Chris Harman fue redactor de International Socialism Journal, la revista teórica del Socialist Workers Party de Gran Bretaña. Además fue autor de Partido y Clase, así como de los libros Explaining the Crisis, A People’s History of the World, The Lost Revolution: Germany 1918-23, entre otros.
Título del original inglés: Economics of the madhouse, Bookmarks 1995. Primera edición en castellano publicada por Izquierda Revolucionaria (después En lucha): noviembre del 2000.
La locura del mercado
El capitalismo y el mercado en el cambio de siglo
Introducción a la edición castellana
Introducción del autor
Un mundo loco
Explicando las crisis
Empeorando
Creciendo
El sistema se desmorona
Lectura recomendada
Nota: Este texto fue escrito en 1995, en Gran Bretaña. El autor utiliza muchos ejemplos concretos y contemporáneos para ayudar a la comprensión. En general estos ejemplos se han dejado tal como estaban en el original, a veces con una nota aclaratoria.
Sin embargo, queda claro que, si se hubiera escrito esta obra en el Estado español, habrían sobrado ejemplos de vacuidad por parte de los economistas defensores del sistema, de cobardía por parte de los políticos reformistas, y de corrupción y mentiras por parte de los políticos de derechas.
Introducción a la edición castellana
España no va bien
En el Estado español, el PP se hizo su lema «España va bien», los ministros hablan de una economía milagrosa. Nada más lejos de la verdad.
La realidad para una gran parte de la clase trabajadora sigue siendo el paro (15%), muy sentido dado las pésimas prestaciones sociales, o los bajos salarios. La reforma laboral de 1997 pactada con los dirigentes sindicales abarató el despido, sin conseguir reducir la alta temporalidad en la contratación (33%). Para las mujeres, las cifras mencionadas son aún peores.
La inseguridad laboral hace que los jóvenes se vean obligados a seguir viviendo en la casa familiar, ya que no pueden llegar a tener una vida independiente. Un estudio demostró que mientras en 1987, el 39% de los jóvenes de 25 a 29 años vivían con sus padres, en 1997 el porcentaje había aumentado a un 59%.
La precariedad laboral también significa que muchos trabajadores están a merced de jefes sin escrúpulos, que no tienen reparo en saltar todas las normas de seguridad. En el año 1999, 1.600 personas murieron en accidentes laborales, la cuarta parte del total de la UE. Aznar insulta a las familias de las víctimas cuando dice que «España va bien».
La otra cara de la moneda son los masivos beneficios que se han generado para los empresarios. «España» sí «va bien», pero para unos pocos. Sólo cabe mirar el caso de Villalonga y las «stock options» donde, en espacio de unas horas, él y su grupo de directivos ganaron 16.000 millones de pesetas.
Y todo esto en uno de los países más desarrollados del mundo. En el llamado «tercer mundo», se encuentran las mismas desigualdades junto a una pobreza aún mayor. Mientras las élites disfrutan de estilos de vidas parecidos a los multimillonarios del norte, millones de personas pasan hambre. Cada día mueren 35.000 niños y niñas por enfermedades evitables, o por deshidratación debida a la falta de agua potable.
La locura del mercado
Pero, la existencia de una enorme riqueza al lado de tanta miseria no es casualidad. Marx identificó hace 150 años como todos los beneficios son creados gracias a la explotación de los trabajadores. Describió como el aumento de su trabajo refuerza el poder de la burguesía y, con ello, su dominio sobre ellos, creando así desigualdades cada vez mayores.
Utilizando como base las ideas desarrolladas por Marx, este libro, escrito por el redactor del periódico británico Socialist Worker en 1995, describe de manera accesible el funcionamiento, o, más bien, el no funcionamiento del sistema capitalista. En el proceso, mediante sus argumentos, defiende la necesidad de acabar con él.
El libro describe la pobreza de la teoría económica, utilizando ejemplos de Gran Bretaña, pero su crítica se aplica igualmente al Estado español. La gran mayoría de los economistas conservadores o liberales tienen una fe ciega en el mercado, y sólo saben explicar las evidentes crisis como el resultado de actos irracionales por parte de la gente, o por parte de la intervención maligna, en la economía, por parte del Estado. La locura del mercado, en cambio, correctamente sitúa la irracionalidad en el mismo sistema.
Explica cómo la explotación y la miseria son parte integral del capitalismo, y no simplemente el fruto de individuos actuando de forma irracional. Para Harman los capitalistas no son los que «crean la riqueza», tal y como les gustaría hacernos creer. Más bien son ladrones que roban «el producto del trabajo de otros, y después prohiben que se use para continuar produciendo si no se les permite seguir robando».
Asimismo, explica los mecanismos que producen las crisis repetidas, y la tendencia existente cada vez más hacia crisis más profundas. Destaca el peligro de una crisis a gran escala en el futuro, y las alternativas que ésta provocaría con toda su crudeza: socialismo o barbarie.
Defiende con fuerza que el sistema no puede ser reformado, sino que tiene que ser aplastado. En el proceso da muchos ejemplos de los límites del reformismo, utilizando ejemplos en gran parte de Gran Bretaña. Señala que los partidos socialdemócratas han ido abandonado la idea de socialismo de forma progresiva, convirtiéndose en partidarios del mercado libre.
Las críticas de Harman, hacia la política de la «tercera vía» de Tony Blair, serán fácilmente reconocidas por los que hemos vivido 14 años bajo un gobierno socialista de derechas. El ex líder del PSOE, Joaquín Almunia, presumió de las «liberalizaciones» y privatizaciones que había hecho su partido en el poder: «lo único que lamentamos es no haber sabido teorizarlo como ha hecho Tony Blair».
La crisis mundial
La obra de Harman merece más atención aún, dado que fue escrito antes de las crisis masivas que golpearon Asia y América latina a partir de 1997. Estos acontecimientos sólo confirman su análisis, y subrayan su importancia.
Se ve claramente como la falta de planificación global de la economía crea las crisis de sobreproducción, un factor clave en la crisis financiera en las llamadas economías «tigres» del Sudeste asiático. El periódico el Wall Street Journal destacó el ejemplo de China donde «las empresas textiles producen tanta ropa que el país podría prácticamente vestir a toda la población con las existencias almacenadas».
La crisis resucitó la barbarie en forma de racismo. Líderes de todo el continente intentaron mantenerse en el poder, culpando a las diferentes minorías de la crisis, llegando a ataques de masas. Incluso, el presidente malayo se hizo eco de las palabras de Hitler, haciendo un discurso contra los judíos.
La crisis rusa, que se desató poco después, ha sido tan grande como la crisis en Europa y América del Norte en los años 30. Hasta ahora, el gobierno de Putin ha tenido éxito al sofocar el descontento, desviando la atención del pueblo mediante una terrible guerra nacionalista contra los chechenos.
La crisis ha arrasado a la mayoría de los países latinos, añadiendo sus efectos a los desastres causados por el Niño, y por las políticas impuestas por el FMI y el Banco Mundial.
En todos los casos los economistas neoliberales han mostrado la misma pobreza de pensamiento que Harman detalla en su libro. Una y otra vez han mostrado su inhabilidad total al predecir los cambios económicos, y la consecuente histeria que esto les produce. Fracasaron absolutamente en prever la caída de los Tigres, que tan sólo hace pocos años fueron los modelos a seguir para muchos dirigentes europeos. Justo antes de la crisis financiera en Rusia, el redactor de la influyente revista The Economist sacó un libro titulado El boom ruso que está por venir (¡!). Cuando la crisis ya se había hecho sentir, los «expertos» se quedaron sin explicaciones. Un editorial en Cinco Días se desesperó: «Cualquiera puede pensar que ha llegado el momento de hacer algo, pero nadie concreta quién o qué».
De un día a otro, defensores del mercado libre, de toda la vida, se convirtieron en partidarios de la intervención estatal, desde especuladores multimillonarios, como George Soros, hasta el Presidente de Malasia. A pesar de defender la no-intervención estatal en la economía, Aznar y su Ministro de Economía y Hacienda, Rodrigo Rato, encontraron la necesidad de dedicar la increíble cifra de 5.000 millones de dólares a los bancos brasileños, para evitar la extensión de la crisis. Con su actuación admiten efectivamente la incapacidad del mercado libre para organizar la producción.
Todas estas crisis económicas y políticas pueden parecer muy lejanas, aquí en el Estado español, donde las noticias están dominadas, no por las crisis, sino por la «bonanza económica». La crisis mundial ha terminado antes de llegar aquí, éste parece ser el veredicto oficial.
Sin embargo, la misma caída en la tasa de beneficios detectada en los países de Sudeste asiático, que creó la crisis, también se ha detectado en los Estados Unidos. Y esto a pesar del éxito de la ofensiva llevada a cabo por los dirigentes contra la clase trabajadora del país. Lo que ha seguido aguantando y impulsando a las economías europeas, y de hecho al sistema mundial, ha sido el boom americano. Pero este boom se asienta sobre débiles bases: las inversiones extras que resultó del retorno del capital que huía de los mercados «emergentes» en crisis; los valores superinflados de las acciones, en las nuevas tecnologías, de empresas que en muchos casos no han generado ningún beneficio todavía; y una economía conducida por el alto gasto familiar basado en créditos, algo que podría frenarse muy rápidamente, en el caso de temores a futuros problemas financieros.
Por lo tanto, no podemos ver ni el boom americano, ni el «mini boom» español, como algo duradero. Eso es algo especialmente significativo dado la historia reciente de la economía española. En las últimas décadas, ésta ha crecido más rápidamente que la media europea, pero las caídas por recesiones han sido muchos peores.
Ideas para un mundo mejor
Sin embargo, las conclusiones de Harman no son negativas. Ligada a la explotación endémica del sistema encontramos a la lucha de clases, ligadas a las crisis encontramos a las grandes convulsiones políticas, donde de repente surge la posibilidad de un cambio radical de la sociedad, basada en la actividad de la clase trabajadora misma.
Marx ya identificó el papel central de la lucha de clases en el capitalismo, hace 150 años. La explotación innata al sistema, hace que las dos clases (explotados y explotadores) tengan intereses totalmente opuestos. Los jefes siempre quieren bajar los salarios, mientras que los trabajadores queremos que los suban; los jefes quieren que trabajemos más (por el mismo salario), nosotros queremos poder tener más tiempo para vivir nuestras propias vidas. Este conflicto de intereses siempre crea el potencial para la lucha de clases, y con ello la posibilidad de establecer una sociedad nueva y socialista.
Estas luchas se viven a muchos niveles.
La crisis asiática, en la cual millones de trabajadores perdieron sus trabajos, estaba acompañada por el retorno a la palestra de enormes batallas sociales; la más dramática ha sido la revolución en Indonesia, que consiguió derrocar al dictador Suharto.
En América latina, la reacción a los efectos de la crisis se ha juntado al malestar existente por las políticas neoliberales de los gobiernos. El resultado ha sido una serie de explosiones políticas. Sólo por dar unos ejemplos, ha habido huelgas de masas en Colombia con la toma de la mitad del territorio colombiano por los guerrilleros de las FARC; huelgas generales en Argentina; insurrecciones populares en Bolivia y Ecuador, donde se derrocaron gobiernos y presidentes; la caída de Fujimori…
Luego, por supuesto, vino Seattle donde, a finales de noviembre de 1999, los 50.000 manifestantes -sindicalistas, ecologistas, estudiantes, revolucionarios…- consiguieron colapsar la Ronda del Milenio, que iba a inaugurar el nuevo milenio con nuevos regalos para los ricos. Fue una muestra espectacular de la realidad; millones de personas no están contentas con el mundo actual. Las movilizaciones posteriores, de Washington, Melbourne, Praga y Seúl, confirmaron que no fue un caso aislado. Otro buen ejemplo de este rechazo fue el levantamiento popular contra Milosevic en Serbia.
Cada vez hay más gente harta de las injusticias de la globalización y de la falta de democracia real.
En el Estado español, también se han dado luchas importantes. En los últimos meses los maquinistas y los trabajadores de los astilleros han estado en pie de lucha. En 1999 casi la totalidad de la clase trabajadora vasca hizo una huelga general a favor de las 35 horas. Los trabajadores magrebíes en El Ejido pusieron de relieve la dinámica del sistema que Marx describió; como respuesta a ataques racistas, y a la falta absoluta de protección que les dio la policía, se declararon en huelga indefinida; después de tan sólo 3 días, los patronos y sus representantes políticos se vieron obligados a firmar un acuerdo.
Además de las luchas más conocidas, hay miles de luchas pequeñas que estallan en lugares de trabajo y de estudio por todo el Estado: por el empleo, contra la discriminación, contra el aumento en los precios de las fotocopias en la facultad, por la educación pública, gratuita y de calidad…
El nivel de lucha puede subir o bajar, pero el conflicto fundamental de clase, identificado por Marx, sigue existiendo.
Pero el hecho de luchar no es suficiente en sí mismo. También necesitamos ideas claras para romper con las ideas de los jefes que dominan la sociedad. La economía parece un tema reservado a ellos, que ellos únicamente pueden entender. Pero, sus teorías sólo nos pueden conducir al desastre. Este libro genial será un arma esencial para combatir estas ideas. Será un arma en la lucha por un mundo mejor.
En lucha, noviembre del 2000
Introducción del autor
Continuamente oímos que el capitalismo es el único sistema económico que funciona; sin embargo, la realidad para la mayoría de los cinco mil millones de personas que habitamos la Tierra es que este sistema no responde a nuestros intereses.
Según la Organización Mundial de la Salud, la causa mayor de mortalidad en el mundo actual no es la trombosis coronaria ni el cáncer, sino la «pobreza profunda» en que viven mil millones de personas. Esta pobreza es un rasgo creciente incluso en los países industrialmente avanzados, donde hay más de 30 millones de personas desempleadas y otros 15 millones con trabajos temporales e inestables, según las últimas cifras de la Organización por la Cooperación y el Desarrollo Económico. En los Estados Unidos -la sociedad más rica de toda la historia de la humanidad- 32 millones de personas vivían por debajo del límite de la pobreza en 1988 (en el mejor momento del boom de los 80) y casi uno de cada cinco niños nacían en condiciones de escasez. En Gran Bretaña, un tercio de los niños crecen en la pobreza.
Mientras, los que tienen trabajo se enfrentan a una mayor inseguridad y estrés que en cualquier otro momento de los últimos 50 años. «El trabajo es la mayor causa de estrés, según una encuesta a más de 5.000 oficinistas de 16 países», informa el periódico financiero Financial Times. «Más de la mitad de los encuestados dijeron que los niveles de estrés habían aumentado en los últimos dos años.»
Existe una presión constante sobre la mayoría de la gente para trabajar más y aceptar salarios más bajos que en el pasado. Esto se ve muy claro en los Estados Unidos, donde los salarios reales han estado cayendo durante los últimos 20 años. Según el periódico Los Angeles Times, citando al Ministerio de Comercio de los Estados Unidos:
Desde 1973 los salarios reales cayeron a un ritmo anual del 0,7%. Esta tendencia se mantiene. En los tres meses anteriores a junio de 1974, el poder de compra de los trabajadores de los Estados Unidos cayó en un 0,7%
En un estudio llamado The Overworked American (El Americano Sobreexplotado), Juliet Schor habla de la «inesperada caída del ocio»:
Actualmente los americanos trabajan una media de 164 horas más al año que hace 20 años. Esto representa un total de un mes más de trabajo al año.
En Gran Bretaña, Alemania y la mayoría de los países de Europa Occidental, los salarios reales estaban creciendo hasta hace poco. Pero aquí también ha llegado la presión. En Gran Bretaña ha habido un intento de congelar completamente los salarios del sector público. En Alemania se han introducido nuevos impuestos que rebajarán el nivel de vida de las familias trabajadoras. Y en ambos países, los políticos en el poder dicen que hemos vivido demasiado bien durante demasiado tiempo.
Así, el [ex] Primer Ministro alemán, Helmut Kohl dice que Alemania Occidental debe «adaptarse a cambios profundos en su forma de vida, con jornadas de trabajo más largas», mientras el [ex] Ministro británico de Trabajo, Michael Portillo, declara «Los europeos se otorgan salarios demasiado altos» y tienen vacaciones «demasiado largas» y jornadas laborales «demasiado cortas». Los políticos nos dicen que debemos dejar de esperar tener «trabajos de por vida» y que debemos buscar vías de reducir la «carga económica» que representa pagar pensiones al creciente numero de jubilados.
Todas estas concepciones son ahora parte del pensamiento económico convencional que predican todos los grandes gobiernos. Y se ve reforzado por la creciente influencia de lo que antes eran ideas limitadas al sector más lunático de la derecha. En los Estados Unidos, gente como Charles Murray han conseguido una gran audiencia por su afirmación de que si más y más gente vive en la pobreza es por culpa del estado del bienestar, que ha creado una «subclase» de gente inútil incapaz de aprovechar las oportunidades que se les presentan. La única solución, según la «nueva derecha», es la abolición de los subsidios y ayudas a las madres solteras que decidan tener más hijos. También en Gran Bretaña se habla cada vez con más frecuencia de la «dependencia de las ayudas»: un discurso que empieza a oírse tanto en el Partido Laborista como en los círculos conservadores.
Si existen bolsas de pobreza en los países industrialmente avanzados, aún hay más en el resto del mundo. África y América Latina se empobrecieron durante los 70 y los 80, y los ingresos medios per cápita se redujeron. Mientras en Europa y los Estados Unidos los pobres tienen que hacer sacrificios y ahorrar para llegar a fin de mes, en partes de África mueren de hambre por millones.
Y hay poca esperanza en la mayor parte de lo que era el bloque del Este. En 1989 se prometió a la población que el mercado les llevaría un nuevo «milagro económico». Cinco años después, la gente está materialmente peor que bajo las viejas dictaduras, con recortes en los niveles de vida del 40 o 50%.
Pero no todo el mundo es pobre. La situación de los más ricos es mejor que en cualquier otro período. En 1980, los altos cargos de las 300 empresas más grandes de los Estados Unidos tenían ingresos 29 veces superiores que los del trabajador medio, mientras que, en 1990, sus ingresos llegaron a ser 93 veces más elevados. Mientras dos mil millones de personas viven en o por debajo del límite de la pobreza en los países del «Tercer Mundo», un minúsculo sector vive en condiciones cada vez más lujosas. El Financial Times informó en febrero de 1995 de cómo los bancos destinados a estos pocos ricos estaban multiplicándose: «Chase Manhattan estima que los ricos de Europa y Oriente Medio (…) tienen unos mil millones de libras esterlinas en efectivo o en activos líquidos (…) América latina y Asia suman otros mil millones de riqueza privada, una cifra que crece rápidamente».
En los Estados Unidos, «expertos» muy bien pagados quieren que se acaben las ayudas y los subsidios para aligerar la carga que los ricos soportan manteniendo vivos a los pobres; en Brasil, los ricos contratan escuadrones de la muerte para asesinar a adolescentes que duermen en la calle.
En medio de esta pobreza y miseria, muchísimos otros demonios han florecido. Viejas enfermedades como la tuberculosis, el cólera e incluso la peste bubónica -la Peste Negra- han reaparecido. La adicción a las drogas duras se ha extendido a medida que la gente las considera la única manera de escapar, aunque sólo sea por un momento, de su sufrimiento. Los suicidios han aumentado. El crimen ha crecido a manos de una minoría de pobres que ve en estas actividades su única esperanza para alcanzar las vidas de lujo de los ricos, a quienes ven a diario a través de los medios de comunicación. Además de todo esto tenemos el terrible azote de la guerra: el Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas advierte que «amenazas constantes de hambre, violencia y enfermedad son la causa y la raíz del incremento en el número de conflictos internos a nivel mundial…» y observa que los Estados, tanto los pequeños como los grandes, prefieren gastarse los millones comprando modernos sistemas armamentísticos que cubriendo las necesidades más básicas de la gente.
La pobreza y la enfermedad, el hambre y el sufrimiento, la desesperanza y la desesperación no son, evidentemente, nada nuevo en la sociedad humana. Han existido durante la mayor parte de la historia conocida.
Pero la miseria del mundo actual es diferente, ya que coexiste con una riqueza capaz de desterrar la pobreza para siempre. En 1992, el rendimiento económico total de todo el mundo fue cinco veces superior al de 1950, según el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU. Sin embargo, la pobreza en muchas partes del mundo es peor que hace 45 años. El hambre existe al lado de grandes stocks de comida -sólo hay que ver las montañas de alimentos de la Unión Europea- mientras gobiernos norteamericanos y europeos pagan a los agricultores para que no produzcan. Le dicen a la gente que no hay suficientes recursos para todos, mientras se cierran fábricas y se despide a trabajadores que podrían estar produciendo más riqueza. A la mayoría de la gente se le dice que no pueden tener trabajo si no aceptan trabajar más horas y más duro por menos dinero, al mismo tiempo que en todos los países una minoría vive mejor que nunca. En 1950, la quinta parte más rica de la población mundial se quedó con el 30% de sus ingresos; hoy se quedan un 60%. Y mientras, la quinta parte más pobre de la humanidad debe repartirse un 1,4% de la producción mundial.
Pocos de los que apoyan el orden social actual esperan que las cosas mejoren. En muchos países hay partidos, como el Partido Laborista en Gran Bretaña, que una vez prometieron mejorar las condiciones de los pobres con el pleno empleo, el aumento de los subsidios y ayudas y la distribución de la riqueza. Hoy nos dicen que estas ideas «están desfasadas».
Nos enfrentamos a un gran acertijo para el que ninguno de los grandes partidos políticos tiene respuesta. Se produce más riqueza que en cualquier otro momento de la historia. Hay invenciones que pueden incrementar la producción de todo tipo de cosas, incluyendo los alimentos básicos que les son negados a generaciones enteras. Los seres humanos pueden conquistar el espacio exterior y explorar los océanos. Pueden utilizar máquinas increíbles o mandar información de una parte del mundo a otra en una fracción de segundo. Sin embargo, conseguir llevar una vida decente cada vez es más difícil. La gente, en lugar de esperar vivir en condiciones más prósperas y cómodas, muchas veces vive con el miedo a que la situación empeore. La pobreza, en lugar de desaparecer, crece.
Un mundo loco
1. La pobreza de la economía
Los economistas profesionales deberían ser capaces de decirnos cómo hemos llegado hasta este punto. Sin embargo, si esperamos que nos den respuestas, vamos a desilusionarnos.
Actualmente, la escuela económica dominante del capitalismo se llama «marginal» o «neoclásica». Eso es lo que te dirán si estudias economía en la universidad. Sus defensores dicen que su economía es una disciplina técnica, «la ciencia humana que estudia la relación entre los recursos escasos y los diferentes usos que compiten por esos recursos».
Según ellos, la producción tiene lugar de acuerdo a la «ley de la oferta y la demanda». La demanda depende de las elecciones que hacen los individuos, las razones por las que escogen una cosa y no otra, tal y como revela su manera de gastar el dinero. La oferta depende del coste de producir las cosas: lo que cuesta emplear a los trabajadores y utilizar las herramientas con las que trabajan. Y una cosa es producida cuando la cantidad que la gente está dispuesta a pagar por el producto es igual al coste que supone elaborarlo.
Se pueden hacer gráficos maravillosos siguiendo estas teorías, dónde la oferta se mueve en una dirección y la demanda en la otra, y lo que finalmente se produce depende del lugar donde las dos gráficas se cortan. El problema es que estos gráficos de hecho no explican nada, ya que no analizan cuál es el origen de la oferta y la demanda. En lo referente a esta última, no establecen por qué los deseos de algunas personas (los ricos propietarios de tierras, los empresarios multimillonarios o los directores de empresas privatizadas) se traducen en «demanda efectiva» (es decir, demanda respaldada por dinero en efectivo), mientras las necesidades fundamentales del resto de la gente (los parados, los mal pagados, la gente hambrienta de África y América Latina) son ignoradas. En el lado de la oferta no explican por qué cosas que se necesitan desesperadamente no son producidas cuando existen recursos abundantes para hacerlo.
Los «marginalistas» dicen que el alcance de los ingresos de la gente, y como consecuencia el de su demanda, depende de cuánto contribuyen a la producción de la riqueza. Según ellos, la gente cobra con relación al valor añadido que crea su trabajo. Pero esto nos lleva a otra pregunta, ¿Por qué algunas personas cobran 10 o 20 veces más que otras por su trabajo?, y ¿por qué hay gente que no trabaja pero cobra por el simple hecho de poseer riqueza? ¿Qué trabajo realiza el accionista o el prestamista?
Hay una respuesta fácil a todo esto, dicen los economistas: No sólo el trabajo, sino también el capital está involucrado en la producción. Y así como el trabajo cobra de acuerdo a lo que ha contribuido a la creación de la riqueza, también lo hace el capital. Cada «factor de la producción» recibe una «recompensa» equivalente a su «producción marginal».
De hecho, este argumento no aclara nada, aparte de hacer más fácil para los propietarios del capital tener la conciencia tranquila. Lo único que dice es que los ricos merecen hacerse más ricos. Se basa en una tautología, como decir que «2 es igual a 2» o que «un gato es un gato». Ya que si les preguntamos a los economistas cómo se mide el valor del capital, ellos se remiten a la «producción marginal» que aporta el capital. Pero si les preguntamos cómo se mide esa «producción marginal», se remiten al valor del capital utilizado en producirlo. Lo que en realidad están diciendo es que «el valor del capital es equivalente al valor del capital», o que «los beneficios equivalen a los beneficios».
Lo único que los economistas ortodoxos pueden afirmar es que ciertas cosas son compradas y que ciertas cosas son vendidas en el presente, sin decir porqué se producen unas cosas y no otras, por qué algunos son ricos y otros son pobres, o por qué algunos productos se acumulan mientras no son vendidos cuando gente que los necesita desesperadamente no tiene acceso a ellos. Los economistas ortodoxos no pueden decirnos por qué algunas veces hay booms y otras recesiones.
Hace más de 80 años, el marxista austríaco Rudolf Hilferding y el revolucionario ruso Nicolai Bukharin ya sacaron a la luz todos estos problemas de la economía marginalista. Más recientemente han vuelto a revelarse de una forma rigurosa y lógica gracias a economistas académicos disidentes conocidos como la «Escuela de Cambridge».
Hay muchas otras tonterías en el corazón de la economía ortodoxa. Su modelo del mercado asume el perfecto conocimiento de todas las transacciones económicas, no sólo las presentes sino también las futuras, un hecho que es lógicamente imposible. Utiliza la teoría de la «ventaja comparativa», elaborada por el economista del siglo XVIII David Ricardo, para predicar el libre comercio ilimitado a los países más pobres del mundo: la teoría original fue desarrollada cuando el capital no tenía la libertad actual para moverse de un país a otro. Insiste en que si el estado no interfiere la oferta y la demanda se equilibrarán de forma automática, pero sus propios cálculos muestran que ese no es el caso. Finalmente, la economía ortodoxa insiste en que si los múltiples factores que obstruyen la libre competencia en el mundo real -sean los poderes monopolizadores de las compañías gigantes o los sindicatos defendiendo puestos de trabajo- son eliminados, las cosas mejorarán. Pero los cálculos de su modelo demuestran que eliminar una restricción y no las demás empeora las cosas.
De hecho, el modelo no ofrece guía alguna sobre lo que está pasando o lo que puede suceder en el mundo real. Tal como uno de los economistas disidentes, Paul Ormerod, indicó en su libro Death of Economics (La Muerte de la Economía), la ortodoxia es tan útil para entender la economía como lo era la astrología medieval para predecir el futuro. Los economistas que se han basado en la ortodoxia han fracasado completamente en prever los booms y las recesiones de la economía mundial:
Las predicciones económicas son sujeto de escarnio público. En todo el mundo occidental su precisión es espantosa. Sólo en los últimos 12 meses, mientras se escribe este libro, han fracasado en predecir la recesión japonesa, la fuerza de la recuperación americana, la profundidad del colapso de la economía alemana, el desorden en el mecanismo de cambio del SME europeo.
