistas y, por tanto, abandonar nuestra defensa de los intereses de la clase trabajadora.

«Apoyo incondicional pero crítico» es, por todo ello, una postura esencial para los marxistas. Es fundamental para todo nuestro trabajo político, no sólo en relación con los movimientos de liberación nacional, sino también en la lucha de clases británica. Nosotros apoyamos de forma entusiasta la lucha de los concejales laboristas de Liverpool contra el gobierno Tory, pero criticamos su estrategia inadecuada. Si mañana el secretario general del TGWU (Transport and General Workers’ Union) recurre a los tribunales para acabar con las leyes antisindicales del gobierno conservador, nos movilizaremos en su apoyo, pero no dejaremos de lado nuestras críticas a él como burócrata sindical.

Sin la combinación de apoyo y crítica, los marxistas estamos condenados al sectarismo estéril o al crudo oportunismo.

¿Qué pasó en Rusia?

La Revolución Rusa de 1917 demostró que la revolución puede triunfar, que la clase trabajadora puede derrocar el capitalismo y tomar el control de la sociedad, pero también confirmó la idea marxista de que una revolución socialista sólo podría sobrevivir si es parte de una revolución internacional. Sobre esto habían insistido Marx, Engels, Lenin, Trotsky, de hecho, todos los marxistas antes de Stalin.

Rusia hoy es un resultado, no de la revolución de 1917, sino de la derrota de esa revolución por la contrarrevolución estalinista de los años 20. Entender cómo se produjo esta derrota es extremadamente importante para todos los socialistas. La esencia de la revolución de 1917 fue el establecimiento del poder de los trabajadores a través del gobierno de Soviets o consejos de trabajadores. Tanto la revolución como el funcionamiento de los Soviets dependía de una clase trabajadora con un elevado nivel de conciencia política, actividad y entusiasmo. En 1917 la clase trabajadora rusa poseía estas cualidades en abundancia, pero en los años que siguieron a la revolución las perdió.

Esto no sucedió por alguna «ley natural» según la cual la revolución debe fracasar, sino a causa de las condiciones materiales predominantes en Rusia en ese momento. Sobre todo por la terrible guerra civil de 1918-1921, apoyada por Gran Bretaña, Francia y otras potencias imperialistas. La guerra civil se llevó las vidas de una grandísima parte de los trabajadores más avanzados políticamente, quienes formaban el núcleo del Ejército Rojo revolucionario. Además devastó absolutamente la economía rusa. La industria y el transporte se vieron interrumpidos. Las fábricas quedaron inactivas, el hambre y las epidemias hicieron estragos. Muchos trabajadores huyeron al campo en busca de comida. En 1921 el número total de trabajadores industriales había caído de tres millones a un millón doscientos cincuenta mil y quienes quedaban, estaban agotados políticamente. Simplemente estaban imposibilitados para mantener el control sobre la sociedad que habían logrado en octubre de 1917.

En ausencia de una clase trabajadora activa los bolcheviques se vieron forzados a depender más y más de los antiguos funcionarios zaristas para administrar el país. En el proceso, ellos mismos tendieron a convertirse en una burocracia separada del control popular. El individuo que personificó y lideró este desarrollo fue Joseph Stalin.

La imposición del estalinismo no se produjo sin resistencia. El propio Lenin dedicó los últimos meses de su vida, cuando se encontraba incapacitado por la enfermedad, a una lucha desesperada contra la burocracia en general y Stalin en particular. Posteriormente, casi todos los líderes bolcheviques hicieron intentos para bloquear el camino de la contrarrevolución estalinista, y Trotsky siguió siendo su firme adversario hasta su muerte. Pero todas las condiciones sociales favorecían a la burocracia y, paso a paso, Stalin y sus partidarios pudieron derrotar a sus adversarios hasta que, a finales de los años 20, toda oposición efectiva había sido elimi nada y todos los derechos de los trabajadores abolidos.

Lo único que podía haber evitado el desarrollo de la burocracia habría sido la revolución internacional. Si la revolución se hubiera propagado rápidamente a otros países europeos (como estuvo a punto de suceder en 1918-1919), la guerra civil se habría ganado antes de que la clase trabajadora se viera diezmada. Incluso aún en 1923, la revolución en Alemania (una posibilidad real) habría transformado la situación. Habría proporcionado ayuda a esa Rusia tan golpeada por la pobreza y de ese modo fortalecido a los trabajadores. Habría apartado la amenaza de la intervención y con ella la necesidad de competir militar y económicamente con el capitalismo occidental.

Después de 1923 la burocracia dio la espalda a la revolución internacional. Estaba ocupada en desarrollar su propio poder, no en extender el poder de los trabajadores. De aquí la política de Stalin de «socialismo en un solo país». En la práctica esto significaba fortalecer el estado ruso en competencia con Occidente, por medio de la explotación de trabajadores y campesinos. El sistema era, y es, capitalismo de estado.

De Stalin a Gorbachov la estructura básica del poder ha permanecido inmutable. Rusia, hoy en día, no tiene nada que ver con el socialismo. Es lo contrario al socialismo. Pero la verdadera lección de la Revolución Rusa no es que una revolución socialista no puede funcionar. Es que la revolución debe extenderse internacionalmente.

¿Era China muy diferente?

China, con sus mil millones de habitantes y su enorme territorio, fue en 1949 el escenario de la segunda gran revolución del siglo XX. Sin embargo hoy en día apenas es mencionada por la izquierda.

No siempre fue así. En los años sesenta China tuvo una influencia fundamental en lo que entonces se conocía como Nueva Izquierda. En general se consideraba que China ofrecía un atractivo modelo alternativo de construcción socialista, mucho más dinámico y revolucionario que Rusia.

La década de los setenta se mostró implacable con esas esperanzas e ilusiones. Esta década vio a China participar de una alianza abierta con el imperialismo estadounidense, hacer la guerra contra Vietnam, apoyar el régimen asesino de Pol Pot en Campuchea y a «Unita» en Angola (a su vez respaldada por Sudáfrica) y, en general, seguir una política externa digna de la España de Franco. En política interna vio la renuncia pública a la revolución cultural y a gran parte del legado de Mao, la apertura de China al capital extranjero, e incluso el flirteo con valores tan evidentemente burgueses como la moda y el consumismo.

