Chris Harman

Chris Harman militó durante muchos años en el Socialist Workers Party (SWP), organización hermana de Marx21 en Gran Bretaña. Fue miembro del comité central del SWP, editor de su revista teórica, International Socialism Journal, y destacado teórico marxista. Chris murió en El Cairo el 7 de noviembre de 2009, a punto de cumplir los 67 años.

En esta web encontrarás otras obras de Chris Harman como La locura del mercado o La clase trabajadora en el siglo XXI.

Argentina: rebelión en el filo de la crisis mundial

Los antecedentes argentinos
El carácter de la lucha en Argentina
Una clase capitalista en búsqueda de una estrategia
El autor del milagro neoliberal
El choque y el crujido
Las políticas de recesión
Cacerolazos y piqueteros
El peronismo y los sindicatos
La década amarga
La izquierda revolucionaria
La crisis de la clase dirigente
¿Hacia dónde va la Argentina?
Notas

No existe resistencia contra el neoliberalismo en Argentina. La izquierda no tiene impacto. Hay pocas huelgas, y ellas no desafían al sistema.

  • Así se expresó un argentino de izquierdas al intervenir en una conferencia en Londres sobre «Globalización y Resistencia», en febrero de 2001.

La televisión transmitía imágenes de cientos de manifestantes, principalmente mujeres y niños, en los supermercados, gritando «¡Queremos comer! ¡Queremos comer!»… Durante el día cientos de supermercados en todo el país fueron saqueados.

El Gobierno y los medios comenzaron a hablar de la «anarquía reinante» y de la necesidad de «restablecer el orden». El presidente de la Rúa informó por televisión al pueblo ese miércoles que había decretado el estado de sitio. Fueron suspendidos los derechos de la población, cualquier reunión pública de más de dos personas se consideraba subversiva, los medios de comunicación podían ser censurados, el aparato represivo gozaba de completa libertad para detener a la gente.

En cuanto terminó su discurso, algunos empezaron a golpear cacerolas. Esta forma de protesta fue común en los últimos días de la dictadura militar. Luego se extendió para transformarse en una acción organizada. En una hora un millón de personas desafiaron al estado de sitio.

Para la medianoche la Plaza de Mayo estaba colmada, y miles habían sustituido el grito de «¡Queremos comer!» por otro más ofensivo «¡Qué se vayan!» y aquí se referían no solamente al Gobierno, sino a toda la clase política… Comenzaron a cantar consignas que denunciaban a cada una de las figuras de los partidos tradicionales, además de a los líderes sindicales ligados a esos partidos.

La policía atacó con caballos, palos, escudos y balas de goma. La pacífica manifestación popular se transformó en un campo de batalla. Muchos de los que se reunieron en Plaza de Mayo no habían participado nunca en una protesta callejera. Había muchos niños y ancianos.

En un principio la policía no tuvo dificultad en acorralar y atemorizar a los manifestantes. Luego la resistencia comenzó a organizarse. La plaza estaba llena de gente y también lo estaban los alrededores y las escalinatas del parlamento. Unas pocas horas después del comienzo de las protestas el pueblo se enteraba de la renuncia del ministro de economía Cavallo.

El jueves todo comenzó nuevamente. Hacia el mediodía muchas personas concurrieron a la Plaza, que se había transformado en un campo de batalla entre el pueblo y el Gobierno.

Había trabajadores de ingresos altos y bajos, estudiantes universitarios en bermudas con sus camisetas cubriendo su rostro, señoras de edad con sus bolsos de mano, niños de la calle, empleados de banco y oficinas en camisa y corbata, empleados uniformados de la sanidad, gente de rasgos indígenas, mujeres y niños —todos del mismo lado de las barricadas.

La represión aumentó. La policía comenzó a usar balas de plomo y muchas personas cayeron muertas o heridas. Los manifestantes respondieron atacando locales de McDonald’s, bancos y demás símbolos del capitalismo y de la pobreza de la población. Quemaron varios edificios y vehículos. La batalla se extendió por toda la ciudad.

Para la tarde el presidente había dimitido y el Gobierno caía.

  • Javier Carlés, relato de los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires.

Cuando vi las columnas procedentes de todos los barrios de la ciudad después de que el Presidente declaró el estado de sitio pensé, «Esto es como la caída del muro. Es la caída del muro neoliberal.»

  • Manifestante Ricardo Cárcova, 20 de diciembre de 2001.

La crisis social y política de la Argentina tomó por sorpresa a las autoridades de EEUU. Esperaban un desarrollo lento y controlado de la cesación de pagos de la deuda. Nadie había pensado seriamente en la posibilidad de un caos político o social.

Una semana después del esperado default las cosas ya no eran tan fáciles. Estados Unidos temía que la desestabilización se extendiera a otros países… Un veterano diplomático con experiencia en la región comentó: «La administración Bush no se metió en esta crisis porque no veía forma de sacarle provecho para la política doméstica.» Es posible que cambie de parecer en el momento en que la crisis política y social se vuelva regional, pues entonces sus críticos tendrían pleno derecho para preguntar «¿Quién perdió América?»

  • Carlos Escudé en el periódico La Nación, Buenos Aires, 3 de enero de 2002.

 

La explosión de ira que estalló en las calles de Buenos Aires, el 19 y 20 de diciembre de 2001, hizo más que derrocar a un Gobierno. Dejó claro que una crisis económica también puede provocar situaciones potencialmente revolucionarias. A partir de esa noche, la presidencia pasó por cuatro manos diferentes hasta acabar en las de Eduardo Duhalde, vicepresidente en los 90, y después gobernador de Buenos Aires. Al escribir esto, seis semanas después, parece que la agitación en las calles sigue sin disminuir. Se informa de cacerolazos en Buenos Aires y en varias ciudades del interior. Al seguir los acontecimientos a través del website del canal Azul de televisión, uno puede creer que está en la Alemania de 1923, año del frustrado levantamiento revolucionario y del putsch abortado de los nazis. En muchos lugares los piquetes de desempleados bloquean las rutas, gente hambrienta invade supermercados demandando comida, y gente cuyas cuentas bancarias quedaron bloqueadas ataca los bancos. El líder del partido gobernante en el Senado habló abiertamente de una inminente «guerra civil». El Gobierno ha suspendido el pago de la deuda externa, denunciando ferozmente a los dueños de los servicios privatizados, y hasta envió a la policía a inspeccionar los libros de los bancos extranjeros. Al mismo tiempo está tratando de tranquilizar al FMI, prometiendo restaurar la normalidad capitalista cuanto antes y proteger a los bancos de propiedad extranjera.

Pocos observadores creen que el Gobierno pueda apaciguar el descontento que está produciéndose, tanto en el seno de la clase media como en el de la clase trabajadora. Tampoco está en condiciones de satisfacer las demandas del capitalismo internacional. Al igual que cualquier Gobierno que se enfrenta a una situación potencialmente revolucionaria, se siente jalado primero hacia un lado, luego hacia el otro, y resulta que es incapaz de mantener la continuidad de su política. Su única preocupación es cómo sobrevivir.

Es muy pronto para saber cómo va a evolucionar la situación. Algunos hablan del «colapso del Estado», lo cual es una exageración. El aparato represivo del Estado fue capaz de matar al menos a 24 manifestantes el 20 de diciembre en Buenos Aires, y a otros 20 en otras ciudades del país. Han continuado atacando a los manifestantes, especialmente en las provincias. Pero lo que sí es cierto es que ha habido un enorme debilitamiento de la autoridad estatal. Y las fuerzas armadas, otrora árbitros del destino político del país, se han negado hasta la fecha a intervenir. Según un oficial entrevistado por los periodistas, «aún si las cosas terminan en la anarquía o la guerra civil, mi preocupación sería hasta qué punto podría confiar en que mis hombres obedezcan mis órdenes».1

Esta inestabilidad no puede durar, por supuesto. Los distintos elementos dentro de la clase dirigente argentina, están tratando desesperadamente de formular una estrategia común que les permita retomar el control y acabar con la insurgencia en las calles. Si lo logran, no cabe duda que estarán dispuestos a movilizar a todo el poder del Estado para reimponer su versión del «orden», y luego se vengarán de aquellos que desafiaron su poder. De momento están lejos todavía de poder hacerlo. Mientras tanto, el levantamiento argentino sigue teniendo un enorme significado para el movimiento de oposición al sistema global, surgido a través del mundo en los dos años y medio transcurridos desde la manifestación anticapitalista de Seattle.

Los antecedentes argentinos

Como pasa en todas las rebeliones populares, el pueblo argentino está hurgando en su memoria colectiva en busca de antecedentes. En el siglo XX, tres grandes insurgencias populares condujeron a enfrentamientos con el Estado, generando consecuencias que tuvieron un profundo efecto en el desarrollo social de años posteriores.

El primer enfrentamiento fue en enero de 1919, año en que se repitieron levantamientos revolucionarios a nivel mundial. La Semana Trágica fue en ocasión de las sangrientas batallas entre los trabajadores y las fuerzas represivas del Estado en la ciudad de Buenos Aires. La policía atacó ferozmente a los trabajadores de la planta metalúrgica Vasena, quienes llevaban varios días de huelga. Alrededor de 200.000 trabajadores, bajo la dirección de los líderes de los sindicatos anarquistas (F.O.R.A.), marcharon sobre la fábrica. Estalló un tiroteo, pero los trabajadores arrollaron a la policía. El Gobierno ordenó al ejército que marchara sobre la ciudad, y otros sindicatos respondieron llamando a una huelga general que, en un inicio, resultó muy efectiva. Conforme iba pasando el tiempo, sin embargo, cundió la represión. Algunos sindicatos abandonaron la lucha, mientras que grupos de civiles derechistas (las Ligas Patrióticas) hicieron causa común con la policía y el ejército, asaltando los barrios obreros, irrumpiendo en las sedes sindicales y asesinando a los trabajadores. La prensa socialista calculó un balance final de 700 muertos y 4.000 heridos. Al año siguiente, los militares quebraron una huelga de trabajadores agrícolas en la Patagonia, encabezada por anarco-sindicalistas, matando a unos 1.500 huelguistas.

Estas luchas y sus resultados fueron determinantes en el carácter y el desarrollo de la política argentina en las siguientes dos décadas: «hubo un debilitamiento general de los sindicatos en la década de los 20, mientras que el rol del ejército, como árbitro clave en la política nacional, se vio reforzado.»2 El golpe militar de 1930, por ejemplo, produjo la llamada «década infame», durante la cual los gobiernos conservadores manejaron el país a través del fraude electoral, la corrupción y la virtual exclusión de los trabajadores de la vida política.3

El segundo gran enfrentamiento tuvo lugar el 17 de octubre de 1945, «un evento que pasó a formar parte de la mitología del movimiento obrero argentino». Ese día, «la clase trabajadora irrumpió en la escena política en forma masiva y explosiva.»4

En 1943, un grupo de oficiales de ideología nacionalista tomó el poder. Era una época en la que la expansión económica permitía una nueva combatividad por parte de la clase trabajadora. Uno de los oficiales, el coronel Juan Domingo Perón, decidió aprovechar el momento y establecer un control directo sobre el movimiento, insistiendo ante los patronos para que éstos cedieran ante algunas de las reivindicaciones de los trabajadores. Esto permitió a los líderes sindicales, que apoyaban sus ambiciones políticas, ganar el dominio de los principales sindicatos, que rápidamente ganaron afiliación e influencia entre la clase trabajadora. Para el año 1945, los principales sectores de la clase dominante sentían que Perón había ido demasiado lejos, y convencieron a los demás integrantes de la junta militar gobernante de la necesidad de quitarle de su cargo en la Secretaría de Trabajo y Previsión.

Para los trabajadores, esto representaba un ataque directo a la persona que precisamente les había asegurado beneficios reales, y de ahí a su calidad de vida y a su dignidad. Una ola de huelgas se extendió a lo largo del país, y la CGT (Confederación General del Trabajo), llamó a una huelga general. Nutridas y masivas columnas de trabajadores marcharon hacia la Plaza de Mayo, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Los militares se espantaron y reinstalaron a Perón en el Gobierno. La victoria en las calles le aseguró una clara mayoría en las elecciones presidenciales del año siguiente. Perón gobernó el país hasta 1955.

La victoria de los trabajadores resultó tener dos caras. Por un lado, creó una situación en la que los patronos se vieron obligados a incrementar los salarios reales en más de un 30% en los cuatro años siguientes. Los líderes sindicales llegaron a ejercer una influencia clave en el seno del Partido Justicialista creado por Perón. Su Gobierno introdujo una versión del estado de bienestar, donde se reconocía a los sindicatos y se concedían vacaciones pagadas, indemnizaciones por despido y beneficios sociales a los trabajadores. Pero esta victoria se logró de tal forma que ligaba a los trabajadores y al movimiento obrero al mito peronista, mediante el culto de «Evita», y a partir de ahí se aseguró la hegemonía de un nacionalismo fundado en una supuesta unidad de empleados y trabajadores «patriotas», «donde el capitalismo internacional era el instrumento de la explotación, mientras que el capital nacional resultaba ser el instrumento del bienestar».5

La tercera gran insurgencia fue el Cordobazo de 1969, el equivalente argentino al mayo francés y al otoño caliente italiano del año anterior. Su trasfondo histórico fueron casi dos décadas de ataques al salario real y a las condiciones de trabajo.

El salario real empezó a disminuir durante el Gobierno de Perón. Aun así, desde el punto de vista del capitalismo argentino, los sindicatos seguían siendo demasiado fuertes. En 1955 los militares derrocaron a Perón. No se repitió la revuelta obrera coordinada e inmediata de diez años antes, pero sí hubo una resistencia masiva, con batallas callejeras, una huelga general de dos días y actos de sabotaje que sólo una represión masiva pudo vencer. Durante los diez años siguientes, el capitalismo argentino aprovechó cada oportunidad para victimizar a los militantes, acelerar el ritmo de la producción, reconvertir las industrias y recortar el salario real. Cada vez que los trabajadores lograban resistirse a los ataques a su nivel de vida, había una escalada de la inflación que permitía a los empresarios recobrar sus ganancias, seguida por una recesión que minaba la capacidad de los trabajadores para luchar contra la represión estatal. Para 1960, los salarios en Buenos Aires habían regresado al nivel de 1947,6 y en 1965, la participación de los trabajadores en el producto interior bruto había caído del 49,9% al 40,7%. Esa era la otra cara de la estrategia «desarrollista» de la clase dirigente, que necesitaba las ganancias para reinvertirlas en una industria pesada capaz de competir en los mercados mundiales.

En el seno de la clase trabajadora aumentaba el resentimiento a raíz de estos ataques, expresándose en una arraigada lealtad a la burocracia de los sindicatos peronistas, junto a una identificación política con Perón en el exilio. Llegaba a tal grado que no cabía duda alguna de que él hubiera ganado cualquier elección abierta y libre. De ahí la intervención militar contra los gobiernos civiles en 1962 y 1966, y la dictadura militar del General Onganía que siguió a la segunda. La dictadura congeló los salarios, reprimió las huelgas e intervino a todo sindicato que opusiera resistencia. Además, prohibió todos los partidos políticos, incluidos los de la burguesía, e intentó imponer el control militar a todos los niveles de la sociedad, por ejemplo tomando el control de las universidades. En mayo de 1969, los militares asesinaron a dos estudiantes durante las manifestaciones contra el aumento del costo de los alimentos. «Estallaron manifestaciones y huelgas locales, y las federaciones sindicales convocaron a una huelga nacional general para el 30 de mayo.»8

Córdoba era el centro de una industria automotriz surgida durante los veinte años anteriores. Los salarios eran mejores que en muchas otras industrias, y algunos consideraban a estos trabajadores como a una «aristocracia obrera». Pero la poca antigüedad de la industria, y la relativa juventud de sus trabajadores, determinaron que estuvieran menos marcados por la experiencia de derrotas previas y menos sujetos a las burocracias sindicales nacionales. Las plantillas de obreros de la industria automotriz y de la energía eléctrica decidieron agregar, a la huelga general, una huelga activa el 29 de mayo.