Sin embargo, la ortodoxia sigue enseñándose en las escuelas, estudiándose en las universidades y echándose a la cara de cualquiera que sugiera que puede haber una alternativa al sistema existente de capitalismo de mercado. Su afirmación básica, de que el mercado es la única forma racional de organizar la producción, ha sido aceptada en los últimos años no sólo por la derecha tradicional sino también por los líderes del laborismo, la socialdemocracia y los partidos ex comunistas de todo el mundo.
Esta aceptación sólo es posible si no se retan las absurdidades del mundo. La ortodoxia se basa en tomar el mundo por su valor aparente, en decir que las cosas son como son porque son como son. Pero todo esto no tiene ningún sentido para los que encuentran que la vida en el mundo actual es cada vez más intolerable, los que quieren una alternativa al ciclo de largas recesiones interrumpidas por cortos booms, al crecimiento del paro y la intensificación de la pobreza, a los productos que no pueden ser vendidos mientras hay gente que no puede comprarlos. Para entender todos estos problemas necesitamos un enfoque distinto.
2. Explicando el desorden del mundo
El enfoque económico de Karl Marx era muy diferente a la ortodoxia actual. Él se interesó por la economía porque veía la absurdidad humana del nuevo sistema económico, el capitalismo, que crecía a su alrededor en la Alemania de mediados del siglo XIX. Él ya podía ver que era una sociedad donde se le decía continuamente a la gente que trabajara más para producir riqueza, sin recibir ningún beneficio por su esfuerzo. Tal como redactó en 1844:
Cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él (…) [El sistema] sustituye el trabajo por máquinas, pero arroja una parte de los trabajadores a un trabajo bárbaro, y convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu, pero origina estupidez y cretinismo para el trabajador (…) Produce palacios, pero para el trabajador chozas. Produce belleza, pero deformidades para el trabajador (…) Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo.
Cuatro años más tarde escribió:
[El obrero] trabaja para vivir (…) Ni siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida (…) Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano.
Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama.
Los escritos económicos de Marx tratan sobre cómo esta forma de sociedad apareció y se perpetúa a sí misma. Como tales, también son textos sobre lo que los pensadores académicos establecidos llaman «filosofía», «sociología» e «historia». No son sólo sobre cómo las cosas tienen un precio y no otro, ni sobre por qué y cuándo estallan las crisis económicas. Tratan del mundo del «trabajo alienado», un mundo donde la actividad humana toma vida propia y domina a los humanos, un mundo de trabajo sin fin y de paro, sobreproducción y hambruna.
En sus primeros escritos, Marx enfatizó la absurdidad de este mundo al revés. La palabra que utilizó para definir esto, la «alienación», la tomó del filósofo alemán Hegel, cuyas obras son poco claras. Pero Marx también se basó en otras fuentes. Empleó las descripciones del sistema económico capitalista que se encontraban en los escritos de los fundadores de la economía capitalista ortodoxa como Adam Smith y David Ricardo. Y se basó en la experiencia de los primeros movimientos obreros que lucharon contra el sistema, incluyendo a los cartistas británicos.
En sus textos económicos más tardíos, en especial en su obra de tres volúmenes El Capital, Marx abandonó muchos de los términos filosóficos. Esto ha llevado a algunos a decir que todo su enfoque económico había cambiado. En realidad, el objetivo de El Capital es explicar cómo el mundo del «trabajo alienado» se desarrolla como una fuerza inhumana dominando a los seres humanos. Esto queda claro en los cuadernos que Marx escribió inmediatamente antes de recopilar el último borrador de El Capital. Así, dice:
La dominación del capitalista sobre el obrero es la dominación del objeto sobre el humano, del trabajo muerto sobre el vivo, del producto sobre el productor, ya que en realidad las mercancías que se convierten en los medios de dominación sobre el obrero son (…) los productos del proceso productivo. Es el proceso de alienación de su propio trabajo social.
Marx subraya el hecho de que el sistema capitalista restringe lo que el capitalista individual y el trabajador individual pueden hacer. Pero mientras que «el trabajador, como su víctima, está desde el principio en rebelión y percibe el proceso como esclavitud», el capitalista «está arraigado al proceso de alienación y encuentra en él su más alta satisfacción (…) La auto expansión del capital es el determinante, dominante y más alto propósito del capitalista, la fuerza motriz y componente absoluto de su acción…».
3. Producción y mercancías
Marx estableció que no podemos entender a ninguna sociedad si no miramos cómo la gente de esa sociedad consigue las cosas que necesita para sobrevivir: su comida, refugio y ropa. Porque, hasta que no dispongan regularmente de esto, no pueden hacer nada más.
Pero conseguir esas cosas siempre ha dependido de la cooperación de los humanos para cambiar el mundo natural que les rodea. Al contrario que otras especies animales, no disponemos de dientes ni uñas especiales que nos permitan matar a animales salvajes o masticar vegetación cruda. No tenemos pelaje para mantenernos calientes. La única manera de que disponemos los humanos para vivir y protegernos de la naturaleza es trabajando para cambiarla. Tal y como escribió Engels, «El trabajo es la fuente de toda la riqueza, junto con naturaleza (…) Pero es incluso infinitamente más que eso. Es la condición principal y básica para la existencia humana».
A lo largo de la Historia, el trabajo humano ha tomado formas diferentes. Durante muchas decenas de miles de años, se basó en hombres y mujeres actuando juntos en grupos de unos 40, recogiendo plantas, frutas y raíces y matando animales salvajes. Fueron capaces de hacerlo sin la existencia ni de jefes ni de la opresión de las mujeres. Entonces, hace unos 10.000 años, en diferentes partes del mundo, el trabajo humano empezó a incluir el cultivo y la domesticación de animales. Pero la organización del trabajo aún no implicaba que un grupo social ganduleara inactivo mientras todos los demás trabajaban. Aún existía una cierta igualdad entre todos los hombres y mujeres, con una redistribución de la comida, el refugio y la ropa de acuerdo con las necesidades de la gente, una situación que se mantuvo en muchas partes del mundo hasta las conquistas coloniales del siglo XIX.
En esas sociedades no encontramos ningún rastro del «egoísmo», la «avaricia» y la «competitividad» de la «naturaleza humana» que damos por hecho bajo el capitalismo. Así, un observador del siglo XVIII de los cultivadores iroqueses [un pueblo indígena de América Septentional _N. de la Trad.] explicó:
Si una cabaña de iroqueses hambrientos encuentra a otra con las provisiones no totalmente exhaustas, los últimos comparten con los recién llegados lo poco que les queda sin esperar a que se lo pidan, aunque así se estén exponiendo ellos mismos a los mismos riesgos de morir que aquellos a quienes ayudan.
Sobre otro grupo, los Montagnais, un jesuita escribió:
La ambición y la avaricia no existen en los grandes bosques (…) se contentan con el mero hecho de vivir, ninguno de ellos se ha vendido al diablo para conseguir riqueza.
Y un estudio clásico de los ganaderos Nuer de África del Este informaba que «En general podemos decir que nadie muere de hambre en un poblado Nuer a no ser que todos se estén muriendo de hambre».
Fue hace sólo unos 5.000 años que la división de clases y la dominación de las mujeres por los hombres apareció en todas partes. Esto fue el resultado de un cambio mayor en las formas en que la gente producía sus medios de vida, con la aparición de la agricultura pesada, el uso del metal y la construcción de las primeras ciudades. Entonces surgieron clases explotadoras que vivían del trabajo del resto de la sociedad y Estados establecidos -cuerpos permanentes de hombres armados organizados como ejércitos y fuerzas policiales- para preservar y extender su dominación.
Algunas veces, como en los principios del Antiguo Egipto, Mesopotamia y el Imperio Inca de Sudamérica, las clases dominantes utilizaban la fuerza directa del Estado para hacerse con la riqueza producida por los que trabajaban a través de los impuestos. Otras, como en la Grecia y Roma clásicas, poseían esclavos que realizaban todo el trabajo. Y en ocasiones, como en Europa durante la Edad Media, controlaban la tierra y forzaban a los que la trabajaban a hacerlo gratis o a entregarles la mitad o más de su producción. Pero en todos los casos una minoría vivía de obligar a la mayoría de la sociedad a trabajar para ellos.
Todas esas sociedades, sin embargo, tenían algo en común con las sociedades igualitarias que las precedieron: el objetivo del trabajo era la satisfacción inmediata de las necesidades de la gente, aunque ahora las de la minoría dominante tenían prioridad respecto a las de la gran mayoría de la gente. El esclavo, campesino o artesano trabajaba para producir cosas que eran utilizadas de inmediato por ellos mismos o por los que vivían de ellos. Así, si el propietario de esclavos comía demasiado, o se construía un palacio o una tumba excesivamente grande, el esclavo no tenía suficiente para vivir y pasaba hambre. Si la cosecha no era muy buena y el señor feudal insistía en vivir rodeado de lujos, el campesino feudal moría de hambre. Pero lo que era imposible era una situación en que la gente tuviera hambre, tal como pasa ahora, porque se producía «demasiado». La producción era para ser utilizada, incluso si en gran parte era consumida por una clase que explotaba a todos los demás. Por esa razón, Marx, siguiendo a otros economistas, lo llamó producción de «valores de uso».
Sin embargo, en la sociedad capitalista actual, muy poca producción es para su consumo inmediato. Los trabajadores de la industria automovilística no producen vehículos para su propio uso inmediato, ni para el de su jefe. Fabrican coches para que su jefe se los pueda vender a otra persona. Lo mismo es cierto para el metalúrgico, el zapatero, el técnico de cine, el programador de ordenadores y, en realidad, todos los que cobran por trabajar. Uno podría pasar toda su vida fabricando tornillos, decenas de miles al día si utiliza una máquina. Sin embargo, personalmente, es probable que nunca usase más de unos centenares.
Los bienes se producen para ser vendidos. Son «mercancías» que deben cambiarse por dinero antes de que los productores consigan alguna compensación por su esfuerzo. Como es obvio, tarde o temprano los productos deben ser utilizados, pero primero deben ser intercambiados.
Así, bajo el capitalismo, los productos tienen una extraña peculiaridad: antes de que puedan ser utilizados, de convertirse en «valores de uso», deben ser intercambiados por dinero que, a su vez, puede ser intercambiado por otras cosas. Y su valor se mide en términos de lo que podemos conseguir por ellos cuando los intercambiamos. La clave es el «valor de cambio», es decir, cuánto dinero y, en consecuencia, cuántas otras cosas puedes conseguir por tu producto.
Por medio del intercambio, el esfuerzo realizado por un individuo está ligado al de millones de otras personas a través del sistema mundial. Esto se hace evidente cuando miramos lo que podemos comprar con el dinero que conseguimos por lo que hemos producido. Si compras un carro de productos en Pryca, tienes pan hecho con harina de Canadá, manzanas y peras de Sudáfrica o Nueva Zelanda, conejo de China, anchoas de Perú, flores de Kenya, hoja lata de Malasia o Bolivia, hierro de los Grandes Lagos fundido en Alemania, bolsas de plástico producidas con petróleo de Arabia Saudita o Kuwait. Así cada individuo está ligado a un sistema que utiliza el trabajo de gente de todos los lugares del mundo.
Estas conexiones internacionales entre el trabajo de muchos miles de personas diferentes existen a pesar del hecho de que no hay una coordinación consciente entre ellos. Todos ellos trabajan para diferentes firmas que compiten en países distintos. Sin embargo, es como si sus esfuerzos se unieran. Existe un sistema mundial de producción, pero está organizado a través de la competencia ciega de compañías individuales o, citando la frase de Marx, hay una «producción social pero una apropiación individual».
4. Trabajo y Riqueza
Economistas anteriores a Marx ya habían empezado a explicar el sistema. Hablaban de la «mano invisible» que unía las actividades de la gente. También mencionaron algo más, que Marx aceptó: todas las mercancías tienen algo en común: son el producto del trabajo humano.
En El Capital, Marx pregunta qué es lo que tienen en común dos objetos que cuestan lo mismo, digamos un par de calcetines y una barra de pan. No son sus características físicas: pesan diferente, están hechos de moléculas distintas, tienen formas diferentes, etc. Tampoco es la manera como los empleamos: en general no nos ponemos una barra de pan ni nos comemos un par de calcetines. Comparar el uso que le damos al pan con el que le otorgamos a los calcetines es como comparar el peso de un elefante con el color del cielo: son cosas totalmente diferentes. Según Marx, lo que tienen en común es la cantidad de trabajo invertido para crearlos. Esto es lo que en realidad determina su valor.
Este enfoque es más fácil de entender si pensamos en gente que produce cosas para intercambiarlas. Un carpintero puede hacer una mesa y cambiarla por un traje hecho por un sastre, siempre que el carpintero no pueda hacer un traje de la misma calidad en menos tiempo del que le cuesta hacer la mesa. Él piensa que el traje vale al menos el mismo número de horas de trabajo que su mesa.
Este principio también podemos aplicarlo cuando la gente produce cosas y las vende por dinero. El carpintero venderá la mesa que le cuesta, digamos, cuatro horas de trabajo, por una suma de dinero que le permita comprar otro producto que cueste cuatro horas hacerlo. El precio de la mesa refleja la cantidad de trabajo que se invirtió en su elaboración.
Evidentemente, no todos los carpinteros tendrán las habilidades necesarias para hacer el trabajo en cuatro horas. Algunos tardarán el doble (como tardaría yo si intentara hacer una mesa), pero nadie les pagará el equivalente a ocho horas de trabajo por la mesa si alguien más puede proporcionársela por el valor correspondiente a cuatro horas de trabajo. El precio de la mesa no refleja la cantidad de trabajo realizado por un individuo u otro, sino el requerido por una persona cualificada para esa tarea.
A través del intercambio, el trabajo de cada individuo se compara constantemente con el trabajo realizado en todo el sistema, o, como Marx lo expresó, el «trabajo concreto» de cada individuo se mide como una porción del «trabajo social» de la sociedad en general.
Marx no fue el primero en considerar que el trabajo es la fuente última de riqueza. Éste era un hecho aceptado, al menos en parte, por muchos de los primeros economistas que se identificaron con el sistema capitalista en emergencia, de John Locke a finales del siglo XVII, pasando por Adam Smith en el XVIII y David Ricardo a principios del XIX. Así, Adam Smith escribió:
El precio real de todas las cosas, lo que realmente le cuesta al hombre que quiere adquirirlo, es el esfuerzo y la molestia que costó obtenerlo (…) No fue con oro ni con plata, sino con trabajo, con lo que se compró en un principio toda la riqueza del mundo, y su valor para aquellos que la poseen y quieren intercambiarla por otro objeto es precisamente igual a la cantidad de trabajo que les permite a ellos comprar o vender.
Pero los defensores pro capitalistas de esta «teoría del valor-trabajo» se han encontrado siempre con un problema casi insuperable. Si el trabajo es el origen del valor, ¿cómo aparece el beneficio?
Si todos los productos son intercambiados de acuerdo con la cantidad de trabajo invertida en su producción, entonces todas las personas deberían partir de una misma base. Algunos escogerían trabajar más y así conseguirían un poco más de riqueza y un poco menos de ocio. Pero en general la gente viviría de manera igualmente satisfactoria. Algunos con menos preparación perderían al principio, pero con el tiempo se pondrían al nivel de sus compañeros. Entonces, ¿de dónde viene la acumulación sistemática de la riqueza? Algunos individuos podrían obtener beneficios mediante el engaño a otras personas. Pero eso no explica la aparición de una clase entera de ricos y, de hecho, en el capitalismo moderno prácticamente todos los que venden productos lo son.
Tal y como Marx afirmó:
Los capitalistas, como clase, no pueden enriquecerse a ellos mismos, no pueden incrementar su capital total (…) con un capitalista ganando lo que otro pierde. La clase no puede estafarse a sí misma.
Pero si los capitalistas no consiguen sus beneficios de otros capitalistas, ¿de dónde los consiguen?
Ya 100 años antes de Marx, Adam Smith había intentado explicar los beneficios mezclando su opinión del trabajo como origen del valor con otro argumento, que entendía que el capital incrementa el valor al producir una «renta».
Algunas formas de capital -máquinas, fábricas, etc.- sí que hacen que el trabajo sea mucho más productivo de lo que sería de otra manera. Incluso la herramienta más simple aumenta en gran medida la productividad humana: un trabajador con una carreta puede mover mucho más peso con menos esfuerzo que otro que cargue las cosas a la espalda. Pero las máquinas y las fábricas no son cosas que existan por sí mismas, sino que son el producto de un trabajo humano previo. La carreta que ayuda al bracero es el producto del esfuerzo del metalúrgico. Por eso Marx llamó «trabajo muerto» a los medios de producción (en oposición al «trabajo vivo» del presente).
El valor de los productos en venta aún depende del trabajo que se invierte en hacerlos, aunque parte de este trabajo es pasado y no presente. Si un capitalista dice que se le debe recompensar por invertir en instalaciones o maquinaria, debe preguntársele cómo llegaron éstas a sus manos, y no a las de quienes trabajaron para producirlas en primer lugar. Además, es imposible que una máquina añada valor a algo si no hay un operario («trabajo vivo») para hacerla trabajar, ya que ella por sí sola no fabrica nada. Es la persona que trabaja la que hace posible que cree nuevos productos, con un valor añadido.
El ser humano puede hacer cosas sin la máquina, pero ésta no puede elaborar nada si un individuo no la prepara para funcionar.
El hecho de que sea el trabajo humano lo que en última instancia determina el valor de cambio de las cosas se demuestra con el ejemplo de los avances tecnológicos modernos. Productos que eran caros hace 20 o 30 años han reducido sus precios a medida que las innovaciones tecnológicas han disminuido la cantidad de trabajo necesaria para producirlos, a pesar de que las máquinas que los elaboran son cada vez más complejas y caras. Así, una calculadora electromecánica costaba en Gran Bretaña unas 10.000 o 12.000 pesetas en los años 60 (equivalentes a unas 100.000 o 120.000 actuales), pero hoy puedes comprar una calculadora electrónica más potente por 300 o 500 pesetas. Igualmente, un ordenador hubiera costado más de cien millones de pesetas entonces, y ahora se puede conseguir uno por unas 150.000.
Los productos cuyos precios no han bajado de esta manera son aquellos que aún exigen una inversión de trabajo similar a la de aquel momento: coches; comida y bebida; ladrillos y mortero; y la mayor parte de la ropa.
5. Beneficios y explotación
La idea de que el trabajo es el origen de todo el valor, incluyendo el que vuelve al capitalista en forma de beneficios, intereses y rentas, se convirtió en una razón creciente de vergüenza para los apologistas del capitalismo de los tiempos posteriores a Adam Smith. Implicaba que los capitalistas eran tan parasitarios como los señores feudales a los que reemplazaron. Esto llevó a los economistas pro capitalistas a desarrollar diferentes teorías basadas en la «abstinencia» para explicar los beneficios. Argumentaban que las ganancias eran una recompensa para los capitalistas por usar su riqueza para emplear a gente y no para su propio consumo inmediato.
Sin embargo, como Marx afirmó, esto es absurdo. Emplear a la gente implica comprar su fuerza de trabajo. Si un capitalista consigue un beneficio por hacer esto, entonces toda persona que compre algo debería obtener un beneficio por ello. Si éste es el caso, ¿por qué los trabajadores no ganan nada comprando las cosas que necesitan para sobrevivir?
La teoría de la abstinencia es pura mitología. El capitalista no sacrifica su riqueza cuando invierte. De hecho, su inversión protege su valor, mientras que los beneficios son una cantidad extra que consigue por no hacer nada.
Por lo tanto, si las tasas de beneficio son del 10% (un porcentaje bastante bajo para los estándares capitalistas), alguien que disponga de 200 millones de pesetas para invertir puede gastarse 20 millones cada año (unas 400.000 cada semana), permitiéndose lujos de la manera menos «abstemia», y tener el mismo capital al final del año del que tenía al principio y conseguir 20 millones más para el año siguiente por no hacer nada. En contraste con todo esto, incluso si un trabajador con un salario medio pudiera, milagrosamente, «abstenerse» por completo de comer, pagar el alquiler y comprar ropa, necesitaría décadas para ganar lo suficiente para hacer una inversión de esas características.
Lo que en realidad pasa, tal y como Marx demostró, es que el capitalista consigue un beneficio apoderándose de parte del trabajo de sus empleados, igual que el propietario de esclavos podía vivir una vida de lujo forzando a los mismos a desvivirse por él, y el señor feudal podía llenarse la panza obligando al campesino a trabajar su tierra a cambio de nada. La única diferencia es que entonces era imposible ocultar al esclavo o al siervo la cruda realidad de que los frutos de su esfuerzo se los apropiaba otra persona. Lo sabían porque había alguien encima de ellos con un látigo o una porra.
En cambio, bajo el sistema actual parece existir un intercambio justo e igual entre el trabajador y el capitalista. Los trabajadores venden su fuerza de trabajo por una suma de dinero, su salario. Y lo que consiguen depende de cómo se valora su actividad de la misma manera que lo que el granjero obtiene por sus huevos se deriva de su precio en cada momento. Parece que estén recibiendo «un salario justo por un trabajo justo».
Pero este intercambio aparentemente «justo» entre el trabajador y el capitalista esconde una desigualdad fundamental entre ellos. Los dos tienen la capacidad de trabajar (aunque el capitalista pocas veces tiene que ponerla en práctica). Pero sólo uno de los dos, el capitalista, tiene control sobre las herramientas y los materiales necesarios para que el trabajo se lleve a cabo. Y si la gente no tiene acceso a las herramientas o a la tierra, se enfrentan a la siniestra elección entre morir de hambre o trabajar al servicio de los que sí las controlan.
En relación con ello, Adam Smith destacó:
En el estadio original de las cosas, que precedió a la apropiación de la tierra y a la acumulación de stocks, todo el producto del trabajo pertenecía al trabajador (…) Pero tan pronto como la tierra se convirtió en una propiedad privada, el propietario de la tierra empezó a exigir una parte de la producción.
El producto de todo el trabajo está sujeto a una reducción a cuenta de los beneficios (…) En todas las manufacturas, la mayor parte de los trabajadores necesitan un jefe que les avance los materiales para realizar su trabajo (…) Él comparte el producto del trabajo de sus empleados.
Lo que era cierto en los tiempos de Adam Smith, cuando muchos pequeños granjeros y artesanos aún poseían los medios de producción para ganarse la vida por sus propios medios, es hoy cien veces más cierto. Todos los recursos para fabricar riqueza -fábricas, máquinas, la tierra cultivada- están en manos de un número muy reducido de personas. En Gran Bretaña, 200 grandes empresas, dirigidas por un grupo cerrado de unos 800 altos ejecutivos, controlan los medios de producción responsables de la fabricación de la mitad del PIB. El grueso de los 24 millones de asalariados británicos no tiene otra opción que intentar conseguir emplearse para esa gente. Esto es aplicable no sólo a los trabajadores manuales que normalmente identificamos con el término «clase obrera», sino también a los de «cuello blanco» que se consideran «clase media»: administrativos, informáticos, subeditores de revistas o periódicos o dependientes; todos se ven obligados a vender su fuerza de trabajo de la misma manera que lo hacen los trabajadores de la industria automovilística o los de los astilleros.
Muy pocos de los que dejan la escuela o pierden sus lugares de trabajo tienen los medios para instalarse por cuenta propia. La única alternativa a vender su fuerza de trabajo a los propietarios de las oficinas y las fábricas es intentar vivir de las ayudas y los subsidios del sistema. Pero éstos no dejan de ser recortados por gobiernos que hablan de la necesidad de dar a la gente «incentivos» para trabajar.
La cruda realidad es que la mayoría de la población no puede ni soñar en llevar una vida medio decente a no ser que estén preparados para vender su trabajo a los que controlan los medios de producción. Son «libres» en el sentido de que no tienen que trabajar para una empresa o un capitalista concreto, pero no pueden escapar del hecho de tener que trabajar para alguien.
Como Marx dijo, «el obrero, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien se ha alquilado (…) Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto».
El trabajador puede no ser un esclavo, la propiedad personal de un capitalista, pero sí es un «esclavo asalariado», obligado a trabajar para algún miembro de la clase capitalista. Esto pone al trabajador en la posición de que debe aceptar un salario que es menos que el producto total de su esfuerzo. El valor de su sueldo bajo el capitalismo nunca equivale al valor del trabajo que realiza.
6. El origen de los beneficios
Normalmente decimos que el trabajador recibe un salario «por su trabajo». Sin embargo, Marx demostró que la expresión «su trabajo» tiene dos significados diferentes.
Se refiere al trabajo que se realiza, pero también a su capacidad para trabajar, que él bautizó con el nombre de «fuerza de trabajo».
Las dos cosas son muy diferentes. La capacidad de la gente para trabajar depende de su aptitud para conseguir suficiente comida, alojamiento, ropa y descanso que les permita ir a trabajar cada día lo bastante despejados para poner el esfuerzo necesario y prestar la atención requerida a las tareas que deben abordar. Serían físicamente incapaces de producir si no recibieran un salario con el cual al menos pudieran pagar esas cosas. Tal y como escribió Adam Smith:
Hay un mínimo por debajo del cual es imposible reducir por ningún tiempo considerable los salarios ordinarios de ni siquiera las especies más bajas de trabajadores. Un hombre siempre debe vivir de su trabajo, y su salario debe ser suficiente para mantenerlo. En la mayoría de los casos incluso debe ser un poco más; si no, sería imposible para él sacar adelante a su familia y la raza de estos trabajadores no duraría más de una generación.
La cantidad exacta de «suficiente» depende de la tarea que cada trabajador realice y de las condiciones generales de la sociedad en que vive. Así, hoy en día, los trabajadores de Europa Occidental, Estados Unidos, Japón e incluso Corea del Sur aspiran a una mejor comida, alojamiento, ropa y más descanso de lo que esperaban los obreros de Manchester que Engels conoció a mediados de 1840, o los de la India o África hoy en día. Y los jefes con más vista a veces se dan cuenta de que deben proporcionar a sus asalariados unas mínimas condiciones si quieren que trabajen de manera productiva, de igual forma que el granjero inteligente sabe que debe dar a sus vacas pienso suficiente para conseguir una buena producción de leche. Un artículo de 1995 en el Financial Times decía, «Muchos empresarios se dan cuenta (…) de que su personal debe tener vacaciones y una vida fuera del trabajo para producir de manera efectiva». «Yo insisto en que mis empleados tomen sus vacaciones», contaba un socio de una de las empresas contables más importantes de Gran Bretaña. «Si no es así, son menos productivos».
Evidentemente, muchos jefes no lo ven así. Les duele cada peseta que gastan en salarios y cada minuto que los empleados no trabajan para ellos. Y los asalariados tampoco ven su sueldo sólo como un medio que les permite seguir trabajando para su jefe, sino que lo ven como algo que les da la oportunidad de comprar lo que quieran, sea unas cuantas cervezas, un coche de segunda mano, juguetes para los niños, o un par de semanas de vacaciones. Por eso hay una lucha continua entre los jefes y los empleados, con los primeros intentando recortar los salarios por debajo de lo mínimo necesario para mantener las vidas de las familias de los trabajadores, y estos últimos luchando por incrementar las retribuciones por encima de este mínimo, para tener así un poco más de «tiempo libre» y unos «pequeños lujos».
Pero la realidad bajo el capitalismo actual, igual que en los tiempos de Marx, es que la gran mayoría de los trabajadores manuales y de cuello blanco están física y mentalmente exhaustos cuando terminan la jornada laboral, y gastan su dinero en cosas que no hacen más que devolverlos a la condición necesaria para retomar el trabajo al día o a la semana siguiente. No se ve a muchos de estos asalariados que no estén cansados cuando suben a los autobuses o trenes para ir a trabajar por la mañana o cuando vuelven a cogerlos por la noche para volver a casa.
El salario que recibe el empleado depende del coste de restablecer su capacidad para trabajar, es decir, el de renovar su «fuerza de trabajo». Si los sueldos son demasiado bajos, los trabajadores estarán malnutridos y demasiado cansados para rendir adecuadamente. No querrán trabajar y el capitalista no podrá conseguir tanta producción como quiere. Si, al contrario, la paga es mayor que el coste de renovar la capacidad del trabajador de producir, el jefe hará lo que sea para reemplazarle por otro que le cueste menos.