No es sorprendente entonces que los simpatizantes de China quedaran desilusionados. China se convirtió en un mal sueño que mejor sería olvidar. Pero el silencio generalizado de la izquierda acerca de China muestra algo más que simple decep ción. También indica un fallo de comprensión y de análisis. Porque los acontecimientos de China sólo podían ser entendidos (y, de hecho, predichos) con la ayuda de la teoría marxista del capitalismo de estado, desarrollada antes en relación con Rusia.

La Revolución China de 1949, por su escala e importancia, nunca fue una revolución de trabajadores. La clase trabajadora no jugó un papel activo en absoluto. Más bien fue una victoria militar en la que, un ejército con base en el campesinado dirigido por una élite política de clase media, conquistó las ciudades desde fuera. El resultado no fue el control por los trabajadores o el poder de los trabajadores, aún menos el socialismo, sino el establecimiento de la élite política como nueva clase dominante. El objetivo de esta nueva clase dominante, a pesar de su retórica radical, no era la revolución mundial, sino el desarrollo independiente, nacional, de China, en competencia con el resto del mundo capitalista.

El bajo nivel de desarrollo económico de China necesitó de un alto nivel de explotación de sus obreros y campesinos. Las numerosas luchas de poder dentro del comunismo chino tenían como base la forma de conseguir el objetivo del desarrollo nacional, no el objetivo en sí mismo, que era compartido por todas las facciones.

Una vez que se entiende la dinámica básica del régimen, los acontecimientos recientes de China no son causa de sorpresa ni de desánimo. China rompió con Rusia a finales de la década de los cincuenta porque no deseaba convertirse en un estado cliente de Rusia como Polonia o Hungría. Durante un tiempo trató de desarrollar su economía en solitario, en oposición a las dos superpotencias. El fracaso de este intento la ha obligado a establecer vínculos con economías más desarrolladas.

La importancia de todo esto para los marxistas radica en que supuso la prueba decisiva para el tipo de «socialismo» nacionalista del tercer mundo que muchos en la izquierda aún veneran desde lejos. En términos de tradición y de lenguaje, Mao estuvo mucho más cerca del marxismo que Castro o los sandinistas. En términos de tamaño y recursos estaba mucho mejor situado que Nicaragua o Tanzania para conseguir un desarrollo económico independiente. Pero China no consiguió el socialismo, ni siquiera mantuvo su independencia económica del capital internacional.

La suerte que corrió la Revolución China proporciona una confirmación fundamental a dos proposiciones marxistas básicas: en primer lugar, que no existe un substituto de la clase trabajadora como agente del socialismo, y, en segundo lugar, que el capitalismo ha creado una economía mundial integrada de la que no hay escapatoria posible excepto a través de la revolución mundial.

Pero ¿una revolución mundial simultánea no es imposible?

Sí, una revolución mundial que tenga lugar en todas partes a un mismo tiempo es imposible o extremadamente improbable. Pero no es de eso de lo que los marxistas hablamos. Lo que proponemos es que realizar con éxito una revolución en un país puede ser el punto de partida para propagar la revolución internacionalmente. Esta era la estrategia propuesta por Lenin y Trotsky, y es totalmente realista.

El socialismo en un solo país es imposible porque tarde o temprano el capitalismo mundial, o bien destruirá y aislará la revolución mediante la fuerza militar, o bien actuará como actuó con Rusia. La economía rusa aislada se vio forzada a competir en un mercado mundial en los términos fijados por el capitalismo. El resultado fue el restablecimiento de las relaciones económicas capitalistas. Los trabajadores sufrieron sobreexplotación mientras Stalin construía nuevas industrias para competir con Occidente.

Pero el retorno a la explotación no era inevitable. Había una vía alternativa, representada por León Trotsky, que partía de la perspectiva de la propagación de la revolución. Hay multitud de razones por las que esto era posible, y por las que sería posible en cualquier levantamiento verdaderamente revolucionario.

En primer lugar, la crisis del capitalismo que crea las condiciones para levantamientos revolucionarios sería una crisis internacional, no nacional. Esta es una circunstancia segura porque la economía capitalista es completamente internacional: todas las economías nacionales se encuentran integradas en esa economía mundial. Como resultado de ello, las condiciones que producen la revolución en un país, existirían en otros muchos países al mismo tiempo.

En segundo lugar, la victoria de la clase trabajadora en un país inspiraría a los trabajadores en otros países a seguir su ejemplo. Demostraría que los trabajadores pueden tomar el poder y elevaría la confianza de los trabajadores enormemente. Existiría un esbozo de la estrategia básica y de las tácticas a utilizar.

En tercer lugar, la existencia del poder de los trabajadores en un país constituiría un foco desde el que un movimiento revolucionario a escala mundial podría ser apoyado y organizado. Esto no significa imponer la revolución por la fuerza. Significa el acercamiento de los trabajadores más avanzados de todos los países para discutir cómo podría llevarse adelante la lucha por el poder de los trabajadores y cómo podría movilizarse al máximo la solidaridad internacional para la lucha revolucionaria.

Todos estos factores se encontraban activos en los años que siguieron a la Revolución Rusa. La I Guerra Mundial, cuyo respaldo fue la causa de la revolución, también sumergió a toda Europa en una tormenta revolucionaria. El Emperador alemán fue derrocado y el imperio austríaco se desplomó. En Baviera y en Hungría existieron efímeras repúblicas soviéticas. En Alemania, la revolución pareció a punto de triunfar en 1919 y 1923, mientras Italia experimentaba una ola masiva de ocupaciones de fábricas en 1920.

La Revolución Rusa fue un estímulo enorme para los trabajadores implicados. La idea de soviets, o consejos de trabajadores, como la base para el poder de los trabajadores, fue tomada por los trabajadores de muchos países en el transcurso de la lucha. Y en 1919 los bolcheviques fueron capaces de fundar la Internacional Comunista, que organizaba a los trabajadores revolucionarios a escala mundial.