Columnas de trabajadores —algunos de ellos armados con cócteles molotov— marcharon hacia el centro de la ciudad, donde se encontraban los cuarteles generales de la policía, los hoteles y los bancos. Había «4.000 trabajadores de IKA-Renault, 10.000 metalúrgicos, 1.000 trabajadores de la energía, entre otros».9 Los trabajadores lograron hacer retroceder a 4.000 policías y tomaron el control del centro de la ciudad. Aproximadamente 5.000 soldados armados se enfrentaron entonces con los manifestantes, obligándolos a retirarse a los barrios estudiantiles y proletarios, donde levantaron barricadas. La represión que siguió dejó una saldo de 16 muertos, pero no detuvo el alzamiento. Quedó manifiesta la debilidad del Gobierno militar y el poder de las masas movilizadas. Fue el principio de un período de tres años de huelgas masivas, ocupaciones de fábricas, secuestros de administradores, manifestaciones violentas, ataques guerrilleros a las fuerzas del Estado, y otro violento alzamiento en Córdoba, el Viborazo.10

Esta oleada de enfrentamientos duró hasta que los militares, en representación de la clase dirigente en su conjunto, permitieron el retorno de Perón al país, asumiendo la presidencia en octubre de 1973. El Gobierno encabezado por él hasta su muerte en julio de 1974, y el de su tercera mujer Isabel, jugaron el mismo papel que los gobiernos que supervisaron el «contrato social» en Gran Bretaña, el «Pacto de la Moncloa» en el Estado español y el «Compromiso Histórico» en Italia. Los diferentes Gobiernos a los Perón supieron aprovechar su influencia sobre las burocracias sindicales para retomar el control sobre la clase trabajadora combativa a través del Pacto Social, mientras la burguesía y su estado reagrupaban fuerzas. Pero el reagrupamiento tomó una forma más sangrienta en Argentina que en Europa Occidental. A los grupos de extrema derecha les dieron rienda suelta para liquidar físicamente a la oposición. El mismo día del retorno de Perón al país, paramilitares derechistas atacaron a los grupos de izquierdas, en medio de una multitud de 2 millones que lo vitoreaban en el aeropuerto, dejando un gran saldo de muertos. Durante los tres años de Gobierno peronista, un número importante de militantes de izquierda y activistas de base fueron asesinados, mientras que los líderes sindicales colaboraban con el Gobierno. Finalmente, en 1976, los militares expulsaron a Isabel Perón y lanzaron el asalto más sangriento, contra los movimientos de la clase trabajadora, que se había visto nunca en país alguno desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Asesinaron a 30.000 militantes de izquierdas, activistas de base y dirigentes populares.

El carácter de la lucha en Argentina

Las tres grandes revueltas populares del siglo XX tuvieron en común el hecho de ser enfrentamientos entre la clase obrera industrial, por una parte, y la burguesía y su Estado, por otra. Fueron confrontaciones de clase que surgieron de la dinámica interna del desarrollo del capitalismo argentino, y no como resultado de factores extraños. Es importante reconocerlo, porque el lenguaje utilizado para describir la realidad —como frecuentemente pasa— oculta también las raíces del levantamiento del 19 y 20 de diciembre.

Los economistas oficiales tienden a caracterizar a Argentina como a una «economía en desarrollo» o a un «mercado emergente», lo que implica que es un país pobre, agricultor, en vías de transformarse en un país industrialmente avanzado. En este marco, sus problemas son simplemente consecuencia de una evolución demasiado lenta. En la izquierda, en muchos casos se maneja una versión de lo mismo, al hablar de una «economía dependiente», «un país del Tercer Mundo», o «una semicolonia».11

Existen hoy en el país zonas de extrema pobreza, sobre todo en las regiones despobladas del campo y en las villas miseria que rodean ciudades como Buenos Aires y Córdoba. Pero esto no ocurre porque Argentina haya sido históricamente un país «pobre y agrícola» del «Tercer Mundo». Hace cien años, su economía se parecía más que nada a la de Australia, Canadá o Nueva Zelanda, se dedicaba a la exportación, altamente rentable, de productos de una agricultura capitalista a gran escala (carne, lana y granos) a Europa Occidental, y era ampliamente conocida como «el granero del mundo». Su fuerza laboral no estaba conformada por un pueblo indígena del Tercer Mundo (la mayoría de éstos fueron exterminados, como en Estados Unidos, en el siglo XIX), sino por inmigrantes y por trabajadores temporeros (los llamados «golondrinas») del Estado español e Italia, atraídos por unos salarios más altos que los de Europa Meridional. La productividad de los trabajadores era considerablemente mayor que la de Francia e Italia.12 Su clase dirigente tenía estrechos lazos con la de Gran Bretaña —el país era el lugar preferido por los emigrantes ingleses de clase alta—, había gran cantidad de capitales ingleses, y alrededor de un tercio de las exportaciones iban a Gran Bretaña. Sin embargo era lo suficientemente independiente como para establecer tarifas proteccionistas en contra de las importaciones industriales británicas, y para mantener la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial (mientras todas las colonias y dominios británicos aportaron dinero y hombres al esfuerzo bélico imperialista)13. «Argentina, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, había llegado a ser un moderno Estado capitalista», según un historiador marxista del peronismo.14

El problema para las diferentes fracciones de su clase capitalista a lo largo del siglo XX, no era que Argentina careciera de independencia política nacional. Gozaba de ella desde 1816. El problema era que la clase dirigente argentina controlaba un Estado con un mercado interno relativamente pequeño y con recursos relativamente escasos, en un mundo con clases capitalistas mucho más ricas, con mayores mercados y muchos más recursos. Esta realidad la sintieron en carne propia cada vez que caía el precio mundial de los productos agrícolas, y con ello sus ganancias, como ocurrió con la gran depresión de los años treinta, cuando cayó el precio mundial del trigo en un 75%. «La burguesía argentina, que se creía parte de una élite mundial poderosa, descubrió la fragilidad del equilibrio sobre el cual descansaba su riqueza… Podía usar la fuerza para reajustar sus fronteras con Chile o Bolivia, pero no podía obligar a los franceses a abrir su país a la importación de sus granos o sus carnes.»15

De allí que, a partir de los años 30, intentara reorientar las ganancias agrícolas hacia la construcción de industrias manufactureras y de extracción, supuestamente menos vulnerables, ya que sus productos irían dirigidos a un mercado interno fuertemente protegido. Los gobiernos dominados por los intereses agrarios capitalistas (la llamada «oligarquía») comenzaron este proceso. Perón lo intensificó en los años 40, y los gobiernos posperonistas de la década del 50 y del 60 siguieron el mismo camino. La clase capitalista industrial, cuyo poder ya rebasaba al de la vieja oligarquía agraria, estaba conformada por dos grupos entrelazados. Una masa de capitalistas privados presidía la pequeña y mediana industria, mientras que los burócratas estatales (entre ellos oficiales del ejército), administraban la mayoría de las nuevas industria de gran escala, tales como el hierro y el acero, los autos, la generación de electricidad y el petróleo. Cada una mantenía lazos con las burocracias sindicales a través de una red de corrupción.

Estas medidas permitieron que Argentina se industrializara. Para principios de los 70, solamente el 13% de la población trabajaba la tierra, contra el 34% que lo hacía en la industria.16 La velocidad de la expansión industrial de estos años, era comparable con la de Italia, a la que en ese entonces se le llamaba el «milagro económico», a pesar de que seguía siendo uno de los países más pobres de Europa Occidental.17 Algunas cifras de 1972 muestran qué poca diferencia había entre los dos países:18

Argentina
Italia
Kilos de carne consumidos por habitante y año
90
47
Litros de leche consumidos por habitante y año
70
65
Litros de aceite vegetal consumidos por habitante y año
10,3
7,9
Calorías consumidas por habitante al día
3.170
2.940
Autos por cada 100 habitantes
11,6
20,9
TV por cada 100 habitantes
14,9
18,9
Periódicos leídos por cada 1.000 habitantes
128
85
Número de personas por vivienda
3,8
3,1
Estudiantes universitarios por cada 1.000 habitantes
11,4
11,7
Médicos por cada 1.000 habitantes
18,9
18,0
Tasa de mortandad por cada 1.000 habitantes
8,8
9,6
Esperanza promedia de vida (en años)
67,06
65,77

Era cierto que los argentinos comían algo mejor, mientras que los italianos tenían más bienes de consumo. Aunque siempre habrá diferencias, aun entre países de un nivel de desarrollo parecido, no se pueden comparar con los desniveles entre, por ejemplo, India e Italia, o Argentina y Guatemala. En realidad, Argentina probablemente dependía menos del capital extranjero y de las importaciones extranjeras que Italia. Las importaciones sólo representaban el 1% de los productos consumidos por los argentinos, y el capital extranjero, aunque importante en ciertas industrias, contabilizaba solamente el 5% de las inversiones fijas totales (contra el 15,4% en 1943).19

Las cosas han cambiado mucho desde 1972. Se ha abierto una amplia brecha entre el estándar de vida de la masa del pueblo de ambos países. Aun antes de la presente depresión, el salario promedio por hora en Argentina era de sólo $1,67, y gran cantidad de personas percibían menos aún. Argentina hoy en día está experimentando niveles de pobreza desconocidos en Italia desde la década de los cuarenta.20 El promedio de ingesta calórica también ha caído, aunque a mediados de los noventa seguía siendo parecido al nivel promedio en Gran Bretaña, y pasaba en un tercio el consumo promedio de países como Guatemala y Bolivia.21 Nada de esto se debe, sin embargo, al «subdesarrollo» en Argentina, sino que es producto de las contradicciones a las que se enfrenta un capitalismo débil una vez que ha alcanzado cierto grado de desarrollo. Desde el punto de vista del capitalismo, Argentina se ha «desarrollado» desde 1972 y sin embargo las condiciones de vida de las grandes mayorías han empeorado bastante.

Ninguna clase dirigente capitalista nacional puede permitirse la autocomplacencia. Los capitalismos nacionales rivales no paran de acumular, y ninguno debe quedarse a la zaga.

La clase capitalista que dirige una economía relativamente pequeña, aunque sea industrial, enfrenta problemas agudos. En el pasado, la protección del mercado interno podía representar una solución a corto plazo. Pero la pequeñez del mercado significa que el promedio de los costes de producción siempre será desproporcionadamente alto, y los recursos disponibles para la siguiente etapa de la acumulación también serán correspondientemente limitados. De allí sus constantes esfuerzos por aumentar la tasa de explotación lo más posible, y las reconversiones, cuya finalidad es la de desviar capitales, forzosamente, de la mediana empresa hacia el gran capital. El capitalismo argentino lleva más de medio siglo en este proceso, lo que da una explicación de la ferocidad de sus enfrentamientos con la clase trabajadora, su inestabilidad política, su constante recurrir a la hegemonía militar y, más recientemente, la supeditación de su economía a las multinacionales, al capital internacional y a los dictados del Fondo Monetario Internacional.

Durante el primer lustro del peronismo, los capitalistas argentinos supieron hacerse los ciegos ante estos problemas. La carestía alimenticia en la Europa de la posguerra duplicó el precio que obtenía Argentina por sus exportaciones agrícolas, y los altos beneficios que revertían en el país habilitaron al Gobierno para sobornar a los trabajadores descontentos e industrializar, para beneficio de la pequeña y mediana burguesía al mismo tiempo. El colapso de los precios agrícolas en los primeros años de la década de los 50, por otro lado, hizo trastabillar los métodos de Perón. Desde 1951 en adelante, la única forma en la que el capitalismo argentino pudo seguir construyendo la industria fue en base al aumento del ritmo de explotación, reduciendo al mismo tiempo el estándar de vida a la que los trabajadores habían empezado a acostumbrarse. Para que el capitalismo argentino mantuviera su ventaja sobre sus competidores en el sistema mundial, la acumulación debía realizarse, cada vez más, en las industrias que producían medios de producción (maquinaria) en vez de en las que producían los bienes de consumo que podían satisfacer la demanda de los trabajadores y de la clase media. Para que la industria capitalista creciera, el nivel de vida de las mayorías debía caer.

Por eso la clase dirigente envió a Perón al exilio en 1955, y de allí la renuencia de aquellos sectores del peronismo vinculados de una u otra manera al capitalismo nacional para movilizar una oposición seria contra su derrocamiento. También explica por qué el período 1955 a 1983 se caracteriza por una serie de breves gobiernos civiles electos, intercalados con períodos de dictadura militar más o menos cortos. Cada época de expansión industrial atraía a nueva gente a las fábricas, y la confianza del movimiento obrero fue aumentando, expresándose tanto en una creciente combatividad sindical como en el apoyo a los políticos «populistas» peronistas que prometían un retorno, al menos parcial, a las condiciones de vida y bienestar que imperaron en el pasado. Los gobiernos civiles fueron incapaces de resistir tales presiones por mucho tiempo. El capitalismo argentino, en cambio, se empeñaba en resistirlos, y al final optó por el regreso al poder de los hombres duros del militarismo para restaurar el orden.

El último ciclo de este tipo corrió desde el Cordobazo, pasando por los gobiernos peronistas de los años setenta, hasta la dictadura militar de la junta. Los nuevos gobiernos peronistas trataron de sobornar a la clase trabajadora descontenta, sin atacar directamente a los beneficios de los industriales. Imprimían billetes y los precios aumentaron de un 20 a un 30% en un sólo mes a mediados de 1975. La «restauración del orden» por parte de la dictadura militar, en 1976, fue mucho más brutal que las anteriores. No era solamente el tema de los asesinatos masivos. Los trabajadores padecieron un ataque a su estándar de vida sin precedentes. Los salarios reales en 1978 eran aproximadamente un 50% de lo que habían sido en 1975,22 o sea un nivel más bajo que en 1940.23

Los ataques a los trabajadores y a la izquierda fueron acompañados por una reconversión masiva de la industria, producida por una sobre evaluación del peso que transformó al país en el paraíso de los especuladores. La fuerza de trabajo en la industria manufacturera quedó reducida alrededor de un quinto, en cuatro años, mientras que la productividad de los trabajadores restantes fue incrementada, a la fuerza, en un 37%. Mientras tanto medio millón de trabajadores del sector público perdieron sus empleos. Pero ni tan siquiera estas medidas bastaron para superar los problemas intrínsecos del capitalismo argentino. Al crecimiento económico de 1979 le siguió el estancamiento de 1980 y la recesión de 1981. La inflación anual, mientras tanto, no bajaba del 100%. Crecía el descontento, no sólo entre la empobrecida clase trabajadora, sino también entre sectores del capitalismo argentino. La guerra de las Malvinas fue un intento de desviar la atención de estos problemas. Su fracaso provocó la caída de la dictadura en 1983. Pero ni esto pudo resolver los problemas del capitalismo argentino.

Una clase capitalista en búsqueda de una estrategia

La victoria del Partido Radical de Alfonsín, en las elecciones presidenciales de 1983, abrió el camino al retorno de un modelo clásico de Gobierno civil. Los trabajadores se movilizaron para restaurar los niveles de vida perdidos durante la dictadura militar. El capitalismo argentino no tenía la capacidad de responder. Al contrario, aumentó los precios para recuperar ganancias. Durante un par de años creció la producción. Entonces la inflación alcanzó niveles astronómicos: el 1.470 por ciento en doce meses hasta junio de 1989, luego el 20.226% anual hasta marzo de 1990. Al mismo tiempo la economía cayó en una profunda depresión. La deuda externa se duplicó, alcanzando los 60 mil millones de dólares. Los trabajadores sufrieron económicamente aún más que bajo la junta militar: los salarios reales en 1989 valían alrededor del 25% menos que el ya desesperante nivel de 1980. Tanto capitalistas como trabajadores sentían que la crisis se volvía cada vez más intensa.

Los sindicatos organizaron nada menos que 14 huelgas generales en este período. La población trabajadora, que una vez figuró entre las mejor alimentadas del mundo, se veía ahora acechada por el hambre. Hubo protestas por la falta de alimentos y saqueos de supermercados en Buenos Aires en 1989. Pero donde antes la crisis y la desilusión respecto a un Gobierno electo desembocaron en el golpe militar, ahora esta salida no existía ya. Tres intentos de golpe militar entre 1987 y 1988 fracasaron ante una masiva oposición popular (un millón de personas se adueñó de las calles contra el primero de ellos) y hubo divisiones en las fuerzas armadas. Así que esta vez el recambio fue electoral. El Partido Radical de Alfonsín fue derrotado por el peronista Menem en las elecciones presidenciales de 1989.