De igual manera que con cualquier otro producto que se compra y se vende, el valor de la fuerza de trabajo depende de cuánta dedicación es necesaria para producirla. Es decir, se establece en función de cuánto trabajo se invierte en crear lo necesario para mantener al trabajador en forma, sano y listo para la labor; cuanto se necesita para proporcionarle tres comidas al día, transporte al trabajo, un poco de ocio por las noches y durante los fines de semana y lo mínimo para sacar a los niños adelante para que se conviertan en la próxima generación de trabajadores. Pero la cantidad de esfuerzo que se requiere para elaborar las cosas que nos mantienen en forma y capaces de trabajar no es la misma que realizamos durante nuestras jornadas laborales. Producir la comida, alojamiento y ropa de una familia puede requerir cuatro horas del trabajo total de un empleado, pero, bajo presión, este mismo puede trabajar ocho, diez o incluso 12 horas al día. Y el capitalista no va a pagarle su salario si no lo hace.
El jefe paga el precio estándar de nuestra «fuerza de trabajo», pero consigue de nosotros una jornada de trabajo, y esto vale mucho más que el precio estándar de la capacidad para trabajar durante un día.
Así, si se necesitan cuatro horas de trabajo para producir lo necesario para vivir, pero la jornada es de ocho horas, el capitalista se queda el valor de la mitad de nuestro trabajo al día por no hacer nada.
Como controla los medios de producción, puede quedarse con un plus de cuatro horas de trabajo al día. Este plus Marx lo llamó «plusvalía»: el origen de las ganancias, los intereses y las rentas.
El capitalista se apropia de este valor cada día. Y haciendo esto, se pone continuamente en una posición que le permite obtener aún más plusvalía, ya que ésta es la que le proporciona los recursos para conseguir más medios de producción y forzar a los empleados a trabajar duro para él en el futuro.
Sin embargo, los capitalistas argumentan que ellos están haciendo un favor a los asalariados permitiéndoles trabajar. Arguyen que son los «creadores de empleo», como si el trabajo social no pudiera producirse sin el previo expolio capitalista. Y algunas personas del movimiento obrero son los suficientemente estúpidas como para referirse a ellos como «socios en la producción», como si el propietario de esclavos fuera el «socio» del esclavo o el señor feudal el «socio» del siervo.
La realidad es que, cada vez que un obrero trabaja, aumenta el control que ejerce el capitalista. Esto es verdad incluso cuando las condiciones permiten mejoras en el nivel de vida de los trabajadores. Marx se refirió a ello en El Capital:
Pero así como la mejora en la vestimenta, en la alimentación y el trato, o un peculio mayor, no abolían la relación de dependencia y la explotación del esclavo, tampoco las suprimen en el caso del asalariado. El aumento en el precio del trabajo, aumento debido a la acumulación del capital, sólo denota, en realidad, que el volumen y el peso de las cadenas de oro que el asalariado se ha forjado ya para sí mismo permiten tenerlas menos tirantes.
Esto permite a los capitalistas hacerse con toda la maquinaria y las materias primas necesarias para incrementar la producción. Así pueden pretender ser «creadores de riqueza», los que «dan trabajo» a otros. De hecho, lo que hacen es robar el producto del trabajo de otros, y después prohiben que se use para continuar produciendo si no se les permite seguir robando.
7. El robo y la emergencia del capitalismo
Actualmente, vemos la compra y venta de la fuerza de trabajo como algo «natural», tanto como que el sol salga y se ponga cada día. Sin embargo, sólo era un rasgo mínimo de cualquier sociedad hasta hace unos pocos cientos de años. En Europa durante la Baja Edad Media, o en África y Asia en tiempos de la colonización europea de los siglos XVIII y XIX, la gente tenía algún acceso directo a los medios necesarios para salir adelante, incluso si tenía que entregarle una parte de su producción al señor feudal parasitario. Los campesinos podían cultivar su propia comida en su tierra. Los artesanos podían producir objetos en sus pequeños talleres.
Lo que cambió esta situación fue un acto de expolio primitivo, el uso de la fuerza para eliminar el control de la población sobre los medios de producción. Esto lo llevaron a cabo las fuerzas del Estado a órdenes de algunos de los grupos más privilegiados de la sociedad.
Así, en Inglaterra y Gales, por ejemplo, la emergencia del capitalismo se acompañó de las «enclosures», una serie de actas del Parlamento que sacaron a la fuerza a los campesinos de las tierras comunales que habían cultivado durante siglos. También se aprobaron otras leyes contra la «vagancia» que obligaban a los campesinos desposeídos a buscar trabajo a cambio de cualquier salario. En Escocia las «clearances» tuvieron el mismo efecto, cuando los lores echaron a los pequeños granjeros de sus tierras para reemplazarlos primero por ovejas y después por ciervos.
La clase dirigente británica, mientras amasaba un imperio en todo el mundo, tomó medidas para llevar a cabo la misma separación de la masa popular respecto del control sobre los medios para subsistir. En India dieron todo el control de la tierra a la ya muy privilegiada clase zamíndar. En el sur y el este de África obligaron a las familias a pagar un impuesto fijo que sólo podían conseguir mandando a un miembro de la familia a trabajar para los rancheros y empresarios europeos. Y en América del Norte y el Caribe, cuando vieron que no podían forzar a la población indígena a convertirse en asalariados «gratuitos», importaron millones de esclavos que raptaron de África Occidental para conseguir los beneficios que querían.
Marx llamó a este proceso de creación de las condiciones para el crecimiento de la producción capitalista «la acumulación originaria de capital», que conllevaba dos cosas: por una parte, la concentración de cantidades ingentes de riqueza en manos de la clase capitalista, y por la otra, la «liberación» de la población de cualquier acceso directo a los medios para ganarse la vida.
Una vez el capitalismo se hubo establecido, sus propios mecanismos económicos hicieron que fuera todavía más lejos. Así, en Gran Bretaña en el siglo XVIII, aún había centenares de miles de tejedores en telares manuales que trabajaban por su cuenta y vendían la ropa que producían. En 50 años, todos habían tenido que dejarlo por la competencia de las empresas capitalistas que utilizaban telares mecánicos. En Irlanda en 1840, una terrible hambruna causada por la exigencia por parte de los propietarios de tierras (mayormente británicos) de que los campesinos hambrientos les pagaran alquiler -incluso cuando los campos de patata dejaron de producir- llevó a la muerte por inanición a un millón de personas, mientras otro millón emigraba para buscar trabajo en Inglaterra y los Estados Unidos.
Desde entonces la historia se ha repetido muchas veces. En África, Asia y América Latina, presiones «económicas» constantes -ayudadas por la acción policial contra los que no pueden pagar los alquileres- han forzado a millones de personas a abandonar el campo para buscar empleo, muchas veces sin suerte, en las barriadas de las grandes ciudades, donde no tienen otra opción más que aceptar cualquier tipo de trabajo que puedan encontrar, al precio que sea. Una vez el capitalismo se ha establecido en cualquier parte del mundo, la necesidad de utilizar la fuerza directa para hacer trabajar a la gente se reduce. Con el paso del tiempo las personas olvidan que una vez fueron capaces de salir adelante sin trabajar al servicio de nadie. Empiezan a ver como natural la relación existente entre el jefe y el trabajador. Y demasiadas veces aceptan el mensaje capitalista que disfraza la realidad de la esclavitud asalariada bajo la palabrería de que los capitalistas «dan trabajo».
La existencia de la explotación -unos pocos apropiándose de la riqueza producida por muchos- queda, de este modo, escondida.
Marx habló del «carácter fetichista del mundo de las mercancías» para referirse a esta situación. Explicó que la gente comete el error de mirar sólo lo que pasa en el mercado capitalista, sin ver las relaciones humanas reales en que se basa. La conclusión es que no hay ninguna otra manera de organizar el mundo.
8. La dinámica del capitalismo
El marxismo está pasado de moda, dicen muchos líderes socialdemócratas europeos, ya que, según ellos, no entiende el «dinamismo» de la «economía de mercado».
Esta afirmación demuestra la ignorancia de estos políticos respecto a las ideas de Marx, ya que todo su análisis del capitalismo estaba basado en la comprensión del dinamismo del sistema: su incapacidad de mantenerse estable, su inexorable transformación de la producción y de las vidas de aquellos que trabajan dentro de él.
El Manifiesto Comunista, que Marx escribió con Frederick Engels a principios de 1848, decía:
La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas.
Y enfatizaba la continua transformación de la industria bajo el capitalismo:
La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción (…) Una revolución continua en la producción (…) distingue la época burguesa de todas las anteriores.
En El Capital, Marx ve el esfuerzo continuo por construir industrias más y más grandes como un rasgo característico del capitalismo:
Como fanático de la valorización del valor, el capitalista constriñe implacablemente a la humanidad a producir por producir (…)Acumulación por la acumulación, producción por la producción misma.
El Capital nos muestra cómo esta obsesión por la acumulación es parte de la naturaleza misma del mercado capitalista. El primer volumen de la obra empieza analizando la producción para el mercado («producción de mercancías»), para después estudiar lo que pasa cuando aparece el trabajo asalariado y la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía, y culmina mostrando cómo la producción a través del trabajo asalariado crea un proceso de acumulación compulsiva que ignora las necesidades humanas y los deseos individuales.
El desacuerdo entre Marx y los líderes socialdemócratas europeos y otros «modernos» -aunque en realidad muy antiguos- pensadores pro capitalistas, no se basa en su incapacidad de comprender el dinamismo del capitalismo, sino en el hecho de que Marx ve que el dinamismo del sistema es inseparable de su inhumanidad e irracionalidad.
El capitalismo se basa en un sistema de producción social que actualmente cuenta con una «plantilla» mundial de unos tres mil millones de personas. Sin embargo, la organización de la producción la llevan a cabo empresas separadas y rivales (algunas privadas, otras propiedad de estados nacionales) motivadas sólo por la necesidad de mantenerse a la cabeza de la competencia. El hecho de que todas las empresas exploten a sus asalariados significa que ninguna puede dormirse en los laureles. No importa cuánto éxito haya tenido una compañía en el pasado, siempre vive con el miedo de que una rival invierta sus beneficios en instalaciones y maquinaria nueva y más moderna. Por eso cada empresa debe estar continuamente preocupada por mantener sus beneficios más altos que las demás. Y eso significa que cada una intenta que sus trabajadores produzcan lo más posible por lo menos posible. Ningún capitalista se arriesga a estabilizarse, ya que eso significaría quedar detrás de sus competidores y, con el tiempo, quebrar.
Esto es lo que explica el dinamismo del capitalismo, la presión sobre cada capitalista por mantenerse por encima de los demás lleva a una renovación continua de las instalaciones y la maquinaria, y a una presión permanente sobre los trabajadores para crear los beneficios que hacen que la mejora sea posible. Pero esto es también lo que hace que el sistema sea inhumano.
En un mundo racional, la introducción de equipos que ahorran trabajo llevaría automáticamente a una mejora de los niveles de vida y una reducción de la jornada laboral. Pero eso no pasa bajo el capitalismo, donde cada empresa intenta reducir sus costes para mantenerse a flote, lo que significa mantener bajos los niveles de vida de los trabajadores.
La inhumanidad e irracionalidad de la toma de decisiones bajo el capitalismo son tan grandes que ni siquiera los jefes son libres para hacer lo que quieran. Pueden decidir explotar a sus trabajadores de una manera u otra, pero no pueden elegir no hacerlo, ni hacerlo en menor medida que otros capitalistas, a no ser que quieran quebrar. Ellos mismos están sujetos a un sistema que persigue su implacable objetivo sean cuales sean los sentimientos de los individuos. El capitalismo es una carrera de ratas. Cualquier empresario que no sea una rata, que intente tratar bien a sus trabajadores, poniendo sus necesidades por encima de la competitividad, no durará mucho tiempo.
Además, la competición ciega entre los capitalistas inevitablemente crea condiciones que amenazan con sumir a todo el sistema en el caos. La producción de las empresas rivales está relacionada a través del mercado. Ningún capitalista puede mantener la producción si no vende lo que fabrica. Pero la capacidad de vender depende del gasto de otros capitalistas; de su gasto directo en productos (lujos y maquinaria e instalaciones para sus empresas) y de los salarios que pagan a los trabajadores (que, a su vez, lo gastan en su mantenimiento). Pero estos capitalistas no pueden gastar si no han vendido antes sus propios productos.
El mercado hace que la producción de todo el sistema dependa de lo que pasa en cualquier otra parte; si la cadena de comprar y vender se rompe en algún punto, todo el sistema puede empezar a chirriar hasta pararse. Entonces es cuando estalla una crisis económica.
Explicando las crisis
9. Expansión y recesión
La historia del capitalismo industrial ha sido una historia de altibajos, lo que los economistas establecidos llaman «el ciclo económico». Durante cerca de 200 años ha habido períodos de expansión frenética de la producción interrumpidos por colapsos repentinos, en los cuales sectores enteros de la industria han quedado parados.
Hemos pasado tres recesiones de este tipo en los últimos 20 años, y cada una ha impuesto una carga más pesada sobre los trabajadores, arruinando las vidas de las personas que han perdido su trabajo, y a veces también sus casas. Estas crisis periódicas forman parte de la manera de funcionar del sistema.
Cada empresa pretende maximizar sus beneficios. Si éstos parecen fáciles de conseguir, entonces muchas empresas incrementan su producción tan rápido como pueden. Abren nuevas fábricas y oficinas, compran maquinaria y contratan a más gente, creyendo que será factible vender las cosas que se produzcan. Al hacer esto, abren el mercado a otras empresas, que pueden vender de este modo sus instalaciones y maquinaria a las empresas, y bienes de consumo a los trabajadores que han encontrado un empleo. Entonces, toda la economía alcanza un período de auge, se produce más y el paro disminuye.
Pero es imposible que esto dure. El mercado «libre» implica que no hay coordinación entre las diferentes empresas que compiten. Así, por ejemplo, los fabricantes de coches pueden decidir incrementar su producción, sin que a su vez haya necesariamente un aumento en la producción por parte de las empresas productoras de acero para los chasis de los coches o de las plantaciones en Malasia que producen goma para los neumáticos. De la misma manera, las empresas pueden decidir emplear a trabajadores cualificados, sin que ninguna de ellas se plantee encargarse de la formación necesaria para incrementar el número total de estos asalariados.
Lo único que les importa a las empresas es conseguir el máximo beneficio en el mínimo tiempo. Pero la prisa ciega por obtener esto puede llevar fácilmente al agotamiento de las reservas existentes de materias primas y componentes, trabajadores cualificados y financiación para la industria.
En todos los booms económicos que el capitalismo ha experimentado, se ha llegado a un punto en el que ha habido escasez de estos factores. Los precios y los tipos de interés empiezan a subir, lo que a su vez anima a los trabajadores a actuar para defender sus niveles de vida.
El boom lleva inevitablemente a una subida de la inflación y, lo que es más importante para los capitalistas, la subida de los costes pronto destruye los beneficios de algunas empresas, llevándolas al filo de la bancarrota. La única manera que tienen para protegerse es reducir la producción, echar a los trabajadores y cerrar fábricas. Pero al hacer esto destruyen el mercado para los productos de otras empresas. Y del boom se pasa a la crisis.
Aparece el problema de la «sobreproducción». Los productos se amontonan en almacenes porque la gente no puede permitirse comprarlos. Al reducirse la demanda, los trabajadores se ven en la calle, ya que aquellos no se pueden vender. Esto significa que los trabajadores pueden comprar menos cosas y el grado de «sobreproducción» en el sistema se incrementa.
La industria automovilística no puede vender tantos coches como antes, de manera que consume menos acero. Como consecuencia, las fábricas metalúrgicas cierran y sus trabajadores son despedidos. Pero los metalúrgicos en paro no pueden comprar coches, y por eso se producen menos coches. Llega el momento de despedir a los empleados de la industria del automóvil, pero entonces éstos no pueden comprar cosas como lavadoras o neveras fabricadas con acero, o sea que se demanda menos acero, y más plantas metalúrgicas tienen que cerrar, más trabajadores acaban en la calle y se compran menos coches. Existe un círculo vicioso en el cual todas las empresas afirman que sólo pueden sobrevivir si bajan los salarios, aumentan la productividad y despiden a los trabajadores. Pero cada vez que lo hacen, destruyen el mercado de otras empresas, provocan más despidos y recortes salariales y, a la larga, reducen el mercado para sus propios productos. El paso del boom a la crisis siempre toma a los grandes empresarios desprevenidos. Durante los últimos años de la década de los 80, personajes destacados de ambos lados del Atlántico proclamaron que sus economías progresaban de manera milagrosa. En 1990, el primer ministro británico, el conservador John Major, y su Ministro de Economía y Hacienda, Norman Lamont, afirmaron repetidamente que no habría ninguna recesión. Casi todos los pronósticos de los economistas profesionales les dieron la razón. «La buena noticia del último número del Economic Outlook de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico es que la actividad económica en el mundo industrializado se ha estabilizado en una sostenible tasa de crecimiento económico del 3%» decía Peter Norman en el Financial Times.
Entonces, como caída del cielo, llegó la recesión. El mismo Peter Norman ahora hablaba de una «letanía de malas noticias económicas. Prácticamente todos los indicadores de la caída de la producción y de las ventas y el aumento del paro han sido peores de lo que se esperaba». El mismo Financial Times estaba del todo desconcertado por lo que había pasado. «No podemos explicarlo», admitió uno de sus columnistas regulares. Ahora Lamont hablaba de las recesiones como si fueran un fenómeno tan natural como la subida y el retroceso de las mareas. Su predecesor, Nigel Lawson, que fue uno de los que más se había jactado del presunto «milagro económico» de los 80 ahora insistía en que «el ciclo económico es un hecho natural. Siempre ha habido y siempre habrá subidas y bajadas».
Tal y como Marx apuntó, los empresarios siempre piensan que las cosas van de maravilla hasta que de repente estalla la crisis: «los negocios siempre parecen totalmente solventes hasta que de pronto llega la debacle». Pero el desastre siempre acaba por producirse, y provoca una devastación masiva de las vidas de la gente y un despilfarro excesivo de recursos. A pesar de eso, la respuesta de los jefes y los gobiernos a la recesión siempre es decirle a la población que «no hay suficientes recursos» y que «todos tenemos que hacer sacrificios» y «apretarnos el cinturón».
En la crisis de principios de los 90, la economía británica produjo cada año como mínimo un 6% menos de lo que podría haberlo hecho, causando una pérdida total de hasta 9 billones de pesetas en producción cada año durante casi tres años. Para decirlo de otra manera, la pérdida anual fue casi tan cuantiosa como el coste de la Seguridad Social. La recesión fue menos grave en los Estados Unidos que en Gran Bretaña. Sin embargo, su pérdida en producción fue de más de 50 mil millones de dólares por año. Si hubiera crecido de manera modesta, hubiera habido 150 mil millones de dólares extras en producción al año: una cifra igual a los recursos de los que dispone toda la población negra del África subsahariana.
Y esto no es ningún examen exhaustivo de todo lo que se perdió, ya que ésta no era la primera, sino la tercera crisis del mundo occidental en 16 años. Si las economías occidentales hubieran podido crecer durante esos años a la misma velocidad con que lo había hecho en los 20 años precedentes, la producción total hubiera sido más de 40% más alta de lo que fue.
Las pérdidas resultantes, a nivel mundial, de las crisis económicas son más importantes que las causadas por todas las catástrofes naturales -terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones y epidemias- juntas. Pero las crisis económicas no son desastres de la naturaleza.
Los medios para producir las cosas que la gente necesita desesperadamente existen igual en medio de una crisis económica que antes o después; por una parte las fábricas, minas, astilleros, campos, etc., capaces de crear bienes, y por la otra, los trabajadores capaces de trabajar en ellas.
No es una catástrofe natural lo que impide a los hombres y mujeres parados que trabajen en las industrias cerradas, sino la organización del capitalismo.
10. La economía capitalista y las crisis económicas
A pesar de las pérdidas y la devastación de familias enteras causadas por las crisis capitalistas, la mayoría de los economistas de moda han intentado mantener que éstas ni existen. Se han apuntado a una «ley» desarrollada por un economista francés que vivió hace dos siglos, Jean Baptiste Say. Éste mantuvo que la crisis es imposible, ya que cada vez que alguien vende algo, alguien más lo compra. Este principio lo encontramos en escuelas económicas actuales como la «marginalista» o «neoclásica».
Hablan de una «mano invisible» del mercado que asegura de manera automática que todo lo que se produce puede ser comprado, que la «oferta» equivale a la «demanda». Los precios de las mercancías, dicen, son como señales que avisan a los capitalistas sobre qué producir. Esta teoría es la base de todos los elogios al mercado que tan de moda están entre los políticos de todo el mundo. Es su justificación para eliminar los controles, privatizar industrias y declarar que el socialismo está «pasado de moda».
Pero esta creencia no se aguanta por ningún sitio.
Los precios jamás pueden relacionar la oferta y la demanda, las ventas y las compras, la producción y el consumo, de manera óptima. La producción es siempre un proceso que tiene lugar en un momento determinado. Los precios no indican cuál será la demanda cuando el producto esté terminado, sino cual era antes de empezar a producirlo.
El factor tiempo crea problemas inmensos, incluso en las formas más simples de producción de mercancías como el cultivo de grano por los pequeños campesinos. Si un año hace mal tiempo y la cosecha sufre, los precios suben. Sin embargo, ese año no se puede producir más grano. En el mundo real (en oposición al mundo de los teóricos del mercado) los campesinos tienen que esperar a la primavera siguiente para sembrar su próxima cosecha. Pueden responder a la «alerta de los precios» cultivando un área mayor de tierra. Pero a no ser que, por coincidencia, un año de mal tiempo vaya seguido de otro igual, la única consecuencia posible es que se produzca más grano del necesario (en términos de demanda).
El problema de este tipo mejor conocido es el llamado «ciclo del cerdo», ya que los granjeros que tienen cerdos se encuentran repetidamente con el inconveniente de que la demanda de estos animales o excede al número de cerdos que ellos tienen preparados para vender o el número de cerdos que poseen es mucho mayor que la voluntad de la gente de comprarlos. Pero casos similares han asediado siempre a la producción agrícola de todos tipos.
Los ciclos no desaparecen cuando pasamos de un mundo de pequeños granjeros al de las grandes empresas capitalistas. De hecho, empeoran.
La producción industrial no empieza sólo unos meses antes de su consumo final. Depende de la materialización de una gran inversión en capital fijo, de la construcción de fábricas y de la instalación de maquinaria durante un período de varios años. Como hay «libre mercado», no puede existir la coordinación entre diferentes empresas rivales, y por eso las alteraciones de «sobreproducción» y «exceso de demanda», de recesión y expansión, son incluso más pronunciadas que en el sistema agrícola.
El único recurso que tienen los ortodoxos para evitar este problema es ignorarlo. Esto fue abiertamente reconocido por uno de los fundadores del «marginalismo», Leon Walras: «Ahora mismo, resolveremos esta dificultad», escribió, «pura y simplemente ignorando el factor tiempo». Roy Radner, un economista que a finales de los 60 se empeñó en demostrar de forma matemática que la economía competitiva de mercado produciría un equilibrio estable entre lo que se producía y lo que era necesario, tuvo que acabar concluyendo que eso era imposible, ya que su teoría asumía que los que estaban involucrados en el sistema tendrían que figurarse, con antelación, como responder a todas las posibilidades a las que podrían tener que enfrentarse en el futuro. El modelo de un equilibrio perfecto, concluyó, «se desmoronaba» al enfrentarse a la imposibilidad de hacer esto.
De hecho, en el mundo real, si se acaba llegando a un equilibrio entre la producción y el consumo, nunca es a través de una conjunción suave e indolora de la oferta y la demanda, sino de una convulsión violenta, la crisis.
Dos escuelas de economistas pro capitalistas han reconocido este fenómeno. La gran recesión de los años 30 llevó a algunos teóricos, el más conocido John Maynard Keynes, a rechazar la versión cruda de la ley de Say. Keynes apoyaba el capitalismo -él mismo amasó una fortuna especulando en bolsa- pero quería salvarlo de sí mismo. Aceptó la mayor parte del marco teórico de la economía «marginalista» dominante, pero argumentó que si se dejaba que el sistema campara a sus anchas, estallarían crisis en las que tanto el mercado como la producción caerían, de manera que la «oferta» y la «demanda» sólo se igualarían por encontrarse las dos a niveles muy bajos. Esto le llevó a rechazar el pensamiento convencional de su época -y el de la nuestra, más de 60 años más tarde- de que la economía florecería automáticamente si los gobiernos dejaran de «meter sus narices» en ella. Keynes mantenía, por el contrario, que sólo la intervención estatal podía parar las recesiones.
En los 40, 50 y 60, estos puntos de vista fueron incorporados en una versión revisada del «marginalismo» para convertirse en la ortodoxia aceptada por los gobiernos de todos los colores y enseñada a los estudiantes de economía. John Samuelson, el ganador del Premio Nobel que escribió el libro de economía más vendido de la época, se jactó en él de que las crisis ya no estallarían jamás: «El National Bureau of Economic Research [Agencia Nacional para la Investigación Económica _N. de la Trad.] ha conseguido saldar con tanto éxito una de sus primeras tareas, los ciclos económicos, que ha eliminado una de sus principales razones de ser».
Esta fe en la intervención gubernamental en el sistema no sobrevivió a la gran recesión de 1974-76. De la noche a la mañana, economistas y políticos que habían seguido la doctrina keynesiana durante 30 años, de repente cambiaron de opinión. Como los teóricos estadounidenses Mankiw y Romer han expresado, el «consenso keynesiano» fue reemplazado por una vuelta a la vieja idea de que «los mercados siempre encuentran su equilibrio» y que «la mano invisible siempre guía a la economía hacia el repartimiento eficiente de los recursos».
Los economistas y los políticos ahora abrazaron, en grados diferentes, una doctrina llamada «monetarismo», que mantenía que la intervención gubernamental, lejos de ser necesaria, no era deseable si no era sólo para mantener a raya la cantidad total de dinero en circulación y destruir los «monopolios no naturales», como el que decían que ejercían los sindicatos cuando defendían las condiciones de vida.
El retorno triunfal de la vieja ortodoxia a finales de los 70 y los 80 se caracterizó por el retorno de la suposición de que el mercado siempre hacía confluir perfectamente a la oferta y la demanda. Esta confianza fue expresada con claridad por el ala thatcherista [neoliberal _N. de la Trad.] del Partido Conservador británico y por los que compartían ideas similares en el antiguo bloque del Este y el Tercer Mundo. Pero también se hicieron eco de ella muchos que habían sido de izquierdas.
Sin embargo, existía una contradicción poco advertida en las ideas de los thatcherianos, ya que se encontraban bajo la influencia de una segunda escuela disidente, la llamada «Escuela Austríaca», cuyo miembro más conocido era Friedrich Hayek. Éste siempre se había opuesto al keynesianismo y a la intervención estatal sobre la base de que estos producían «tiranía» y socavaban el «dinamismo» del mercado, pero tampoco había aceptado el esquema neoclásico y marginalista que negaba la existencia de las crisis. Él reconocía que el sistema era inevitablemente proclive a destructivos altibajos, y se refería al «equilibrio» como un «término desafortunado».
Hayek también aceptó que muchas veces el mercado produce lo contrario de lo que la gente quiere. «La competencia sólo es válida siempre que sus resultados sean impredecibles, y, en general, no concuerden con los que cualquiera haya esperado o pueda haberlo hecho». «El orden espontáneo generado por el mercado no asegura que lo que la opinión general considera que son las necesidades más importantes sean realizadas antes que las menos fundamentales».
En su momento más sincero, Hayek insistió en que el mercado no llevaba a un fácil equilibrio entre la oferta y la demanda, sino que éste provenía de lo que su compañero «austriaco» Joseph Schumpeter llamó la «destrucción creativa», que daba lugar no a un equilibrio económico, sino a un «orden» económico.