Pero la oleada revolucionaria fue derrotada, y el capitalismo sobrevivió, a pesar de que fue un logro cercano. Hoy en día la posibilidad de una ola revolucionaria internacional semejante es aún mayor que en el período de 1917 a 1923. El desarrollo del capitalismo ha reforzado su naturaleza internacional. La clase trabajadora en todos los países es más grande y tiene mayor poder económico que en Rusia en 1917. El desarrollo de las comunicaciones y los transportes internacionales ha hecho el contacto internacional mucho más fácil. Este desarrollo aumentará el impacto de cualquier avance revolucionario y ayudará a extender las ideas del poder de los trabajadores.

Capítulo 7

Estrategias para el socialismo

«Nosotros ya tenemos un partido de masas de la clase trabajadora»

«El Partido Laborista es el partido de masas de la clase trabajadora».

Esta afirmación familiar suele formar parte del argumento, según el cual los marxistas deberían abandonar su intento de construir un partido revolucionario independiente y unirse al Partido Laborista.

A primera vista, parece un comentario que se ajusta perfectamente a la realidad. Ciertamente, ningún otro partido está en posición de hacer una afirmación como esta, y, ciertamente, gran parte de la clase trabajadora (frecuentemente una mayoría) ha votado por ellos regularmente desde 1945. Además, el Partido Laborista fue establecido por y ha mantenido siempre una estrecha relación con los sindicatos, que indudablemente son organizaciones de masas de la clase trabajadora.

Estos son hechos importantes que no deben perderse de vista. Ello distingue claramente al Partido Laborista, no sólo del Partido Conservador (el representante directo de la clase dirigente) sino también de los Demócratas Liberales, que no tienen esta conexión organizativa con la clase trabajadora. Por ello, cuando hay que decidir entre el laborismo y cualquiera de estos otros partidos, como en unas elecciones generales, los marxistas no nos abstenemos, sino que apoyamos al laborismo.

No obstante, estos hechos no son suficientes como base para un análisis marxista del carácter de clase del Partido Laborista. Es necesario también considerar la naturaleza del programa del partido, su liderazgo y, sobre todo, su práctica real, para poder hacer una valoración global de su papel en la lucha de clases.

Primero el programa. El Partido Laborista no tiene un documento específico que constituya su programa oficial. Su constitución, desde luego, contiene el famoso compromiso de la Cláusula Cuatro sobre la «propiedad común de los medios de producción, distribución y cambio», pero nunca ha sido tomado en serio, ni siquiera para incluirlo en manifiestos electorales. De cualquier manera, en términos generales, el programa laborista es la reforma del capitalismo a través del parlamento. Para el ala derecha, el centro e incluso la izquierda moderada del partido, esto significa una aceptación definitiva de la necesidad de mantener el capitalismo al tiempo que se llevan a cabo reformas.

Sólo secciones de la izquierda dura contemplan la idea de intentar acabar con el capitalismo a partir de reformas sistemáticas, y ello siempre manteniendo su disposición a colaborar (e incluso a capitular) con las facciones centristas y derechistas.

El liderazgo del partido siempre ha pertenecido al centro y a la derecha. Siempre que ha parecido tomado por la izquierda, ha resultado ilusorio y dicha «izquierda» se ha movido rápidamente hacia la derecha. En términos de posición social, los líderes laboristas han pertenecido por lo menos a la clase media alta y, en muchos casos, han sido integrantes de la misma clase dirigente. La otra fuerza dominante en el partido es la alta burocracia sindical, que suministra la mayor parte de los fondos y controla el congreso anual a través del sistema de bloqueo de voto. Forman una marcada y privilegiada capa por encima de la clase trabajadora.

La práctica del Partido Laborista tiene que considerarse en términos de su relación con las luchas reales de los trabajadores en sus lugares de trabajo y en términos de su comportamiento en el gobierno. En lo que concierne a lo primero, su papel es mínimo. Simplemente ignora la mayoría de las luchas, dejándolas a los sindicatos, y, cuando una lucha es tan importante que el partido tiene que decir algo, o bien la apoya de manera secundaria, colateral, o bien intenta jugar el papel de mediador para llegar a un acuerdo. En ningún caso el Partido Laborista intenta ofrecer liderazgo político organizado a las luchas.

En el gobierno, el Partido Laborista ha mostrado repetidamente su preferencia por las prioridades y los requerimientos del capitalismo por encima de las necesidades de los trabajadores a los que dice representar. Una y otra vez ha atacado huelgas, incrementado el desempleo, reducido salarios y recortado gastos en sanidad y educación.

Así, ni en su programa, ni en su liderazgo ni en la práctica real, el Partido Laborista es el «partido de la clase trabajadora». Más bien es un partido capitalista que opera dentro del movimiento de la clase trabajadora. Su papel en la lucha de clases es dar la justa expresión al descontento de la clase trabajadora para que este descontento pueda ser controlado y mantenido dentro de las estructuras del capitalismo. Es, junto a la burocracia sindical, el principal apoyo y defensor del orden capitalista.

Un elemento más de la afirmación original tiene que ser desafiado, a saber, la idea de que el Partido Laborista es un partido de masas. Lo es en términos electora les y también en la cantidad de afiliados a los sindicatos, pero su apoyo es abrumadoramente pasivo. Sus miembros reales no son más de 300.000, y de ellos, sólo uno de cada diez son activos. El partido no puede ni siquiera sostener su propio periódico.

La conclusión es ineludible: el «partido de masas de la clase trabajadora británica» no existe todavía.

¿Se puede cambiar el Partido Laborista?

¿Puede el laborismo cambiarse hacia un socialismo que realmente represente y luche por los intereses de los trabajadores? La historia sugiere que no.

Durante 80 años, el Partido Laborista ha sido sostenido por gente de izquierdas que intentaba cambiarlo. Desgraciadamente, la experiencia ha demostrado que ha sido el partido el que los ha cambiado a ellos.

Líder tras líder, todos han empezado en la izquierda y se han ido acercando progresivamente hacia la derecha. Y es sólo la punta del iceberg. Bajo los líderes hay figuras menores que han sufrido el mismo proceso de gradual corrupción política (radicales incendiarios convertidos en respetables moderados, o peor).