La crisis del Gobierno de Alfonsín convenció a los capitalistas argentinos de la urgente necesidad de encontrar una nueva estrategia económica. A pesar de sus repetidas maniobras, para acumular, y de su desesperado deseo por ser competitivos en el ámbito internacional, la producción por cabeza era actualmente cinco veces menor de lo que lo era diez años antes.26 Hacía tiempo que los sectores más poderosos y avanzados del capital presionaban para desarrollar una nueva estrategia:

El dictador Onganía (1966-70) ya había respondido a las necesidades del capitalismo, preparando las condiciones de un nuevo esquema de acumulación basado en la ruptura con la autarquía y en la entrada de la industria en el mercado mundial. La acumulación expandida necesitaba pasar del desarrollo de una mercado interno protegido por el estado a través de barreras arancelarias a la salvaje lucha por crear espacio entre los grandes poderes del mercado mundial.27

El cambio de estrategia fue retardado por las presiones políticas que surgieron a raíz del incremento de la lucha de la clase trabajadora durante los últimos años de la década de los 60 y principios de los 70. Recién, con el advenimiento de la dictadura militar de 1976, el gran capital se sentía libre para imponer su nueva política «neoliberal». Las tarifas reducidas y un alto ritmo de intercambio condujeron a la inundación de importaciones, que minaron a cantidad de empresas pequeñas y medianas, y la suma de horas-persona trabajadas en las industrias manufactureras cayó en un 20%.

Ciertos sectores del régimen continuaron, sin embargo, usando el poder del Estado para estimular industrias manejadas por los monopolios y por sectores del Estado: «maquinaria y equipamiento», siderurgia, desarrollo de infraestructura, electricidad y gas, producción de armas y la agricultura aumentaron su nivel de producción entre 1976 y 198028. El Estado, al mando de los militares, percibió los beneficios que se podían obtener de las exportaciones de alimentos —ahora preferentemente a la URSS— como una fuente de recursos que podían permitir la construcción de un poder industrial nacional, además de la compra de armas. De hecho, el Estado fue responsable de más de la mitad de las inversiones durante los años 1976-1978.29 El gran capital creció a expensas del pequeño, y a raíz de la explotación creciente de la clase trabajadora. Y sin embargo, no conseguía la competitividad en el ámbito de los mercados internacionales.

Los teóricos del mercado libre echaban la culpa a los controles estatales todavía existentes y a la supervivencia de las industrias nacionalizadas. La crisis de finales de los 80 fue la oportunidad política de deshacerse de ellas. La situación desesperada que enfrentaba la gente en general significaba que ni la clase trabajadora ni la burguesía media estarían en condiciones de oponer resistencia. Los niveles de vida estaban por los suelos y la inflación alcanzaba cifras inconcebibles. Todas las clases ansiaban una alternativa, fuese ésta cual fuera.

Menem llegó al poder prometiendo crearla. Tuvo un enorme apoyo por parte de la burocracia sindical, así como de la mayoría de los trabajadores, pero también recibió el apoyo de los grandes sectores financieros, desesperados por un nuevo modelo de acumulación. De allí que se encargara la tarea al ex presidente del Banco Central de la República Argentina durante la época de la dictadura, el economista entrenado en la Universidad de Harvard, Domingo Felipe Cavallo. Cavallo tenía la visión mesiánica de convencer de que el neoliberalismo era la respuesta a los problemas del capitalismo argentino.

El autor del milagro neoliberal

Es primavera en Buenos Aires. El Gobierno está vendiendo todo. Grandes carteleras anuncian subastas de oficinas de edificios en la coqueta calle Florida y grandes terrenos en los muelles. Los regimientos militares están siendo desplazados de Buenos Aires para que sus propiedades puedan ser incluidas en la venta. Hasta las jirafas y avestruces y un elefante indio de 48 años, llamado Norma, pertenecen a particulares, ya que los dueños de la City vendieron el zoológico.

El proceso de privatización se extiende más allá de la ciudad. Por primera vez, el Gobierno está abriendo los campos de petróleo a la inversión privada. La infusión de efectivo está terminando con la crisis de la década de las deudas. «En unos pocos meses más, será historia antigua» proclama Domingo Cavallo, ministro de economía argentino. Por eso, los inversionistas están inundando América Latina.

Los cambios de los últimos tres años representan, ni más ni menos, una revolución económica. Su núcleo es la privatización. Mientras el comunismo se viene abajo estruendosamente en Europa, la vieja ortodoxia latinoamericana, centrada en el control estatal de las industrias estratégicas, se esfuma en el silencio. Ahora los latinos, tal como los europeos orientales, inclinan la cabeza ante el mercado privado, y pelean por atraer las inversiones capaces de revitalizar sus economías semidestruidas. Para los banqueros del Primer Mundo, el cambio significa mega ganancias, ya que les permite introducir en América los métodos de financiación, fusión y adquisición del Norte, y acumular fuertes comisiones por esa ayuda.

Ese fue el optimista informe de Business Week en 1991,30 optimismo que no sólo se refería a las ganancias posibles en Argentina, sino también al final del viejo ciclo de crisis y endeudamiento. Lo compartían la mayoría de los medios y los «expertos» en temas económicos y financieros. Seis años más tarde, y a pesar de la breve recesión que golpeaba Argentina tras el efecto «Tequila» de la crisis mexicana de 1994, el entusiasmo seguía sin disminuir. «Soy muy optimista», declaraba el Sr. Walter Molano, director de investigaciones financieras y económicas del SBC Warburg en Nueva York.

«El país está cobrando ahora los beneficios de las reformas emprendidas entre 1991 y 1995, algunas de las cuales tienen un largo período de gestación.» En el año siguiente, el crecimiento debía mantenerse a un mínimo del 6%, agregó.31 El Financial Times, mientras tanto, destacaba «la elasticidad de la economía tras las reformas».32

Las llamadas «reformas» en realidad representaban la implementación masiva de las medidas planteadas por el «Consenso de Washington», definidas en su mayoría por el FMI y el Banco Mundial, a saber: privatización de casi todas las industrias y servicios estatales, acabar con el sistema de pensiones y prestaciones sociales, sustituyéndolo por esquemas privados, rebajar las tarifas sobre las importaciones, fomentar la entrada al país de capitales extranjeros y, para colmo, fijar estrictamente el valor del peso al del dólar (la llamada «paridad») en 1992. A cambio de este paquete de medidas, el FMI aceptaría ayudar al Gobierno argentino a renegociar sus pagos de la deuda externa dentro del marco del Plan Brady para América Latina.

Se suponía que esta estrategia impulsaría la reestructuración industrial, «expulsando» a gente del sector público y de las firmas privadas ineficientes, estimulando a su vez el ingreso de capitales extranjeros que modernizarían la industria argentina y le permitirían, finalmente, competir a nivel internacional. Esto coincidió con el momento en que Argentina establecía un mercado común regional (MERCOSUR) junto con Brasil, Uruguay y Paraguay.

En los círculos financieros internacionales, estas medidas provocaron júbilo. Se esperaban grandes ganancias, al comprar las empresas argentinas a precios muy baratos. Fueron igualmente bien recibidas en sectores clave de la clase dominante argentina, que veía allí la oportunidad de pasar de ser un pez grande en la pequeña laguna argentina a ser un pez mediano en un lago mundial. Hay que reconocer, además, que al menos durante un tiempo, una buena proporción de la clase media baja, así como de la clase trabajadora, también estuvo de acuerdo con esta política. Tal era la desesperación por escapar de la crisis, y tales eran sus ilusiones en un Menem peronista «amigo de los trabajadores».

De hecho, para mucha gente el crecimiento de la economía hasta 1994 efectivamente trajo mejoras, aunque limitadas, en sus condiciones de vida. El salario real promedio empezó a subir de nuevo, rebasando su punto más bajo de 1989.33 Durante dos años creció la cantidad de empleos, al menos en la mayoría de los sectores.34 Los cuentapropistas, la mediana empresa y la clase media, sintieron que había pasado el peligro de una bancarrota inmediata. Las secciones asalariadas de la clase media (para ser más exactos, las secciones mejor pagadas de los trabajadores de oficinas) experimentaron una creciente ventaja económica, en comparación con los trabajadores semicalificados o no calificados.35 La sensación, al menos para algunos, de que las cosas sí podían comenzar a mejorar, fue suficiente para que Menem ganara la elección presidencial de 1994 y para que su partido peronista ganara las elecciones de renovación del Congreso en 1996. Al igual que durante el período del boom de «Thatcher-Lawson» en Gran Bretaña hacia finales de los ochenta, hubo un cambio suficiente en las condiciones de vida de un considerable número de personas como para crear la ilusión de un cambio permanente y hablar de una varita «mágica».

Para 1992, en cambio, la reconversión y la reestructuración de la industria avanzaban a marchas forzadas. En ciertos sectores hubo una destrucción masiva de empleos: aproximadamente uno de cada diez trabajos en manufacturación, y uno de cada cinco en electricidad, agua y gas. El desempleo comenzó a aumentar, alcanzando el 18% entre 1994 y 1995. Y a pesar de una nueva recuperación entre 1995 y 1998, siguió en aumento. Mientras celebraba la «reforma» en 1997, el Financial Times sostenía que:

El crecimiento no se ha traducido en una significativa caída del índice de desempleo, a pesar de que se están creando nuevos empleos. El alto nivel de desocupación resultó ser una de las causas de las crecientes tensiones sociales durante el año.36

Para la masa de trabajadores, entonces, el «milagro» sólo significó que sus salarios permanecieran más o menos estáticos en un nivel bajo, mientras muchos más se enfrentaban con el desempleo a largo plazo. Dado que la compensación por desempleo duraba solamente unos pocos meses, el resultado era que una cantidad cada vez mayor de gente vivía en la extrema pobreza.

Pero el «milagro» tampoco cumplía con las esperanzas históricas de la burguesía argentina. El PIB creció en alrededor del 25%, pero no representaba un regreso a la situación de diez años antes. Las industrias que el capitalismo argentino creó en los cincuenta años previos no fueron capaces de conquistar los mercados mundiales, ni siquiera el mercado regional formado con el MERCOSUR. En cambio, al igual que bajo la Junta, los productos extranjeros inundaban al país, mientras las exportaciones crecían lentamente. Hubo un déficit recurrente en la balanza de pagos.

La infusión de capitales extranjeros y los ingresos recibidos a raíz de la privatización sirvieron para ocultar la brecha y para disimular la debilidad esencial, permitiendo a Cavallo asegurar a los miembros de la clase dirigente que se estaba por producir un despegue dramático. Lo que nunca reconoció era que el capital extranjero que ingresó tan rápidamente en el país podía salir con la misma velocidad, en cuanto sintiera alguna duda acerca de los beneficios a obtener. Y en el ínterin, la deuda externa iba aumentando lentamente.

El choque y el crujido

El momento de la verdad llegó con el impacto, en América Latina, de la crisis asiática de 1997. De repente, tanto financieros como hombres de negocios se empezaron a preocupar por sus inversiones en los «mercados emergentes», supuestamente seguros y rentables —entre ellos los latinoamericanos— y retiraron su dinero. Argentina se encontró empujada hacia la recesión, apenas dos años después de haberse recuperado de los efectos de la recesión asociada con la crisis mexicana de 1994. Los préstamos, de los que dependían tanto el Gobierno como la empresa privada, costaban cada vez más, pues los prestamistas argentinos y extranjeros ahora insistían en añadirles costos extras. Por ejemplo, Joseph Stiglitz, el importante economista despedido después de criticar abiertamente al Banco Mundial señaló:

La crisis de Asia Oriental de 1997, se transformó en una crisis financiera global, aumentando las tasas de interés para todos los mercados emergentes, incluyendo Argentina. El mercado argentino sobrevivió, pero a un elevado precio: un desempleo de dos dígitos. Las altas tasas de interés presionaron al presupuesto nacional. Un promedio del 20% en las tasas determinó que el 9% del Producto Interior Bruto se gastara anualmente en financiar la deuda. El dólar, que se cotizaba igual al peso argentino, aumentó agudamente su valor. Mientras en Brasil, socio de Argentina en el Mercosur, se desvalorizó la moneda y cayeron los salarios y los precios, aun no bajó lo suficiente como para permitir a Argentina competir con eficiencia.37

De hecho, la debilidad histórica del capitalismo argentino frente al brasileño se hizo más patente cuando la devaluación abarató los productos de Brasil, tanto en los mercados internacionales como dentro de Argentina. Ya que las compañías argentinas no conseguían créditos, aseguraron sus ganancias reduciendo la plantilla y recortando los salarios. La producción de autos decreció en un 47% en un año.38 El número de empleados en la industria textil y del calzado llegó a la mitad del que era en 1990.39 Y para colmo, en el año 2000, la crisis económica en los tres centros del capitalismo avanzado mundial (Estados Unidos, la Unión Europea y Japón) comenzó a impactar directamente. El desempleo creció hasta un 20%, y en el sector privado los salarios —ya de por sí bajos— perdieron una quinta parte de su valor.

Los despidos y los recortes salariales exacerbaron la crisis de los sectores comerciales pequeños y medianos. Alrededor de septiembre de 2001, las ventas totales de bienes estaban un 8,4% por debajo de las del año anterior, y las ventas de los «shoppings» habían bajado un 21%.40 Las cifras oficiales mostraban que el 40% de la población ya vivía por debajo de la línea de pobreza. Todo esto representaba una catástrofe económica comparable con la que azotó a países como Alemania y Estados Unidos a principios de los años 30.

En el último trimestre del año, las cosas empeoraron aún más. El país tenía un gran déficit comercial y el Gobierno gastaba más de lo que percibía, ya que cada contracción económica reducía lo aportado por los impuestos (cayeron en un 14% durante el año hasta septiembre de 2001). Sencillamente, no había los suficientes dólares para continuar pagando las cuentas, y sus posiciones políticas impedían que cubrieran este déficit con los dólares de los argentinos ricos, quienes de todas formas ya trasladaban sus depósitos a paraísos extranjeros más seguros. Sólo le quedaba recurrir una y otra vez al FMI, que exigía aún más recortes en el gasto público.

Esto significaba seguir con una política económica que los economistas oficiales ya caracterizaban como el «error» fatal de los años 30, y que desde entonces se había descartado por completo. Cada recorte necesariamente producía la profundización de la recesión, lo que a su vez incrementaba el déficit gubernamental y disminuía sus ingresos.

Pero el FMI insistía, y los gobiernos de los dos partidos principales del país se plegaron.

Las políticas de recesión

El Gobierno de Menem cayó a raíz de una nueva recesión. Las elecciones de 1999 dieron una clara victoria a la Alianza del Partido Radical y a un nuevo bloque electoral, el Frepaso, supuestamente de izquierdas. Pero el nuevo Gobierno siguió las mismas políticas que su predecesor, introduciendo un paquete de recortes en mayo de 2000, y otro un año más tarde. La resistencia popular forzó al Presidente De la Rúa a retirar el paquete de marzo de 2001 y a despedir a su autor, López Murphy. Pero los defensores del neoliberalismo quedaron bien contentos cuando trajo a Cavallo de sustituto. Estaban convencidos de que el retorno de los «forjadores del milagro» sacaría al capitalismo argentino del pozo.

Al cabo de cinco meses, ya se veía que ese poder de realizar milagros no existía. Cavallo se vio obligado a recurrir de nuevo al FMI en busca de más fondos. Aceptó nuevos recortes, más drásticos aún, al presupuesto público y redujo en un 13% los salarios públicos y las jubilaciones, con la bendición de Tony Blair, que hizo un alto en Argentina en camino hacia sus vacaciones en México. Ya estaba claro que no importaba lo que se hiciera: aparte de sembrar la miseria y el hambre a través del país, Cavallo nunca podría poner las cuentas en orden. Según la editorial del londinense Financial Times:

Está claro ahora que los métodos ortodoxos no detendrán el lento descarrilamiento del país. Su producción está cayendo, su situación fiscal está empeorando. Esto mina la confianza, y el resultado es que las tasas de interés sobre los préstamos en dólares están a casi veinte puntos por encima de las que rigen en la economía estadounidense. La única posibilidad, entonces, es que la economía implosione. La única alternativa, lógicamente, parece ser una devaluación combinada con el default. Esto a su vez desencadenará una huida general de capitales y el retorno a la hiperinflación. Es más, si en ese momento se siguen debiendo grandes cantidades en dólares, podrá haber una bancarrota masiva.41

Una semana más tarde, un economista ex jefe del FMI afirmó con un punto de vista heterodoxo de que no había forma de que el Gobierno saldara los déficits de la forma en que lo pretendía el Fondo:

Una valoración realista de las promesas argentinas tiene profundas resonancias para la política internacional. El déficit del sector público será mucho mayor que los 6.000 millones de dólares establecidos como meta por el programa del Fondo Monetario Internacional. Este año el déficit fiscal oscilará entre los 20 y 25.000 millones. La economía está hundida en la recesión, lo que implica que los requisitos financieros del Gobierno para 2002 casi seguramente no puedan ser reducidos por debajo de los 12 a 15.000 millones de dólares.42

Cavallo se negaba a reconocer los hechos. Se resistía a las sugerencias de algunos miembros del FMI acerca de que debía seguir el ejemplo brasileño y devaluar el peso. Mientras tanto, el FMI se negaba a ayudarlo. La administración republicana en Washington no consideraba estratégicamente importante a Argentina. Al contrario, hablaba del «peligro moral» de reducir la deuda argentina. Hasta llegó al extremo de decir que aquéllos que habían tenido la poca visión de prestarle dinero al país deberían aceptar las consecuencias de sus errores. Quizás esta reacción pueda explicarse si tomamos en cuenta que un colapso de la economía argentina dañaría, desproporcionadamente, a las compañías europeas, y especialmente a las españolas, en relación con las norteamericanas.43 Así el FMI dejó muy claro que no liberaría los fondos que le había prometido a Cavallo, a menos que hubiera mayores y más salvajes recortes. Al mismo tiempo, los gobiernos provinciales, incapaces de pagar a sus trabajadores con moneda, recurrían al uso de cupones especiales, supuestamente intercambiables por bienes en ciertos negocios.