Sin embargo, ésta no es una doctrina económica muy aceptable por los políticos que intentan ganar votos o los ideólogos que buscan conversos. Después de todo, la «destrucción creativa» es de los medios de subsistencia -y a veces de las mismas vidas- de millones de personas. Por eso la interpretación de las ideas de Hayek que se utiliza en público es una versión híbrida en la que la noción «neoclásica» de un fácil equilibrio sustituye la idea de la «destrucción creativa».
La imagen que nos presentan es la de que la prosperidad sería instantánea si la gente aceptara el mercado sin reservas.
Esto es lo que le prometieron a la población del antiguo bloque del Este después de que las viejas economías estalinistas se sumieran en profundas crisis a finales de los 80. El mercado, les dijeron, traería «milagros económicos», como los que supuestamente había experimentado Alemania occidental en los 50 y los 60, y que llegarían en unos 400 o 500 días.
El mismo mensaje es el que ha dado el Fondo Monetario Internacional a unos 60 o 70 países del «tercer mundo» a través de sus «planes de ajuste estructural». Y el discurso central del Partido Conservador británico en las elecciones generales de 1992 no fue diferente. Prometieron que la recuperación económica empezaría cuando volvieran al gobierno con su programa para expandir el mercado aún más.
En todos y cada uno de los casos, la realidad no ha sido el equilibrio, sino la destrucción. En el caso de los países del Este de Europa, se destruyó entre el 20 y el 40% de la industria en una de las peores crisis de la historia. En África hubo recortes masivos en los niveles de vida de la población a la vez que un continente que 20 años antes podía alimentar a toda su gente se convertía a finales de siglo en el hogar de millones de muertos de hambre. En el caso de Gran Bretaña, se produjo la peor recesión desde los años 30.
11. Cómo estallan las crisis
El entusiasmo por los presuntos poderes milagrosos del mercado es generalmente mayor durante los períodos de expansión. A medida que los beneficios aumentan, los capitalistas se pelean por encabezar la carrera por producir más y más, y parte de la riqueza de los ricos pasa a los que están justo por debajo de ellos: los contratistas consiguen beneficios construyendo nuevos almacenes, fábricas y oficinas. Las agencias de publicidad encuentran una demanda en apariencia ilimitada de sus servicios, los agentes inmobiliarios prosperan gracias al cada vez más rápido cambio de manos de las propiedades. Sectores enteros de la clase media sienten que sólo tienen que establecer negocios propios y el dinero empezará a caerles del cielo.
Todos estos grupos comienzan entonces a consumir más y más, creando una creciente demanda de productos de lujo, desde el champán y el caviar a los Porsches y las mansiones. También contribuyen así a hacer que la demanda de trabajadores suba, ya que hay más trabajos en la construcción y en los concesionarios de automóviles, en las agencias inmobiliarias y las de viajes, en los bancos y las cajas, escribiendo anuncios televisivos e imprimiendo suplementos publicitarios. Estos nuevos empleados descubren que ahora pueden comprar cosas que antes no podían permitirse, y eso a su vez lleva a una mayor demanda de los productos elaborados por otros trabajadores, desde los de las fábricas de coches y ropa a los de las grandes cadenas de comida rápida y las tiendas de bricolaje.
Con el tiempo, el paro se reduce, incluso si, como ahora, no llega a los niveles a los que estuvo en el pasado. Los jefes, desesperados por encontrar trabajadores cualificados, pujan por conseguirlos y suben un poco los salarios. Otros trabajadores, menos asustados por la amenaza del despido, empiezan a exigir su pedazo de la «prosperidad» de la que tanto oyen hablar en los medios de comunicación y demandan mejoras salariales que, a veces, los jefes tienen que conceder.
En lo más bajo de la sociedad, sin embargo, mucha gente no nota ninguna mejora en su posición, e incluso los trabajadores que consiguen incrementos salariales encuentran que éstos no compensan la subida de los precios. Pero por un breve momento, la interpretación de que el mercado implica prosperidad parece, a ojos de aquellos que no ven más allá de la superficie, una afirmación veraz.
Todos los factores que hacen que de la expansión se pase a la recesión están ya desarrollándose cuando el boom está en su momento cumbre: subida de los precios, una creciente escasez de recursos financieros para realizar nuevas inversiones, movimientos al alza de los salarios de algunos trabajadores cualificados. Pero estos rasgos quedan escondidos por el carácter frenético del boom. De hecho, la reducción de los beneficios puede llevar a un incremento de la especulación y a una carrera febril para conseguir aún más ganancias. Los capitalistas que creen que hay oportunidades interminables para aumentar los beneficios cambian sus inversiones de un sector a otro con gran rapidez: comprando materias primas suponiendo que podrán venderlas más caras; financiando la construcción de oficinas en previsión de una subida de los alquileres; lanzándose a apoyar la última aventura publicitaria; invirtiendo grandes cantidades de dinero en la bolsa, creyendo que los precios de las acciones no bajarán. Incluso los mismos trabajadores pueden verse inmersos en esta orgía especulativa, pidiendo préstamos hasta la saciedad para comprar casas, creyendo que su precio subirá.
Ladrones y estafadores de todo tipo prosperan en esta atmósfera del «hazte-rico-rápido». Cualquier inescrupuloso que venda una empresa que promete beneficios rápidos, sin importar lo dudoso del proyecto, hallará algunos compradores. Y el gran capitalista que quiere ser aún más grande, falseando las cuentas para financiar una Oferta pública de adquisición, no encuentra dificultades en su camino.
En este maravilloso contexto, cuando parece que el dinero llueve sobre las clases bebedoras de champán, cualquier conexión entre la gloriosa tarea de ganar dinero y la tenebrosa labor de explotar al trabajador parece perderse. Así ocurrió, por ejemplo, en Gran Bretaña en los 80, cuando los Murdochs y los Maxwells, los Hansons y los hermanos Reichman reinaron. Aquellos que habían dedicado sus vidas a la obtención de beneficios creyeron que su momento había llegado.
El poder del último boom capitalista fue tan grande que incluso algunos de los que, en el pasado, se habían opuesto al sistema, ahora se subieron al carro. Todos condenaron al marxismo por ser irrelevante, e incluso una revista llamada Marxism Today se deleitó con la moda de comprar ropa cara y el placer de mezclarse con los ministros conservadores. Estábamos, decían, en un mundo postmarxista: postindustrial, postfordista, postcrisis y postmoderno.
Entonces, predeciblemente para los que no eran postmarxistas, llegó la crisis. Uno detrás de otro, los grandes nombres de los 80 quebraron, incluso el postmarxista Marxism Today.
De repente, el tono de los medios de comunicación cambió. Los que habían utilizado las páginas financieras de los periódicos pijos para brindar por el boom, de pronto anunciaron que el sistema se encontraba «al borde del abismo», que todo se desmoronaba y nadie sabía cómo pararlo.
Esto siempre ha pasado cuando un boom económico se ha convertido en una crisis. Por ejemplo, el magnate estadounidense del acero, Andrew Carnegie, ya escribió en 1880:
Los fabricantes (…) ven cómo sus ahorros de muchos años (…) se reducen más y más, sin esperanza en que la situación cambie. En este contexto, cualquier cosa que prometa alivio es bienvenida. El fabricante se encuentra en la misma situación que un paciente que, durante años, ha probado sin resultado a muchos doctores…
Este fue de nuevo el tono a principios de los 30, cuando la desesperación era prácticamente universal en Alemania y Estados Unidos.
En estos tiempos, economistas y periodistas que antes habían aceptado las maravillas del sistema de mercado, adoptan todo tipo de explicaciones raras e incluso místicas para establecer el porqué de las crisis. En el siglo XIX, uno de los fundadores de la «economía marginalista», Jevons, responsabilizó a las manchas solares que, según él, afectaban al tiempo. La crisis de 1973-5 hizo nacer una repentina moda de teorías que defendían que al mundo se le estaba acabando el petróleo y que se enfrentaba a una nueva era glaciar. La crisis de principios de los 90 llevó a conclusiones aún más extrañas, como las de William Huston, quien, según el Financial Times, era «uno de los más respetables analistas de los ciclos económicos». Él afirmó que los «ciclos cósmicos» -como la posición relativa de Júpiter y Saturno con relación a la tierra- pueden causar catástrofes económicas. Mientras tanto, Sir Roy Calne, profesor de cirugía en la Universidad de Cambridge, dijo que sencillamente había demasiada gente en los países industrializados para que el pleno empleo fuera posible y que la única solución a esto era limitar la capacidad de reproducción a los mayores de 25 años que pudieran demostrar tener «madurez suficiente y recursos financieros para responsabilizarse y cuidar a sus hijos».
Junto a estas explicaciones lunáticas de qué es lo que falla durante las crisis, encontramos otras que incluyen algunos elementos verídicos. La interpretación más común de este tipo es la que echa la culpa de todo a la especulación y los especuladores, y afirma que si se evitara este aspecto del capitalismo, las crisis nunca estallarían.
Y es cierto que la especulación tiene cierta responsabilidad, ya que permite que algunos capitalistas se enriquezcan ignorando los procesos reales de la creación de riqueza. Los especuladores consiguen fortunas increíbles en cada boom, invirtiendo dinero prestado para hacer que los precios suban y elevando los precios para poder recibir más prestamos. El resultado de este proceso es un incremento de los niveles de endeudamiento que exagera en gran medida la «resaca» cuando llega la crisis. La especulación también añade dificultades a los gobiernos capitalistas que intentan mantener algún tipo de control sobre lo que pasa en la economía nacional cuando millones de dólares y yenes van de un país a otro cada día.
Sin embargo, la especulación y los especuladores no son la causa del «ciclo de expansión-recesión». La razón reside en la organización capitalista de la producción, en la competencia entre los capitalistas industriales para conseguir beneficios. La especulación y los especuladores intensifican los booms y las crisis, pero éstos ocurrirían de todos modos. Los especuladores no son los parásitos principales que llevan al sistema a contraerse, sino parásitos que se alimentan de otros parásitos.
Algunos políticos y comentaristas de moda dicen que todo iría bien si los especuladores fueran eliminados. Éste ha sido a menudo el argumento de los que quieren una versión ligeramente reformada del sistema capitalista. En 1964, por ejemplo, el primer ministro laborista británico, Harold Wilson, dijo que fueron los «gnomos de Zurich» [banqueros y financieros internacionales N. de la Trad.] los que le forzaron a abandonar sus promesas electorales cuando, en realidad, fue la presión de los sectores principales del empresariado británico. Hoy en día, escritores economistas como Will Hutton echan gran parte de la culpa por las crisis a la visión a corto plazo de las instituciones financieras londinenses, ignorando el papel que juegan los grandes industriales. Y en la extrema derecha, los fascistas y los nazis siempre han utilizado el recurso fácil de hablar de los «financieros» -acusándoles de ser «extranjeros», «cosmopolitas» y «judíos»- como una forma de apartar la atención de la gente de los grandes industriales capitalistas. De hecho, éstos y los financieros pocas veces son dos grupos separados de personas. Los primeros buscan incrementar sus beneficios a través de la especulación siempre que ésta aparece como una opción fácil -jugando en los mercados de divisas, por ejemplo-, mientras los capitalistas financieros muchas veces intentan aumentar sus propias fortunas comprando industrias.
Un último punto: muchas veces la gente confunde las recesiones con el «colapso» del sistema capitalista, o argumentan que la recuperación no es posible.
Pero incluso en las crisis más profundas, no todos los capitalistas quiebran. Siempre hay algunos que encuentran la manera de sacar beneficios de la pobreza de los demás: abriendo casas de empeño; vendiendo comida caducada; estableciéndose como liquidadores de empresas o proveyendo a los ricos con guardas de seguridad para protegerse de los pobres. Por eso el sistema puede sobrevivir a las peores crisis a no ser que una lucha obrera exitosa lo reemplace por una sociedad mejor.
Eso significa que, aunque las crisis no acaban de manera automática y fácil, tal y como dicen los defensores del sistema, siempre se llega a un punto en que algunos capitalistas tienen la confianza suficiente en los beneficios para empezar de nuevo a invertir. De hecho, la propia crisis hace que algunos capitalistas puedan incrementar sus ganancias y su producción comprando baratas las materias primas y la maquinaria de compañías que han quebrado, y forzando los costes laborales a la baja gracias a que los trabajadores, temerosos de perder su empleo, aceptan peores salarios y condiciones. Y cuando la crisis ya dura un tiempo, los intereses empiezan a bajar, y los capitalistas pueden pedir préstamos con más facilidad.
Así, después de un período de varios meses, o incluso años, la producción comienza a revitalizarse, y algunos trabajadores consiguen encontrar trabajo. Se abren así mercados para otras empresas que pueden, a su vez, empezar a incrementar su producción y emplear a más trabajadores. El círculo vicioso de la crisis puede así dar paso a la recuperación, hasta llegar a un nuevo boom y, con él, a un nuevo y efímero super optimismo entre la clase capitalista y sus defensores intelectuales. Vuelve a hablarse de «milagros» mientras los ingredientes para otra crisis destructiva van reapareciendo.
Empeorando
12. Crisis que empeoran
El patrón de recesión-expansión-recesión-expansión se ve claramente en las estadísticas económicas del siglo XIX, durante el cual Marx escribió. Períodos de rápido crecimiento de la producción, con índices de paro cayendo hasta el 2% de los trabajadores, mezclados con fases de caída de la producción, con el desempleo aumentando hasta un 10%. La alternancia parecía seguir un ritmo natural y regular, como el de la luna o el de la afirmación bíblica de «7 años de vacas gordas y 7 de vacas flacas». Pero había también una tendencia a largo plazo, por la cual las crisis eran cada vez más profundas y largas y los booms más superficiales y cortos.
Así, a los años finales de los 70 y a la década de los 80 del s.XIX -el período en que Carnegie escribió- se les llamó la «Gran Depresión», en el sentido de que, a nivel internacional, la economía capitalista parecía tener más problemas que ninguna otra vez. Medio siglo después, a los años 30 del s.XX, con índices de paro mucho mayores, también se les llamó la «Gran Depresión».
¿Cómo se puede explicar esta tendencia al empeoramiento de las crisis capitalistas?
Algunos de los pro capitalistas tempranos como David Ricardo se dieron cuenta de que las tasas de beneficios decrecían con el tiempo; cuando Ricardo y otros estudiaron el tema, estas cifras eran mucho más bajas de lo que lo habían sido 20 o 30 años antes. Esta bajada de las tasas de beneficios puede explicar el empeoramiento de las crisis, ya que si la media de las ganancias es más baja, la recuperación de la industria después de cada revés es más lenta.
¿Pero cómo podemos explicar el decrecimiento de las tasas de beneficios?
Ricardo lo explicó utilizando el símil de un fenómeno agrícola: la «ley de los rendimientos decrecientes». A partir de cierto momento, la producción de las cosechas de un campo determinado no crece tan rápido como la cantidad de semillas que se plantan o el esfuerzo que se dedica a su irrigación, ya que se empieza a alcanzar el límite de la fertilidad del suelo. El problema con esta teoría, que aún se enseña en la economía «neoclásica», es que no existe ninguna razón obvia por la que debería ser aplicable a la producción de manufacturas. Muchas veces es relativamente más barato producir cosas en grandes cantidades que en pequeñas. Pero entonces no hay ninguna razón para la caída de la tasa de beneficios.
En consecuencia, el empeoramiento de las crisis y el creciente índice de paro es un misterio para los economistas capitalistas actuales. Tal y como dice uno de ellos, Andrew Oswald, de la London School of Economics [prestigiosa universidad británica _N. de la Trad.]:
El crecimiento del paro en todas las naciones del mundo occidental parece imparable (…) La verdad es que los economistas no saben por qué el paro tiende al alza.
Marx, sin embargo, sí tenía una explicación para el descenso en la cuota de ganancia y, por lo tanto, también para el empeoramiento de las crisis a largo plazo y los crecientes índices de paro.
Él dijo que la razón residía en la misma naturaleza de la acumulación capitalista. Cada capitalista está compitiendo con todos los demás, y la única manera de sobrevivir en esta carrera es introduciendo continuamente nuevas máquinas, creando mayores cantidades de «trabajo muerto».
Cada capitalista debe introducir tanto equipamiento como le sea posible para reducir puestos de trabajo. De esta manera, la inversión crece con mayor rapidez que la mano de obra.
Esto lo podemos ver hoy en día si miramos las inversiones de casi todas las empresas: siempre se acompañan de procesos de «racionalización», reduciendo el número de trabajadores necesarios para cada tarea. Esto no siempre significa la caída de toda la plantilla. A veces, un crecimiento masivo de la producción permite un aumento del número de empleados, pero muy pocas veces al mismo nivel que la producción o la inversión total.
La relación entre inversión y trabajo (que Marx llamó la «composición orgánica del capital») tiende a hacer que la primera crezca más que el último.
Existen muchos estudios empíricos que muestran como esto ha ocurrido durante los últimos 25 años. El economista americano N. M. Bailey demostró en 1981 en el reputado Bookings Papers que la relación entre capital y trabajo en los Estados Unidos era de 1,43 (a favor del capital) en 1957-68 y 2,24 en 1972-75, y el estadista de Oxford Colin Clark mostró que la relación entre capital y producción en Gran Bretaña creció de 1,78 en 1959-62 a 2,19 en 1972-75. El columnista del Financial Times, Samuel Brittan, notó desconcertado en 1977 que:
Ha habido una caída a largo plazo del rendimiento por cada unidad de capital en los países industrializados (…) Se puede construir una explicación bastante creíble para cada país por separado, pero no para el mundo industrial en general.
Un artículo en el boletín Economic Review del Lloyd’s Bank (junio 1989) explicaba que: «En Gran Bretaña, igual que en muchos países industrializados modernos, la población trabajadora tiende a ser estática, mientras los niveles de capital suben…»
El crecimiento de la proporción de inversión con relación al trabajo no es un problema para las empresas a nivel individual. Lo único que le importa a una empresa en particular es conseguir equipos que hagan disminuir los costes laborales más rápido que sus competidores para así poder producir más barato y vender a precios más bajos que ellos. Por eso cada empresa tenderá a utilizar la maquinaria más avanzada y a emplear el mínimo de trabajo posible, sabiendo que esto le permitirá apropiarse de los mercados de sus rivales e incrementar sus beneficios a su costa.
Pero esto puede convertirse en un problema para el capitalismo, ya que si cada empresa incorpora maquinaria para reducir costes, entonces la proporción de la inversión con relación al trabajo crece en términos globales.
Como ya hemos visto, es el trabajo, no la maquinaria, lo que crea la riqueza. Cuando la maquinaria crece más rápido que el trabajo, la inversión se incrementa más rápido que el valor. Y si la proporción del valor que acaba en manos de los jefes en forma de plusvalía es fija, la inversión crece más rápido que la plusvalía; o, como diríamos en lenguaje actual, la inversión crece mucho más rápido que los beneficios.
Si esto es así, entonces la tasa de beneficios, es decir, la proporción de beneficios con relación a la inversión, disminuye.
En otras palabras, cuanto mayor es el éxito de los capitalistas en acumular, más fuerte es la presión en todo el sistema para que baje la tasa de beneficios.
Es importante darse cuenta de que todo este argumento se basa en ver cómo lo que es bueno para el capitalista individual es malo para el sistema capitalista en general. El capitalista individual invierte porque con más tecnología que recorte costes puede vencer a sus competidores y apoderarse de parte del beneficio que anteriormente se quedaban ellos. Esto a su vez incrementa la presión para competir en todos y provoca aún más inversiones en tecnología y una bajada mayor de la tasa de beneficios del sistema.
Algunos economistas dicen que Marx se equivoca sobre este tema, ya que ningún capitalista invertirá si esto reduce sus beneficios. Este fue el argumento utilizado por el economista japonés Okishio y aceptado por muchos críticos de izquierdas del Marxismo, como Ian Steedman, en los 70 y 80. Pero es una falacia, ya que no advierte que el capitalista individual puede hacer cosas para incrementar sus beneficios y, a su vez, sin darse cuenta, actuar para reducir los beneficios del sistema en general.
Los socialistas que aceptaron los argumentos de Okishio y Steedman acabaron, en los 70 y 80, en la extraña situación de decir que ni existe una presión inherente para que bajen las tasas de beneficios ni razón alguna para que las crisis sean cada vez peores, mientras en esos años las tasas de beneficios bajaban a límites desconocidos hasta entonces y tres grandes crisis hicieron que el sistema se tambalease a nivel internacional.
13. Explotación creciente
La tendencia a la baja de la tasa de beneficios no significa que esto pase siempre, de la misma manera que la ley de la gravedad no impide que algunos objetos vayan hacia arriba. Más bien actúa como una presión a la baja que los capitalistas intentan neutralizar.
Su reacción más obvia a esta presión sobre los beneficios es hacer que los trabajadores trabajen más y durante más tiempo por menos dinero. Marx describió este hecho como el intento de los capitalistas de incrementar el «grado de explotación». Y dijo que había tres formas de hacer esto:
«Plusvalía Absoluta»
En primer lugar, el capitalista puede hacer que los empleados trabajen durante más tiempo sin subir proporcionalmente sus salarios; el resultado es que el número de horas «extra» (plus) que el trabajador da al capitalista se incrementa de manera «absoluta», y por eso Marx se refirió a esto como el aumento de la «plusvalía absoluta».
Esta manera de aumentar los beneficios era muy común en los primeros años del capitalismo industrial, y El Capital de Marx da muchos ejemplos de ello. Sin embargo, durante la mayor parte del siglo XX, este sistema parecía cosa del pasado. En los países industriales avanzados, la resistencia obrera había obligado a los capitalistas a aceptar jornadas más cortas y vacaciones pagadas. En Gran Bretaña, las semanas de 72 horas de la época Victoriana se habían convertido primero en 48 y luego en 44. Durante la crisis de principios de los 30, el Congreso de los Estados Unidos llegó a aprobar un proyecto de ley que habría reducido la jornada a 30 horas semanales, y aunque la ley fue bloqueada por la oposición de los grandes empresarios, quedó claro que el futuro vería a los trabajadores disfrutando de más horas de ocio.
Tal y como B. K. Hunnicut afirma en un estudio sobre las horas de trabajo en los Estados Unidos, se predecía con certeza que:
Las horas de trabajo seguirían reduciéndose igual que lo habían hecho durante más de cien años, y que antes de que se acabara el siglo, se le exigiría al trabajador menos de 600 horas anuales; menos de 14 horas a la semana.
Sin embargo, «en realidad, el movimiento centenario [para la reducción de las horas de trabajo] había llegado a una encrucijada en 1933, y de repente el proceso se invirtió, durante una década las jornadas se alargaron».
En los años 40, las horas de trabajo en Estados Unidos se habían estabilizado a un nivel nuevo y más alto, pero cuando la crisis reapareció en 1973, las jornadas volvieron a alargarse, tal y como dice Hunnicut:
La organización Louis Harris hizo una serie de encuestas durante 15 años sobre la jornada laboral media en los Estados Unidos. Descubrieron que la jornada laboral media había aumentado en un 20%, de las 40,6 horas en 1973 a las 48,4 en 1985.
En Gran Bretaña, la jornada laboral media a mediados de los 90 era una hora más larga que en 1983, llegando a un total de 45,1 horas semanales (incluyendo horas extras) para el hombre trabajador medio. En Japón, la jornada laboral anual media tendió a la baja hasta mediados de los 70, cuando se estabilizó. En la Europa occidental continental, la tendencia a la baja de las jornadas laborales se mantuvo hasta la recesión de principios de los 90, pero desde entonces los trabajadores han estado soportando presiones crecientes para invertir el proceso, con el argumento de que este factor hace que las empresas europeas no sean competitivas en comparación con Japón y los Estados Unidos. Sólo a través de la huelga pudo el sindicato de los trabajadores del metal alemán conseguir que los jefes cumplieran su promesa de introducir la jornada de 35 horas.
«Plusvalía Relativa»
En segundo lugar, los capitalistas pueden presionar a los empleados para que trabajen más duro. Marx afirmó que una vez que los capitalistas vieron, a mediados del XIX, que ya no podían alargar más la jornada laboral, empezaron a imponer a los trabajadores «más trabajo en menos tiempo, más tensión sobre la fuerza de trabajo y menos descanso durante la jornada laboral…»
El esfuerzo para incrementar la productividad se convirtió en una obsesión para las grandes empresas, tal y como muestra el movimiento por una «gestión científica» fundado por el americano F. W. Taylor en la década de los 90 del siglo XIX. Taylor creía que cada tarea realizada en una empresa podía dividirse en componentes individuales y ser cronometrada, para determinar así el máximo rendimiento posible de los trabajadores. De esta manera, todas las pausas en el ritmo laboral se eliminaban, y Taylor decía que esto incrementaría el trabajo realizado hasta un 200%.
El Taylorismo encontró su máxima expresión con la introducción de la cadena de producción en las fábricas de coches de Henry Ford. Ahora la rapidez con que trabajaban los obreros dependía de la velocidad de la cadena, y no de su motivación individual. En otras industrias, la misma presión sobre los empleados para trabajar más rápido se consiguió incrementando la vigilancia de los supervisores y usando, entre otras cosas, contadores mecánicos en las máquinas que indicaban el trabajo realizado. Hoy se utilizan estrategias similares con algunos trabajadores de «cuello blanco», con el recurso creciente a evaluaciones, salarios acordes con el rendimiento, contadores de pulsaciones, etc.
Aumentar la intensidad en el trabajo tiene tres ventajas para los capitalistas.
El primer capitalista que lo lleva a cabo puede producir más que sus rivales, y así hacerse con su mercado. Pero una vez los demás le imitan, pierde la ventaja. Por eso la carrera para elevar la productividad no tiene fin, y los trabajadores cometen un error terrible cuando aceptan el argumento capitalista de que el incremento en la productividad protegerá sus trabajos: lo único que hace es atrapar a los empleados de empresas diferentes en una lucha interminable y fútil para trabajar más rápido que los demás.
La segunda ventaja para los capitalistas es más permanente. El incremento de la productividad significa que los trabajadores producen el equivalente a lo que precisan para mantenerse en menos tiempo que antes. Así, para producir lo mínimo para renovar su fuerza de trabajo ya no necesitan 4 horas, sino 3 o incluso 2. Si la jornada no se reduce, lo que recibe el capitalista en forma de plusvalía aumenta.
La plusvalía crece con relación a la fuerza de trabajo, aunque la jornada no se amplíe. Por esta razón, Marx llamó a este fenómeno el aumento de la «plusvalía relativa».
Incrementar la intensidad de la producción tiene una tercera ventaja para los capitalistas, especialmente en momentos de rápido cambio tecnológico: les permite obtener más rendimiento de su maquinaria antes de que quede desfasada. Esto tiene un valor especial para los jefes si combinan una intensidad del trabajo en aumento con sistemas de turnos y flexibilidad laboral que les permita hacer funcionar la maquinaria a todas horas.
El incremento de la intensidad del trabajo es tan importante que, en ocasiones, los capitalistas han estado dispuestos a hacer un trato: menos horas de trabajo a cambio de más productividad. Marx afirmó:
Donde tenemos trabajo realizado no a empujones, sino repetido día tras día con una uniformidad invariable, llegamos inevitablemente a un punto en que la extensión de la jornada y la intensidad del trabajo se excluyen mutuamente, de manera que alargar la jornada laboral sólo es compatible con una menor intensidad de trabajo, y una mayor intensidad sólo se consigue recortando la jornada.
Desde el lado capitalista, Taylor vio esto claramente. Una de sus estratagemas para incrementar la intensidad de trabajo la aplicó a un grupo de inspectoras de trabajo. Éstas trabajaban diez horas y media al día, pero él notó que gastaban parte de su tiempo hablando entre ellas. Decidió recortar su jornada en dos horas diarias y alejar sus sillas para que no pudieran hablar unas con otras. Esto aumentó en gran medida su productividad, pero las agotó mucho más y su grado de atención bajó. La reacción de Taylor fue darles cuatro descansos de diez minutos durante los cuales se las animó a pasear y hablar entre ellas, recuperando así su capacidad de concentración.