Ni siquiera determinados marxistas con orígenes revolucionarios (como la «Militant Tendency») son inmunes al proceso. Después de años y años de intentar cambiar el Partido Laborista, se han aclimatado a su rutina reformista, se han enredado en sus estructuras y han acabado comprometiendo su política en temas cruciales como Irlanda del Norte, la guerra de las Malvinas o la cuestión de la vía parlamentaria hacia el socialismo.

Sin embargo, no es sólo la experiencia pasada la que demuestra la imposibilidad de cambiar el Partido Laborista; una valoración realista de la naturaleza del partido hoy corrobora esta imposibilidad.

En primer lugar está el hecho de que las bases del partido tienen muy pocos medios de controlar el comportamiento de los líderes y ningún control sobre las acciones del gobierno laborista. Consecuentemente, cualquier propuesta de los sectores más izquierdistas (sobre desarmamento, por ejemplo) puede ganar en el congreso del partido sin que por ello haya la más mínima garantía de que se va a hacer algo sobre ella.

En segundo lugar está el papel de los líderes sindicales. Su posición en el Partido Laborista es crucial, porque, como hemos dicho antes, suministra la mayor parte de los fondos y controla el congreso anual y todas las elecciones a través del sistema de bloqueo de voto. El poder de estos jefes sindicales se usará siempre contra cualquier transformación hacia el socialismo del Partido Laborista, porque la burocracia sindical es, en sí misma, antidemocrática y privilegiada en relación con las bases del sindicato. Así, para democratizar y radicalizar completamente el Partido Laborista, tienen que democratizarse y radicalizarse primero los sindicatos.

En tercer lugar, toda la estructura y organización del Partido Laborista refleja el hecho de que es, esencialmente, una máquina electoral, diseñada para elegir a los líderes laboristas antes que para avanzar en los intereses de los trabajadores en lucha. Las unidades básicas del partido están en los barrios y los distritos electorales, no en los centros de trabajo. El grueso de la afiliación es pasivo, son meros poseedores de un carnet, excepto en época de elecciones. La transformación del Partido Laborista en un partido socialista implica una reorganización y una reconstrucción desde abajo.

El único contexto en el que se podría intentar seriamente esta total revisión del Partido Laborista es el de una radicalización masiva de la clase trabajadora, que, a su vez, sólo puede ocurrir en medio de una situación de masivas luchas revolucionarias.

Los trabajadores se convierten en socialistas, no leyendo periódicos ni escuchando discursos, sino a través de su experiencia en grandes luchas de clases. Por su propia naturaleza, estas situaciones revolucionarias en las que la mayoría de la clase trabajadora se moviliza, no suelen durar mucho (quizás 18 meses todo lo más). En cualquier caso, no lo suficiente para el laborioso proceso de rehacer el Partido Laborista. Consecuentemente, si no se han colocado, al menos, los cimientos antes de las luchas decisivas, el ala derecha y el liderazgo reformista utilizará su poder e influencia para asegurar la derrota de la clase trabajadora y el retorno a la «normalidad» capitalista.

Queda todavía un argumento, el de que no estar en el Partido Laborista es estar aislado del movimiento de los trabajadores. Pero esto es confundir una cosa con la otra. Las organizaciones de base de los trabajadores no son el Partido Laborista, sino los sindicatos. Si los socialistas empiezan por estar activos en sus lugares de trabajo y sus sindicatos, pueden hacer las dos cosas a la vez, ser parte del movimiento laboral y construir un partido revolucionario independiente. A largo plazo, este es un proyecto mucho más realista que persistir en la ilusión de cambiar el Partido Laborista.

¿No podemos hacerlo sin organización?

El marxismo ha tenido que competir siempre con teorías rivales. Los rivales principales, aparte, desde luego, de la ideología capitalista, han sido el reformismo socialdemócrata y el estalinismo. Pero ha habido también otra alternativa, aparentemente a la izquierda del marxismo, llamada anarquismo.

El anarquismo no es hoy, evidentemente, una fuerza política importante en Gran Bretaña, pero en varias ocasiones en la historia del movimiento revolucionario (especialmente en la guerra civil española) ha ejercido una considerable influencia. Incluso ahora, el anarquismo tiene una evidente atracción para los jóvenes.

En primer lugar, debe quedar claro que el marxismo no puede permitirse desdeñar simplemente el anarquismo de la manera que lo hace el «sentido común» capitalista. Esto es así porque el fin último del anarquismo (una sociedad realmente libre e igualitaria sin estado ni cualquier forma de opresión de unas personas sobre otras) es compartido por el marxismo. Los defensores del orden actual rechazan esta meta por absurda. Los marxistas no. Nuestros desacuerdos con el anarquismo se refieren, no al fin, sino a cómo conseguirlo, esto es, cómo tiene que cambiarse la sociedad.

El punto de partida de este desacuerdo es una visión diferente de la raíz que causa la explotación y la opresión. Para los anarquistas, la raíz es el poder: el poder por sí mismo, en todas sus formas; el poder del estado, el poder de los partidos políticos y sindicatos y cualquier otra forma de autoridad y liderazgo.

Los anarquistas creen que es la existencia del poder y la autoridad lo que crea las divisiones de clase y todas las desigualdades y opresiones. Su estrategia, por tanto, es denunciar y renunciar, por principio, a todas las manifestaciones de poder y autoridad, y sobre todo a cualquier forma de poder del estado. A esto, ellos contraponen la absoluta libertad del individuo y la puramente espontánea rebelión de las masas.

Así, el anarquismo es, esencialmente, una postura moral. Adolece de un análisis histórico de cuáles son las causas de aquello a lo que se opone o de porqué es posible deshacerse de ello ahora, más que en cualquier otro momento del pasado. El anarquismo simplemente condena «lo malo» y lucha por «lo bueno».

Por el contrario, el marxismo no ve el estado (o el poder en general) como el problema fundamental. Antes, en cambio, explica la aparición del estado como un producto de la división de la sociedad en clases antagónicas. Esto se explica como consecuencia de un cierto nivel en el desarrollo de las fuerzas de producción. La tarea principal es, por tanto, la abolición de las divisiones de clase. Esto sólo puede conseguirse a través de la victoria de la clase trabajadora sobre la clase capitalista. Para ello, la clase trabajadora requiere organización y liderazgo (sindicatos, partido revolucionario, consejos obreros…) y el uso del poder, desde las masas en huelga hasta la creación de un estado obrero para combatir la contrarrevolución.