Cavallo respondió volcándose en medidas que empobrecieron no solamente a los trabajadores, sino también a un vasto sector de cuentapropistas y profesionales de clase media. Tomó dinero de los fondos de las cajas privatizadas de pensiones para pagar los intereses de la deuda, y luego impuso un cerco (corralito) a todas las cuentas bancarias personales, de tal manera que la gente no pudiera retirar más de 1.000 dólares mensuales. La gente corrió a tratar de retirar el dinero de sus cuentas, y se encontró con cajeros automáticos vacíos y con colas interminables. Luego, el 17 de diciembre, Cavallo introdujo un paquete económico que implicaba recortes de 9.000 millones de dólares.

Según muchos de los medios internacionales, el corralito sólo castigaba a los más acomodados. La verdad es que los ricos hacía tiempo que habían trasladado sus dólares al extranjero. El corralito golpeó a los sectores bajos y medios de la pequeña burguesía nacional: profesionales autónomos, pequeños comerciantes, dueños de tiendas, etc. Estos eran los grupos que guardaban la mayor parte de sus ingresos en el banco, para poder recurrir a los ahorros en los malos momentos de enfermedad, falta de actividad comercial o cuando los demás demoraban en pagar sus cuentas. Ahora de repente quedaban sin ingresos. Además, un gran número de oficinistas y de funcionarios, cuyos salarios se depositaban en cuentas bancarias, sufrieron el mismo proceso. Y muchos de los desocupados manuales dependían de los bancos para su supervivencia, después de haberles sido depositados los pagos de sus indemnizaciones en ellos.

En realidad, lo que Cavallo expresaba con el corralito era que al capitalismo argentino y a su Estado no le importaban ni la llamada clase media ni los trabajadores. Fue el último acto de proletarización. Las clases medias empobrecidas respondieron invadiendo las calles el 19 y 20 de diciembre junto a los desempleados, y derrocaron al Gobierno.

Cacerolazos y piqueteros

El levantamiento del 19 y 20 de diciembre fue «espontáneo», en el sentido de que ninguna organización hizo un llamado a la movilización, y ninguna fuerza política lo dirigió. En esto se parecía al 14 de julio de 1789 y a febrero de 1848 en Francia, febrero de 1917 en Rusia, noviembre de 1918 en Alemania, octubre de 1956 en Hungría, mayo de 1968 en Francia y, más recientemente, a diciembre de 1989 en Rumania, a 1997 en Albania y a 2000 en Serbia. En cada ocasión, la furia de miles de grupos diferentes, con sus propias quejas particulares, se fusionó abruptamente en una fuerza explosiva ante la cual los gobernantes establecidos no pudieron resistir. Algunos de los gobernantes huyeron para salvar sus vidas. Otros se doblegaron ante la fuerza del movimiento de la protesta, pensando en intentar restablecer el control de la situación en una fecha posterior.

Los testigos del levantamiento argentino indican una serie de puntos de partida distintos. Hubo gente hambrienta que se juntó frente a los supermercados exigiendo comida, y que luego se volcaron al saqueo y al ataque de los bancos cuando se la negaron. Hubo gente que comenzó a juntarse en los barrios, golpeando sus cacerolas con furia ante el corralito, y que luego empezó a desplazarse hacia el centro de la ciudad. Hubo jóvenes que corrieron a unirse a la movilización una vez que ya estaba en camino. Estuvieron las Madres de la Plaza de Mayo —mujeres que protestan todos los jueves, por la «desaparición» de sus hijos y maridos durante la guerra sucia de la junta militar. Pero una vez que estos grupos confluyeron, resistiendo a pesar del asesinato de 24 personas en Buenos Aires a manos de la policía (y otras 20 fuera de la capital), y lograron obligar a Cavallo a renunciar y al presidente De la Rúa a huir, cundía la sensación de que el movimiento del cacerolazo había llegado más allá de sus demandas particulares. Fue así que, nueve días después, se encontraban nuevamente en las calles. Esta vez dirigían su rabia contra el sucesor de De la Rúa (Rodríguez Saá), invadiendo el Congreso para forzar su renuncia. Tres semanas más tarde, el periódico Página 12 caracterizaba la nueva ola de protestas como «el espectro que aterra la Casa Rosada».44

Para entonces, las protestas en Buenos Aires ya tenían una forma establecida. Página 12 describía así una típica protesta, con su mezcla de gente de los barrios pobres y habitantes de los barrios acomodados de clase media:

El cacerolazo comenzó en muchos puntos de la ciudad, y fue creciendo en número e intensidad. En el barrio Norte, comenzó en los balcones y en los portales, y en la calle los coches sonaban sus bocinas con entusiasmo. Aún no había cantos ni pancartas, y nadie había bloqueado las calles, pero el volumen del sonido comenzaba a ser ensordecedor. Alrededor de las nueve de la tarde, en el barrio de Belgrano, comenzaron a bajar de los edificios a la calle. Había un grupo golpeando metales y cantando… Otro grupo comenzó a juntarse en Cabildo y Juramento. En San Cristóbal, barrio muy activo en los cacerolazos anteriores, la gente se juntó en San Juan y La Rioja. A la una de la mañana comenzó la concentración frente al Congreso. Primero fueron algunas docenas, luego algunos cientos, y finalmente grupos más grandes arribaron de otros barrios bajando por las calles, hasta bloquearlas completamente. Cuando hubo una masa crítica, se formó una columna que comenzó a bajar hacia Plaza de Mayo.45

El objetivo de los manifestantes era provocar un cambio en la política del Gobierno —o quizás un cambio de Gobierno como lo habían hecho el 20 y 29 de diciembre. Y cuando no obtuvieron un éxito inmediato, los sectores más pobres y jóvenes de la multitud intentaron abrirse camino hacia el edificio del Congreso, lo cual produjo violentos enfrentamientos con la policía.

Esta secuencia de protestas callejeras también caracterizó la Gran Revolución Francesa de 1789-1794. Sus journeés eran días en que los sectores más pobres de París se volcaban en las calles, dirigiéndose hacia los símbolos de poder en el centro de la ciudad. ¡Un levantamiento del siglo XXI estaba adoptando la forma de una revolución arquetípica del siglo XVIII!

Después del primer levantamiento espontáneo exitoso, la gente comenzó a ver la necesidad de organizarse. Muchos sectores de los medios intentaban dar la impresión de que todo había pasado, proclamando que todos se habían ido a las playas (pues era verano). Otros hablaban de una clase media aterrorizada por las muchedumbres de gente pobre invadiendo sus hogares y robando sus pertenencias (recordaba al «gran terror» de la Revolución Francesa). Por otro lado, algunos de los líderes sindicales más poderosos daban su respaldo al Gobierno, y trataban de aislar las protestas. Y la verdad es que se estaba haciendo evidente que era imposible fiarse simplemente de las acciones espontáneas. Había casos de desempleados, así como de pobres hambrientos que atacaban no solamente los supermercados y los negocios de alimentos, sino también a los pequeños negocios y a los pequeños comerciantes callejeros, tan pobres como ellos mismos, lo cual amenazaba con empujar a éstos últimos hacia el lado del Gobierno. La gente joven que llevaba el peso de la lucha contra la policía podía terminar aislada de las masas de manifestantes, lo cual permitiría a los servicios secretos tramar provocaciones con el fin de justificar las medidas represivas. Finalmente, era imprescindible evitar que los líderes peronistas en el Gobierno recurrieran al viejo truco del movilizar masas de «lumpenproletarios» para atacar a manifestantes a cambio de unos 30 o 50 pesos diarios.

La gente comenzó a reunirse en «asambleas populares», tal como informaba uno de los diarios de Buenos Aires, desde una de las partes más pobres de la ciudad:

Los residentes de San Cristóbal dicen: «En las últimas semanas hemos estado oscilando entre la euforia y el temor.» «Hemos hecho cosas que nunca se nos hubieran ocurrido antes, y no sabemos qué nos tocará hacer en el futuro.» Se reunieron en la esquina de La Rioja y San Juan para la protesta contra De la Rúa y marcharon hacia el Congreso. Marcharon nuevamente el día siguiente para denunciar la represión. Hicieron otro cacerolazo cuando la Asamblea Legislativa nombró a Duhalde. El domingo, 150 personas respondieron al llamado de reunirse en la Plaza Martín Fierro y organizar una asamblea espontánea. Ahora se decidieron a formar una organización más estable «al margen de los partidos».

Entre ellos había «un cura, varias amas de casa, dos militantes del Partido Comunista, un militante del Partido Obrero, el dueño de un bar, media docena de desempleados, líderes locales del partido peronista, varios psicólogos sociales, estudiantes universitarios y un grupo de trabajadores del hospital de la zona.» «Estamos levantando una lista de todos los desempleados del barrio», dijo uno. Otro dijo, «estamos tomando medidas de seguridad, pues hubieron desconocidos en el último cacerolazo.» «Estamos convocando a un nuevo cacerolazo contra el incremento de precios.»46

En poco tiempo, empezaron a florecer asambleas en el Gran Buenos Aires, y en docenas de centros provinciales. Un informe del diario francés Liberation da una impresión del ambiente que reinaba en una asamblea de un barrio acomodado.

Son las 11 de la noche en la esquina de Cabildo y Congreso. Con un megáfono en sus manos, un hombre trata de imponer un poco de orden. «Vamos a proceder a votar las ideas formuladas esta tarde» —no pago de la deuda externa y una investigación sobre su legitimidad, nacionalización de los bancos, revisión de los contratos de las empresas extranjeras que administran los servicios públicos, cuyo comportamiento abusivo ha exasperado a todos. Este lunes el mitin ha durado tres horas ya. Han hablado veinte personas. Un coordinador trató de limitar las exposiciones a dos minutos, pero la mayoría excedió el tiempo. No pertenecen a ningún partido. Vinieron con una simple pancarta que detuvo el tráfico y decía «Asamblea Popular del Barrio Belgrano».

Durante un mes esta escena se repetía cada tarde, de lunes a sábado, en cada barrio de la ciudad. Y el domingo, participan alrededor de 5.000 personas en el Parque Centenario de la Asamblea madre de todas las asambleas, que atrae a gente de toda la ciudad. De estas asambleas populares nació el primer cacerolazo a escala nacional, que llevó a decenas de miles de personas a las calles de todas las grandes ciudades.47

Un periodista del diario mexicano de izquierda La jornada, pinta un cuadro similar:

Docenas de asambleas barriales están funcionando, producto auténtico de la organización popular que surgió de la rebelión de las cacerolas. Están exigiendo que se diga la verdad sobre la situación y se castigue a los culpables, mientras crece la furia y el enojo contra los bancos extranjeros y la privatización. En estas asambleas se está hablando hoy en día de «10.000 millones que las compañías Edenor y Edesur de electricidad se han robado, y de 800 a 1.000 millones de dólares de beneficios que acumulan cada año las compañías telefónicas.»48

Un participante en las amplias asambleas ciudadanas en el Parque Centenario, comenta:

«Había ahí alrededor de 6.000 personas, de más o menos 80 comités barriales de la ciudad y de los suburbios, incluyendo a los piqueteros. Las consignas reflejaban la madurez de las demandas de las diferentes asambleas, y la necesidad de construir mayores canales del sentimiento popular, independientes de los aparatos de los partidos políticos.»49

Las demandas incluían el no pago de la deuda externa; la nacionalización de las empresas privatizadas bajo el control de los trabajadores y de los comités barriales; el castigo de los responsables por la represión del 19 y 20 de diciembre, así como del 25 de enero; la creación de comités de seguridad, tanto a nivel de los barrios como a nivel de la ciudad, con el objeto de evitar provocaciones policiales en las asambleas y manifestaciones; el apoyo a los desempleados piqueteros; la organización de un congreso nacional de piqueteros y asambleas populares; el apoyo a las luchas de los trabajadores ferroviarios, de la telefonía y las textiles; y el repudio al comportamiento de los burócratas sindicales por no apoyar estas luchas.

Encuentros similares tuvieron lugar en numerosas ciudades provinciales, tanto grandes como pequeñas —en Córdoba, Neuquén, en las pequeñas ciudades tucumanas, en Mercedes, en La Plata, en Olavarría, para nombrar sólo algunas.50 Y en cada caso, no fueron meras charlas banales las que se dieron en ellas. Sus debates abarcaron tanto reivindicaciones locales —pidiendo medicinas para las farmacias de las zonas, apoyando a los trabajadores que luchaban por conservar sus puestos de trabajo, yendo a los supermercados para pedir comida, dirigiéndose a los bancos para insistir en el pago a término de los empleados públicos, protestando contra las medidas represivas…—, como planteos más estratégicos como la demanda de renacionalización de las empresas privatizadas, acciones contra los bancos y la oposición al corralito financiero.

Los comités vecinales y las asambleas populares expresaban la necesidad por parte de quienes venían de derribar presidentes, de encontrar una forma de organización que reflejase sus necesidades. Son la forma en que las masas dieron forma al repudio del viejo orden. En este sentido se parecen a las formas características de autoorganización de masas que surgieron en las grandes luchas de la clase trabajadora a lo largo del siglo XX —los consejos obreros o soviets. Pero también presentan diferencias muy importantes con relación a éstas.

Primero, las asambleas populares todavía no son cuerpos de delegados. La gente que acude a ellas se representa a ella misma, sin tener conexión orgánica alguna con algún grupo capaz de revocar su mandato si deja de representarlo. Segundo, reúnen a personas de distintas extracciones sociales, como lo demuestra el hecho de que hay comités barriales tanto en los barrios más prósperos de Buenos Aires de Belgrano y Palermo Chico, como en áreas donde se asientan sectores de la clase trabajadora y de la pequeña burguesía empobrecida.

Finalmente, las asambleas populares no se han arraigado en los lugares de trabajo donde millones de argentinos todavía concentran sus actividades cotidianas. Son principalmente agrupamientos de individuos de las localidades y de las numerosas organizaciones piqueteras de trabajadores desempleados. Algunos informes nos hablan de que en algunas asambleas es importante la presencia de activistas desempleados formados al calor de las pasadas luchas industriales —los carteles de la CCC, Corriente Clasista y Combativa, sobresalen en varias de las protestas. Pero esto no las convierte en la expresión orgánica de la clase trabajadora argentina, con su larga historia de militancia y lucha. Están, de hecho, más cerca de las secciones (les sections, en francés) —los encuentros masivos nocturnos de los distritos— de la Revolución Francesa, que de los consejos de trabajadores de 1905 y 1917 en Rusia, de los de noviembre de 1918 en Alemania o de los de octubre y noviembre de 1956 en Hungría.

Hay otro rasgo común que comparten asambleas populares y cacerolazos. Aunque las demandas que levantan desafían la estructura del capitalismo argentino, su lenguaje no es anticapitalista, y mucho menos socialista. Al contrario, en muchos casos se centra, por un lado en la corrupción de la élite política —aquellas figuras más importantes de los dos principales partidos políticos, la corte suprema, los generales— y por otro en el rol pernicioso del capital extranjero en las privatizaciones. Su lenguaje es nacionalista, el estandarte más corriente es la bandera nacional, y el cántico que más se entona es el del Himno nacional.

Para entender estas características, debemos remontarnos al desarrollo histórico del movimiento de la clase trabajadora argentina.