De manera parecida, Henry Ford insistió en que sus trabajadores, además de producir a máxima velocidad, tuvieran momentos de «ocio», e intentó supervisarlos para que no los malgastaran bebiendo, ya que esto hubiera reducido su capacidad para trabajar.
Estas mismas actitudes todavía existen en algunas compañías actuales. La página sobre gestión de empresas del Financial Times informaba de que en Japón: «Muchas compañías han prohibido los horarios excesivos (…) Oki electric, el fabricante de maquinaria, dijo que sus investigadores serían valorados por los resultados de sus hallazgos y no por las horas trabajadas. Y seguía diciendo que también en Gran Bretaña había «preocupación por el exceso de trabajo» ya que «muchos empresarios se dan cuenta de que, si los empleados no van de vacaciones y mantienen una vida fuera del trabajo, no producen eficazmente».
De hecho, en la actualidad, toda esta palabrería sobre conceder una jornada laboral más corta a cambio de un incremento en la intensidad de trabajo pocas veces se hace realidad. Hace más de una década que el año laboral en Japón es de 2.100 horas, y uno de cada seis trabajadores realiza más de 3.100. En Gran Bretaña, los empresarios aún prefieren poner más presión sobre la plantilla existente para trabajar más horas que dar empleo a más personas, de manera que el trabajador medio realiza un total de nueve horas extras a la semana, mientras los jefes en sectores como la educación secundaria y superior hacen todo lo que pueden para imponer jornadas más largas y vacaciones más cortas a sus empleados. En Alemania, los empresarios, derrotados en su intento de acabar con el acuerdo por una jornada de 35 horas semanales, hacen ahora todo lo que pueden para que se permita trabajar los domingos. Tal y como Reiner Hoffman, del Instituto Europeo de Sindicatos, dijo al Financial Times: «la preocupación mayor de los empresarios europeos es reducir los costes laborales al mínimo en pro de la competitividad». Esto se ha traducido en el intento de forzar a los empleados a aceptar pautas laborales más «flexibles», con más trabajo por turnos y durante los fines de semana y mayor aceptación del sistema de cómputo anual de horas, que obliga a los trabajadores a realizar jornadas más largas de lo normal siempre que el jefe lo crea necesario.
Hay una explicación simple de por qué la tendencia actual es, otra vez, la ampliación y no la reducción de la jornada laboral; Marx afirmó en El Capital que existen límites a la capacidad compensatoria que la intensificación del trabajo puede ejercer sobre la presión que soportan las tasas de beneficios.
Estas presiones crecen, como hemos dicho antes, porque la cantidad total de fuerza de trabajo empleada en todo el sistema no crece tan rápido como la inversión; de hecho, puede hasta empezar a caer en términos absolutos. Pero no importa lo duro que los trabajadores se vean forzados a trabajar, un pequeño grupo de asalariados no puede producir tanta plusvalía como un grupo grande.
Un ejemplo simple demuestra esto: imaginemos que hay un millón de trabajadores y que cada uno trabaja ocho horas diarias, cuatro de las cuales sirven para proveer al jefe del el dinero para pagar los salarios. La clase capitalista consigue así el equivalente a cuatro millones de horas de plusvalía al día.
¿Qué pasa si la plantilla se reduce a 100.000 como resultado de la introducción de nueva tecnología que incrementa diez veces la productividad?
Ahora los trabajadores pueden cubrir el coste de su salario en una décima parte de las cuatro horas; es decir, en 24 minutos, y los jefes reciben un total de 7 horas y 36 minutos de plusvalía de cada trabajador. Pero la plusvalía total de la plantilla en general no aumenta, sino que se reduce desde 4 x 1 millón = 4 millones de horas a 100.000 x 7 horas y 36 minutos = 760.000 horas. E incluso si se aplica sobre los trabajadores una presión inmensa para hacer que trabajen el doble de duro, la cantidad de trabajo extra producida sólo se incrementará en 12 minutos por trabajador, ó 12 x 100.000 = 20.000 horas por el total de la plantilla.
De esta manera, llega un momento en que los capitalistas encuentran que existen límites a su capacidad de compensar la caída de la tasa de beneficios a través del incremento de la productividad de sus trabajadores. Y cuando esto pasa aparece la enorme tentación de elevar la jornada laboral. Después de todo, en nuestro ejemplo, cada hora extra que se pueda sacar de los trabajadores sin un incremento salarial añade 100.000 horas a la plusvalía; cinco veces lo que se consigue haciéndoles trabajar el doble de duro.
En la práctica, como es obvio, pocas veces pueden los capitalistas hacer que los empleados trabajen más horas sin darles nada a cambio. En general pagan horas extras, pero las ven como horas que se compensan, ya que, erróneamente, muchos trabajadores aceptan salarios muy bajos a condición de que haya suficientes horas extras que les permitan llegar a final de mes.
«Empobrecimiento»
La tercera opción de los capitalistas para aumentar sus beneficios es el recorte salarial a secas o, como dijo Marx, «el empobrecimiento absoluto de los obreros». La utilización de esta expresión ha conllevado muchos ataques al análisis económico marxista por afirmar, según algunos, que los trabajadores sólo pueden empobrecerse bajo el capitalismo. Esta es la razón, por ejemplo, dada por William Keegan, el columnista económico del periódico Observer, para rechazar la ideas de Marx en su libro The Spectre of Capitalism.
Pero Marx nunca afirmó que los salarios siempre bajaran bajo el capitalismo. Él vivió en Inglaterra durante el tercer cuarto del siglo XIX, y vio que esto no pasaba. Rechazó explícitamente la «ley férrea de salarios» del líder socialista alemán Lasalle, quien aseguraba que los sueldos no podían subir. Al contrario, Marx reiteró que, ante la presión a la baja sobre la tasa de beneficios, los capitalistas respondían recortando el porcentaje de la producción destinada a pagar los salarios. Y en los casos en los que la producción total crecía, esto era compatible con un aumento limitado de los estándares de vida de los trabajadores: se producía entonces un «empobrecimiento relativo», ya que el porcentaje de producción destinado a los trabajadores se reducía, pero no sus condiciones de vida.
Generalmente, los capitalistas intentan conseguir que los trabajadores aumenten su productividad a cambio de mejoras limitadas de las retribuciones. Así, en los países europeos más importantes, durante los 70 y los 80, los asalariados experimentaron pequeñas mejoras en sus niveles de vida, incluso durante los períodos de crisis. Pero a cambio de estas mejoras, los trabajadores tuvieron que aceptar soportar más turnos, más cansancio y más estrés.
Así, una encuesta realizada en 1978 a hombres británicos de 26 años reveló que un 38% se sentía severamente agotado en el trabajo; una encuesta de 1982 afirmó que un 19% de los hombres y un 23% de las mujeres en trabajos cualificados y semicualificados «experimentaban agotamiento emocional»; un estudio realizado en los años 80 descubrió que los trabajadores sujetos a una máquina «tenían altos niveles de adrenalina cuando no estaban trabajando (…) Los empleados se quejaban de incapacidad de desenvolverse y relajarse después de trabajar todo el día. También hablaron de sentirse demasiado cansados para relacionarse con sus parejas y sus hijos después de estar trabajando todo el día».
Y el panorama parece que empeora. Informes de los sindicatos suecos muestran que el porcentaje de asalariados que sienten que sus trabajos implican «un alto nivel de estrés o agotamiento mental» creció de un 9% en 1970 a 15% en 1980, mientras que las cifras que hablan de «cierto» estrés pasaron de un 22% a un 37%; y el tema que recogió más quejas fue el «incremento del ritmo de trabajo». El Instituto Sueco por la Investigación Social señaló «un incremento constante en el porcentaje de población que sufre condiciones de trabajo estresantes». Estudios japoneses han establecido que, en lugar de reducir el trabajo, «el uso creciente de robots y tecnología microelectrónica está aumentando las horas extras, reduciendo las vacaciones y elevando el estrés mental en las fábricas». Y en Gran Bretaña, una encuesta sobre empresarios realizada por el psicólogo David Lewis demostró que «los oficinistas estaban siendo sometidos a demasiado estrés y adoptando jornadas al estilo japonés de 12 horas diarias y noches repletas de trabajo» y que «el personal de oficinas trabaja más duro que nunca, con pausas para comer que llegan a sólo 20 minutos».
Puede alcanzarse un momento en que los capitalistas pierdan la esperanza en subir los beneficios con sólo reducir el porcentaje de los trabajadores en la producción y empiecen a implementar políticas para bajar los sueldos al mínimo. Esto ha estado pasando en los Estados Unidos durante los últimos 20 años; el salario medio ha caído a medida que los jefes han forzado a los empleados a hacer «concesiones», incluyendo recortes salariales por parte de los sindicatos, y han seguido una estrategia de «empresa móvil», trasladando las empresas de áreas con sindicatos fuertes a otras donde son débiles, y recortando los salarios hasta en un 50% en el proceso.
Ahora están intentando repetir la estrategia en Gran Bretaña, utilizando la creación de filiales y trabajadores externos para forzar a la plantilla a aceptar salarios más bajos si quieren mantener sus puestos en sectores como limpieza, catering, funcionariado, etc. Cuando estos métodos ya no dan resultados, las empresas amenazan con llevarse la producción a otra parte, a países donde los trabajadores están peor organizados y los salarios son menores.
La tendencia a incrementar la «plusvalía absoluta», la «plusvalía relativa» y el «empobrecimiento» no es una «ley de la economía capitalista», si por eso entendemos una tendencia inherente inevitable. Es más un método al que recurren los capitalistas cuando las tasas de beneficios están bajo presión. Pero es también un recurso que provoca resistencia por parte de los trabajadores, llevando así a un crecimiento de la rabia en la sociedad e incrementando las posibilidades de una lucha de clases generalizada.
14. Jamás lo bastante duro
Los capitalistas intentan aumentar el nivel de explotación para contrarrestar la caída en la tasa de beneficios y protegerse de las crisis.
Uno de los dogmas de la versión monetarista de la economía neoclásica dice que las crisis pueden evitarse si los capitalistas consiguen hacer esto. Si los salarios bajan lo suficiente, dicen, se llega a un punto en el que los «costes marginales de la producción» caen por debajo de los precios, se restablecen los beneficios, los capitalistas vuelven a invertir y el mercado crece hasta que se llega al pleno empleo. La llave para resolver la crisis, insisten, es romper los «monopolios sindicales» sobre el trabajo que impiden los recortes salariales.
Pero toda la historia del capitalismo muestra que el incremento en la tasa de explotación no evita las crisis. Las recesiones han estallado tanto en países donde los sindicatos son débiles o no existen como en países donde son fuertes. A principios de los 30, la debilidad de los sindicatos ingleses y norteamericanos -y su inexistencia en la Italia fascista- no pudo parar la crisis. En los 80 y los 90, el debilitamiento de los sindicatos en Gran Bretaña y Estados Unidos bajo Thatcher y Reagan no evitó que la recesión fuera mucho más profunda que en los 40, 50 y 60, cuando los sindicatos eran mucho más fuertes.
Uno de los grandes argumentos de los economistas keynesianos de los 30 y los 40 contra la vieja ortodoxia fue que los recortes salariales podían empeorar la crisis, no atajarla.
El paro crece al principio de las crisis porque las empresas no pueden vender sus productos. Recortar los sueldos reduce el mercado total de los bienes de consumo y, por lo tanto, significa que pueden venderse menos productos. Por lo tanto, el efecto inmediato de los recortes salariales -o del incremento de la productividad sin aumento salarial- es el crecimiento del desnivel entre lo que se produce y lo que se puede comprar. La crisis se profundiza.
Esto, evidentemente, no importaría si la inversión creciera de forma inmediata para compensar la caída del consumo debido a los recortes salariales. La demanda de construcciones industriales y maquinaria compensaría la caída de la demanda de bienes de consumo, pero no existe ningún mecanismo que asegure que una caída del consumo será automáticamente contrarrestada por un crecimiento en la inversión. De hecho, si las empresas prevén que el consumo baje, lo más probable es que teman que el mercado para sus productos se contraiga y reduzcan su inversión para evitar encontrarse con fábricas capaces de producir más bienes de los que se pueden vender.
Los economistas neoclásicos ortodoxos nunca han podido responder a la devastadora crítica keynesiana. Lo único que han hecho es afirmar que, si las crisis no se solucionan solas, es debido a que la resistencia obrera a los recortes salariales no ha sido totalmente vencida.
Pero también el keynesianismo tiene puntos débiles, algunos de los cuales los encontramos incluso entre ciertos marxistas influenciados por el keynesianismo, como los estadounidenses Paul Baran y Paul Sweezy. Ellos no pudieron explicar por qué la inversión se mantenía tan baja que producía cada vez crisis más profundas y booms más pequeños. Esto se debe al hecho de que los keynesianos aceptan la mayor parte de los argumentos de la economía neoclásica ortodoxa, y no pueden ver que hay una presión a largo plazo sobre los beneficios que no puede pararse recortando los salarios. El mismo Keynes había hablado de una caída de lo que él llamaba la «eficiencia marginal del capital» que iba a mantenerse en el futuro. La mayoría de sus seguidores abanderaron esta idea y se basaron en partes de sus escritos donde culpaba de la crisis a la condición psicológica de los empresarios, y no a una tendencia innata del sistema capitalista. Si las compañías invierten, había dicho Keynes, es a causa de su «espíritu animal», a su deseo espontáneo de acción y no de inacción. Pero «si el espíritu animal se empaña y el optimismo espontáneo vacila (…), la empresa se apagará y morirá» y las «crisis y depresiones serán más exageradas».
Consecuentemente, los keynesianos argumentaron que la tendencia a las crisis podía pararse con la limitada intervención gubernamental en la economía para crear un sentimiento de optimismo respecto a los proyectos futuros en los grandes empresarios. Durante una crisis, decían, el gobierno debería gastar dinero y disuadir los recortes salariales, creando así un mercado para los productos, permitiendo la expansión de la producción de las empresas y animando la inversión haciendo creer que el mercado aún seguirá creciendo. La riqueza creada con la recuperación, concluían, permitiría el crecimiento tanto de los salarios como de los beneficios.
El keynesianismo dominó el pensamiento económico durante las décadas posteriores a la crisis de los años 30, como ya hemos visto. Pero perdió su influencia con la crisis de mediados de los 70, cuando el alto grado de intervención gubernamental en las economías más importantes no pudo parar la crisis y su única consecuencia pareció ser la sobreimposición de altos índices de inflación a los crecientes niveles de desempleo. En casi todas partes los gobiernos y los empresarios volvieron a la vieja ortodoxia, según la cual la solución a las crisis residía en combinar las leyes antisindicales con un desempleo creciente que mantuviera bajos los salarios.
Los economistas influenciados por el keynesianismo, como Galbraith en Estados Unidos y William Keegan, Will Hutton y Paul Ormerod en Gran Bretaña, han demostrado la falsedad de esta nueva vieja ortodoxia, pero no han sido capaces de indicar ninguna manera definitiva de parar las crisis, cada vez más severas. Su remedio a la baja inversión consiste en convencer a Gran Bretaña y a los Estados Unidos para que copien los métodos de las economías alemana y japonesa, aunque éstas han sufrido también importantes crisis. También han hablado de controlar los salarios a la baja, aunque instando a los gobiernos a mantener políticas salariales y a no dejar que el mercado haga todo el trabajo de empobrecer a los trabajadores.
Pero en una cosa Keynes no se equivocó: limitar el consumo hace aumentar el impacto de las crisis, ya que significa que existe una creciente desproporción entre la producción potencial de la economía y los niveles de consumo de la población. Si todo lo que se produce tiene que ser vendido, la inversión tiene que jugar un papel aún más importante en cubrir este desnivel. Las probabilidades de llegar a una situación en que los productos no puedan venderse, en que haya «sobreproducción», crece.
Si las tasas de beneficios no son lo suficientemente altas como para que la inversión se produzca, la crisis estalla. Los capitalistas se encuentran en un callejón sin salida: si incrementan la explotación para aumentar los beneficios, el desnivel a cubrir es más grande; si reducen la explotación para expandir el mercado para sus productos, las tasas de beneficios caen y la inversión tampoco es lo suficientemente alta como para evitar la crisis.
El dilema aparece porque la acumulación ha llegado a tal nivel que existe un gran contraste entre la escala de producción y el tamaño de la fuerza de trabajo. Así, esta última no puede producir suficientes beneficios para alcanzar el nivel de inversión necesario, llevando a los capitalistas a no invertir y a las empresas a no poder vender todos sus productos.
En una sociedad cuerda, este dilema no existiría, ya que si las prioridades de la sociedad fueran el bienestar de la mayoría de la gente, todo lo producido sería necesario. Pero la fuerza motriz del sistema actual no es el bienestar de la gente. A los que controlan el capital sólo les preocupa conseguir incrementar sus beneficios, expandir el capital del que disponen. Y por esta razón, en determinados momentos, grandes sectores del aparato productivo del capitalismo dejan de funcionar.
El empeoramiento de las crisis no es el resultado de la debilidad humana ni de una catástrofe natural. Es un defecto inherente de un sistema en el cual la satisfacción de las necesidades humanas a través del trabajo productivo se subordina al impulso de los capitalistas por acumular más y más riqueza en sus manos. Las crisis demuestran, en palabras de Marx, que «el modo de producción capitalista encuentra una barrera en el desarrollo de las fuerzas productivas que no tiene nada que ver con la producción de riqueza en sí», que «la verdadera barrera a la producción capitalista es el capital mismo».
Por esta razón, las crisis, cada vez más profundas, dejan perplejos a los economistas procapitalistas de todo tipo. Incluso aquellos economistas y políticos que quieren reformar el sistema creen que sus rasgos básicos son algo natural, inevitable. Y por eso acaban viendo el crecimiento del paro, el empeoramiento de los niveles de pobreza, el fin del «trabajo para toda la vida», la progresiva inseguridad e incluso las crecientes presiones para trabajar más duro como un fenómeno natural, como los terremotos y las tempestades, algo inevitable con lo que tenemos que aprender a vivir.
15. Cómo sobrevive el sistema
La economía convencional asume que el capitalismo durará para siempre, y ve las crisis como accidentes que pasan de vez en cuando. El análisis de Marx, al contrario, muestra que, bajo el capitalismo, las crisis cada vez más profundas son endémicas. Pero esto no significa que el capitalismo simplemente se colapse de forma espontánea, o que las crisis duren para siempre. Desde la publicación de El Capital, el sistema ha vivido booms -algunos muy largos- y crisis, y ha habido períodos en que los estándares de vida de los trabajadores han mejorado, así como épocas en que han empeorado.
De hecho, el sistema en general se ha expandido de manera masiva desde principios del XIX. Cuando Marx inició sus investigaciones en la década de los 40 del siglo XIX, el capitalismo industrial sólo era característico del norte de Inglaterra, Bélgica y la costa noreste de los Estados Unidos, así como de pequeñas zonas de Francia y Alemania. Cuando murió, en los 80, ya dominaba todo el norte de Europa Occidental y Norteamérica y empezaba a despuntar en Japón. Actualmente, todos los países del mundo se encuentran bajo su dominio y la producción total de la economía mundial es tres o cuatro veces mayor de lo que era en 1945, y 20 ó 30 veces lo que era en 1840.
Si el análisis de Marx del capitalismo sólo hubiera hablado de un sistema capitalista estancado o en declive, hubiera estado tan equivocado como esas escuelas económicas ortodoxas que sólo hablan de la expansión del sistema.
Pero Marx insistió en que existían ciertas «causas contrarrestantes» de la tendencia a la baja de la tasa de beneficios.
¿Cuáles eran estas «causas contrarrestantes»? Algunas ya las hemos visto: las diferentes medidas que los capitalistas toman para incrementar la tasa de explotación y así subir los índices de beneficios. Pero estas medidas en sí mismas no pueden evitar las crisis, ni parar la tendencia que tienen las tasas de beneficios a caer a largo plazo, ya que, como hemos visto, unos pocos trabajadores explotados intensivamente no pueden producir tanta plusvalía como un gran grupo de trabajadores explotados de forma menos intensiva.
Otro de los factores que contribuyó a la subida de las tasas de beneficios en tiempos de Marx fue el comercio exterior. En aquellos momentos, las economías totalmente capitalistas estaban rodeadas por sociedades precapitalistas mucho mayores en Asia, África, América Latina y Europa del este. Los capitalistas utilizaron los métodos más brutales (el pillaje en la India, la esclavización de africanos para llevarlos a América, la promoción de la compra de opio en China, la conquista de Egipto por orden de los banqueros) para apoderarse de la riqueza de esas sociedades a un precio muy inferior a su valor real y consiguiendo así incrementar sus beneficios.
En la actualidad, este método no puede funcionar, ya que todo el mundo está inmerso en el mismo sistema. Los capitalistas de un país pueden intentar mejorar su posición forzando a los dirigentes de otro estado a venderles productos a buen precio, como se hizo con el petróleo de Oriente Próximo en los 60 y principios de los 70, pero esto supone la redistribución de beneficios entre países capitalistas, no el incremento de los beneficios en todo el mundo.
Para Marx existía una tercera «causa contrarrestante» que era entonces de vital importancia y que aún lo es hoy. Es la manera como cada crisis impacta en las tendencias a largo plazo del sistema.
Las crisis son devastadoras para el capitalismo. Provocan pánico entre las clases dirigentes y miseria entre la población. Pero también tienen ventajas para aquellos capitalistas individuales que consiguen mantenerse a flote, ya que pueden comprar baratos los bienes de otros empresarios y utilizar los altos índices de paro para forzar los salarios a la baja.
Así, durante el crack del 29, algunos capitalistas pudieron tumbarse a esperar que la bolsa estuviera a mínimos históricos para entonces comprar empresas enteras a precios irrisorios. En la crisis más reciente de principios de los 90, por ejemplo, el proyecto de construcción de oficinas de Canary Wharf en el East End de Londres, que había supuesto una inversión de 2 mil millones de libras, redujo su valor a 60 millones. Esto fue una catástrofe para sus propietarios originales, los hermanos Reichman, que tuvieron que abandonar el negocio, pero fue un regalo del cielo para las compañías que lo compraron a precio de saldo.
Las empresas capitalistas superan las crisis usando métodos caníbales, comiéndose los unos a los otros. Los supervivientes se apoderan de medios de producción a un precio muy inferior a su valor anterior, y así pueden empezar a expandir la producción utilizando las instalaciones y la maquinaria más modernas sin pagar su precio real. La inversión puede crecer en capacidad sin aumentar en coste. Esto evita que el coste de inversión suba más rápido que la fuerza de trabajo, rebajando de esta manera la presión sobre la tasa de beneficios.
Las crisis obligan a una «reestructuración» del capitalismo en la que muchas empresas individuales quiebran, dejando así que los supervivientes recuperen sus beneficios a expensas de otros. Y como hay tanto capital que se «pierde» durante la crisis, el crecimiento a largo plazo de la inversión en comparación con la fuerza de trabajo no es tan acentuado como lo sería en otras circunstancias. Por eso las recesiones tienen el efecto paradójico de permitir que se recuperen las tasas de beneficios y la expansión industrial.
Tal como recoge una historia de las crisis económicas modernas, cuando los Estados Unidos entraron en una rápida recesión en 1884: «las bancarrotas se sucedieron rápidamente; el paro subió y los salarios cayeron un 25-30% en el textil y un 15-22% en las industrias del hierro y el acero…» Pero el grupo Carnegie había ahorrado muchos beneficios en el boom previo y «durante la recesión pudo comprar empresas de la competencia a muy bajo precio. Hubo una mejora general en el clima económico a principios de 1886…»
De manera parecida, la recuperación de la crisis en Gran Bretaña a principios de 1890 se asoció a una oleada de adquisiciones por parte de cinco grandes bancos (Barclays, Lloyds, Midland, National Provincial y Westminster) que les llevaron a poseer un virtual monopolio. Junto a esto se produjo una concentración de propietarios en el textil y la metalurgia, una racionalización general de la industria, una introducción de nuevas tecnologías en la industria zapatera y la imprenta, y varios cierres patronales generales que forzaron a los trabajadores a aceptar salarios más bajos y peores condiciones.
Las crisis apaciguaron la tendencia de la inversión a crecer más rápido que la fuerza de trabajo durante la segunda mitad del XIX, pero no acabaron completamente con esa tendencia. De acuerdo con un estudio, el porcentaje de inversión con relación al trabajo en los Estados Unidos se dobló entre 1880 y 1912; según otro, creció un 25% entre 1900 y 1918, y un tercero sugiere que el porcentaje de inversión con relación a la producción pasó del 2,02 en 1855-64 al 2,16 en 1875-83.
Como un importante estudio de Gillman ha afirmado, el porcentaje de inversión con relación al trabajo en los Estados Unidos «muestra una tendencia al alza bastante persistente» durante este período, aunque «bastante lenta comparada con el ejemplo hipotético de Marx». El resultado fue que, a finales de siglo, y tal como el historiador Eric Hobsbawm comentó:
Las economías industriales, tanto las nuevas como las viejas, se encontraron con problemas relacionados con los mercados y los márgenes de beneficios (…) A medida que los beneficios titánicos de los pioneros industriales caían, los empresarios buscaban desesperadamente una salida.
Un patrón similar se vio en Gran Bretaña en los 80. La recesión de 1980-82 llevó al colapso de aproximadamente un tercio de la capacidad productiva, aunque en 1987 las empresas ya estaban fabricando lo mismo que antes. Esto hizo disminuir de forma considerable el crecimiento de la inversión, comparada con el trabajo. Según un artículo en la Lloyds Bank Review, ya citada antes:
El capital total ha estado creciendo, pero a una tasa cada vez menor. En 1970 crecía a un 4%, desacelerándose hasta un 2% en 1982…
Bajo estas circunstancias, la creciente explotación de los trabajadores -que aceptaron pequeños recortes salariales y condiciones laborales más onerosas por miedo a perder el empleo- pudo incrementar un poco la tasa de beneficios. Pero de nuevo, como cien años antes, la recuperación de las tasas de beneficios sólo fue parcial, por encima del nivel de principios de los 80 pero sustancialmente inferior al de los 50, 60 y principios de los 70. Este hecho se hizo evidente cuando, de repente, el boom dio paso a la recesión, primero en Gran Bretaña y Estados Unidos, y después en Francia, Alemania y Japón a principios de los 90.
Creciendo
16. La concentración del capital
El hecho de que las recesiones pueden mitigar algunos de los problemas a largo plazo del capitalismo ha llevado a algunos partidarios del sistema a afirmar que estos inconvenientes no existen. Personas como el Ministro de Economía y Hacienda conservador británico, Nigel Lawson, dicen que las crisis recurrentes no deben ser motivo de preocupación, ya que a las recesiones siempre les siguen booms. La Escuela austriaca de economistas, incluyendo a Hayek, celebran la naturaleza «destructiva» de la crisis ya que, según dicen, es una destrucción «creativa» que prepara el camino para la producción de más cantidades de riqueza.
Una variante de este argumento la encontramos entre personas influenciadas por el marxismo. La reestructuración del sistema y la «devaluación» del capital que se produce en una recesión, comentan, permite al sistema librarse de todas las presiones sobre la tasa de beneficios, y como resultado, no tiene por qué haber una tendencia a largo plazo que empeore las crisis y haga los booms más superficiales y cortos. Lo que quieren decir es que esta alternancia expansión/recesión puede tener efectos terribles sobre la clase trabajadora, pero que no hay ninguna razón que impida que el sistema se mantenga indefinidamente. Tampoco hay, según algunos de ellos, causa alguna que impida a un gobierno progresista mejorar, dentro de los límites del sistema, las condiciones de los trabajadores.
Pero los argumentos de este tipo ignoran otro fenómeno que afecta al capitalismo a medida que éste envejece. Con el tiempo, el numero de empresas compitiendo tiende a reducirse, y un puñado de las más poderosas acaba dominando economías e industrias enteras; un proceso que Marx llamó la «concentración y centralización del capital».