Este último punto es el que enciende la ira de los anarquistas. En esto, los anarquistas repiten el argumento burgués: que el poder revolucionario lleva, inevitablemente a la tiranía; que el leninismo lleva, inevitablemente al estalinismo. Sin embargo, el anarquismo ha fracasado en proponer una manera alternativa seria de combatir la resistencia de los capitalistas y sus esfuerzos por restaurar el viejo orden.

Hasta ahora hemos estado discutiendo el anarquismo «puro», que tiene su base social en la pequeña burguesía radical, que se siente alienada por ambos lados: por el poder del gran capital y por el poder de la clase trabajadora. Cuando el anarquismo ha intentado ganar un lugar dentro de la clase trabajadora, ha tenido que abandonar algunos de sus principios individualistas y aceptar la necesidad de una organización colectiva. Así, han tendido a fusionarse con una forma de sindicalismo revolucionario que rechaza la participación en la política «burguesa» y el papel del partido revolucionario.

A través del anarcosindicalismo es como el anarquismo se ha acercado al marxismo y, en el despertar de la Revolución Rusa, muchos anarcosindicalistas fueron atraídos hacia la Internacional Comunista. Pero al anarquismo le falta teoría; su abstención de la política deja el campo libre a los reformistas. Su fracaso radica en no pensar en la posibilidad del poder de los trabajadores. Esto descalifica al anarquismo como guía práctica para conseguir la transformación revolucionaria de la sociedad y la emancipación de la clase trabajadora.

Los sindicatos ¿tienen un papel que jugar?

La relación entre la lucha sindical y la lucha por el socialismo no es una cuestión nueva. Se ha tratado de ello desde el comienzo de los movimientos sindical y socialista, en la primera parte del siglo XIX. Es, por lo tanto, útil revisar lo que el mismo Marx dijo sobre ello, especialmente si tenemos en cuenta que una de las grandes debilidades de los socialistas anteriores a Marx fue su tendencia a ignorar los sindicatos.

En 1846, Marx escribía: «Cuando se trata de llevar a cabo un estudio preciso de las huelgas, los sindicatos y otras formas en que los trabajadores se organizan como clase, algunas son vistas con miedo y otras con auténtico desdén».

La razón para este «miedo» y este «desdén» radica en que la mayoría de los socialistas «utópicos» provenían de la clase media y consideraban que sería esta clase la que conseguiría el socialismo, bien a través de la persuasión moral de la clase dirigente, bien a través de conspiraciones secretas, siguiendo el modelo de la Revolución Francesa de 1789. Marx, sin embargo, rechazaba ambas cosas a favor de la lucha de clases llevada a cabo por los propios trabajadores. Consecuentemente, Marx reconoció enseguida la importancia crucial de los sindicatos y las huelgas, como manera básica de organización de los trabajadores para defenderse contra los patronos y como método de construcción de la unidad para el futuro derrocamiento del capitalismo.

Pero Marx también apuntó las limitaciones de la lucha sindical. El punto de partida del sindicalismo era el intento de mejorar los términos en los que los trabajadores vendían su fuerza de trabajo a los jefes, no el de derrocar la relación jefe-trabajador. Lo que se necesitaba, por lo tanto, era, no sólo organización sindical, sino también organización política: la creación de un partido político de los trabajadores que planteara continuamente (y cada vez a un movimiento obrero más amplio) las cuestiones clave del poder político y la propiedad de los medios de producción.

Desde la época de Marx, estos debates siguen abiertos. Durante los primeros años del siglo XX, el movimiento obrero internacional se dividió en socialdemócratas (como el Partido Laborista británico) y sindicalistas radicales (como los «Wobblies» de EEUU). Los socialdemócratas veían el parlamento (la nueva versión de la persuasión moral) como el medio para alcanzar el socialismo y reducían las huelgas a la consecución de propuestas económicas limitadas. Los sindicalistas radicales, reaccionando contra el parlamentarismo de los socialdemócratas, rechazaban cualquier idea de partido político, a favor de la militancia sindical.

Ambas estrategias se demostraron inadecuadas, particularmente en las difíciles condiciones de la I Guerra Mundial, y quedó para Lenin y los bolcheviques desarrollar la posición marxista de construir un partido político revolucionario en medio de las luchas diarias de la clase trabajadora.

Estas diferentes aproximaciones reaparecieron durante la huelga de mineros británicos de 1984-5. Los líderes del Partido Laborista, a pesar de depender de los sindicatos en lo referente a votos y dinero, consideraron la lucha política como algo que ganar en el parlamento. Se avergonzaron de la huelga y volvieron la espalda a los sindicatos, ya que, según ellos, era una cuestión «puramente» económica. Por su parte, cientos de miles de trabajadores apoyaban la huelga, e incluso veían que podía debilitar a los conservadores, pero no la veían como una parte de una lucha más amplia contra el capitalismo.

La tradición marxista está con los trabajadores y, en esta lucha, apoyábamos al 100% la huelga y hubiéramos hecho cuanto hubiéramos podido para ayudar a que se ganara. Pero también reconocemos que, aunque una victoria de los mineros fortalecería también la lucha por el socialismo, porque debilitaría a los conservadores, por muy grande que sea esta victoria, la acción sindical sola no será suficiente. Por ello, durante la huelga y en el curso del trabajo de solidaridad con ella, nosotros trabajamos simultáneamente para ganar a los trabajadores a las ideas socialistas revolucionarias y para construir un partido revolucionario.

¿Socialismo es igual a nacionalización?

Uno de los mitos más extendidos sobre el marxismo es que es, ante todo, una doctrina de nacionalización y propiedad estatal. Este es un mito animado, constante y deliberadamente, por la clase dirigente para desacreditar al marxismo. Sabiendo que la gente, en general, teme la burocracia del estado, la clase dirigente extiende la idea de que los marxistas quieren expandir el poder de esta burocracia hasta controlarlo todo, como en la Europa del este.