El peronismo y los sindicatos

El peronismo dominó el movimiento de la clase trabajadora argentina durante más de medio siglo, desde 1945 en adelante, tal como el laborismo lo hizo con la clase trabajadora británica. No siempre fue así. En la época de la Semana Trágica de 1919 existían corrientes anarquistas, reformistas y anarcosindicalistas muy poderosas, y desde comienzos de los años 20 hasta 1940 el comunismo fue una fuerza significativa. Pero desde entonces, el peronismo lo dominó todo.

Juan Domingo Perón estuvo influido por las ideas «corporativistas» del fascismo italiano (vivió dos años en la Italia de Mussolini y estuvo exiliado en la España franquista de los años 60). El movimiento que construyó, en cambio, no era en ningún sentido fascista. En los años 1943-1945 logró articular un programa que apelaría igualmente a sectores obreros, burgueses y partes del aparato estatal. Transfirió recursos del sector agrario hacia el sector industrial, para la construcción de industrias que abastecieran un mercado nacional protegido, al mismo tiempo que concedía muchas de las reivindicaciones de la clase trabajadora militante. Y todo esto lo representaba como una lucha de «la nación argentina» contra una «oligarquía» parasitaria ligada al «imperialismo». Esto le permitió arrancar a la burocracia sindical de las manos de sus antiguos dirigentes socialistas o comunistas, ya sea comprándolos, ya sea imponiendo a su propia gente en su lugar, con el apoyo de los trabajadores.

La fórmula estaba en pleno proceso de desgaste cuando los militares voltearon a Perón en 1955, y el nivel de vida de la clase trabajadora ya caía. Sin embargo, los ataques a las organizaciones obreras realizados por los sucesivos gobiernos no peronistas, durante los 17 años siguientes, sólo sirvieron para reforzar su hegemonía. Comparado con lo que siguió, la épica peronista se convirtió en una edad de oro, y fue posible mantener la imagen del peronismo como una fuerza política de la clase, porque durante esos 17 años en que fue proscrito, la burocracia sindical fue el eje del peronismo organizado. Para la gran mayoría de los trabajadores argentinos, en esos años peronismo y movimiento obrero eran una sola cosa, y la mayoría de sus luchas contra los sucesivos gobiernos militares y civiles se libraron bajo la bandera peronista.

En realidad, el peronismo seguía siendo, sin embargo, una alianza de clases dominada por los intereses de una fracción del capitalismo argentino. Políticamente representaba a una burguesía media, beneficiaria de las medidas proteccionistas del mercado, a los burócratas que controlaban las nuevas industrias y los bancos estatales y a la burocracia sindical —capa social corrupta desde sus orígenes, que muchas veces sacaba mucho provecho de los vínculos con el resto de los elementos que conformaban el peronismo. Aun así, tenía que pelear por mantener su posición, así que su comportamiento no era estrictamente burocrático. A veces, inclusive, veía la necesidad de provocar acciones, cuidadosamente controladas pero muy combativas —y a veces muy violentas— para reafirmar sus propios intereses y para mantener el apoyo de los trabajadores. En algunos aspectos se parecía más a un sindicato corrupto de Estados Unidos, como los Teamsters durante el reinado de Jimmy Hoffa, que a la confederación sindical británica (TUC), excepto porque ésta tenía un papel mucho más central en las políticas burguesas establecidas.

El segundo período de Gobierno peronista, a partir de 1973, casi destruyó al movimiento político. Una nueva generación de estudiantes y trabajadores jóvenes interpretaron el peronismo basándose en su manera revolucionaria durante la dictadura, ferozmente represiva, de Juan Carlos Onganía de finales de los 60. Identificaron el nacionalismo de Perón con el proceso de la revolución cubana, el Che Guevara y la lucha por la liberación de Vietnam, e interpretaron la lucha de los trabajadores argentinos como parte de una lucha de liberación nacional contra el imperialismo (y eso a pesar de que la burguesía argentina había disfrutado de su independencia nacional desde hacía tiempo, no existían bases extranjeras en el país, y sólo una pequeña porción del capital estaba en manos extranjeras). Esto llevó a la fracción izquierdista armada de la juventud peronista, los Montoneros, a hacer valer su peso en el apoyo a huelgas, ocupaciones y luchas con las fuerzas del Estado. Una vez que el peronismo retomó el poder, en cambio, su sector burgués junto con los caciques políticos ligados al aparato del partido buscaron las formas de reprimir al movimiento de los trabajadores y de la izquierda. Para 1974-1975 José López Rega, ministro que tuvo un papel clave en el Gobierno de Isabel Perón, organizaba bandas armadas (la AAA, Alianza Anticomunista Argentina) con el objetivo de asesinar a militantes sindicales y de izquierda, incluidos aquellos que, formalmente, estaban todavía dentro del peronismo. La burocracia sindical se encontraba en una situación ambigua, por un lado aprobaba los ataques a la izquierda, por otro para mantener su hegemonía sobre la clase obrera —y su poder de negociación con las clases dominantes— necesitaba hacer de vez en cuando gestos de combatividad (por ejemplo, convocar la primera huelga general contra un Gobierno peronista en 1975).

La crisis del peronismo permitió que otras fuerzas comenzaran a tener impacto. Corrientes «clasistas» que movilizaban directamente a la clase trabajadora descartando las alianzas con «burgueses patrióticos» ganaron peso en «nuevas» industrias como las de Córdoba. Los maoístas desarrollaron su influencia en algunos sindicatos locales. Una organización trotskista que había entrado en el peronismo rompió con él, llevándose a varios miles de militantes, antes de dividirse ella misma entre un ala guevarista, el PRT-ERP, enfocado en la guerra de guerrillas, que tenía bastante influencia en lugares como Córdoba, y un partido rival, el PST, orientado a trabajar dentro de los sindicatos.51

Aún así, la influencia del peronismo persistió. Era, desde luego, la expresión principal del reformismo en Argentina, aunque fuera un reformismo distinto de la socialdemocracia europea. Los trabajadores, a falta de la confianza suficiente para afrontar y derrotar al capitalismo a través de sus propios esfuerzos, esperaban que los peronistas lograran algunos avances aún dentro del sistema. No rompieron esos lazos hasta encontrar una fuerza política revolucionaria capaz de llevarles hacia nuevas victorias, aunque fueran limitadas o parciales. De ahí la paradoja. Las mismas derrotas de las que la dirección peronista era responsable llevaron a una pérdida de confianza en parte de los trabajadores, la que a su vez creó una nueva dependencia de esa misma dirección.

El asalto violento contra la izquierda ayudó a la burocracia peronista tras el golpe de 1976. Los cuadros sindicales de base quedaron completamente diezmados —se calcula que entre 10.000 y 30.000 activistas sindicales fueron asesinados durante la dictadura militar. La burocracia sindical peronista permaneció más o menos intacta, manteniendo sus contactos con los generales más influyentes. De ahí que pudiera hacer acto de presencia a nivel nacional y organizar una huelga general de un día que reconociera, al menos en parte, la amargura y el sufrimiento de las grandes mayorías de trabajadores.

Caída la junta militar, las listas opositoras ganaron las elecciones en algunos sindicatos. Sin embargo, la influencia de las ideas peronistas sobre la totalidad de la clase trabajadora seguía siendo lo suficientemente fuerte, al final de la década de los 80, como para que la gente viera la elección de Menem, en 1989, como un triunfo. Según informa un estudio sobre la lucha de los trabajadores en los astilleros de Buenos Aires:

En aquel momento, la gran mayoría de los trabajadores creía que el peronismo en el poder significaría un retorno a la época en que los trabajadores recibían el 47% del Producto Interior Bruto, tenían un trabajo seguro y un salario que les permitía sobrevivir… En los astilleros, ni siquiera los sectores más combativos perdieron sus ilusiones en los partidos burgueses, en la burocracia sindical, y en las leyes y la justicia de los empresarios.52

Estas ilusiones permitieron a Menem y Cavallo impulsar la privatización y la reestructuración sin que hubiera una resistencia coordinada. Hubo algunas explosiones de descontento, hubieron huelgas y ocupaciones contra cierres de fábricas y despidos. Pero en general estos estallidos quedaron aislados, y casi siempre les siguió la derrota y la desmoralización. Por otro lado, se presionaba constantemente a los trabajadores para que trabajaran en forma cada vez más intensa ante las amenazas descaradas, por parte de los administradores, de cerrar las plantas si no lo hacían. En estas circunstancias, los pagos por despido resultaron una tentación para los trabajadores, pues veían poca esperanza de salvar su trabajo a través de la resistencia colectiva.

En los combativos Astilleros de Río Santiago, por ejemplo, miles de trabajadores terminaron aceptando los despidos voluntarios en 1991. Un activista reconoce «los retiros voluntarios fueron una tentación para todos, incluso para mí.»53 El historiador marxista del movimiento obrero argentino, Pablo Pozzi, lo explica así: «incapaces de encontrar otro empleo, los trabajadores despedidos pusieron pequeños negocios como quioscos de diarios, verdulerías, almacenes… Entre 1988 y 1994, el número de taxis en Buenos Aires aumentó de 36.000 a 55.000.»54

Aquellos trabajadores que conservaron sus empleos se volvieron cada vez más dependientes de la mínima protección que les daba su filiación sindical. Sin la confianza para luchar directamente, tuvieron que fiarse de las burocracias sindicales. Aún cuando terminara en el despido, más valía una separación negociada por los burócratas sindicales, por muy pobre que fuera el pago, que un despido impuesto por el empresario sin discusión alguna. Algunos dirigentes sindicales se sintieron obligados a distanciarse del Gobierno y a separarse de la principal sede sindical, CGT. Pero esto no era lo mismo que dar una dirección combativa a las peleas de masas.

Aún cuando los trabajadores finalmente perdieron la fe en Menem, a mitad de la década de los 90, muchos seguían confiando en su ex vicepresidente Duhalde, ahora gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Él a su vez aprovechó su posición para distanciarse del Gobierno central, «creando ilusiones en la inmensa mayoría de los trabajadores de los astilleros»,55 por poner un ejemplo. Con esto, Duhalde estaba tratando de crear su propio aparato político peronista aparte de los sindicatos, mediante «una red provincial de vecindarios estructurada alrededor de las manzaneras (mujeres jefas de manzanas). Ellas sirvieron como conductos para la ayuda estatal y como fuente distribuidora de los favores políticos… Además de ser un elemento de control sobre el vecindario y mecanismo de movilización política.»56 Se informa que la influencia de Duhalde en los sectores más pobres de la ciudad era suficiente para movilizar a grupos de lumpen, pagándoles, para que se manifestaran primero contra el Gobierno de De la Rúa, y luego contra la izquierda, en beneficio del gobernador.

La amarga experiencia de la década de los 90 puso en jaque el dominio del peronismo sobre los trabajadores organizados. Al final de la década existían tres federaciones sindicales rivales —la CGT oficial, firmemente en manos de los burócratas al viejo estilo, una disidente CGT-combatiente, apartada un poco del peronismo oficial, y la CTA, inclinada, al menos verbalmente, hacia la izquierda. Pero los métodos de las tres federaciones rivales no se distinguían fundamentalmente de los de la CGT oficial. Convocaban huelgas ocasionales para presionar a los empresarios o al Gobierno, pero no levantaban una resistencia real o sostenida en defensa de sus miembros. En 1997 la CTA fue capaz de movilizar a alrededor del 40% de los trabajadores del país en una huelga general. El ambiente que se creó obligó a la CGT a que al poco tiempo llamara a una acción parecida contra el Gobierno de Menem. Pero los líderes de la CTA siempre consideraron que su papel principal era el de presionar a los que estaban en el poder. De ahí que hicieran campaña electoral a favor de la coalición burguesa Radicales-Frepaso.57

Los acontecimientos del mes de diciembre de 2001 dejaron manifiestas las limitaciones de todas las federaciones sindicales. El día 13 hubo una huelga general, pero los sindicatos no hicieron nada durante los días posteriores a la huelga. De ahí la ausencia de los trabajadores como fuerza organizada durante las acciones del 19 y 20. Cuando la CTA anunció una huelga general para el día 21, la administración de De la Rúa ya estaba agonizando el 20 de diciembre —y de hecho se retiró la llamada en cuanto cayó el Gobierno. En los siguientes días, en vez de tomar la dirección de la oposición al Gobierno entre las grandes mayorías, los líderes de la CGT prefirieron reunirse con Rodríguez Saá, y darle su beneplácito, declarándolo, como ellos, «peronista de la vieja guardia vieja».

Desde entonces la CTA ha apoyado algunas protestas, como también lo han hecho algunos sindicatos a nivel local. Las dos centrales más importantes, sin embargo, se mantuvieron al margen de las protestas, intentando así mantener separados a los millones de trabajadores que todavía tenían trabajo, por precario que fuera, del movimiento que llenaba las calles y los barrios.

La década amarga

El alzamiento fue espontáneo, sería absurdo decir otra cosa.58 Pero esto no significa que no hayan habido corrientes de oposición que de una u otra manera prepararon el terreno. Las enconadas luchas de los trabajadores contra los cierres y los despidos forzosos durante toda la década de los 90 acabaron en su mayoría en derrota, pero mantuvieron vivo un espíritu de resistencia ante el cual, hasta los neoliberales más duros del Gobierno de Menem, tuvieron que hacer concesiones. Las huelgas generales de un día programadas por la burocracia sindical tenían normalmente un carácter casi ritual, sin piquetes ni manifestaciones. Pero al menos pararon en seco a amplios sectores de la industria y el transporte, demostrando que sí existía un poder capaz de paralizar al país entero. También obligaron a los neoliberales a abandonar algunas de sus medidas (Cavallo, por ejemplo, tuvo que dimitir en 1996 ante la renuencia de los trabajadores a aceptar sus recortes de salarios y asignaciones familiares).59 Los que descartan o menosprecian estas huelgas ignoran el hecho de que, a pesar de su carácter pasivo, pusieron de manifiesto el poder potencial de los trabajadores.60

De todas maneras otras formas de lucha empezaron a desarrollarse, junto a las acciones más «viejas». Durante la crisis económica de 1989, por ejemplo, se vieron las primeras insurrecciones espontáneas:

En 1989 los habitantes de la provincia patagónica de Chubut, se movilizaron durante una semana para deshacerse de un gobernador. Más tarde, en junio de ese año, miles de personas en Buenos Aires y Rosario se insurreccionaron, saqueando supermercados y almacenes. Durante los dos años posteriores vecinos de diferentes ciudades y pueblos se volcaron a las calles en diversas oportunidades… En 1993 las manifestaciones se tornaron más violentas. La gente atacó (y quemó) la casa de Gobierno en una provincia del noroeste, Santiago del Estero, lo mismo que en Jujuy, La Rioja, Chaco, Tucumán y Corrientes. La principal característica de estas insurrecciones era la impredecibilidad, el hecho de que surgían rápidamente, rara vez duraban más de un día y nunca arrojaban formas de organización más duraderas. En cierto sentido, eran más una forma de catarsis de la rabia acumulada y la frustración que una nueva forma de lucha. Aunque violentas y penetrantes, eran fáciles de controlar. En cada caso los gobiernos intentaron ignorar el levantamiento, esperando que amainaran solos. Cuando no ocurría así, recurrían a la represión de las fuerzas de seguridad.61

A principios de los noventa, estos levantamientos locales eran de corta duración y aislados unos de otros. Tampoco conducían a formas de organización permanente. Pero esto comenzó a cambiar a partir de 1996. Una serie de luchas en la provincia de Neuquén, en la Patagonia, fueron sintomáticas de una nueva tendencia.

Cutral Có y Plaza Huincul son dos ciudades en la provincia del norte patagónico, de Neuquén, con alrededor de 55.000 habitantes… construidas y desarrolladas alrededor de la industria del petróleo. YPF (la empresa petrolera estatal), fue privatizada entre 1994 y 1995, proceso que dejó a más del 80% de sus empleados cesantes. En 1996, las ciudades y pueblos tenían un promedio de desempleo del 35,7%, y 23.500 personas estaban por debajo de la línea de pobreza. En junio de 1996, el gobernador local no firmó un acuerdo con una corporación canadiense para establecer una planta de fertilizantes en la zona, y la población local salió a las calles. Los comerciantes cerraron sus puertas, y en ambas localidades se levantaron barricadas construidas por unos 5.000 residentes. Las personas que manejaron las barricadas fueron conocidas como «piqueteros». Las fuerzas de seguridad sitiaron a la población atrincherada.62

Después de una semana de negociaciones con un comité de pobladores, y en base a los subsidios prometidos para las familias más pobres, el gobernador de la provincia logró llevar a término el levantamiento. Pero la lucha estalló nuevamente nueve meses más tarde durante una huelga de maestros contra los despidos y los recortes salariales. Las rutas cercanas fueron bloqueadas, hubo choques entre la policía y jóvenes armados con palos y hondas durante los cuales murió una mujer a manos de la policía.