Si alguna de estas grandes empresas se va a pique, el daño al resto de la economía es enorme. Los bancos que le han prestado dinero se ven muy afectados, así como otras industrias que esperaban vender maquinaria y materias primas, a la empresa, o bienes de consumo a sus trabajadores. De repente, estas otras empresas también tienen pérdidas. El perjuicio es tan grande que la posibilidad de otras empresas de comprar maquinaria y materias primas a buen precio no compensa. El peligro no es sólo la destrucción de algunas empresas en beneficio de otras, sino la aparición de un agujero negro que absorba tanto a las que son rentables como a las que no.
El resultado es que, una vez que el sistema está dominado por un puñado de empresas gigantes, las crisis no se resuelven solas, sino que empeoran a medida que cada gigante que quiebra arrastra a otros en un efecto dominó.
Muchos apologistas del capitalismo intentan negar que el sistema tienda a ser controlado por un pequeño grupo de grandes empresas, y los partidarios de Thatcher en Gran Bretaña, los Republicanos en Estados Unidos, e incluso los islamistas en Argelia hablan de la importancia de la pequeña y mediana empresa, arguyendo que éstas son la base del dinamismo económico. Pero este análisis ignora el hecho de que cada crisis resulta en la absorción de algunas empresas por otras, concentrando el capital en cada vez menos manos. Evidentemente, aparecen nuevas empresas a medida que algunos individuos con suerte, criterio o a través del robo y la estafa, encuentran que pueden establecerse como capitalistas. Y, como Marx observó, estas empresas, con sus ansias por conseguir un trozo del pastel, a veces son mucho más innovadoras y competitivas que sus rivales más grandes. Así, por ejemplo, en los 70 y los 80, muchos de los avances en informática, en especial en software, los lideraron pequeñas y medianas empresas, pero la mayoría de ellas no duraron mucho y pasaron a ser controladas por gigantes, ya existentes o de reciente creación. En los 90, cuatro gigantes dominaban este campo a nivel internacional. A nivel más general, en otoño de 1992, el Financial Times afirmó que «una nueva generación de emprendedores que prosperaron durante el boom de los 80 está siendo sistemáticamente eliminada».
El resultado de este proceso de eliminación de pequeñas empresas en cada crisis del último siglo y medio ha sido el creciente predominio de los gigantes. Tal y como afirma Hobsbawm:
La formación de trusts y cárteles caracterizó Alemania y los Estados Unidos entre 1880 y 1890 (…) En 1897 había ya 82 combinaciones industriales con un capital de más de 1.000 millones de dólares, en los tres años entre 1898 y 1900 se formaron once grandes combinaciones con un capital de 1.140 millones de dólares, y la mayor combinación de todas, US Steel, apareció en 1901 con un capital de 1.400 millones de dólares.
El proceso se aceleró durante el período de entreguerras cuando, en cada país, un puñado de empresas acabaron dominando cada industria: Ford, General Motors y Chrysler en la industria automovilística estadounidense, por ejemplo, ICI en la industria química británica, y Krupps y Thyssen en la industria pesada alemana. En los 70, el nivel de concentración era tal que, en los Estados Unidos, las cien empresas más grandes poseían el 48,4% de los bienes industriales, y en la mayor parte de la industria había dos, o como máximo tres, grandes competidores. En las mismas fechas, las cien empresas británicas más grandes elaboraban el 49% de la producción total, y en muchas industrias, como la química, la alimentaria, los detergentes, los ordenadores y los componentes automovilísticos, había como máximo dos competidores.
Las recesiones de los últimos 20 años han llevado a un aumento en el nivel de concentración, y empresas de diferentes países se han aliado o absorbido, de manera que una que comercie bajo un nombre americano puede ser inglesa o francesa, o una con un nombre inglés puede ser japonesa. Esto es especialmente verdadero en el caso de las finanzas y las industrias principales -telecomunicaciones, informática, aeroespacial, automovilística, química, alimentaria, farmacéutica- pero también, cada vez más, del sector bancario y muchas de las empresas de servicios, desde la seguridad privada hasta la producción cinematográfica.
Cálculos actuales afirman que las 500 corporaciones transnacionales más grandes controlan dos tercios del comercio mundial, y las quince más grandes -entre las que están General Motors, Exxon, IBM y Royal Dutch Shell- poseen unos ingresos combinados superiores a los de 120 países juntos.
Si cualquiera de estos gigantes quiebra, el sistema, lejos de sanearse, se hunde en problemas, y a pesar de lo que los gobiernos digan sobre las maravillas del «mercado libre», entran en pánico cuando éste amenaza el futuro de cualquier gigante, y hacen todo lo que pueden para mantener estas corporaciones a flote.
Esto se vio hace ya un siglo, cuando las autoridades británicas, comprometidas con el mercado y el «comercio libre», se apresuraron a apuntalar el Barings Bank la primera vez que estuvo al filo de la quiebra. Y quedó claro a gran escala durante los años de entreguerras, cuando en todos los países los gobiernos conservadores intervinieron, nacionalizando empresas cuando fue necesario, para parar el colapso de los grandes bancos e industrias. Y se vio otra vez en los 80, cuando el gobierno Bush en los Estados Unidos intervino para salvar las sociedades de ahorro y crédito y el gobierno de Thatcher en Gran Bretaña organizó una operación «salvavidas» para salvar el banco Johnson Matthey.
Y hubo más bancarrotas totales a principios de los 90 de las que hubo en las recesiones de mediados de los 70 y principios de los 80, al menos en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Las sociedades de ahorro y crédito habían sido apuntaladas con dinero público, pero muchas empresas de los dos lados del Atlántico se fueron a pique: la gran compañía aérea Pan Am, el Bank of Credir and Commerce International, el conglomerado Pollypeck, el gigante inmobiliario Olympia and York y la mayor empresa relacionada con la imprenta del mundo, la Maxwell Communications Corporation.
Pero esto no es todo: las bancarrotas totales ya no tuvieron el impacto positivo sobre el resto del sistema que normalmente habían tenido, ya que la mayor parte del capital de estos gigantes no estaba en manos de accionistas individuales que soportaban las pérdidas de estos colapsos y dejaban que otras empresas ganaran a su costa, sino que los accionistas principales eran y son bancos y otras instituciones financieras que deben intentar recuperar sus pérdidas exprimiendo las secciones rentables que quedan en el sistema. Por eso fueron los bancos los que tuvieron que pagar la mayor parte del coste del colapso de Maxwell, Olympia and York, Pan Am, Pollypeck, etc. Y cuando la situación estalló, los bancos procuraron compensar las pérdidas subiendo los tipos de interés que aplicaban a otros clientes, incluyendo otras grandes empresas.
Que los accionistas individuales sufran es bueno para el sistema en general, ya que le permite prosperar a medida que los accionistas y sus capitales son eliminados. Pero cuando son las grandes instituciones financieras las que sufren, la situación es muy diferente. Las pérdidas deben ser asumidas por estas instituciones, y eso provoca reducciones de los beneficios en todo el sistema, intensificando -en vez de aliviar- su tendencia a entrar en crisis.
El signo más claro de este fenómeno fue el alto nivel de los tipos de interés durante toda la recesión de los 90; el doble que en 1960 y en gran contraste con lo que pasó en la recesión de principios de los 80, cuando los tipos de interés reales fueron negativos.
En lugar de abrir paso para que el resto del sistema pueda obtener mayores beneficios, las bancarrotas de las multinacionales actuales le añaden una carga adicional.
17. Imperialismo y guerra
Los problemas a largo plazo del capitalismo ya eran visibles hace más de un siglo, durante la «Gran Depresión» de 1880, cuando Carnegie se quejó de la dificultad que suponía salir de las crisis. Y volvieron a hacerse evidentes durante los años 30, cuando algunos comentaristas hablaron de la «crisis final» del capitalismo. En los dos casos, tanto los capitalistas como los trabajadores se encontraron en la situación de esperar una recuperación que parecía no llegar nunca.
Pero el capitalismo no sólo se recuperó en los dos casos, sino que los años posteriores a la crisis fueron algunos de los más dinámicos de la historia del sistema. Esto fue especialmente cierto en el caso de la expansión que se produjo entre 1940 y principios de los 70, un fase de boom continuado que supuso el mayor período de expansión de la historia del sistema.
Estas experiencias llevaron a la población, tanto durante el cambio de siglo como en los 60, a creer que el capitalismo estaba abriendo de forma gradual el camino hacia una sociedad mejor, una que no estaba al filo del colapso, que no necesitaba experimentar crisis periódicas, y que no conducía a enfrentamientos de clase más agudos.
De hecho, en las dos ocasiones el capitalismo descubrió nuevos mecanismos para compensar la tendencia de las crisis a ser cada vez más profundas. Pero estas fueron medidas temporales, y cuando sus efectos empezaron a desgastarse, las crisis volvieron con más rabia.
El principal mecanismo utilizado a finales del XIX fue ir más allá de sus territorios originales en Europa Occidental y Norteamérica, un proceso que fue llamado imperialismo.
En los 70 y 80 del XIX, los mayores poderes capitalistas contrarrestaron la crisis ampliando y consolidando su influencia en la mayor parte del resto del mundo. Los gobiernos británicos extendieron el viejo Imperio británico hasta llegar a un tercio de la superficie de la Tierra, incluyendo la mitad de África, todo el subcontinente indio y casi todo Oriente Medio. Los gobiernos franceses se apoderaron de Indochina y la mayor parte del resto de África, y empezaron a dominar el Líbano (aunque en teoría aún estuviera bajo control turco). EEUU se apoderó de Filipinas, hasta entonces españolas, y tomó control de los estados, nominalmente independientes, de Cuba y América central. Holanda se expandió desde su base en Java para controlar todo lo que es hoy Indonesia; Bélgica tomó el Congo; Italia se hizo con Trípoli (Libia) y Somalia; Alemania empezó a soñar con un imperio colonial propio, colonizando Tanganika (Tanzania) y el sudoeste de África (Namibia) e intentando establecer una base en el Norte de África. Todos los poderes europeos más importantes establecieron sus zonas de influencia en China, dividiéndose el territorio entre ellos. En 1914, el único país africano que aún era independiente era Etiopía, y en Asia, aparte de la dividida China, sólo Afganistán y Tailandia no estaban dirigidos directamente desde Europa.
Los poderes europeos crearon estos imperios porque sus financieros e industriales creyeron que había grandes cantidades de dinero para ganar. Vieron el control sobre un territorio como la llave para conseguir materias primas baratas y así tener ventaja respecto a otros países capitalistas.
La diplomacia internacional empezó a centrarse en la lucha entre los grandes poderes para establecer colonias en África y Asia y ejercer influencia sobre gobiernos nominalmente independientes en Oriente Medio, América Latina y Europa del Este. Las metrópolis intentaron reforzar sus imperios aumentando su capacidad militar. Los países que no tenían imperios procuraron sacar colonias e influencia a aquellos poderes que sí los poseían. Y, llegado el momento, estuvieron dispuestos a emprender una guerra mundial entre ellos, con Gran Bretaña, Francia y Rusia en un lado, y Alemania y Austro-hungría en el otro.
Algunos historiadores afirman que el impulso imperialista no estuvo motivado por temas económicos, pero ignoran el hecho de que, desde 1880, los mismos industriales y financieros que habían tenido dudas con anterioridad, eran ahora los fans más entusiastas de la colonización. En 1890, la mitad de la inversión total británica tenía ultramar como destino. Las empresas ligadas al Imperio pasaron a dominar las economías de Gran Bretaña (con bancos como Baring, conglomerados industriales como Unilever y, cada vez más, compañías petrolíferas como Anglo Iranian -ahora BP- y Shell), Francia (la compañía del Canal de Suez) y Bélgica (el gigante Union Minière). En Alemania, la industria pesada ejercía una influencia cada vez mayor sobre el gobierno para que este creara una «esfera de influencia» en los Balcanes y lo que quedaba del Imperio turco.
Tal como Eric Hobsbawm ha afirmado:
Los historiadores políticos han manifestado no encontrar razones económicas que justificaran la práctica división del mundo entre un puñado de poderes de Europa Occidental (y los Estados Unidos) durante las últimas décadas del siglo XIX. Los historiadores económicos no tienen esta dificultad.
La inversión en ultramar se llevó a cabo porque los industriales y los financieros buscaban beneficios seguros y materias primas baratas, pero eso tuvo un impacto indirecto muy importante sobre todo el sistema. Si la mitad de la inversión iba a ultramar, los fondos disponibles para la inversión en la metrópoli se reducían en un 50%. Las empresas empezaron a preocuparse menos por el hecho de que si ellos no invertían para recortar costes, lo harían sus competidores domésticos, y la inversión total dejó de crecer más rápido que la fuerza de trabajo empleada: la proporción de inversión con relación a la producción en Gran Bretaña bajó de 2,16 en 1875-83 a 1,82 en 1891-1901. Las tasas de beneficios pudieron subir y el interminable pesimismo capitalista de los 80 dio paso a un nuevo período de optimismo y boom.
El paro, que había llegado tres veces al 13-14% durante la «Gran Depresión», no superó el 10% entre 1895 y 1912.
Eso explica el hecho de que la ideas dominantes en el recién fundado Partido Laborista en Gran Bretaña fueran «gradualistas» y que el «revisionismo» y el «gradualismo» ganaran influencia en el supuestamente marxista Partido Socialdemócrata alemán. En ese momento, los observadores superficiales creían que el capitalismo podría proporcionar seguridad y mejores niveles de vida a los trabajadores.
Pero el período de «prosperidad» capitalista no duró mucho. El imperialismo sólo pudo contrarrestar la caída de los beneficios durante un par de décadas. Con el tiempo, las oportunidades para la inversión en ultramar empezaron a agotarse, y los beneficios producidos por las inversiones ya existentes empezaron a volver a los países capitalistas avanzados. A finales de la primera década del XX, esto hizo que la cantidad de fondos que buscaban beneficios en Gran Bretaña ya había alcanzado las cifras de 20 años atrás: el porcentaje de inversión con relación al trabajo creció en la industria, según un cálculo, de 1,92 en 1891-92 a 2,19 en 1908-13; un poco superior al índice anterior a la «Gran Depresión» de finales de los 70 y principios de los 80 del siglo XIX. No es sorprendente, pues, que hubiera nuevos signos de presión sobre las tasas de beneficios y que las crisis fueran peores, con un paro del 15% en 1913-14.
A su vez, la presión de los estados capitalistas con pequeños imperios para conseguir un trozo del pastel llevó a reiterados encontronazos con los imperialismos establecidos, con el resultado de una guerra entre Estados Unidos y España por Cuba y Filipinas, otra entre Japón y Rusia por el control del norte de China y Corea en 1904-05, un choque entre Francia y Alemania por el control de Marruecos y otro entre Gran Bretaña y Alemania por la construcción de más acorazados y, finalmente, un choque entre Rusia y Austro-Hungría por la influencia en el sur de Europa Oriental: el choque que precipitó la Primera Guerra Mundial.
El imperialismo había suavizado la tendencia del sistema a sufrir crisis económicas cada vez más graves, pero sólo por un tiempo, y a costa de llevarlo al horror y el desperdicio de una guerra mundial. Y después del conflicto bélico, las crisis volvieron a aparecer a una escala mayor y más dañina que en ningún otro momento en la historia del sistema.
18. Militarismo y capitalismo de estado
La crisis que empezó en 1929 fue, con mucho, la peor que el sistema había vivido jamás, con unos niveles de paro que, en los dos poderes industriales más importantes, Estados Unidos y Alemania, llegaron a aproximadamente un tercio de la población activa. Además, la recesión dio pocas muestras de solucionarse de forma espontánea.
Fue necesaria la intervención gubernamental para que una limitada recuperación económica fuese posible en esas dos economías en 1933-34, a través del «New Deal» de Roosevelt en los Estados Unidos y los programas de obras públicas del gobierno nazi en Alemania. Pero éstos tuvieron un impacto muy limitado sobre la depresión: la producción industrial alemana en 1934 era aún de sólo 4/5 respecto a la de 1929, y en los Estados Unidos una de cada siete personas aún estaba en paro en 1937, justo cuando empezó una nueva recesión, descrita por un historiador como «la caída económica más brusca de la historia de los Estados Unidos».
La recuperación real no se inició hasta que los gobiernos comenzaron a prepararse masivamente para la guerra. En Alemania, esto pasó en 1935, cuando se puso en marcha una economía basada en «estar preparados» y el rearmamento masivo. En Estados Unidos esto no ocurrió hasta 1941, cuando el país entró en la Segunda Guerra Mundial. Tal como expresó J.K. Galbraith: «La Gran Depresión de los años 30 nunca terminó. Sólo se diluyó en la gran movilización de los 40».
La preparación para la guerra tuvo algunos de los mismos efectos beneficiosos para el capitalismo que en su día había tenido el imperialismo, del que era su prolongación lógica. Dio a las grandes empresas la oportunidad de apoderarse de materias primas e instalaciones industriales procedentes de sus rivales en otros países, como cuando el gran empresariado alemán se hizo con las economías de Checoslovaquia y Polonia y empezó a retar a la clase empresarial británica por el control del petróleo de Oriente Medio con la «guerra del desierto» en África del Norte, o cuando los grandes empresarios japoneses se hicieron con las plantaciones vietnamitas, indonesias y malayas que antes habían pertenecido a compañías inglesas, francesas y holandesas.
Además, la preparación para la guerra proporcionó a las empresas un mercado estatal garantizado para sus productos que no se veía afectado por las fluctuaciones en el resto de la economía. La demanda de comida y de mercancías subía y bajaba con cada boom y con cada crisis, igual que la demanda de barcos y camiones para transportarlos. Sin embargo, la demanda de tanques, acorazados y aviones militares se mantuvo en auge a medida que los gobiernos se armaban.
De hecho, el estado no sólo encargó armamento al sector privado, sino que planeó toda la economía -nacionalizando empresas privadas cuando fue conveniente- para asegurar que las armas se producían a tiempo y en las cantidades necesarias.
En la Alemania nazi, a partir de 1935, el estado tomó el control de la mayor parte del sistema bancario para asegurar que sus depósitos eran utilizados para financiar la carrera armamentística. Por la misma razón, las industrias fueron obligadas por ley a dar todos sus beneficios a partir de un cierto nivel al estado. Con el plan de cuatro años de 1936, Goering se convirtió en un «dictador económico». Su propósito era la puesta en marcha de un programa de inversión de entre seis y ocho millones de marcos, aunque no fuera rentable, empleando cualquier método; subvenciones a la inversión, exenciones fiscales, precios, pedidos y beneficios garantizados… Cuando el presidente de uno de los gigantes empresariales alemanes, Thyssen, se negó a hacer lo que le decían, Goering confiscó sus propiedades y le obligó a exiliarse.
De forma similar, una vez EEUU hubo entrado en la guerra, el estado pasó a controlar no sólo el sector armamentístico de la economía -que representaba un 50% de la producción nacional total- sino que también empezó a decidir qué debía producirse. Se convirtió en el responsable del 90% de la inversión total y gastaba grandes cantidades de dinero en la construcción de nuevas fábricas de armamento que luego cedía a firmas privadas para que las dirigieran.
La carrera bélica permitió a los estados ignorar los viejos mecanismos del mercado, y neutralizar cualquier oposición al hacerlo desde las grandes empresas. El desarrollo económico en la Alemania nazi o en los Estados Unidos en guerra ya no dependía del «libre» fluir de los fondos hacia los sectores más rentables de la economía, sino que el estado decidía qué debía ser producido y posteriormente desviaba los fondos hacia las industrias apropiadas, dando órdenes directas a las empresas o amañando el sistema para hacer rentables esos sectores.
Pero no fue sólo la invalidación estatal de los mecanismos del mercado lo que hizo funcionar la economía de guerra. El desperdicio absoluto que supuso la producción armamentística y la bárbara capacidad destructiva del conflicto también jugaron su papel, ya que tuvieron el mismo impacto sobre el sistema que la destrucción de capital que se produce durante las crisis: redujeron los recursos disponibles para la inversión en la industria productiva, y con ello la tendencia de la inversión a crecer más rápido que el trabajo.
El primero en darse cuenta de este proceso fue el marxista alemán Grossman, que en los años 20 escribió:
Las destrucciones y devaluaciones de la guerra son un mecanismo para desviar el colapso inminente [del capitalismo], para crear un espacio para que la acumulación de capital pueda respirar (…) La guerra y la destrucción de los capitales ligada a ella debilitan la recesión [del capitalismo] y dan un nuevo ímpetu a la acumulación de capital.
Aunque las guerras permiten que algunos grandes capitalistas expandan sus posesiones de manera masiva, el efecto sobre todo el sistema, explicó Grossman, es «pulverizar valores» y «ralentizar la acumulación» para que la inversión no crezca más rápido que el número de empleados. Esto a su vez detiene la caída de la tasa de beneficios.
Este mismo argumento fue desarrollado y extendido en los 40, 50 y 60 por un marxista americano que escribió bajo los seudónimos Oakes y Vance, y por el marxista inglés Mike Kidron. Ellos demostraron que, aunque la producción armamentística ralentizaba el ritmo de la acumulación de capital, también suavizaba este proceso y le evitaba los parones producidos por las crisis. Para comparar la economía de guerra con la de tiempos de paz es útil utilizar el símil de la famosa fábula de la liebre y la tortuga: al principio, en una economía de guerra, la acumulación se produce más lentamente que en tiempos de paz, ya que muchos recursos que podrían ser invertidos de manera productiva se gastan en armas. Pero por esta misma razón, la economía de guerra no se ve forzada a parar para «recuperar el aliento» durante una crisis, y así consigue adelantar a la economía de tiempos de paz.
Esto se vio con claridad durante la Segunda Guerra Mundial: en 1943, casi la mitad de la producción de la economía americana fue a parar a programas bélicos; sin embargo, y a pesar de esto, la producción de bienes de consumo fue mayor de lo que lo había sido a finales de los 30, años de una economía de paz sin recesiones. E incluso después de tener que pagar impuestos para subvencionar algunas de esas armas, los beneficios de las compañías americanas eran más del doble de altos de lo que lo habían sido en 1938.
Y volvió a ser evidente durante los años de Guerra Fría entre finales de los 40 y mediados de los 70. La mayoría de los observadores económicos habían predicho que el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial viviría una repetición de la gran crisis de entreguerras, pero esto no ocurrió porque el gasto en armas se mantuvo mucho más alto que en ningún otro «tiempo de paz». De representar menos del 1% de la producción americana en los 30, pasó a un 15% a principios de los 50, e incluso en los 60, cuando el gasto en armas bajó al 8-9%, se mantuvo al mismo nivel que la inversión total en la industria civil.
El capitalismo vivió lo que algunos han llamado su «época dorada» entre 1940 y 1970. Todos los países experimentaron un crecimiento económico sin precedentes: la economía americana se triplicó, la alemana se quintuplicó, la francesa se cuadriplicó. Incluso la miserable economía británica, inmersa en una larga recesión, produjo el doble en los 70 de lo que había producido en los 40.
El capitalismo prosperó como en ningún otro momento, y la vida para la mayor parte de los trabajadores también mejoró. El paro prácticamente desapareció en gran parte de los países industrializados, cayendo a alrededor de un 1% en Gran Bretaña, Alemania y Escandinavia. Después de la devastación bélica, las ciudades no sólo se reconstruyeron, sino que nuevos proyectos urbanísticos sustituyeron barrios de barracas que databan de 1830-40. La gratuidad de los servicios médicos ayudó a la gente a vivir durante más tiempo y las mejoras en las pensiones hicieron que muchos, por primera vez, ansiaran llegar a viejos. Los parados ya no merodeaban por las calles como en los años 30 y no se veían mendigos.
Sin embargo, la pobreza no desapareció. Se mantuvo en las «áreas deprimidas» donde estaban situadas las antiguas industrias que se quedaron descolgadas del boom. También afligió a los enfermos crónicos, a las familias monoparentales y a ciertos sectores de la tercera edad.
El boom se produjo principalmente en los países industrializados, pero también llegó a otras partes del mundo. Países como Italia, España, Portugal, Corea del Sur y Singapur empezaron a alcanzar, y a veces incluso a superar, a países desarrollados consolidados como Gran Bretaña. En el resto del planeta, en los grandes países del «Tercer Mundo» como India, China, Brasil y México, hubo un gran crecimiento industrial, aunque la mayor parte de la población siguió viviendo en una pobreza acuciante en el campo o en las recién creadas barriadas urbanas. El crecimiento provocó que incluso los pobres creyeran que sólo tenían que esperar hasta que la prosperidad les llegase a ellos.
Los largos años de boom dieron lugar a ideas muy similares a las que se habían desarrollado en 1890. Para los observadores superficiales, el capitalismo había vencido todos sus problemas, y algunos escritores llegaron a afirmar que ya no había capitalismo, sino otra forma superior de organización económica.
Sin embargo, la expansión del sistema no hubiera podido ocurrir sin los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el inmenso despilfarro de la economía armamentística posterior al conflicto, y el enorme peligro que supuso para toda la humanidad la carrera por el desarrollo de las armas nucleares. Las «glorias» de la «época dorada» se consiguieron a costa de la barbarie de la bomba nuclear.
19. El capitalismo de Estado, estalinismo y Tercer Mundo
El capitalismo de Estado militar no fue un fenómeno restringido a los países occidentales avanzados, sino que durante unos 40 años fue el modelo de desarrollo capitalista en todo el mundo. Una de las economías que se pasó primero y de forma más completa al capitalismo de estado fue la de un país relativamente atrasado, la Rusia de Stalin, a finales de los años 20. Este país se llamaba socialista, pero a finales de los 20 ya se encontraba lejos del socialismo genuino que había inspirado la revolución de 1917. Ésta había aspirado a crear una sociedad donde los trabajadores decidieran sobre sus vidas y su futuro, pero la guerra civil desatada por la vieja clase dirigente y la intervención militar de todos los poderes occidentales estrangularon la revolución. La devastación económica no tuvo parangón, casi toda la industria rusa quebró y la clase trabajadora que había hecho la revolución fue destruida. Y sin la clase trabajadora no podía existir la democracia obrera.
Los revolucionarios que habían liderado el movimiento se mantuvieron en el poder a principios de los 20, pero su gobierno dependía cada vez más de una burocracia integrada por muchos de los administradores del viejo imperio zarista y una nueva hornada de funcionarios del partido encabezados por Joseph Stalin. Estos burócratas mantuvieron parte del lenguaje revolucionario, pero pronto empezaron a mandar en su propio interés, echando del partido a los militantes de 1917. De la misma manera que un cuerpo asfixiado puede parecerse a uno vivo, la Rusia de 1927 se asemejaba a la de 1917. Pero en realidad era muy diferente.
Por un tiempo, los nuevos dirigentes de Rusia no tuvieron ningún problema en dejar la tierra y algunas secciones de la industria y el comercio en manos privadas, contando con el apoyo de los propietarios privilegiados (los Nepmen) para echar a aquellos que, como Trotski, querían mantener los principios de 1917. Pero esta política llevó a una gran crisis económica en 1927-28, justo cuando Occidente volvía a amenazar con la intervención. Los nuevos dirigentes apostaron entonces por un giro de 180º, adoptando su propia versión del capitalismo de Estado militar.
Estaban desesperados por proteger su control sobre Rusia de las amenazas exteriores, y decidieron que debían industrializarse a marchas forzadas para así poder producir tanques, acorazados, aviones y ametralladoras al mismo ritmo que los estados occidentales. Tal como dijo Stalin:
Aflojar el ritmo de la industrialización significaría retrasarse; y los que se retrasan son vencidos. Estamos 50 años por detrás de los países avanzados. Debemos reparar este retraso en 10 años. O lo hacemos o nos aplastarán.
La lógica de Stalin era la misma que la de cualquier pequeño capitalista enfrentado a la presión competitiva de las grandes compañías, recurría a decir a sus trabajadores que debían «sacrificarse» para alcanzar al rival.