Desgraciadamente, es un mito creído y animado también por muchos que se autodenominan marxistas. Este es, particularmente, el caso de aquellos que dicen que países como Rusia o Polonia son o han sido socialistas, sólo por el hecho de que sus economías estaban nacionalizadas (a pesar del hecho de que no tenían ni pizca de democracia obrera). También se aplica a aquellos que hablan de que un gobierno laborista puede introducir el socialismo nacionalizando «los pesos pesados» de la economía.

De hecho, la idea central del marxismo no es la nacionalización, sino la lucha de clases (la lucha de la clase obrera por su emancipación), que lleve a la abolición de las clases y a la desaparición del estado. Desde luego, los marxistas apoyan la na cionalización, pero como un medio a través del cual la clase trabajadora puede tomar el control colectivo, no como un fin en sí misma. Nuestra meta es, por tanto, la nacionalización no por el estado capitalista existente, sino por un estado obrero y con control obrero total.

Sin el poder y el control de los trabajadores, la nacionalización no es socialismo, sino capitalismo de estado (una extensión de la concentración de capital en unidades cada vez más grandes). Como dijo Engels: «Cuanto más proceda el estado a tomar posesión de las fuerzas productivas, más se convierte en realidad en el capitalista nacional… La relación capitalista no desaparece con ello».

Una prueba clara de esto es el comportamiento de las nacionalizadas British Steel, British Rail y la National Coal Board. Lejos de ser islas de socialismo en el mar capitalista, explotan despiadadamente a sus empleados para obtener beneficios, como cualquier otra industria capitalista. De hecho, a comienzos de los 80, estaban en el centro del ataque de la clase dirigente contra los puestos de trabajo, sueldos y organización sindical.

Alguna gente sugiere que la causa de esto es que las industrias nacionalizadas han sido una minoría de la industria británica, la mayoría de las cuales han permanecido en manos privadas. Pero en Rusia, donde el estado posee casi todos los medios de producción, los trabajadores siguen siendo explotados y oprimidos, y la producción todavía sirve a la acumulación de capital, y no a las necesidades humanas. Es sólo en conjunción con el poder de los trabajadores que la nacionalización significa una ruptura con el capitalismo.

¿Significa esto que los marxistas deben permanecer indiferentes a las privatizaciones de los conservadores? En absoluto. En primer lugar, la privatización va de la mano de un ataque a los puestos de trabajo y a las condiciones laborales, y a esto debemos oponernos. En segundo lugar, la privatización generalmente implica un ataque a la calidad del servicio dado por la empresa, a lo cual también nos oponemos. Instituciones como el Servicio Nacional de Salud y la educación pública marcan una diferencia real en el nivel de vida de la clase trabajadora. Su defensa es una cuestión central para los marxistas. Igualmente, la demanda de nacionalización de una empresa en bancarrota puede ser un arma importante en la lucha para salvar los puestos de trabajo de los trabajadores (ciertamente, es mucho mejor que crear una cooperativa de trabajadores).

Sin embargo, en todos estos casos, de lo que estamos hablando es de reformas dentro del capitalismo, no de medidas que acaben con él, o ni siquiera que inicien su caída. Los marxistas son los mejores luchadores por las reformas, porque es a través de la lucha por las reformas que los trabajadores construyen su conciencia, su confianza y su espíritu de lucha. Pero esta no es razón para confundir estas reformas con el socialismo, la base del cual es, y sólo puede ser, el establecimiento del poder obrero.

¿Qué significa liderazgo revolucionario?

La derecha tiene la idea general de que la revolución es una conspiración ingeniada por maliciosos revolucionarios, en la que la masa de la gente juega el papel de pasivo espectador. Esto es claramente una caricatura estúpida. Pero a veces, especialmente cuando la mayoría de los trabajadores son pasivos, supuestos revolucionarios y otros en la izquierda pueden adoptar una especie de reflejo de este punto de vista reaccionario. Ellos ven a los revolucionarios como heroicos individuos que actúan en sustitución de la clase trabajadora para liberarla desde arriba. Llevado al extremo, esta forma de pensar lleva al terrorismo y al tipo de acciones llevadas a cabo por las Brigadas Rojas italianas. Esta visión tiene una larga historia que comienza con el revolucionario francés del siglo XIX Blanqui, que dedicó su vida a planificar insurrecciones llevadas a cabo por una élite escogida.

El punto de vista marxista es diferente. Como dijo Trotsky: «El rasgo más claro de una revolución es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos… una revolución es, antes que nada, la entrada por la fuerza de las masas en la dirección de su propio destino».

Este principio es confirmado por todas las experiencias de revoluciones obreras durante el pasado siglo y medio. Desde la Comuna de París en 1871 hasta la Revolución Rusa de 1917, y más recientemente el mayo del 68 en Francia o el movimiento Solidarnosc en Polonia, cada confrontación masiva entre los trabajadores y el orden establecido ha comenzado espontáneamente, no a la llamada de una organización revolucionaria.

Esto de ninguna manera invalida el papel del liderazgo revolucionario. Las revoluciones deben empezar de modo espontáneo, pero no deben acabar así. En el curso de un movimiento revolucionario, un partido revolucionario es capaz de ganar el liderazgo de las masas, organizar y centralizar la acción para la toma del poder (como en el caso de Rusia); si no es así, la revolución será derrotada. Pero el papel del partido revolucionario es guiar la revolución a la victoria, no fabricarla. El papel de los revolucionarios es conducir a las masas, no sustituirlas.

Todo esto puede parecer obvio en el abstracto, cuando hablamos de una revolución a escala global (nadie va a argumentar que el Socialist Workers Party puede derrocar al gobierno conservador montando un ataque sorpresa en Downing Street). Pero también se aplica a las miles de luchas parciales, económicas y políticas, que tienen lugar en situaciones no revolucionarias o prerrevolucionarias.

En estos casos, la teoría puede ser más difícil de aplicar. Tomemos el caso de una pequeña huelga local a la cual los socialistas revolucionarios de la zona han mostrado su apoyo, han visitado a los huelguistas, han recogido dinero para ayudarles, etc. Después de varias semanas, la huelga comienza a presentar dificultades y los huelguistas disminuyen. En este punto, puede ser una tentación para los socialistas sustituir a los huelguistas, en lugar de discutir una estrategia que pueda volver a involucrarlos en la lucha.