Durante el mismo período se realizaron protestas y enfrentamientos en Tartagal y Jujuy en el noroeste, y en La Plata y Buenos Aires en la costa: «las carreteras nacionales fueron bloqueadas por piquetes, los estudiantes se manifestaban y se enfrentaban con la policía, los trabajadores y campesinos se lanzaban a la huelga. Los levantamientos tuvieron impacto en la imaginación popular… Cada nuevo conflicto despertaba otros, y las nuevas formas de lucha se propagaban de un lugar a otro.»63 Y lo que es más, surgían formas de organizar la lucha completamente originales. Lo típico era que la llevara adelante una asamblea popular, reuniones de masas en las que participaban todos los que estuvieran participando de las actividades. Esto era muy diferente a las cadenas de mando burocratizadas tan características de los sindicatos de las tres federaciones nacionales.

Entre 1997 y 1998, hubo una pequeña pausa en el desarrollo de las luchas, mientras la gente esperaba para ver si mejoraba su situación a raíz de las elecciones. El desengaño rápidamente la condujo a levantamientos a una escala aún mayor. Surgieron importantes movimientos en las ciudades de Neuquén, General Mosconi, La Esperanza, Jujuy, Cipoleti, Bahía Blanca y Comodoro Rivadavia. En Tartagal, cerca de Salta, en el lejano noroeste, la población asaltó la comisaría.64 En la segunda parte del año 2000 el movimiento de los desocupados coincidió, por primera vez, con una movilización masiva de trabajadores empleados. En La Matanza, suburbio de Buenos Aires, mil piqueteros desempleados bloquearon una autopista importante durante una semana. El barrio contaba con 2 millones de habitantes y en los años 70 había tenido lugar la mayor concentración industrial del país. Una segunda oleada de lucha en Tartagal unió a los desempleados y a los trabajadores del transporte al bloquear las rutas. Cuando la policía mató a balazos a un manifestante, la gente ocupó la comisaría, secuestró a los oficiales de la policía y se apoderó de sus armas.65

Los distintos movimientos se juntaron nuevamente, en mayor escala, en marzo del año siguiente, para marzo de 2001 durante la manifestación popular que condujo a la renuncia de López Murphy de su cargo en el Gobierno y a su reemplazo por Cavallo. Los recortes masivos anunciados en el presupuesto de educación condujeron a una ola de luchas por parte de los estudiantes (aunque todavía bajo la dirección del ala juvenil del Partido Radical, el partido gobernante en ese momento), a una huelga de 48 horas de los maestros, a una marcha de organizaciones de desempleados sobre Buenos Aires, y luego a una huelga general de 24 horas convocada por las tres federaciones sindicales. «Las huelgas, la ocupación de las universidades, el descontento general, crearon una situación muy difícil para el Gobierno», escribió el editorialista Pasquín Durán en el periódico Página 12, «pues cualquier opción económica tendría que tomar en cuenta un hecho esencial —la sociedad había dicho «¡Basta!»… Por primera vez en mucho tiempo, los políticos temían más a la desobediencia civil que a los mercados.»66

El movimiento de desempleados continuó creciendo de mayo a agosto de 2001 con dos conferencias nacionales de organizaciones de piqueteros y el bloqueo de las 300 rutas mayores por decenas de miles de piqueteros. Los enfrentamientos con la policía dejaron un saldo de cinco piqueteros muertos.67 Analizando la crisis de marzo, el marxista argentino Roberto Sáenz acotaba muy correctamente:

Podemos decir que ha comenzado un nuevo ciclo de lucha que tiene rasgos muy diferentes a los que prevalecían en las luchas de la década pasada. Todo se cuestiona. La población está en un debate permanente… en las capas populares está surgiendo una nueva vanguardia que está comenzando a desarrollar ciertas características en común, sobre todo dentro del movimiento de desempleados, pero también entre los sectores ocupados… los nuevos movimientos están surgiendo en general al margen de las viejas y tradicionales organizaciones sindicales, con democracia directa desde abajo y con nuevos líderes.68

Las nuevas fuerzas y las nuevas formas de lucha ya en marzo del año pasado ponían de manifiesto su capacidad para sacudir la sociedad hasta sus raíces —y esto en una época en la que la clase dirigente estaba dividida respecto a qué conducta adoptar ante la aguda crisis financiera de la industria argentina y del mismo Estado. En este sentido, quienes en la izquierda marxista hablaban de desarrollo de una situación potencialmente revolucionaria (o «prerrevolucionaria») estaban en lo cierto.

Esto no significa, sin embargo, que estas nuevas direcciones necesariamente tuvieran una conciencia revolucionaria. Las distintas personas involucradas aportaban cada una sus propias concepciones sobre cómo luchar y sus distintas expectativas de lo que se podía lograr. Esto quedó demostrado en la precoz lucha de la provincia de Neuquén. Los jóvenes militantes que se enfrentaron físicamente con la policía se enfurecieron cuando los principales líderes locales llegaron a un acuerdo con el gobernador a cambio de unos pocos puestos de trabajo y subsidios para los más necesitados. En La Matanza, se repitieron las mismas divisiones. Al cabo de una semana de bloqueos sus líderes acordaron levantarlos a cambio de planes de trabajo en obras para 7.500 de los cientos de miles de desempleados que existían en la zona. Una minoría de manifestantes se opuso, pero les faltaba la confianza para desafiar a la dirección del momento.69

El hecho de estar sin empleo no significa que la persona descarte la búsqueda de soluciones dentro del marco del sistema existente. La mayoría de la gente se unió a las protestas para expresar la urgencia de su situación material inmediata. Las tendencias mayoritarias hacia el interior del movimiento piquetero, por ejemplo, se enfocaban en formas de presionar al Gobierno para que concediera mejoras —como los «planes de trabajo»— y no en la lejana posibilidad de una revolución social. Así fue, por ejemplo, en el caso de las principales fuerzas metidas en la lucha de La Matanza —el Movimiento Tierra y Vivienda (integrante de la CTA) y la Corriente Clasista y Combativa— tanto como de los que dominaron los encuentros nacionales de piqueteros en el verano de 2001. La reivindicación de «planes de trabajo», al final de cuentas, podría hasta servir al Gobierno, ya que le sería fácil prometerlos para luego echar marcha atrás pasadas las protestas inmediatas. Por otro lado, igual podría implementar esquemas parecidos con el fin de incorporar a algunos de los activistas desempleados a sus redes clientilistas. Un crítico señaló que «el clientelismo político creado alrededor del pago miserable que se va a obtener por cortar el pasto o pintar los cordones de las veredas, beneficia más que nada a los jefes de los partidos políticos que negocian con el hambre y la pobreza de los desempleados.»70 Todo esto significa que sería equivocado idealizar a los movimientos de desempleados, representándolos como los «auténticos revolucionarios» a diferencia de los trabajadores empleados en sus lugares de trabajo.

Los medios y los partidos principales efectivamente crearon prejuicios contra los desempleados entre aquellos que tienen trabajo, acusándolos de vagos y sin interés en trabajar. En cambio los movimientos de 2000-2001 mostraron la posibilidad de unir a los movimientos de desempleados con los sectores más militantes de los trabajadores empleados. Por ejemplo, los trabajadores despedidos de un frigorífico y ex militantes sindicales desempeñaron un papel muy importante en la organización de las protestas de La Matanza. Y los trabajadores de importantes empresas enviaron delegaciones con ayuda material para los piqueteros.71

A pesar de la escalada de luchas durante el año pasado, ni los empleados ni los desocupados rompieron aún con la idea de que sus demandas podían ser satisfechas dentro del actual sistema. Educados en este sistema y sin conocer otro, lo ven como el orden natural de las cosas, al mismo tiempo que sus propias luchas iban directamente en contra de los intereses del régimen imperante. Para decirlo de otra manera, en la práctica exigían una cosa, pero la concebían de una manera muy distinta en el marco de las viejas ideas que todavía imperaban en sus cabezas. Esta «conciencia contradictoria» (la frase es de Gramsci) siempre impulsaba hacia el reformismo. No es de extrañar que aparezcan nuevas versiones de reformismo de izquierda justo en el momento en que las luchas se van acumulando. En los sondeos, por ejemplo, ganaba popularidad cada vez más la parlamentaria Elisa Carrió, ex miembro del Partido Radical que se había pasado a la oposición al Gobierno de De la Rúa. Y aún algunas de las organizaciones más combativas entre los piqueteros, parecen interesadas en buscar una alianza con sectores supuestamente antineoliberales del capital «nacional» y «productivo».

A pesar del éxito de los movimientos populares en la calle, la gente no dejó de buscar opciones reformistas. En todo levantamiento revolucionario existe una doble tendencia. Los más combativos del pasado empiezan a moverse más hacia la izquierda hasta empezar a romper con las antiguas fórmulas reformistas. Por otro lado, millones de personas entran en acción por primera vez, y la tendencia entre estos sectores es de identificarse con destacadas figuras políticas que parecen ser las más radicales sin llegar al «irrealismo» revolucionario. En la Revolución Rusa de 1917, la abrumadora mayoría de soviets, inmediatamente después de la revolución de febrero, respaldó al Gobierno provisional. En la Revolución Alemana de 1918-1919, la masa de trabajadores y soldados inicialmente puso su fe en los socialdemócratas, y no en los Spartakusbund de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. En la Revolución Portuguesa de 1974-1975, la mayoría de trabajadores apoyó al Partido Comunista o al aún más reformista Partido Socialista, y sólo una pequeña minoría al movimiento revolucionario de izquierdas.

La izquierda revolucionaria

James Petras, en un artículo de amplia difusión, ha proclamado que la izquierda revolucionaria no se veía por ningún lado en los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre.72 Afortunadamente esta afirmación no es enteramente cierta. Algunos sectores de la izquierda revolucionaria estuvieron presentes esos días73 y desde entonces se han dedicado al intento de construir e influenciar los comités populares.74 Lo que sí es cierto, sin embargo, es que la izquierda argentina es pequeña, está escindida en varios grupos, y que no está en condiciones para incidir en un levantamiento de masas espontáneo.

No siempre fue así. La represión de la dictadura estuvo, desproporcionadamente, dirigida contra la izquierda. Murieron un gran número de activistas, y muchos más acabaron en el exilio. Aun así, siguió siendo una fuerza importante hasta finales de los 80. La organización trotskista el MAS, formada en 1983 al fusionarse el antiguo PST con varios grupos socialistas, tenía en ese entonces varios miles de militantes, y otro grupo, el Partido Obrero, parecía tener bastante peso también. Pero a finales de la década, los años de derrota del movimiento obrero llegaron a surtir sus efectos. Su trayectoria no era muy diferente a la de los partidos de izquierdas europeos. Pablo Pozzi dice:

Aunque la izquierda organizada creció significativamente entre 1983 y 1986, fue herida por la represión entre 1976 y 1983, el colapso de la Unión Soviética, y la situación internacional. La desaparición sin ni tan siquiera un gemido de la URSS, desmoralizó a muchos activistas, incluso a aquellos que a través de los años habían criticado al estalinismo… Mucha gente sacó la conclusión de que el socialismo ya no estaba más a la orden del día, si es que alguna vez lo había estado. Esto abrió varios caminos posibilistas y nuevos, entre ellos nuevas variantes socialdemócratas. De repente el camino al socialismo ya no pasaba por la revolución, sino por un incremento de los espacios democráticos disponibles, conquistados a raíz de la participación electoral.

Después de 1983, la mayoría de las organizaciones de izquierdas se lanzaron a la actividad electoral, a la espera de elegir algunos legisladores. Muchos grupos de izquierdas gastaron sus recursos escasos y agotaron a sus activistas en elecciones, separándolos del trabajo de masas. Se gastó un gran caudal de energía en formar alianzas electorales y se hicieron esfuerzos para aparecer como aceptables ante la prensa y el votante común. El MAS tuvo éxito al lograr la elección un diputado nacional, un intendente local y un diputado provincial, pero el coste fue alto… Surgió en el partido la noción de que la participación en las luchas de masas ponía en peligro los futuros avances electorales, al enajenar a las clases medias.75

Al final, el MAS se escindió en varias partes, una de los cuales —la que se quedó con el nombre— regresó a una perspectiva revolucionaria que hablaba de «socialismo o barbarie» y «socialismo desde abajo». El Partido Obrero, también de importante tamaño en la década de los 80, sigue en pie. También existen otras escisiones del viejo MAS, como el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST), el más pequeño y recientemente formado Partido de los Trabajadores por el Socialismo (PTS), y el supuestamente maoísta Partido Comunista Revolucionario (con influencia en la Corriente Clasista y Combativa). Todos ellos retuvieron algunos militantes de los años 70 y 80, pero entre todos no están a la altura —ni por mucho — de la situación de hace una docena de años.

El Partido Comunista también sufrió tanto de pérdida de influencia como de fragmentación interna. En 1989 formó una alianza con el MAS. En 1993 entabló relaciones con políticos peronistas marginados por el Gobierno de Menem. Y el papel clave que jugaba aquella alianza lo abandonó para integrarse al Frepaso, coalición que era parte del Gobierno de De la Rúa, y que fue barrido durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre.76

A fin de cuentas, el ambiente de esos años estimuló intentos de encontrar alternativas reformistas a la crisis. La idea de que el neoliberalismo era una locura impuesta a todo el país por el capital extranjero mediante su títere, Cavallo, en vez de reflejo de las necesidades del capitalismo argentino de entrar en el escenario mundial, llevó a la CTA, por ejemplo, a salir a la caza de un sector del capitalismo local para que se le uniera en un programa de expansión nacional basado en un incremento explosivo de los ingresos de los trabajadores y el mercado de bienes de consumo.77

Los primeros años de la década de los noventa fueron un período muy difícil para los sectores de la izquierda que sobrevivieron, algo parecido a los años posteriores a la huelga minera (1984-1985) y a la huelga gráfica (1986-1987) en Gran Bretaña. En esas circunstancias, era casi inevitable que se crearan dos tendencias aparentemente contradictorias, pero en realidad complementarias.

La primera tendencia se acomodó, si bien no con el neoliberalismo (aunque eso también ocurrió en algunos casos), al menos con varios esquemas reformistas. Fue estimulada en Argentina por la costumbre, de parte de la izquierda, de ver en el capital extranjero al principal enemigo, contra el cual era necesario aliarse con sectores del capitalismo nacional. Para aquellos activistas que lograron mantener sus puestos de trabajo en la industria, existía una presión paralela de plegarse a los métodos de la burocracia sindical, ofreciendo una oposición meramente verbal a su política, en vez de movilizar a la resistencia independientemente de ella.

La segunda tendencia fue el sectarismo. Ya que rara vez fueron capaces de movilizar fuerzas reales en oposición a los ataques del sistema, era muy tentador para los grupos de izquierdas sustituirlas por fórmulas programáticas, para luego discutir con vehemencia entre ellos sobre los detalles del programa. A la demanda por una «Asamblea Constituyente», por ejemplo, se la dotó de una fuerza mágica que nunca tuvo en la realidad (aún cuando resultara apropiada para una situación histórica dada). Al mismo tiempo se solía agredir verbalmente a las tendencias reformistas y a la burocracia sindical, en vez de ofrecer argumentos que pudieran ganar a aquellos trabajadores que todavía le tenían confianza. Esto no ha dejado de ser un obstáculo para la conquista de la dirección política que, en la práctica, el movimiento necesita en la actualidad.

Aún así, la izquierda sigue teniendo oportunidades para tener un impacto sobre los acontecimientos. Las elecciones provinciales tuvieron lugar en octubre de 2001. Su rasgo más notorio fue el nivel de desilusión y rechazo a los principales partidos políticos tradicionales. Se expresó mediante un alto grado de abstención y votos anulados —cerca de 10 millones— en un país donde la votación es supuestamente obligatoria. Pero algunos de los votantes opositores mostraron un deseo de encontrar alternativas de izquierdas. El voto nacional combinado de los diversos partidos de izquierdas superó el millón —de los cuales 500.000 fueron al conjunto formado por el Partido Comunista y el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST), 250.000 a la unión del Partido Obrero (PO) y del Movimiento al Socialismo (MAS), y 100.000 al Partido de los Trabajadores por el Socialismo (PTS). En la ciudad de Buenos Aires la izquierda obtuvo un fuerte 27% de los votos, y otro tanto ocurrió en ciudades como Salta y Córdoba.