Para Stalin, la manera de «alcanzar a Occidente» era copiando dentro de Rusia todos los métodos de «acumulación originaria» empleados en el resto del mundo. La revolución industrial británica se había basado en la expulsión de los campesinos de sus tierras a través de las «enclosures» y las «clearances»; Stalin eliminó el control campesino de la tierra con las «colectivizaciones», que obligaron a millones de personas a trasladarse a las ciudades. El capitalismo británico había acumulado riqueza gracias a la esclavitud en el Caribe y Norteamérica; Stalin condujo a millones de personas a los campos de esclavos del Gulag. Gran Bretaña había saqueado Irlanda, India y África; Stalin eliminó los derechos de las repúblicas no rusas de la URSS y deportó pueblos enteros a centenares de kilómetros lejos de sus casas. La revolución industrial británica había negado a sus trabajadores los derechos más elementales y les había impuesto jornadas de hasta 16 horas diarias, incluyendo a hombres, mujeres y niños; Stalin siguió el ejemplo, aboliendo la independencia de los sindicatos, asesinando huelguistas y reduciendo los salarios reales en un 50%.
La única diferencia significativa entre los métodos de Stalin y los del capitalismo occidental en sus primeros tiempos era que, mientras este último necesitó cientos de años para completar su acumulación originaria, Stalin quiso hacerlo en un par de décadas. La brutalidad y la barbarie, en consecuencia, se concentraron en el tiempo.
La burocracia estalinista no podía alcanzar a Occidente copiando el capitalismo de «mercado» a pequeña escala de la Gran Bretaña de la revolución industrial. Rusia sólo podía imponerse militarmente si sus industrias tenían el mismo tamaño que las de Occidente. Pero no había tiempo para esperar a que las empresas privadas crecieran comiéndose las unas a las otras, y el Estado tuvo que intervenir para hacer posible el ritmo de producción necesario.
Los monopolios del capitalismo de estado, y no las pequeñas empresas privadas, se convirtieron en los responsables de la acumulación. Y el estado se ocupó de coordinar toda la economía, subordinando la producción a este objetivo.
Para la mayoría de la gente, esto era socialismo -muchos siguen pensando así-, ya que entendían que el estalinismo había roto la columna vertebral del capitalismo privado, primero en Rusia y más tarde en Europa del Este, China, etc. Pero los métodos utilizados fueron muy similares a los de las economías de guerra occidentales: se impuso la planificación, manteniendo bajo el consumo y fomentando la industria pesada y la producción armamentística.
Michael Kaser, uno de los principales escritores occidentales sobre las economías de Europa del Este, afirmó que, después de 1945, los «planificadores socialistas» de la región muchas veces se limitaron a adaptar los métodos establecidos durante la ocupación alemana, «Muchas relaciones mercantiles suprimidas por los controles de precios y las cantidades durante 1939-45 nunca se restablecieron».
Uno de los planificadores polacos más conocidos, Oskar Lange, afirmó:
Los métodos de planificación y dirección administrativa altamente centralizada y el uso generalizado de (…) la coacción no son rasgos característicos del socialismo, sino una técnica de la economía de guerra.
Este modelo de intervención y «planificación» estatal atrajo la atención de muchos de los dirigentes de los capitalismos más débiles de los 30, 40, 50 y 60. La Italia de Mussolini respondió a la crisis de los 30 creando dos grandes empresas estatales, IRI y ENI, para construir nuevas industrias. En Brasil y Argentina, los gobiernos autoritarios colocaron empresas estatales a la cabeza de la economía. Los dirigentes de antiguas colonias como India, Egipto, Siria, Irak y Argelia adoptaron niveles masivos de propiedad estatal y planes quinquenales como método para provocar la industrialización. Y también lo hicieron el Taiwan del Kuomintang y las dictaduras militares de Corea del Sur. Los gobiernos conservadores franceses adoptaron un enfoque llamado «planificación indicativa», e incluso Gran Bretaña diseñó un (malogrado) plan a largo plazo en 1966.
En todas partes, los motivos eran los mismos que los argumentados por Stalin. Los dirigentes de los países capitalistas menos competitivos necesitaban que el estado uniera sus recursos y les protegiera de los efectos inmediatos de las fluctuaciones en el mercado mundial, para así poder enfrentarse a las industrias de sus rivales más grandes y más competitivos.
En consecuencia, durante casi medio siglo, la ortodoxia de la economía capitalista afirmaba que debía haber intervención estatal y que la «planificación» era positiva.
John Maynard Keynes había sido el apóstol de este enfoque en Occidente, Joseph Stalin lo había sido en Rusia. Sus personalidades eran muy diferentes: uno era un académico de pensamiento liberal y funcionario que había ganado millones en la bolsa, el otro, un dictador asesino. Los partidarios de uno estaban mayoritariamente en partidos socialdemócratas, y los del otro en sus más amargos rivales, los partidos estalinistas. Sin embargo, compartían una idea importante: creían que utilizando el estado para dirigir la economía nacional podrían evitar las crisis y asegurar la prosperidad industrial continuada.
20. El final de una ilusión
Entre 1932 y 1962, pues, hubo cambios enormes en la evolución del sistema capitalista.
En 1932, todas las predicciones que Marx había hecho sobre el sistema parecían cumplirse. Estalló una crisis catastrófica peor que cualquier otra. Un tercio de la población de los dos países más industrializados perdió su trabajo. Millones de personas de clase media se vieron en la misma situación desesperada que la mayoría de los trabajadores, incluso en las economías avanzadas. En los países coloniales, el colapso de los precios de las materias primas sumergió a cantidades inauditas de gente en la extrema pobreza. La profundidad de la crisis alimentó las dictaduras más bárbaras de la historia, con la llegada al poder de Hitler en Alemania. Parecía que no había esperanza si no se rompía por completo con el capitalismo.
Tal como Anthony Crosland, líder del ala conservadora del Partido Laborista, escribió en 1956 sobre la atmósfera en su juventud:
La influencia masiva del análisis marxista en los 30 fue el reflejo de una agitación intelectual sin parangón en la historia del movimiento obrero británico (…) Cada vez más personas empezaron a sentir que era necesario un análisis minucioso para explicar una catástrofe que parecía estar hundiendo al capitalismo mundial.
Treinta años más tarde, las cosas parecían ser muy diferentes: en todos los países industriales avanzados había pleno empleo, la producción parecía expandirse inexorablemente con el boom más largo vivido por el sistema, los salarios reales subían año tras año, e incluso los gobiernos conservadores establecieron sistemas de bienestar social para ocuparse de los pobres, los enfermos y los mayores. El nazismo parecía una pesadilla pasada a medida que la democracia parlamentaria se estabilizaba en los países avanzados y empezaba a florecer en los países menos desarrollados del sur de Europa.
Ésta era la situación a la que se enfrentaban muchos intelectuales que una vez habían proclamado su creencia en el marxismo, y ahora afirmaban que ya no era aplicable. Aceptaron la ortodoxia imperante entonces según la cual las crisis eran cosa del pasado y la lucha de clases se estaba marchitando. El capitalismo, insistían, se estaba convirtiendo en un modelo de sociedad «opulenta» poscapitalista donde el único tema de discusión era como repartir los beneficios de una riqueza ilimitada y un mayor tiempo de ocio.
Crosland plasmó este argumento en un libro muy influyente, The Future of Socialism:
La creencia en que las «contradicciones internas» del capitalismo llevarían primero a un empobrecimiento gradual de las masas y finalmente al colapso de todo el sistema ha sido refutado de manera bastante obvia en la actualidad (…) El pleno empleo ha reemplazado a la depresión, la inestabilidad es mucho menor y la tasa de crecimiento apreciablemente superior (…) La tasa de crecimiento actual se mantendrá, y el futuro con toda probabilidad se caracterizará más por la inflación que por el paro (…) Prácticamente todos los rasgos característicos del capitalismo tradicional anterior a 1914 han sido modificados en gran medida o transformados por completo.
Esto había ocurrido, decía, porque el estado había tenido éxito en quitar las decisiones económicas clave de las manos de los capitalistas de viejo estilo que sólo se interesaban por los beneficios:
La clase empresarial capitalista ha perdido su posición dominante (…) Las fuentes y las palancas decisivas del poder económico han pasado de manos privadas a otras manos (…) Actuando principalmente a través de los presupuestos, pero también con la ayuda de otros instrumentos, el gobierno puede ejercer toda la influencia que quiera en la distribución de los ingresos y también puede determinar a grandes rasgos la división de la producción total entre el consumo, la inversión, las exportaciones y el gasto social (…) El poder económico del capital mercantil y de las compañías financieras, y en consecuencia el control financiero capitalista sobre la industria, es mucho más débil. Este cambio hace que en la actualidad sea absurdo hablar de una clase dirigente capitalista.
Estos fueron los argumentos que llevaron al liderazgo del Partido Laborista británico a hacer el primer esfuerzo conjunto, en 1959, por abandonar su viejo compromiso con «la propiedad común de los medios de producción, distribución e intercambio». Aunque la cúpula acabó abandonando este cambio, sus argumentos calaron en muchos trabajadores, que dejaron de ver la acción política para retar el sistema como una prioridad.
Veinte años más tarde, la situación había dado un nuevo giro de 180º. El gran boom de posguerra se acabó con la recesión de 1974-76, y de repente los métodos keynesianos en los que personas como Crosland habían puesto su fe, parecieron haber dejado de funcionar.
El mismo Crosland ahora admitía que su explicación anterior había sido demasiado sencilla, aunque siguió intentando defender sus rasgos esenciales: «Las desigualdades extremas de clase aún existen, la pobreza está lejos de ser eliminada, la economía se encuentra en un estado de crisis semipermanente y la inflación está desenfrenada», escribió en 1974. «La sociedad británica -lenta, rígida, clasista- ha demostrado ser mucho más difícil de cambiar de lo que se suponía (…) El tono de los primeros escritos revisionistas fue demasiado complaciente…».
En los dos años siguientes, a medida que la incapacidad de los métodos keynesianos para enfrentarse a la recesión se hicieron evidentes, centenares de economistas y periodistas económicos que habían sido keynesianos convencidos, se pasaron de repente a las doctrinas «monetaristas» de la ortodoxia de antes de los 30. Y los políticos no tardaron en unirse a ellos. En Gran Bretaña, el primer ministro laborista, James Callaghan, abrazó en público la nueva doctrina en el congreso del partido de 1976:
Antes creíamos que se podía salir de las recesiones simplemente bajando los impuestos e incrementando el endeudamiento gubernamental (…) Esta opción ya no existe; y cuando se dio, sólo funcionó a costa del aumento de la inflación. Y cada vez que esto ha pasado, el nivel de paro ha subido.
La «alternativa» de su gobierno al keynesianismo fue dejar que el paro se duplicara e imponer un programa del Fondo Monetario Internacional que recortaba en 8 mil millones de libras (serían unos 5 billones de pesetas actuales) el presupuesto para ayudas gubernamentales.
Incluso a la derecha de los laboristas hubo importantes personalidades que se horrorizaron por lo que estaba ocurriendo. Crosland, el hombre que en 1956 había afirmado que Gran Bretaña ya no era capitalista, ahora decía a los oficiales del Ministerio de Asuntos Exteriores que «el FMI es una entidad capitalista, es intolerable que su filosofía se le imponga a un gobierno socialista».
Pero las personas como Crosland encontraron que era imposible cambiar al resto de los laboristas. La única alternativa al programa del FMI que pudieron sugerir fue la imposición de controles sobre las importaciones, lo que los gobiernos de todo el mundo habían hecho en los 30. Sin embargo, sus colegas y asesores insistieron en que éstos no funcionarían, y acabaron hundiéndose en las mismas políticas de paro y recortes de subsidios que los keynesianos habían dicho que no volverían a ser necesarias.
La experiencia del gobierno laborista británico no fue un caso aislado. En los 80 se repitió en Francia, donde el gobierno socialista de Mitterrand abandonó los intentos keynesianos de «reactivación» para adoptar políticas que provocaron cuatro millones de parados; y en Suecia, donde un gobierno socialdemócrata adoptó políticas que dejaron al paraíso socialdemócrata por excelencia con un paro del 14%.
La cruda realidad era que el keynesianismo no funcionaba.
A principios de los 80, el ala izquierda de los laboristas y algunos del Partido Comunista hicieron un último intento por revitalizar las políticas keynesianas, elaborando una «estrategia económica alternativa» a la que llamaron «socialista», pero que de hecho se centraba en la vieja creencia de Keynes y Crosland de que un alto nivel de control estatal, incluyendo el control sobre las importaciones, podría sacar de la crisis al sector capitalista privado. En cualquier caso, a finales de los 80, muchos de los defensores más conocidos de esta política ya la habían abandonado. Antiguos líderes de izquierdas, como Robin Cook, David Blunkett y Clare Short [todos actuales miembros del gabinete británico _ N. de la Trad.] pronto dieron su apoyo a la nueva Cláusula Cuatro [que abandonó la pretensión de nacionalizar la economía _N. de la Trad.], con su adopción de los «rigores del mercado».
21. Errores fatales
La incapacidad de la intervención estatal keynesiana para frenar la crisis capitalista en Occidente fue igualada por la recesión en las economías estalinistas del Este. Esto incrementó la confusión entre aquellos que, desde Occidente y el Tercer Mundo, habían puesto sus esperanzas en el estado para vencer las absurdidades del capitalismo. Mientras las economías del Este habían ido a mejor, su ejemplo había sido utilizado en Occidente para justificar políticas de aumento de la inversión y la competitividad a través del control estatal. Si el estalinismo podía combinarse de alguna manera con la democracia parlamentaria, decían muchos en la izquierda, era posible salir de las crisis a través de un programa o una reforma.
Pero este punto de vista no pudo sobrevivir a los acontecimientos de los 80, cuando se hizo evidente que los estados del Este empezaban a colapsarse económicamente. Polonia vivió un ciclo característico de expansión-recesión a finales de los 70 y principios de los 80, coincidiendo con el proceso de crecimiento del movimiento obrero de masas Solidarnosc y su posterior eliminación por los militares. A partir de 1986, el líder de la URSS, Mikhail Gorbachev, manifestó que la economía estaba «estancada», hasta que él mismo cayó del poder cuando el estancamiento dio paso a una crisis tan importante como la sufrida en Occidente en el período de entreguerras.
Con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, muchos de los que habían visto el socialismo como una mezcla de Stalin y Keynes, pasaron a afirmar que el capitalismo había demostrado su superioridad respecto al socialismo.
En realidad, lo que fracasó no fue el sistema socialista, sino la estrategia de superar las viejas crisis del capitalismo mercantil a través del capitalismo de estado. Esto dejó tanto a los dirigentes como a los dirigidos impotentes frente a las crisis futuras, tal como se vio en Occidente con la profunda recesión que empezó en 1990 y en el Este con el fracaso de la privatización y del mercado en poner fin a la crisis creciente.
Se había producido una fase de la historia del capitalismo durante la cual los métodos del capitalismo de estado militar habían podido evitar las crisis, pero se había acabado, y a partir de entonces, nada de lo que hicieran los gobiernos podría arreglar la situación.
Esto había sido previsto por los estudios pioneros del capitalismo de estado militar hechos durante el momento álgido del boom de posguerra por gente como Vance y Kidron. Ellos habían señalado en los 50 y 60 que el capitalismo de estado militar tenía defectos inherentes que los keynesianos y los apologetas del estalinismo ignoraban.
En primer lugar, la competencia entre los grandes poderes les llevaba a adoptar formas de producción militar que requerían mayores niveles de inversión de capital por trabajador. Como era de esperar, la producción de bombarderos se sustituyó progresivamente por la producción de misiles, y la de acorazados por la de submarinos nucleares. Fábricas como la Boeing en Seattle, que había llegado a emplear a 120.000 personas, pronto redujeron su plantilla a menos de la mitad y, en consecuencia, el nivel de gasto armamentístico que había permitido el pleno empleo en toda la economía a principios de 1950, ya no podría hacerlo a inicios de los 70.
En segundo lugar, el gasto armamentístico por parte de los grandes poderes había creado un mercado para muchos países más pequeños que no gastaban cantidades significativas en armamento. Así, Estados Unidos, que gastaba más del 8% de su PIB en armas, compró televisores, coches y acero producidos en Japón, un país que invertía menos del 0,5% en armas y que pudo así dedicar recursos masivos a la modernización de sus industrias civiles.
Las industrias de los países que producían pocas armas crecieron más rápido que las de sus competidores, los grandes productores de armamento, y pasaron a constituir una porción mucho mayor del sistema mundial de lo que lo habían hecho dos o tres décadas antes. Este hecho puso bajo presión a los grandes productores de armas, forzados a competir en la industria civil y a desviar fondos armamentísticos: en EEUU, la proporción de la producción nacional destinada a la industria armamentística cayó del 12% a principios de los 50 al 7% en los 70.
Pero la reducción de la proporción total de recursos del sistema para la inversión destinada a la producción de armamento, resucitó las viejas fuerzas causantes de la inestabilidad económica. Como consecuencia, en los 70, y por primera vez desde los 30, las recesiones volvieron a afligir las economías de todos los grandes poderes occidentales, y las viejas tendencias señaladas por Marx reaparecieron a gran escala; el crecimiento mucho más rápido de la inversión que de la fuerza de trabajo empleada y la caída de la tasa de beneficios.
Por último, una tercera tendencia que se había desarrollado durante el Gran Boom obstaculizó fatalmente la habilidad de los gobiernos para afrontar las crisis.
La expansión masiva del sistema había ido acompañada por un crecimiento desmesurado del comercio internacional, que se desarrollaba a un ritmo el doble de rápido que la producción económica mundial. Las cantidades que fluían entre bancos de diferentes continentes en un día normal empequeñecieron los depósitos de divisas de los bancos nacionales, y eso dificultó el control gubernamental sobre lo que los capitalistas hacían con sus fondos. En 1950, por ejemplo, la mayoría de los gobiernos pensaban que podían establecer una tasa de intercambio fija para sus monedas; a finales de los 80, muchos se sentían incapaces de intentarlo.
El crecimiento del comercio estuvo acompañado por una internacionalización de las finanzas y de la producción, ya que sólo las empresas que operaban a través de las fronteras nacionales podían permitirse invertir en las formas más avanzadas de tecnología. Un puñado de gigantes multinacionales pasaron a dominar la industria de la aviación, la de los ordenadores y el software, la automovilística, la de las telecomunicaciones y la de la construcción naval.
Si los gobiernos capitalistas intentaban que sus propias industrias nacionales no colaboraran con estas empresas, se arriesgaban a perder el acceso a las técnicas más modernas. Pero si optaban por la colaboración, cedían el control de sectores clave de la industria a multinacionales capitalistas preocupadas exclusivamente por los beneficios internacionales, y no la estabilidad de los capitalismos nacionales.
Los gobiernos se vieron poco a poco impotentes en un momento en que las crisis volvían con una intensidad desconocida durante los 50 años anteriores. El gobierno británico en 1976-77 y el francés en 1981-82 se encontraron paralizados por las «huidas de capital» que estallaban cada vez que intentaban adoptar en lo más mínimo el «método keynesiano».
Los líderes políticos de muchos países del «Tercer Mundo» o «de reciente industrialización» aprendieron a las malas la misma lección durante los 80. Cuando sus economías empezaron a mostrar signos de crisis corrieron a abrazar el mercado y los «programas de ajuste estructural» del FMI y el Banco Mundial, con la vana esperanza de que el capitalismo de «mercado libre» vencería allí donde el capitalismo de estado estaba fracasando.
Las cosas no fueron muy diferentes en los países del Este, donde las tasas de crecimiento empezaron a caer y las economías de los pequeños estados nacionales se paralizaron, incapaces de competir con las grandes economías occidentales. Incluso la economía oriental más poderosa, la de la URSS, tenía una capacidad de menos de la mitad que la de EEUU, con quien había intentado competir en producción armamentística. Cuando EEUU dió un nuevo empuje al gasto en armas con la «segunda Guerra Fría» de los 80, los dirigentes de la URSS de repente se dieron cuenta que ya no podían aguantar más.
La única manera de escapar de esa situación parecía ser el abandono de la economía centralizada de capitalismo de estado militar y la adopción del libre funcionamiento del mercado mundial sin control, con sus altibajos impredecibles.
De aquí el «descubrimiento» repentino por parte de los dirigentes de todos los países del bloque del Este, desde Hungría y Polonia a China y Vietnam, de que el socialismo no «funcionaba»; un hallazgo que destruyó la confianza de todos los admiradores occidentales y del «Tercer Mundo» hacia el viejo capitalismo de estado. De aquí también el singular espectáculo de muchos viejos socialistas en Occidente y en el «Tercer Mundo» que en 1989-90 abrazaron los placeres de la economía de mercado, justo cuando estaba a punto de entrar en una nueva y devastadora recesión que demostró lo poco que había cambiado, en sus rasgos esenciales, desde que Marx echó por tierra sus pretensiones.
El sistema se desmorona
22. Una nueva fase
El capitalismo de mediados de los 90 parece tan diferente del de mediados de los 50 como ése lo pareció del de principios de los 30. De nuevo nos encontramos con altos niveles de desempleo, recesiones recurrentes y enormes índices de pobreza. La sobreproducción no impide los recortes en el estado del bienestar ni la presión a la baja sobre los salarios que reduce aún más el mercado para los bienes producidos. Vuelve a aparecer el desánimo sobre las posibilidades del sistema, incluso entre los mismos defensores de éste. Will Hutton resume este sentimiento generalizado cuando escribe sobre Gran Bretaña:
Existe una percepción creciente y acertada de la crisis que se extiende a través de todas las clases acerca del carácter y la disponibilidad del trabajo y sus implicaciones en todos los aspectos de la sociedad, desde el cuidado de nuestros niños al creciente abandono de nuestras ciudades (…) La inseguridad, los bajos salarios y el desperdicio de talento están muy extendidos y llegan a profesiones y oficios que antes se consideraban seguros.
Uno de cada cuatro hombres británicos en edad de trabajar está ahora en el paro o inactivo (…) El número de personas viviendo en la pobreza ha aumentado hasta niveles impresionantes, los signos del estrés social -desde las familias desestructuradas al crecimiento de la criminalidad- aumentan casi a diario (…) Uno de cada tres niños crece en la pobreza…
El país está cada vez más dividido interiormente, con una arrogante clase de altos mandos en apariencia indiferente a los otros rangos a los que dirige. Esta clase privilegiada goza de educación, trabajo, vivienda y pensiones. En el otro extremo, un número creciente de personas descubre que ellos son los nuevos trabajadores pobres, o tienen que vivir del estado en condiciones de semipobreza (…) En medio hay cada vez más gente que vive la inseguridad, el miedo a perder su trabajo en la era de las «regulaciones de empleo», las «reducciones de gastos» y la «flexibilización», y muchos más tienen serias dudas sobre la posibilidad de mantener un nivel de vida digno.
Hutton no culpa de todo lo que está pasando a las tendencias del capitalismo en general, sino a su forma británica, que según él está distorsionada por el papel que juegan las instituciones financieras de la City de Londres. Sin embargo, tienen que admitir que:
Lo que está pasando en Gran Bretaña es sólo una versión más aguda de lo que está pasando en todas partes (…) No existe ningún país de la Europa Occidental que no pueda contarnos al menos una historia similar a la inglesa (…) En EEUU la inseguridad laboral es endémica, y los salarios del 10% más pobre de la población son un 25% más bajos que los del mismo grupo en Gran Bretaña (…) Prácticamente uno de cada cinco trabajos no aporta los ingresos suficientes para sacar adelante a una familia de cuatro miembros.
Uno de los teóricos más prominentes de «la sociedad opulenta» de los años 50 y 60 fue J.K. Galbraith. Su descripción de EEUU en la actualidad es casi tan irrecusable como la de Hutton sobre Gran Bretaña:
En 1988 el 1% de las familias más ricas tenía unos ingresos anuales de unos 617.000 dólares (unos 120 millones de pesetas) y controlaban el 13,5% del total de los ingresos brutos (…) El 20% vivía con relativa comodidad con ingresos de más de 50.000 dólares al año (unos 9 millones de pesetas). Entre ellos percibían el 51,8% de todos los ingresos brutos (…) [Su] comodidad y bienestar económico se sustenta y aumenta gracias a la existencia en la economía moderna de una clase numerosa, muy útil e incluso esencial, que no comparte la agradable vida de la comunidad afortunada (…) [Esta clase] es una parte integral de un proceso económico más amplio y mantiene los niveles de vida y el confort de la comunidad afortunada. Los económicamente privilegiados dependen en gran medida de la presencia de esta clase (…) En nuestra economía, los pobres son necesarios para realizar los trabajos que los más afortunados no realizan y consideran desagradables e incluso penosos.
De manera confusa, Galbraith habla de una «mayoría satisfecha» de 2/3 de la población, pero se refiere al porcentaje de los que se molestan en votar (la mitad del electorado), no 2/3 de la población adulta. De hecho, tal como él mismo subraya, las condiciones para la mayoría de la población estadounidense han empeorado durante los últimos 15 años: 4/5 de las familias han visto sus ingresos reducidos y la caída de los salarios medios ha sido del 5%.
También insiste en la «tendencia intrínseca del capitalismo a la inestabilidad, la recesión y la depresión» y la «poderosa tendencia del sistema económico a volverse peligrosamente en contra no sólo de los consumidores, los trabajadores o el público en general, sino también en contra de sí mismo…» Galbraith escribe sobre el «empeoramiento de las recesiones y depresiones debido al desuso económico a largo plazo, al peligro implícito en el poder militar autónomo y al creciente malestar en las barriadas urbanas causado por una pauperización y desesperación en aumento…»
Llega incluso a comparar los Estados Unidos en la actualidad con los últimos años previos al desmoronamiento de la URSS:
Pocas ideas eran tan poco aceptadas como la de la posibilidad de que los hechos explosivos de Europa del Este pudieran tener un paralelo en los Estados Unidos o incluso en Gran Bretaña. El comunismo había fracasado; el capitalismo triunfaba. ¿Podía alguien ser tan pesimista como para pensar que, de alguna manera, existían ocultas en el sistema triunfante graves grietas similares? Desafortunadamente sí las hay.
Como es evidente, estas críticas irrecusables sobre lo que está pasando no provienen de los economistas de la derecha conservadora. Éstos aún están intentando celebrar el colapso de las economías estatales de la URSS y Europa del Este. Pero incluso ellos tienen que aceptar que el sistema funciona de manera mucho más destructiva de lo que se afirmaba en los 50 o incluso a mediados de los 80.
El ex Ministro de Economía y Hacienda conservador Nigel Lawson puede atacar a su sucesor, Clarke, por no haber previsto la inevitabilidad del «ciclo económico de expansión y recesión». El ex fan del monetarismo, Samuel Brittan del Financial Times, descubre con perplejidad «factores profundamente enraizados como la tendencia al abandono de los trabajos de por vida que se da en todos los países» y crea «inseguridad laboral» a nivel masivo. Los periódicos conservadores reflejan la creciente preocupación de los que tienen trabajo con titulares como «Trabajo excesivo: la epidemia de la clase media», a la vez que promueven el incremento de este trabajo excesivo con llamadas a «recortar los costes laborales» y diatribas contra la «vagancia de los trabajadores». Mientras tanto, la «nueva derecha» reconoce de manera perversa la incapacidad del sistema de ofrecer esperanza a muchos de los que viven en él con llamadas a los recortes en las prestaciones sociales, y en el caso de Newt Gingrich en los Estados Unidos, llegando a ensalzar los asilos de pobres del siglo XIX [instalaciones públicas donde los pobres eran forzados a trabajar _N. de la Trad.] como una manera de hacerse cargo del «lumpen».
Este mensaje está lejos de las ideas dominantes en los 50, cuando incluso los políticos conservadores como Eisenhower en los Estados Unidos y Macmillan en Gran Bretaña prometieron mejores vidas para todos, cuando el «sueño americano» no sólo significaba éxito para los ricos sino también seguridad para los más desfavorecidos, y cuando un gobierno conservador británico ganó las elecciones con eslóganes como «Ahora todos somos clase trabajadora» y «Nunca os ha ido mejor». Está lejos incluso de las ideas de los 80, cuando Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Gran Bretaña prometieron un «capitalismo del pueblo» donde la riqueza pasaría poco a poco de los ricos a los pobres.