Otro ejemplo es Irlanda. El dominio británico en Irlanda del norte ha sido y continúa siendo brutal y opresor, y los socialistas revolucionarios tienen el deber de decirlo alto y claro. Pero el hecho es que, durante los últimos 15 años, no ha habido campañas masivas en Gran Bretaña sobre la cuestión irlandesa. Algunos pequeños grupos revolucionarios echan la culpa de esto a las organizaciones revolucionarias más grandes. En realidad, ni el SWP ni cualquier otra organización de izquierdas puede crear una campaña como ésta en total ausencia de solidaridad entre, al menos, una parte de la clase trabajadora (sobre todo entre los trabajadores irlandeses de Gran Bretaña).

Finalmente, este es el caso de la batalla de los impresores en «Fortress Wapping», en la que los trabajadores lucharon por sus puestos de trabajo contra la enorme organización que los jefes, defendidos por las fuerzas del estado (la policía), habían planeado para romper la huelga. Desde el principio, era obvio para los socialistas revolucionarios que el primer paso para ganar esta importante lucha era organizar piquetes masivos. Al mismo tiempo, era obvio que los líderes sindicales no estaban preparados para organizar dichos piquetes; de hecho, se oponían a ello.

En una situación como esta, la tentación de la sustitución aparece nuevamente. ¿Quizás hemos de hacer nosotros lo que los impresores no están haciendo?. ¿Quizás si cada miembro del SWP puede ir a las asambleas de Wapping cada sábado por la noche, la cosa funcionará?. En realidad, esto no es practicable ni deseable, ya que ello no resolvería el problema básico de la discusión. La tarea está en movilizar masivamente a los impresores, no sólo a los directamente involucrados.

¿Significa esto que los socialistas revolucionarios no hacen nada? No, significa continuar dando apoyo a los piquetes y plantear a los trabajadores involucrados una estrategia alternativa a la de los líderes sindicales.

El liderazgo revolucionario es un arte que implica una valoración concreta de cada situación concreta; no existen reglas universales válidas. Pero, en general, podemos decir que no es cuestión de que los revolucionarios se lideren a sí mismos, sino de involucrarse en la acción de los propios trabajadores, que aún no son revolucionarios. Esto no significa ni estar detrás, al final de la cola de la clase trabajadora, ni estar tan delante de los trabajadores, tan a la cabeza, que estemos fuera de su vista.

Muchas campañas, una sola lucha

La lista de injusticias en nuestra sociedad es interminable; pobreza, racismo, guerra, personas sin techo, recortes en salud y educación, la difícil situación de los pensionistas, el trato dado a los discapacitados, brutalidad policial, opresión de mujeres y gays, represión nacional, ataques a los sindicatos, desempleo.

Una de las diferencias fundamentales entre liberales y reformistas, por un lado, y marxistas, por otro, es que los primeros tienden a considerar cada cuestión como un problema aislado que puede también ser resuelto de forma aislada, mientras que los marxistas consideran que todos ellos tienen un origen común que se encuentra en la estructura económica del capitalismo.

Para los liberales, la solución a estos problemas es, sobre todo, una cuestión de cambio de actitudes; de que los iluminados (que casualmente son ellos) convenzan a los no iluminados; de influenciar directamente a los que tienen el poder o, si no, de movilizar a la opinión pública que, a su vez, influenciará a los poderosos.

Los marxistas ponen todo el énfasis en la movilización del poder de los propios oprimidos para arrancar concesiones del sistema mediante la lucha y, durante el proceso, desarrollar este poder y aprovecharlo para acabar con el sistema definitivamente.

Para ilustrar y evaluar la diferencia entre ambos enfoques, tomemos dos ejemplos. En primer lugar, el trato recibido por los jubilados.

Todos sabemos que la mayoría de los jubilados (los de clase trabajadora) reciben un trato vergonzoso. Después de toda una vida trabajando para el sistema, su «recompensa» es una pensión miserable que apenas les llega para sobrevivir. Entre los que se encuentran en la línea de la pobreza en nuestra sociedad, los ancianos constituyen el grupo más numeroso. Casi todo el mundo querría que los ancianos fueran tratados mejor.

La mayoría de los políticos se llenan la boca con promesas, que nunca cumplen, a los pensionistas. En una encuesta, cabe suponer que al menos el 90% estaría a favor de subir las pensiones. Nadie, que sepamos, se opone o ataca abiertamente a los pensionistas. Y, sin embargo, a pesar de este apoyo generalizado, su situación desesperada continúa. ¿Por qué?

En primer lugar, porque nuestra sociedad subordina todo a la acumulación de capital y, desde el punto de vista del capital, los pensionistas son algo inservible. Como consecuencia, en la cola para recibir «recompensas», los pensionistas siempre estarán a años luz por detrás de la familia real, las fuerzas armadas, la policía, las comilonas y recepciones de los altos cargos políticos y toda una serie de incontables actividades bochornosas que contribuyen, a su manera, a mantener el dominio del capital.

En segundo lugar, porque como pensionistas, carecen de la fuerza colectiva para arrancar mejoras para su propio grupo. Esta situación se mantendrá hasta que los trabajadores organizados utilicen su fuerza como productores para luchar, no sólo para sí mismos, sino también por los pensionistas. Una situación que durará hasta que la producción para obtener beneficios sea reemplazada por la producción para satisfacer necesidades.

Otro ejemplo es la opresión de las mujeres. Las actitudes sexistas pueden encontrarse por todas partes y, además, están muy arraigadas. Sin embargo, hablando de «actitudes», en las últimas décadas hemos asistido a una extraordinaria transformación. En el ámbito de las ideas, el movimiento de liberación de las mujeres ha conocido un increíble éxito. Se han hecho grandes avances desde el punto de vista legal. Sin embargo, las condiciones reales en que se encuentran la mayoría de las mujeres más que mejorar, han empeorado. La diferencia en los salarios con los hombres se ha hecho mayor y el cuidado de los hijos y el trabajo doméstico continúan siendo responsabilidad de las mujeres en una abrumadora mayoría de casos.