El voto para la izquierda parece haber sido en su mayoría un voto bronca, más que una señal de acuerdo profundo con sus posiciones. Pero sí dejó de manifiesto la posibilidad que existe de que la izquierda gane influencia política, de que hay gente dispuesta a considerar las políticas socialistas como una alternativa a las de los partidos burgueses rivales. Pero de ahí no pasa. La cuestión que surge a raíz del 19 y 20 de diciembre es ésta: ¿será capaz la izquierda argentina de construir una alternativa en base a esa potencialidad?

La crisis de la clase dirigente

En un famoso pasaje Lenin sostenía que para que existiera una situación revolucionaria no era suficiente que la clase explotada encontrara intolerables sus condiciones de vida. También la clase dirigente debía llegar a la conclusión de que las cosas no podían seguir como antes. Esto crea en su seno profundas escisiones, arrojando a toda la sociedad al desorden e incitando a las clases explotadas a expresar su ira.

Esta situación se veía ya durante la crisis de marzo del año pasado, con la expulsión de López Murphy y su reemplazo por Cavallo. Cuando López Murphy anunció su plan de recortes salvajes en el sistema de educación, le aplaudieron 300 de los más importantes empresarios del país. Al mismo tiempo la UIA (una asociación empresarial) criticó el esquema. El retorno de Cavallo al ministerio de economía calmó los espíritus durante un corto período, pero para el verano los desacuerdos regresaron con más fuerza aún. Lo que discutían los capitalistas era si la salida de la crisis era la devaluación del peso (reduciendo así las importaciones y aumentando las exportaciones) o su reemplazo de una vez por todas por el dólar estadounidense (suponiendo que esto fortalecería la «confianza» de los inversores extranjeros, que luego otorgarían préstamos a una Argentina más segura).

El argumento sobre política monetaria reflejaba un choque de verdaderos intereses materiales. La dolarización representaba una estrategia para proteger los ingresos de aquellos sectores financieros que habían cosechado mucho dinero en los últimos diez años, y de los muy ricos. Expresaba sus riquezas en una moneda que se podía trasladar a través del mundo sin traba alguna en busca de la plusvalía. Por otro lado, los dueños de las industrias productivas, incluso aquellas empresas extranjeras que las compraron a raíz de la privatización, querían escaparse de la atadura de la dolarización. El neoliberalismo les convenía a principios de los 90, cuando significaba que muchas compañías pequeñas cerrarían, permitiendo la concentración de recursos en sus manos. La destrucción de ciertas industrias «no competitivas», les parecía un precio digno de pagar a cambio de un capitalismo argentino más flaco y en mejor condición, con costos laborales reducidos. Pero mientras el peso y el dólar se cotizaban a uno por uno, la capacidad de las industrias restantes para vender sus productos frente a la competencia extranjera quedaba limitada. Ellos creían que la devaluación reduciría los precios de las exportaciones, bajando al mismo tiempo el flujo de importaciones y esto a su vez aumentaría los precios en el mercado nacional, con el aumento correspondiente de los beneficios. De ahí que las firmas manufactureras y los grandes productores agrícolas se opusieran a la dolarización y presionaran por la devaluación.

Cuando en diciembre el FMI se negó a liberar más fondos, y el sistema bancario amenazó con la quiebra, la crisis de la clase dirigente se agudizó. Los dos partidos políticos principales, Radical y Peronista, se estaban fragmentando internamente. Los caudillos peronistas locales reivindicaban medidas que afianzaran su posición personal, sin preocuparse mayormente por los intereses de la clase dirigente en su conjunto. Ninguna figura política tuvo el suficiente poder como para imponer ya sea la dolarización o la devaluación. Se flotaba a la deriva, sin otra política que recortes presupuestarios cada vez mayores, hasta que la escasez de dólares obligó al Gobierno a congelar los depósitos bancarios, creando el corralito. Ahí selló su propio destino.

La irrupción de las masas en el escenario político aceleró el proceso de fragmentación. Los políticos rivales se vieron en la obligación de responder no sólo ante las presiones de sectores de la clase dominante, sino también ante las que llegaban desde abajo. Sabían que una palabra equivocada, o una ofensa a las multitudes, dejaría en ruinas su carrera política. Un gesto populista, por otro lado, podría lanzarlos a una carrera inesperada e incontrolable. Así las cosas, la agitación en las calles se reprodujo en el Congreso y en la Casa Rosada. El establishment político nombró presidente a Rodríguez Saá, quien duró apenas una semana ante la insurgencia callejera ininterrumpida y las conjuras políticas de sus rivales en el seno del peronismo. Duhalde, uno de los principales complotados, lo reemplazó, pero se mostró incapaz para producir un programa coherente. Anunció la devaluación de la moneda y la suspensión de los pagos de la deuda externa, pero desperdició un mes calculando lo que ello significaba para los miles de millones de pesos depositados y debidos a los bancos. Mientras tanto el corralito seguía en vigencia y con él la amargura de la clase media se ahondaba. El Gobierno denunció «la monstruosa evasión del sistema de impuestos, que castigaba a los consumidores, y mantenía el nivel de impuestos sobre las ganancias más bajo del mundo», y envió a la policía a inspeccionar los libros contables de las instituciones sospechosas de trasladar fondos al exterior.78 Pero al mismo tiempo se apresuró a asegurarle a los dueños de las empresas privatizadas que no dañaría sus intereses y entró enseguida en conversaciones con el FMI para renegociar el pago de la deuda.

Martín Wolf, columnista del Financial Times, resumió el desasosiego entre muchos intereses capitalistas y el desorden dentro del Gobierno. «El Presidente de Argentina ha transformado la calamidad en algo peor» como consecuencia de sus esfuerzos de crear una política populista orientada a complacer a todos.79 Wolf no aclaró qué más podía hacer Duhalde para salvar su cabeza políticamente.

Una semana más tarde, los sectores previamente en disputa del capitalismo argentino se unieron para presionar a Duhalde para que éste abandonara el «populismo». Un titular de Página 12, informó: «Ha renacido la Santa Alianza de los 90». El reportaje notó que se estaba realizando una confluencia de los bancos argentinos con los más poderosos intereses comerciales, una vez resuelta la cuestión de la devaluación. «Desde la devaluación, los bancos y los grandes grupos económicos nacionales como Pérez Companc, Techint, Macri, Fortabat y Bulgheroni reconocieron intereses comunes y rearmaron la alianza ya formada en 1990. La lucha de la última década de la Unión Industrial, los constructores y los intereses agrarios contra los aprovechados del mercado había llegado a su fin.»80

No por eso terminaron las luchas políticas internas entre los que presidieron el avance del neoliberalismo. El mismo día en que apareció este artículo, la Suprema Corte intervino para declarar ilegal el corralito. La corte está dominada por gente digitada por Menem durante su presidencia, y en general se la ve vinculada, a través del expresidente, con poderosos y turbios intereses. La maniobra claramente tenía como objetivo desestabilizar al Gobierno de Duhalde. Mientras las grandes multitudes una vez más inundaban el centro de Buenos Aires, Duhalde anunció un nuevo esquema para ir lentamente descongelando las cuentas bancarias y los diputados hablaron de un juicio político a la Suprema Corte. El corresponsal del Financial Times opinaba que «estas medidas podrían crear las condiciones para la mayor crisis institucional desde el retorno del país a la democracia en 1983».81 En los días siguientes «comenzaron a circular rumores de un golpe cívico-militar, debilitando aún más al Gobierno.»82

Las medidas que proponía el Gobierno para hacer frente a la crisis bancaria sólo exacerbaban las tensiones sociales. Trató de darles un sesgo popular al insistir en que se centrarían alrededor del descongelamiento de las cuentas bancarias para que la gente pudiera retirar, mensualmente, cantidades equivalentes a sus salarios o pensiones. Pero no tardó en revelarse que las implicaciones de estas medidas eran otras. Al tiempo que el dólar se cotizaba a l,80 pesos en las casas de cambio, el Gobierno acordó limitar la cantidad que debían pagar a los bancos los grandes deudores (aquellos que debían más de 100.000 dólares) a razón de un peso por cada dólar de deuda, prometiendo compensar a los bancos por la diferencia. En efecto el Gobierno «estatizaba» la deuda de las empresas financieras e industriales más grandes.83 Al mismo tiempo, los que tenían sus ahorros depositados en los bancos, recibirían sólo l,4 pesos por cada dólar ahorrado. En la práctica, los pequeños ahorristas, junto con el Estado, acabarían subvencionando a los grandes deudores. Esto cortaría por la mitad la deuda de 350 millones de dólares de la firma Pérez Companc, por ejemplo, y al mismo tiempo aumentaría el endeudamiento del Estado en una cifra estimada en siete mil millones de dólares.84

El arreglo favorecía mucho más al gran capital que el plan originalmente diseñado por el ministro de economía de Duhalde, Remes Lenicov. Pero las «agrupaciones económicas y bancarias» con la «ayuda indirecta de la Suprema Corte que llevó al Gobierno de Duhalde hasta el borde del colapso», convencieron al Gobierno de que introdujera las reformas que aparecieron en la versión final.85 Los castigados no eran solamente los pequeños ahorristas. A los pocos días, los precios comenzaron a subir en todos los sectores. Los medicamentos (tanto los nacionales como los importados), por ejemplo, se dispararon en un 35% de la noche a la mañana.

Por último, el Gobierno también buscaba un acuerdo con el FMI, prometiendo más ajustes posteriores en el gasto público. Esto sólo impulsó aún más la recesión en un momento de precios al alza.

Los días posteriores a estos anuncios no testimoniaron una disminución de las tensiones, lo cual no fue una sorpresa. Aún los que todavía tenían un trabajo tendrían que pelear para mantener el valor de sus salarios en vista de la rápida inflación y para defender sus puestos de trabajo a medida que se profundizaba la recesión. Aumentaron las presiones mientras los desocupados se hundían en una pobreza cada vez más abyecta. Y el resentimiento de los pequeños ahorristas se profundizará en la medida en que se vean obligados a subsidiar a los grandes capitalistas. Un informe desde Buenos Aires puntualiza:

Cada día las asambleas populares ganan más fuerza. Las reuniones abiertas, las asambleas barriales y los encuentros multisectoriales se han extendido a casi todas las capitales provinciales y a raíz de las acciones de los piqueteros, están comenzando a aparecer en amplias zonas del cono urbano de Buenos Aires —sobre todo en las áreas cercanas a la Capital, como La Matanza, Valentín Alsina, y Tres de Febrero, bastiones hasta ahora del aparato duhaldista. Todo esto es motivo de gran preocupación para el aparato del Partido Justicialista de Buenos Aires. En las últimas manifestaciones era notoria la tendencia de las asambleas populares a converger con el movimiento de los piqueteros, cantando las mismas consignas —»piquetes y cacerola, la pelea es una sola», «trabajo para todos», «que se vayan todos»— y marchando juntos hasta la Plaza de Mayo.

¿Hacia dónde va la Argentina?

La inestabilidad política y económica de Argentina hace imposible predecir qué pasará en breve. El Gobierno está desesperado por desmovilizar las protestas de los cacerolazos, separando a los sectores de clase media de los movimientos de los pobres y desempleados. Está deseando que las burocracias de ambas CGTs se las arreglen para evitar que las fuerzas de los obreros con trabajo se integren a esos movimientos. Esa es la intención detrás de varias de sus promesas populistas, tendientes a crear una situación en que las fuerzas del Estado tengan las manos libres para arremeter contra los movimientos de la calle.

Sencillamente, el capitalismo argentino está en una situación en la que no puede satisfacer las demandas inmediatas de la mayoría de la clase media, sin hablar de las reivindicaciones obreras, sin enfrentarse con los más poderosos grupos capitalistas. Y estos grupos movilizarán todos los medios en su poder para presionar al Gobierno. Importantes sectores inclusive esperan con ansia una intervención del ejército y la policía para restaurar el orden a lo largo y ancho del país.

De momento, no es una salida factible. Siguen necesitando un Gobierno populista al estilo de Duhalde, aunque se quejen del mismo. Es posible que en el futuro opten por otra figura para encabezarlo. Pero ellos aprovecharán cualquier avance de Duhalde, en el sentido de tranquilizar al movimiento de masas, para impulsar esquemas más represivos y ambiciosos. Se puede esperar, por ejemplo, que alentarán a algunos de los grupos nacionalistas de derecha que florecieron en el pasado —no necesariamente para llevarlos al poder, sino más bien para empujar la vida política del país hacia la derecha. Estarán esperando sacar provecho de la amargura creada por la crisis económica. El nivel de desempleo, la bancarrota de los pequeños negocios y la atomización y aislamiento producidos por la pobreza pueden impulsar a la gente hacia las ideas de derecha. Los años 90 no sólo vieron la aparición de los piqueteros —también vieron agitación contra los inmigrantes de Chile, Paraguay y Bolivia, y un desplazamiento de votantes descontentos hacia la extrema derecha en algunos lugares. Tal como Pablo Pozzi escribió hace dos años: «El racismo aumentó significativamente. Burlas, comentarios y discriminación van dirigidos a menudo contra los nuevos inmigrantes de países vecinos y de Corea del Sur. Este racismo se expresa también en las nociones de que los chilotes (chilenos) y los boliguayos (bolivianos y paraguayos), son flojos, retrógrados y ladrones, que han venido a robarle el trabajo a los argentinos… Investigaciones recientes demostraron que… el racismo aumentó durante la década pasada».86

De momento, el ascenso de la lucha ha ahogado las voces de los demagogos racistas y nacionalistas que podrían intentar aprovecharse de tales sentimientos. Significativamente, las resoluciones aprobadas en las asambleas populares expresan solidaridad con los inmigrantes. Pero existe el peligro de que los racistas y el ala derecha del nacionalismo ganen un nuevo auditorio si la actividad masiva de los cacerolazos y los piqueteros no lograra encontrar soluciones a la desesperada pobreza de la mitad de la población del país.

Por esta razón no basta con que la izquierda argentina simplemente celebre lo sucedido en las últimas seis semanas. La lección de la gran crisis mundial de 1930 es que tales condiciones pueden dar paso o a la esperanza revolucionaria (Estado español en 1931 y 1936, Francia en 1934-1936), o bien a la desesperación contrarrevolucionaria (Alemania 1933). La izquierda tiene la obligación de impulsar al movimiento hacia delante de tal forma que la esperanza venza a la desesperación. Hay dos hechos claves. Por un lado, ya se está presenciando la generalización de las demandas políticas y sociales surgidas de las asambleas populares —distribución del trabajo entre los ocupados y los desocupados, sin reducciones en la retribución, beneficios sociales suficientes para sacar a la gente de la pobreza, nacionalización de los bancos, renacionalización de las compañías privatizadas, apropiación de la carne y el grano de las compañías agroindustriales y los supermercados para alimentar a la gente.

Pero junto con ello hay que hacer un esfuerzo por desarrollar y extender la movilización y la organización para unir fuerzas. Para un hambriento, un programa de acción escrito en un papel no sirve para nada —por eso las largas discusiones sobre su redacción son una simple pérdida de tiempo. Lo que urge es construir un poder capaz de implementar tal programa. En Argentina esto requiere implicar a los trabajadores empleados que siguen hasta la fecha bajo la influencia de la burocracia sindical. Son menos que antes de la crisis económica, pero siguen siendo millones (1.610.000 en el Gran Buenos Aires, 210.000 en la Gran Córdoba, 110.000 en el Gran Rosario según cifras de finales del año pasado)87 y su trabajo sigue siendo clave para el funcionamiento diario del capitalismo argentino.

Al igual que los trabajadores de cualquier parte del mundo, el desempleo masivo ha creado renuencia entre muchos de ellos a involucrarse en las luchas que no parecen tener posibilidad de ganar. La burocracia sindical ha intentado manipular este temor para convencerlos de que la única esperanza es Duhalde. Por otro lado, estos trabajadores acaban de vivir, durante las últimas seis semanas, una experiencia única. Han presenciado cómo un movimiento de masas puede expulsar a cualquier Gobierno, y muchos de ellos participaron en las acciones de masas de las últimas semanas, aunque fuera como individuos y no como parte de contingentes de trabajadores organizados. Algunos de ellos se han visto involucrados en este mismo período en acérrimas peleas en sus lugares de trabajo para defender sus puestos, en algunos casos creando lazos con los piqueteros. Y serán pocos los que no se han visto en la necesidad de luchar por defender sus niveles de vida en contra de la inflación. Esto abre la perspectiva de que puedan ser ganados para aquellas reivindicaciones de más largo alcance que solamente ellos pueden hacer realidad —demandas cuya implementación llevaría a los argentinos a un levantamiento con una clara dirección anticapitalista.

La izquierda argentina, como hemos visto, es débil. Pero las situaciones como la que está viviendo Argentina transforman la conciencia de la gente en forma masiva. Cuando leo los diarios argentinos o escucho las transmisiones de radio en internet, me recuerdan al ambiente de Francia en 1968 o de Portugal en 1974, en el sentido de la radicalización a gran escala. Pero en este caso, con el trasfondo de una crisis social mucho más profunda. La izquierda argentina tiene que movilizar a todas sus fuerzas, por relativamente débiles que sean, en un esfuerzo por crear un polo revolucionario de atracción en medio de los repentinos altos y bajos de una sociedad envuelta en una crisis social, económica y política.

Para la izquierda del resto del mundo, hay una lección muy sencilla que debemos aprender. En medio de un sistema mundial que padece repetidas crisis convulsivas, todo lo sólido se puede evaporar de un momento o otro. Un sistema político estable donde la izquierda revolucionaria se encuentra marginada puede caerse a pedazos de forma inesperada, produciendo una gran insurgencia desde abajo. Tanto la vieja izquierda, que se desmoralizó tanto en los últimos años de la década de los 80 y los primeros de los 90, como la nueva izquierda surgida de Seattle, podrían verse enfrentadas inesperadamente con situaciones potencialmente revolucionarias.

Argentina no es una excepción. No es un lugar remoto y extraño. La crisis no es sólo el resultado de los errores de políticos que adoptaron medidas incorrectas. Tampoco es verdad que se sumaron a las privatizaciones y al neoliberalismo simplemente por una cuestión de corrupción personal o por las muy obvias presiones extranjeras. El capitalismo argentino es débil y no encontró la forma de manejar el impacto de las sucesivas crisis mundiales, excepto atacando las condiciones de vida que los trabajadores y las clases medias bajas aceptaban como naturales. Es un problema que acosa a muchos capitalismos más, entre ellos los que podríamos considerar entre los más fuertes. Argentina está lejos de ser el único lugar donde se hará sentir la apremiante necesidad de un fuerte partido revolucionario firmemente arraigado en la clase trabajadora.

Notas

1. Mencionado en Le Monde, 21 de enero de 2002

2. R. Munck con R. Falcon y B. Galitelli. Argentina from Anarchism to Peronism, (London, 1987), p. 101

3. Para un relato gráfico de este período ver D. James, Resístance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class. 1946-1976 (Cambridge, 1988) pp.14-15, 25-30

4. R. Munck con R. Falcon y B. Galitelli. Op. Cit, p. 127

5. La relación entre el peronismo y la clase trabajadora fue demasiado intrincada como para hacerle justicia aquí en un par de frases. Para un relato más extenso, excelente, ver, D. James, op. cit.

6. R. Munck con R. Falcon y B. Galitelli, op cit, pp.144 y 163

7. «Argentina» Citta Futura, anno VI, Nº 3 (Roma- Marzo 1974), p. 15

8. Detalles en O. Alba, » El Cordobazo», Socialismo o Barbarie. Nº 7, 2001

9. R. Munck con R Falcon y B. Galitelli, op. Cit., p. 171

10. Para un relato completo de estos eventos, ver J. P. Brennan, The Labor Wars in Córdoba 1955-1976 (Harvard, 1994), y capítulo 9 de D. James, op. cit.

11. Referencias hacia Argentina como una semicolonia, están ampliamente difundidas entre la izquierda argentina. En algunos casos la frase significa simplemente un sinónimo de empobrecida. En otros casos significa explícitamente que la burguesía local carece de soberanía política a causa de que es económicamente débil y por lo tanto se ve forzada a adoptar una posición subordinada en sus relaciones económicas con el capitalismo de países más ricos y poderosos.

Esto significa cometer un error teórico fundamental. Una colonia carece de independencia política. Una vez que adquiere independencia política —no está más dominada militarmente por ningún otro poder— cesa en ser una colonia. El hecho de que no pueda adquirir alguna mítica independencia económica del sistema mundial no está aquí ni allá.

Este punto Lenin lo remarcaba repetidamente en sus polémicas contra aquellos, como Rosa Luxemburgo y Nicolai Bujarin, que se oponían a la demanda de autodeterminación nacional en los años previos a la Revolución Rusa. Ellos podían proclamar que podría no haber independencia económica y por lo tanto podría no haber tampoco independencia política. Él insistía en que había diferencia entre una y otra. El término «semicolonial» puede solamente ser aplicado a países donde la interferencia militar extranjera priva de sentido a la pretensión de independencia política: por ejemplo países como El Salvador, Nicaragua y Panamá a lo largo de gran parte del siglo XX. No puede ser aplicado a un país con una clase dirigente que maneja su propio Gobierno, ejerciendo el monopolio del uso interno de la fuerza armada, y luego concreta tratados con las grandes potencias imperialistas de las cuales es un asociado menor. No reconocer esto ha conducido a aquellos influenciados por el estalinismo a buscar repetidamente alianzas, en pos de lograr una «independencia nacional», con las burguesías locales que ya ejercían el poder estatal —esto ha sido notorio, por ejemplo en la India, donde ha conducido a los partidos comunistas a respaldar las aventuras militares del Estado Indio. Esto ha llevado también a quienes provienen de la tradición trotskista a sugerir absurdas formulaciones, como hablar de las «burguesías en los países atrasados» (incluida la Argentina) como una «clase semi oprimida», de Argentina como «una nación semicolonial carente de soberanía» y que solamente ha logrado una «pseudoindustrialización durante el período que va de los años 30 a los 70 (J. Sanmartino del PTS de Argentina, «La impotencia del progresismo», Estrategia internacional Nº 17, abril de 2001, p.21, p. 36). ¡Uno se pregunta cómo se vería una pseudo fábrica de automóviles! Hablando más seriamente, esto conlleva implícitamente la posibilidad de establecer alianzas políticas con el capitalismo local. Después de todo, en una verdadera situación colonial, frente a un ejército de ocupación de un poder imperialista, deberíamos brindar apoyo incondicional, pero crítico, a cada lucha de la burguesía para desalojar a las fuerzas de ocupación (como hacemos, por ejemplo, en el caso de Palestina actualmente).

Lenin no tenía dudas de que Argentina era «políticamente independiente», aunque siendo económicamente «dependiente» de Gran Bretaña en los años previos a la Primera Guerra Mundial. En El imperialismo, fase superior del capitalismo, dice, «Antes hemos señalado ya una de estas formas [de dependencia], la semicolonia. Modelo de otra forma es, por ejemplo, la Argentina», donde se establece un «fuertes vínculos… [del] capital financiero… de Inglaterra con la burguesía de la Argentina, con los círculos dirigentes de toda su vida económica y política» (V. I. Lenin, Obras Completas, Tomo 27, 5ª ed., Moscú 1985, p.402). Para él, lo importante es que «los círculos» que detentan el control de Estado son argentinos y no británicos. Esto significa que ninguna lucha puede ser emprendida, ni por la burguesía ni por aquellos sectores bajo su influencia, por el derecho político a la autodeterminación. En otra obra él enfatizaba el mencionado punto contrastando, explícitamente, la situación de Argentina con la de otros países que carecían de independencia política. En estos, existían las condiciones para una lucha, por parte de algunos sectores de la burguesía y de la pequeña burguesía, contra los poderes imperialistas por la demanda de la independencia política. Lenin, sin embargo, enfatizaba que independencia política no era lo mismo que independencia económica, la cual, él sostenía, no era posible para ningún país capitalista envuelto en un sistema capitalista mundial dominado por las grandes firmas de los poderes imperialistas. Ver Acerca de la naciente tendencia del «economismo imperialista», Respuesta a P. Kievsky (Y. Piatakov), y Sobre la caricatura del marxismo y el «economismo imperialista», en V. I. Lenin Obras Completas, ob. cit., Tomo 30, pp.62-137. La referencia explícita a la Argentina está en la página 100. Por supuesto, en un país en el que las firmas de los poderes imperialistas son dueñas de bancos, industrias, etc. hay una lucha que librar tanto contra ellos, como contra los capitalistas locales. Y los trabajadores deben estar preparados para encontrar que los países imperialistas asisten a las burguesías locales en el aplastamiento de las luchas anticapitalistas. Hay una dimensión antiimperialista en las luchas de los trabajadores, igual que en una colonia o una semicolonia, donde las fuerzas del imperialismo parcial o totalmente ejercer un poder político directo.

12. M. A. García. Peronismo: desarrollo económico y lucha de clase en Argentina (Esplugues de Llobregat 1980), p. 29. El ejemplo argentino era el 749, el de Francia el 571 y el de Italia el 414.

13. Ver los argumentos contra aquellos que consideran a Argentina como una «semicolonia», en A. Dabat y L. Lorenzano, Conflicto de Malvinas y crisis nacional (México 1982) pp.68-71

14. M. A. García op. cit. p. 29

15. Ibid p. 42

16. Los ejemplos están dados en «Argentina», Citta futura, op. cit.

17. Véase la comparación entre los promedios de crecimiento de Argentina e Italia en el libro de M. A. García «Argentina, el veintenio desarrollista», en Debate Nº 4 (Roma abril-mayo 1978), p. 20

18. «Argentina», Citta Futura op. cit. p. 3

19. Ibid, p. 7

20. Ejemplos para los salarios argentinos en 1995 dados en «Expected wages in Selected NME Countries», en http//ia.ita.doc.gov/wages95/wages95.htm

21. Ver PNUD, «Informe sobre desarrollo mundial» (Oxford 1997)

22. Ejemplos en R. Munk con R. Falcon y B. Galitelli, op. cit. p. 209

23. E. Cárpena «El Capitalismo en Argentina», en Debate, op. cit. p. 17

24. De acuerdo a R. Munk con R. Falcón y B. Galitelli op. cit. pp. 208-209

25. Banco de Reserva Federal de Cleveland, Comentario económico, Setiembre de 1999

26. Ibid.

27. Prólogo al libro de M. A. García Peronismo: desarrollo Económico y Lucha de Clase en Argentina, op. cit. p. 26

28. Ver los ejemplos en Debate, op. cit. p. 114

29. De acuerdo con A. Dabat y L. Lorenzano, op. cit. p. 56

30. Business Week, 21 de Octubre de 1991

31. Financial Times, «Estudio sobre Argentina»

32. Ibid.

33. Los ejemplos dados por la Agencia Norteamericana para el Desarrollo Internacional, Washington DC, 1996, muestran un crecimiento de cerca del 4% —aunque este ejemplo puede ser engañoso porque sabemos que en este período hubo un crecimiento de empleo no registrado con trabajos mal pagos en la economía en negro.

34. Ver ejemplo 5 en P. Sanguinetti y J. Patano Cambios en la producción y en la estructura y los salarios relativos en Argentina y Uruguay, Informe promocionado por el Banco Mundial (Agosto de 2001).

35. Ibid. p. 3

36. Financial Times, «Informe sobre Argentina», op. cit.

37. J. Stiglitz, reimpreso en ATTAC Newsletters, carta 113, disponible en http://www.attac.org

38. De acuerdo con el Financial Times, edición del 9 de octubre de 2001

39. P. Sanguinetti y J. Pantano, op. cit.

40. Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, República Argentina (accesible en http://www.indec.mecon.gov.ar)

41. Financial Times, 30 de octubre de 2001

42. M. Mussa, Financial Times, 12 de noviembre de 2001

43. De acuerdo con El País, 21 de diciembre de 2001, el 42,5% de las inversiones extranjeras proviene de países pertenecientes a la Unión Europea (más de la mitad de éstas son de origen español), y el 37,4 por ciento proviene de EEUU.

44. Página 12, versión web, 25 de enero de 2002 (http://www.pagina12.com.ar)

45. «Otro cacerolazo contra el Corralito», versión web de Página 12, 11 de enero del 2002

46. Página 12, 6 de enero de 2002

47. F. Huertas, Libération, 28 de enero de 2002

48. S. Callóni, La jornada, 21 de enero de 2001

49. Información obtenida, vía e-mail, gracias a la colaboración de un compañero socialista revolucionario de Argentina.

50. Esta lista está sacada de un artículo de Prensa Obrera.

51. La organización trotskista originaria era liderada por Nahuel Moreno.

52. J. A. Montes y col. Astillero Río Santiago (Buenos Aires 1999), pp. 54-55

53. Cit., ibid. p. 66

54. P. Pozzi «Levantamiento popular y transformación capitalista en Argentina», en Perspectivas latinoamericanas, vol. 27, Nº 5 (Septiembre de 2000), p. 74

55. J. A. Montes y col., op. cit. p. 79

56. P. Pozzi, p. 79

57. Ibid. p. 83

58. Los intentos de hacer esto en La Verdad Obrera (8 de enero de 2002) y en Prensa Obrera (28 de diciembre de 2001), no se sostienen. El hecho de que hubo luchas anteriores no significa que no hubo movimientos espontáneos de vastos sectores populares en acción, constituyendo un cambio cualitativo en relación a lo que pasó antes.

59. El tema está bien desarrollado en el artículo de M. Romano «Cuatro huelgas generales en 15 meses», en la revista del PTS Estrategia Internacional, Nº 1 (Mayo 2001), p. 31

60. Como hace James Petras en «Argentina, La Gran Cama y el Levantamiento Popular», artículo que se puede obtener en http://www. rebelión.org/petras.htm

61. H. Camarero, P. Pozzi y A. Schneider «Disturbios y represión en Argentina», Nueva Política, Vol. 7, Nº 1 (nueva serie), todo el número 25 (verano 1998).

62. Ibid.

63. P. Pozzi, op. cit. p. 63

64. Detalles de O. Alba «La lucha por el pan», Socialismo o Barbarie, Nº 6, 2001

65. Ver por ejemplo, la descripción en M. Romano «Cuatro huelgas generales en 15 meses», op. cit. p. 27

66. Página 12, 31 de marzo de 2001

67. Ver, por ejemplo, el relato del asesinato de dos civiles durante el corte de rutas en General Mosconi, en el Norte de Salta, publicado en Página 12, en junio de 2001.

68. R. Saenz en Socialismo o Barbarie, Nº 6, 2001

69. Ver el artículo de tono amargo hecho por la activista local del MAS Laura Correale en Socialismo o Barbarie, Nº 7, 2001.

70. O. Alba,»La lucha por el pan», op. cit.

71. L. Correale, Socialismo o Barbarie, op. cit.

72. J. Petras, op. cit.

73. Ver, por ejemplo, «El MAS en Argentinazo», Socialismo o Barbarie, Nº 10, enero 2002. Ver también la amarga diatriba contra Petras en La Verdad Obrera, del 8 de marzo del 2002.

74. Esto queda claro en los materiales del Partido Obrero y del Partido de los Trabajadores por el Socialismo, y en la revista del Movimiento al Socialismo, Socialismo o Barbarie.

75. P. Pozzi, op. cit. p. 81

76. Ibid.

77. Para una crítica de la posición de la CTA, ver O. Alba «Cuadro de situación», en Socialismo o Barbarie, Nº 4 y Roberto Ramírez y A. Orbush «Triste, Solitario, Final…», Socialismo o Barbarie, Nº 2, año 2000.

78. El Viceministro de Economía J. Todesca, citado en La Jornada, 8 de enero de 2002

79. Financial Times, 24 de enero de 2002

80. David Cufré en Página 12, 1 de febrero de 2002

81. T. Catán en Financial Times, 4 de febrero de 2002

82. S. Callón La Jornada, 8 de febrero 2001

83. La frase es usada por A. Zalat en Página 12, en la edición del 4 de febrero de 2002

84. De acuerdo con A. Zalat, ibid.

85. De acuedo con A. Zalat, ibid. Ver también el análisis de M. Itzcovich en Il Manifesto, 5 de febrero de 2002.

86. P. Pozzi, op. cit. p. 76

87. Los ejemplos dados en Página 12, en la edición del 22 de enero de 2002, son para el número de personas empleadas en lugares de trabajo que reúnen a más de 12 trabajadores. Estos muestran una pérdida de 122.000 puestos de trabajo en estas ciudades en lo que va de año.