De nuevo, debemos preguntarnos por qué, y la respuesta, nuevamente, nos remite a las exigencias del capitalismo. Para el capital, las mujeres continúan siendo una fuente de mano de obra barata de la que éste ni quiere, ni puede prescindir. Para el capital, la estructura de la familia, que oprime a las mujeres, continúa siendo un montaje extraordinariamente conveniente para la reproducción de la mano de obra y el mantenimiento del control social. Sólo el derrocamiento del capitalismo creará las condiciones reales para la liberación de la mujer.

Ambos ejemplos apuntan hacia la misma conclusión. La opresión toma muchas formas y cada forma de opresión da lugar a su propia lucha por reforma. Los marxistas apoyan todas estas diferentes luchas, pero no pierden de vista el hecho de que las diferentes opresiones tienen un origen común en el modo de producción capitalista. Las diferentes luchas no son campañas aisladas, sino aspectos diferentes de una única guerra, la guerra de la clase trabajadora para acabar con el capitalismo.

¿Por qué necesitamos un partido revolucionario?

El capitalismo se encuentra en una crisis económica profunda y la clase capitalista siempre reacciona a la crisis económica de la misma manera: atacando a la clase trabajadora.

Ésta ha sido la realidad en que se ha basado la política del gobierno durante las últimas décadas, sea este gobierno socialdemócrata o conservador. Y ésta va a ser la realidad fundamental a la que se enfrentará la clase trabajadora en el futuro más próximo, sin importar quién gane las próximas elecciones o las siguientes.

Puesto que la crisis capitalista es mundial, lo anterior es cierto para los trabajadores de todo el mundo. El desempleo, los salarios bajos, el hambre, todo son manifestaciones de la forma en que las clases dirigentes del mundo hacen pagar la crisis a los trabajadores.

Una y otra vez, las clases dirigentes volverán a la ofensiva, poniendo todo su empeño para debilitar la organización sindical, recortar sueldos y servicios sociales, reducir puestos de trabajo y minar los derechos de los trabajadores. Todo ello, con el objetivo fundamental de reducir la parte del producto nacional destinada a la clase trabajadora y de incrementar la parte que se destina a beneficios.

De esta forma, más pronto o más tarde, provocarán una confrontación masiva y general entre capital y trabajo. No podemos predecir cuándo sucederá esto, pero sí que tendrá lugar antes o después. La cuestión a la que se enfrenta la clase trabajadora y, de forma particular, las secciones de ésta concienciadas políticamente, es decir los socialistas revolucionarios, es cómo prepararse para esta confrontación de forma que la clase trabajadora salga victoriosa.

El marxismo da una respuesta a esta pregunta: deberíamos construir un partido revolucionario.

Esto no es fácil ni está de moda. Significa aceptar (en el momento presente) ser una pequeña minoría dentro del conjunto de los trabajadores y supone trabajar duro y encontrarse con numerosas dificultades. Sin embargo, es esencial por la simple razón de que sin un liderazgo revolucionario la clase trabajadora sería sin duda derrotada en un conflicto decisivo.

El enemigo al que nos enfrentamos, la clase dominante, está muy bien organizada y centralizada. Esta afirmación es válida para cada empresa, ya que podemos decir que todos los directivos de las compañías importantes seguirán una estrategia única y coordinada. También es válida para cada uno de los estados capitalistas. Obviamente, el ejército y la policía tienen una fuerte disciplina y actúan siguiendo un plan centralizado.

Para derrotar a un enemigo de este calibre, la clase trabajadora debe estar también centralizada. Debe ser capaz de coordinar las acciones en los diferentes lugares geográficos. Debe ser también capaz de seguir la misma estrategia en los diferentes sectores de la producción, entre los mineros, estibadores, trabajadores de la industria, enseñantes y funcionarios. Dicha coordinación sólo puede proporcionarla una organización que una a los trabajadores que lideran las luchas en las diferentes localidades y centros de trabajo.

A simple vista, parece obvio que los candidatos para jugar este papel son los sindicatos y la izquierda parlamentaria, con sus ya existentes afiliaciones de masas. Sin embargo, ésta es una tarea que son totalmente incapaces de llevar a cabo: no pueden coordinar la lucha de forma eficiente porque en el fondo no tienen intenciones de emprenderla. Tanto los líderes sindicales, cuya mayor preocupación es conservar su papel de intermediarios entre trabajadores y empresarios, como los parlamentarios, cuya principal preocupación es ganar votos, temen una lucha generalizada que parta de las bases más de lo que temen ser derrotados por la clase dominante. En el momento crucial, su traición resulta inevitable.

Todo esto hace que la construcción de un partido revolucionario sea doblemente urgente. Si no construimos una alternativa creíble, con una base importante entre la clase trabajadora, con vistas a la confrontación general, la mayoría de los trabajadores continuarán siguiendo a sus actuales líderes, que los llevarán a la catástrofe, como hicieron en 1973 en Chile.

Un partido revolucionario se diferencia de un partido reformista no sólo en sus objetivos e ideas, sino también en la naturaleza de sus afiliados, su organización y su forma de funcionar. Un partido reformista es esencialmente una máquina electoral. Su afiliación es generalmente amplia, pero pasiva, cuyas principales ocupaciones son recolectar dinero y hacer campaña electoral. Esto no requiere ni educación política, ni disciplina, ni democracia, ya que ni siquiera se contempla la posibilidad de que los afiliados realicen ningún tipo de acción política. Esto lleva inevitable mente al dominio del partido por los parlamentarios y la burocracia del mismo.

Un partido revolucionario, sin embargo, es un partido para el combate. Su afiliación es menor (durante períodos no revolucionarios) pero activo. Su labor es defender su propio análisis político y estrategia en todas las luchas de la clase trabajadora y, al hacerlo, ganarse el liderazgo de la clase trabajadora a nivel de las bases.

Esto requiere un alto nivel político, unidad en la acción y democracia real, ya que la política del partido tiene que ser llevada a la práctica por sus propios afiliados.

Sólo un partido construido sobre estas bases puede liderar a la clase trabajadora en un conflicto generalizado con el sistema.

Sólo la clase trabajadora, informada y fortalecida mediante el liderazgo de dicho partido, puede hacer una revolución socialista y crear una sociedad socialista.