De maneras particulares, tanto el centroizquierda como la derecha reconocen que el sistema ha entrado en una nueva fase en el último cuarto del siglo XX; una fase bastante similar, pero a una escala mucho mayor, a la del primer cuarto de siglo.
Las estadísticas lo demuestran. Las tasas de crecimiento económico en todos los países avanzados y en casi todo el Tercer Mundo y las economías de «reciente industrialización» (exceptuando las del Este asiático) han sido menores desde mediados de los 70 de lo que lo fueron en los 25 años anteriores.
Tasa de crecimiento medio del PIB por persona empleada
1960-68 | 1979-88 | |
EE.UU. | 2,6 | 0,9 |
Japón | 8,8 | 3,1 |
Alemania Occidental | 4,2 | 1,9 |
Francia | 4,9 | 2,4 |
Gran Bretaña | 2,7 | 2,6 |
Italia | 6,3 | 1,6 |
Por regla general, las tasas de paro también han crecido durante este período. En los países avanzados son comunes las tasas del 8, 10 e incluso (en los casos de España e Irlanda) del 20%. Según las Naciones Unidas, en todo el mundo hay mil millones de parados. Aun en la región de más rápido desarrollo económico del mundo, el llamado «espacio económico chino» (China, Hong Kong, Taiwan, Singapur), el crecimiento se concentra en áreas determinadas, mientras en el vasto interior chino, cientos de millones de personas viven desesperadas por escapar de la pobreza rural pero no se les puede conseguir trabajo en las ciudades.
La desaceleración de las tasas de crecimiento refleja una caída en los índices de beneficios, a pesar de toda la presión por incrementar el ritmo de trabajo y mantener bajos los salarios. A finales de los 80, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Europea, la tasa de beneficios representaba por término medio un 60% de lo que había sido en los 50 y 60.
Las empresas han respondido a esta presión a la baja sobre los beneficios de la misma manera que lo hicieron en el pasado, intentando recuperar a nivel individual su posición recortando más la fuerza de trabajo y haciendo inversiones «intensivas en capital».
El porcentaje de capital respecto al trabajo ha crecido en todo el mundo. Entre 1977 y 1987 creció en un 2,4% al año en la «industria productiva» estadounidense; en los 80 creció un 2% anual en la economía británica en general; entre 1985 y 1990 se duplicó en la industria china; y en América Latina la inversión por trabajador creció en 2.000 dólares durante los 80. Pero lo que esto significa es que la nueva inversión crea un número cada vez menor de trabajos. Se echa a la gente de aquellos sectores de la industria considerados viejos y «no competitivos», pero no se les da trabajo en los sectores nuevos y tecnológicamente avanzados.
La expansión de la producción a través de un uso menor de mano de obra podría llevar a la realización de todos los sueños utópicos de la humanidad de los últimos 5.000 años; a un mundo sin escasez, sin presión laboral y con tiempo para la creatividad y el ocio. Pero bajo el sistema actual sólo provoca dos discrepancias devastadoras: por una parte, existe un desequilibrio creciente entre el nivel de inversión y el de beneficios; y por otra, se genera una distancia en aumento entre el potencial productivo de la economía y la capacidad de los sueldos de la gente para crear «demanda efectiva».
La acumulación del capital productivo se realiza a trompicones: avanza de repente y destruye los empleos «viejos» y entonces, temerosa de no conseguir beneficios, retrocede y evita la creación de nuevos trabajos. Las empresas reducen salvajemente sus plantillas para poder mantenerse por delante de sus rivales y obligan a los trabajadores restantes a esforzarse más y más. A medida que la competencia crece y se intensifica, las empresas destinan aún más recursos a formas de competencia improductivas, desde el gasto en marketing y publicidad a la promoción y el envasado. Y a medida que las tasas de beneficios industriales se reducen, se acentúa una búsqueda frenética de ganancias a través de la especulación, en las bolsas internacionales, invirtiendo en la construcción de oficinas y la compra de tierras, en los mercados de productos y en divisas extranjeras. Billones de dólares van así a parar a un sistema mundial de finanzas, de bonos basura y otros derivados, aparentemente desconectado del proceso real de creación de riqueza a través del trabajo y la maquinaria.
El sistema puede haber entrado en una nueva fase, pero la manera en la que funciona no es nueva. En esencia, es lo mismo que describió Marx.
Si queremos decir que Marx está «desfasado», no podemos justificarlo argumentando que el sistema es más racional de lo que él pensó; el «desfase» sólo existe por el hecho de que su descripción subestimó la capacidad destructiva del sistema. Los capitalistas no sólo se pelean entre ellos en los mercados, sino que también utilizan al estado para forzar a sus rivales capitalistas a aceptar sus dictados, complementando la competencia económica con muestras de fuerza militar. El capitalismo americano intenta persuadir al capitalismo europeo y japonés para que acepte sus preceptos, demostrando que tiene capacidad para declarar la guerra en las ricas zonas petroleras de Oriente Medio; los capitalistas iraníes y turcos cuentan con la ayuda de sus estados respectivos en su lucha por conseguir influencia y contratos en el cinturón sur de la antigua URSS; los capitalistas turcos y griegos estimulan una mini carrera armamentística para intentar establecer su dominio en los países balcánicos antes controlados por Rusia; Alemania apoya a Croacia, los Estados Unidos a los musulmanes bosnios y Grecia a los serbios en las guerras terribles en la ex Yugoslavia; los militares rusos lanzan guerras perversas para mantener el control de los oleoductos que atraviesan Chechenia y la influencia en la república Tadjic contigua a Afganistán; China, Filipinas, Malasia y Vietnam se enfrentan por el control de las reservas petrolíferas que se supone existen cerca de islas deshabitadas del mar chino; Israel intenta minar la influencia egipcia en la Península Arábiga.
El resultado de esta situación es que en todo momento, en una u otra parte del mundo, una docena de conflictos o guerras civiles están en marcha, utilizando las formas más horribles de armamento «convencional».
Junto a esta carnicería y devastación que afecta a sectores cada vez más amplios de la humanidad, aparece otra amenaza que era difícilmente visible en tiempos de Marx, el peligro de la destrucción del medio ambiente del que dependemos para sobrevivir. Marx y Engels eran muy conscientes de que la alocada carrera para acumular capital producía contaminación, el envenenamiento de la tierra y del aire, la adulteración de los alimentos y la propagación de epidemias horribles. Engels escribió de forma extensa sobre estos temas en su libro Anti-Dühring. Sin embargo, ellos vivieron en una época en la que la industria capitalista estaba confinada a áreas relativamente pequeñas del mundo y la devastación era local, afectando sobre todo a los trabajadores empleados en una fábrica o a un poblado minero en concreto. La industria capitalista actual opera a una escala mundial y su impacto es sobre el medio ambiente global, tal como se ve en la manera como las nubes radioactivas de Chernobil se propagaron por toda Europa, en cómo las reservas de peces de los mares se están agotando por el exceso de pesca, en el daño a la capa de ozono provocado por los gases utilizados en aerosoles y refrigeradores. Por encima de todo se encuentra la amenaza del «efecto invernadero» de desestabilizar el clima mundial, inundando países con poca altura respecto al nivel del mar y convirtiendo regiones fértiles en desiertos.
Éste es el estado de las cosas que los defensores del mercado capitalista esperan que celebremos.
23. No quedan respuestas
El futuro del sistema actual y de los cinco mil millones de personas que viven en él tiene un aspecto bastante horrible. Los reformistas más clarividentes lo perciben. «A menos que el capitalismo occidental en general y el capitalismo británico en particular acepten que tienen responsabilidades respecto al mundo social y político en el que están instalados», advierte Will Hutton, «van de cabeza a la perdición».
Sin embargo, los intentos de reformar el sistema son infinitamente menos exitosos de lo que parecían ser en los 50 e incluso en los 80.
El mismo Hutton resalta el hecho de que en Suecia, que fue durante años el mejor ejemplo de regulación socialdemócrata del capitalismo, «los primeros ataques al estado del bienestar desde los años 30» provinieron de un gobierno socialdemócrata «restringiendo el aumento del déficit público», mientras que en Francia el gobierno socialista de finales de los 80 adoptó la «deflación competitiva y el rigor económico», provocando un paro juvenil superior incluso al de Gran Bretaña. «Los socialistas españoles y el Partido Laborista de Nueva Zelanda» no han sido «menos entusiastas del recorte presupuestario, la privatización y la reestructuración del estado del bienestar que los conservadores canadienses, por poner un ejemplo. En todas partes, las diferencias ideológicas entre los partidos políticos que compiten por ganar las elecciones se han limado. Una vez en el gobierno, partidos políticos diferentes ofrecen programas similares».
En Gran Bretaña, el portavoz laborista en temas económicos [actual Ministro de Economía _N. de la Trad.] Gordon Brown, utilizó una conferencia sobre «el cambio económico global» en 1994 para criticar intentos anteriores de reforma: «El laborismo del pasado intentó contrarrestar la injusticia y la debilidad del mercado libre a través de la substitución del mercado por el gobierno, y muchas veces vio las políticas tributarias, el gasto y el endeudamiento como la solución rápida al decaimiento nacional». El periódico Independent on Sunday -que sigue la línea de muchas de las ideas de Brown- resumió su discurso con el titular «Brown abandona a Keynes».
Brown justificó su postura diciendo que la «globalización» del capitalismo -es decir, la extensión de la producción y las finanzas multinacionales y del marketing- dejaba obsoletos los viejos intentos keynesianos de los estados nacionales de aislarse de la inestabilidad de la economía mundial. Este razonamiento ha sido expresado de forma más completa y honesta por uno de los ex consejeros de Brown, el Profesor Meghnad Desai de la London School of Economics, en una serie de artículos publicados por el periódico Tribune, en los que afirmó:
Ya no es posible aplicar políticas keynesianas de izquierdas en el contexto de un solo país (…) Estamos siendo testigos en los años noventa de un retorno al mundo que conocieron los socialistas del siglo XIX, donde los movimientos de capital son globales y el estado es incapaz de ejercer ningún control efectivo sobre la economía…
«El fracaso de los gobiernos socialistas y laboristas», insiste, no es el resultado del «fracaso de la voluntad o de la pusilanimidad del liderazgo. El problema es el resurgimiento del capitalismo (…) Un siglo después de Marx y Engels, sigue reproduciéndose constantemente». Esto quiere decir que ni siquiera «la propiedad estatal de la economía garantiza el control del mercado…»
Estos argumentos han llevado al liderazgo laborista a abandonar la vieja versión de la Cláusula Cuatro de la constitución del partido, que hablaba de su cometido a «la propiedad pública de los medios de producción, distribución e intercambio». Sus argumentos, igual que los de los pensadores «revisionistas» de los años 1890 y 1950, se basan en que estas ideas están «pasadas de moda» y que ignoran los «cambios fundamentales» que se han producido en el capitalismo. En este punto cuentan con el apoyo de presuntos «izquierdistas de centro» como Hutton y Desai.
Sin embargo, existe una diferencia vital entre los argumentos del liderazgo laborista actual y los utilizados por «revisionistas» como Bernstein en 1890 y Crosland en 1950. Ambos decían que el sistema no necesitaba una transformación revolucionaria o de base ya que, de motu propio, ya se estaba convirtiendo en un sistema racional y humano. Bernstein afirmaba:
En todos los países avanzados vemos cómo los privilegios de la burguesía capitalista ceden poco a poco a las organizaciones democráticas (…) El interés común gana en peso y poder en detrimento del interés privado y el dominio elemental de las fuerzas económicas se desvanece (…) Así, individuos y naciones enteras recuperan el control sobre parte de sus vidas, liberándolas de la influencia de la necesidad apremiante…
La internacionalización creciente del sistema relegó las crisis gigantes a algo del pasado. «La enorme extensión del mercado mundial (…) ha aumentado la posibilidad de ajustar las perturbaciones (…) Las crisis comerciales generales parecidas a las del pasado deben ser consideradas improbables». Y aún más, «el ímpetu especulativo ya no juega un papel decisivo» en los sectores más importantes de la producción.
Tal como hemos visto, Crosland amplió el argumento, afirmando que el gobierno podía «ejercer toda la influencia que quisiera en la distribución de los ingresos y determinar las líneas generales de la división de la producción total entre consumo, inversión, exportación y gasto social». Según él, esto le permitía al gobierno garantizar el pleno empleo, reducir la pobreza, aumentar los derechos de los trabajadores y crear las condiciones para que la «igualdad» fuera posible. Esta capacidad hacía que la toma de los medios de producción privados por parte de los socialistas fuera «innecesaria».
Pero Blair, Brown y los demás están diciendo que el objetivo de la propiedad colectiva debe ser abandonado porque es imposible parar el dominio coercitivo del mercado sobre los seres humanos. El «dinamismo del mercado y los rigores de la competitividad» son bienvenidos en la redacción de la nueva Cláusula Cuatro, a pesar de que, como cualquier seguidor de Hayek apuntaría, el «dinamismo del mercado» es la «destrucción creativa» de ramas enteras de la industria y de los medios de vida de los que trabajan en ellas, mientras que los «rigores de la competitividad» suponen más presión para trabajar más duro y durante más tiempo por menos dinero.
El liderazgo laborista quizás no utiliza las mismas palabras que los Hayekitas, pero aceptan la lógica de su argumento. Se hacen eco de las palabras de los políticos de derechas cuando dicen que la gente debe abandonar la idea de los «trabajos de por vida», se adhieren a la exigencia de los jefes de una «mano de obra flexible» y se niegan a comprometerse con cualquier promesa de «pleno empleo». De hecho, tienen un argumento elaborado según el cual si los gobiernos laboristas del pasado fracasaron fue porque prometieron cosas «que no podían cumplir». La única forma de evitar que esto se repita en el futuro, dicen, es no prometer casi nada. Lo que en la práctica ofrecen no es la promesa de Bernstein y Crosland de reformas ilimitadas como alternativa a la revolución, sino un reformismo sin reformas.
24. La última aventura del reformismo
«Decimos lo que haremos y haremos lo que decimos» es el eslogan favorito del liderazgo laborista. Sin embargo, en público, difícilmente admiten que no pueden ofrecer reformas a aquellos que les apoyan. En consecuencia, hacen juegos de manos con argumentos concretos y confían en economistas de centroizquierda y periodistas como Will Hutton y William Keegan para exponerlos. Estos argumentan que existen modelos alternativos de capitalismo que funcionan mucho mejor que el que ha fracasado en Gran Bretaña. El «mercado social» y formas «populares» como las existentes en Alemania y Japón son utilizados como ejemplos. Estas fórmulas, dicen, dan mayor seguridad a los trabajadores y así consiguen una mayor cooperación por su parte. Esto permite que las empresas tengan más beneficios a la vez que ofrecen a los empleados un trato mejor. Y no sólo eso, la subordinación del capital financiero al capital industrial que se da en esos países les facilita escaparse de las crisis. El resultado, según Hutton, es que en Alemania:
Los sindicatos renuncian al derecho a la huelga y a defender sus propios intereses sea cual sea la situación de la empresa; y la dirección renuncia al derecho a llevar el negocio de una forma autocrática a favor de los estrechos intereses de los accionistas. En su lugar, se establece un compromiso orientado a un comportamiento conjunto y cooperativo para estimular la producción y la inversión (…) Los bancos alemanes son promotores estables de la industria alemana y viejos accionistas (…) Esta estabilidad en la propiedad y el apoyo financiero se acompaña de un estado de bienestar que ofrece un alto grado de protección social, la expresión visible de la solidaridad social.
«Las estructuras capitalistas del Este asiático y, particularmente, de Japón, enfatizan la confianza, la continuidad, la reputación y la cooperación en las relaciones económicas (…) La empresa es el núcleo de la unidad social de la cual los individuos son miembros y no simples trabajadores (…) La desigualdad de ingresos en estos países es de las más bajas del panorama internacional (…) El estado busca el consenso y guía a las empresas y al sistema financiero en la ruta establecida por este consenso.»
La lógica de los argumentos de Hutton y Keagan (un tanto diferentes) se basa en la idea de un gobierno reformista en Gran Bretaña que dé nueva forma al capitalismo siguiendo este esquema.
Pero no es sólo el modelo británico de capitalismo el que ha estado en crisis en los 90, sino también el alemán y el japonés. En el momento de escribir este libro, Alemania se recupera de una grave recesión y los niveles de paro en la parte occidental aún están por encima del 8%, una cifra mucho mayor al 2% de hace un cuarto de siglo. Los niveles reales de vida de los trabajadores se han reducido por la imposición de un «impuesto de unión» diseñado para cubrir los costes de la absorción de la economía de Alemania oriental. Los jefes han provocado huelgas en la importante industria del metal, en su fallido intento de mantener los aumentos salariales por debajo de la inflación y posponer la introducción de las 35 horas. Y existe una campaña conjunta de la clase dirigente alemana, supuestamente «socialmente consciente», para recortar las pensiones y otras prestaciones sociales.
Tal como el mismo Hutton admite, su modelo dista mucho de ser estable:
Bajo la presión de la globalización y la intensa competencia por los costes, la Mittelstand (mediana empresa) ha empezado a perder terreno, y existe el miedo a que las grandes empresas alemanas se estén viendo forzadas a adquirir sus suministros en países donde son más baratos, mientras que productos de ultramar ganan terreno en los mercados tradicionales de las Mittelstand. Los bancos alemanes, sometidos a las mismas presiones, supuestamente están acortando sus horizontes (…) Las grandes empresas, decididas a emular a los japoneses y a contener los costes a través de la subcontratación del trabajo y la insistencia en la entrega puntual, exigen a los proveedores aún más flexibilidad.
En lo referente al modelo del sudeste asiático, Hutton admite que siempre ha estado marcado por «las largas jornadas y muchas veces condiciones laborales degradantes», en numerosas ocasiones impuestas por regímenes de partido único (Taiwan, China, Singapur y Japón durante 40 años) o dictaduras militares (Corea).
La mayor economía del Este asiático, Japón, se enfrenta ahora a problemas similares a los británicos, estadounidenses y europeos. A principios de los 90 sucumbió en una grave crisis, y la solvencia de sus bancos más importantes ha sido amenazada. El Financial Times habla de un «continuo desplazamiento de la producción al exterior que ha provocado que una sexta parte de la producción de manufacturas se encuentre en ultramar», mientras que «muchas industrias japonesas tienen que soportar el exceso de capacidad en casa y retos crecientes en el exterior». En 1994 el paro llegó a su nivel más alto en 40 años, con sólo 64 empleos disponibles por cada 100 parados. Es difícil entender cómo estos modelos de capitalismo vacilante pueden ofrecer una alternativa a los capitalismos más débiles como el británico.
Los discursos sobre el modelo de capitalismo «europeo» o del «Este asiático» van muchas veces acompañados de debates sobre la importancia del «capital humano»: la existencia de mano de obra altamente cualificada. Gordon Brown, por ejemplo, ha afirmado que ésta es la clave del desarrollo capitalista actual, y no los medios de producción. Esto le ha llevado a decir que los «viejos debates» sobre quién controla la industria son irrelevantes.
Según él, la manera de poner fin a la debilidad del capitalismo británico es aumentar la «inversión en capital humano», poniendo más énfasis en la formación de mano de obra cualificada. Así, gracias al crecimiento de la productividad, se puede mejorar el nivel de vida y los servicios sociales, al tiempo que la economía entra en un círculo vicioso de crecimiento de la producción, llamado «crecimiento endógeno».
Este argumento contiene tres falacias elementales. Primero, el trabajo más cualificado de hoy en día no es posible sin unos medios de producción avanzados. De hecho, depende de éstos mucho más que en el pasado, y por eso el porcentaje de inversión en relación al trabajo sigue aumentando en todo el mundo.
En segundo lugar, no existe ninguna razón por la cual un país pueda detener el suministro de trabajadores cualificados. Incluso en países atrasados como India y China existen millones de personas instruidas con los conocimientos necesarios para desarrollar trabajos altamente sofisticados como la ingeniería civil, informática, etc., y de menor sofisticación como la programación informática y el tratamiento de textos. Sólo un pequeño porcentaje de la población tiene estos conocimientos, pero la población total es suficientemente numerosa como para que este pequeño porcentaje pueda ofrecer al capitalismo internacional cantidades de trabajadores cualificados comparables a los de muchos países avanzados. Mientras tanto, los avances en la tecnología de las telecomunicaciones están haciendo posible que el diseño cualificado y las tareas informáticas se realicen en países menos desarrollados y luego se transmitan a los centros de producción avanzados.
Bajo estas circunstancias, los capitalistas utilizan la amenaza de trasladar, por ejemplo, la ingeniería informática a lugares como Bangalore en India, como un arma para recortar salarios y empeorar las condiciones de trabajo de la mano de obra en Gran Bretaña. Nada de lo que Brown o Hutton digan les va a parar.
Finalmente, incluso si el «capital humano» fuera tan importante, esto no frenaría la tendencia general del sistema mundial y de su sector británico al empeoramiento de las crisis. La presión sobre los jefes para reducir los puestos de trabajo no desaparecería. La nueva tecnología de las comunicaciones conocida como «telemática» y basada en «la convergencia entre las comunicaciones y la informática», por ejemplo, en lugar de aumentar el empleo está destruyendo más lugares de trabajo de los que crea, según un estudio del Profesor John Goddard de la Universidad de Newcastle. Y nada puede atajar la devastación provocada por la «sobreproducción» periódica, la cual empeorará con el tiempo debido a las presiones a la baja sobre la tasa de beneficios.
La especialización de la mano de obra en una economía nacional no puede acabar con la tendencia del capitalismo a las crisis de la que ya advirtieron Marx a mediados del XIX y Keynes durante la época de entreguerras. El problema es que la especialización afecta a la oferta, no a la demanda, y por lo tanto no puede influir sobre la sobreproducción y el paro que los keynesianos decían poder controlar. Abandonando esta pretensión, los reformistas actuales están admitiendo que no tienen respuestas a los problemas centrales a los que la mayoría de la gente se enfrenta: paro creciente, inseguridad laboral a nivel internacional, intensificación del trabajo y presión para reducir los niveles de vida.
Hutton admite lo limitadas que son las opciones para un estado nacional:
Un cuarto de las acciones, bonos y depósitos bancarios británicos están en manos de extranjeros. El veto del mercado de capital es particularmente fuerte, y cualquier gobierno británico se encontraría preso de sus exigencias de prudencia fiscal y monetaria.
Sin embargo, él no concluye que en estas circunstancias el reformismo keynesiano es una fantasía imposible, sino que afirma que el keynesianismo a nivel europeo puede funcionar allí donde el keynesianismo nacional no puede:
Gran Bretaña tiene un interés especial en la construcción de un orden internacional más estable. Pero el país no puede actuar solo, y aquí es donde la Unión Europea y su potencial para organizar acciones conjuntas se convierte en crucial. Los países de la UE juntos tienen el poder para regular los mercados financieros y controlar los flujos de capital, y pueden intervenir para obligar a los Estados Unidos y Japón a llevar mejor su relación como parte del pacto mundial. Poseen el potencial para administrar la demanda, estimulándola y reduciéndola cuando sea necesario, sin ver cómo los mercados de capital arruinan sus políticas (…) Si Europa quiere defender su idea del estado del bienestar (…) tendrá que hacerlo unida.
Sin embargo, cualquier estudio en profundidad del llamado reformismo «eurokeynesiano» demuestra que es tan falso como el reformismo del «capital humano». Asume que los diferentes poderes capitalistas europeos pueden sencillamente olvidar sus diferencias y cooperar en materia económica cuando hasta ahora no han sido capaces ni de hacerlo para mantener sus paridades monetarias dentro de la Unión Monetaria Europea ni coordinar sus políticas exteriores para hacer frente a una guerra civil en el patio trasero de la Unión, la ex Yugoslavia.
De hecho, en todos los países de la Unión las grandes empresas nacionales mantienen estrechas relaciones con los estados nacionales y los presionan para que protejan sus intereses delante de otras empresas y otros países.
Y aún más, la internacionalización del sistema lleva a que incluso los gobiernos de las economías más fuertes, como Estados Unidos y Japón, vean cada vez más limitada su capacidad de acción por las presiones de la competencia global. Una Europa capitalista unida se encontraría con las mismas restricciones. La respuesta de los grandes empresarios sería el aumento de la presión sobre los gobiernos para que atentaran contra los derechos de los trabajadores. En un suplemento del Financial Times titulado «¿Puede Europa competir?», publicado a principios de 1994, se afirmaba que las alternativas eran o «el incremento de la competitividad, la liberalización del mercado laboral y la reforma radical del sector público» o la «Euroesclerosis», que convertiría «la Unión Europea en el estanque de la economía global».
Finalmente, y sobre todo, los eurokeynesianos ignoran el hecho que el largo boom de posguerra no fue el resultado de la aplicación de los métodos keynesianos. Keynes fue tan responsable del boom como el levantarse por la mañana lo es de que salga el sol. Lo que hizo fue diagnosticar lo que ya estaba ocurriendo, a medida que los gobiernos adoptaban niveles masivos de gasto militar y, relacionado con esto, intervenían de forma muy activa en la economía. Sus propias recetas para que el boom se mantuviera pocas veces se utilizaron durante los «años dorados». Por extraño que parezca, Hutton, uno de los keynesianos recientes más entusiastas, ha reconocido esto en uno de sus artículos para el periódico The Guardian, donde ha señalado «las pruebas ofrecidas por Robin Matthews ya en 1968 de que la cantidad de inversión de tipo keynesiano de los (…) 50 y 60 (…) para controlar la demanda fue comparativamente pequeña» y no podría haber sido responsable del largo período de expansión económica. En todos los países industrializados se hicieron intentos de aplicar los métodos keynesianos cuando este período llegó a su fin a mediados de los 70, y en todas partes se abandonaron porque no funcionaron.
Las personas como Hutton piden la luna cuando defienden que, 20 años después, estas políticas pueden funcionar si se utilizan a escala europea.
No cabe ninguna duda de que si políticos como Blair y Brown -y sus equivalentes en Francia, Alemania, Italia, el Estado español y Escandinavia- se niegan a prometer mejoras en las prestaciones sociales, los niveles de paro y las condiciones laborales, es porque, de alguna manera, son conscientes de este hecho. Sin embargo, esto les deja con unas políticas económicas poco distinguibles de las de sus oponentes conservadores.
En alguna ocasión, Hutton se ha visto obligado a reconocer este hecho, como cuando criticó al «líder del Partido Laborista» en el Guardian por dar un discurso «que podría haber dado Eddie George, Gobernador del Banco de Inglaterra, o Michael Camdessus del Fondo Monetario Internacional (…) Este posicionamiento es heredero directo de la revolución del nuevo conservadurismo de los 70, entre los autores intelectuales del cual se encuentran Milton Friedman y Friedrich Hayek».
25. Socialismo o barbarie
«Una repetición a principios del siglo XXI de las condiciones de inicios del XX». Éste es el peligro al que se enfrenta el mundo si no podemos hacer frente a la crisis actual; ésta es la conclusión de Will Hutton en su libro The State We’re In. Estas «condiciones» incluyeron dos guerras mundiales, la llegada al poder del nazismo, el colapso de la democracia en la mayor parte de Europa, la victoria del estalinismo, los campos de exterminio y los gulags. Si esto fuera a repetirse en los próximos años, no existe ninguna duda de que sería a escala mucho mayor. Nos enfrentaríamos a regímenes fascistas armados con armas nucleares, y destrucción y muerte inimaginables para el mismo Hitler. Podríamos muy bien enfrentarnos a un mundo de barbarie, si no a la destrucción final de toda la humanidad.
Las advertencias sobre un futuro así no deberían ser tomadas a la ligera. La crisis de los 90 ya ha empezado a desatar los mismos mecanismos de barbarie que se observaron en los 30. En todos los países, los aventureros políticos que apoyan el sistema actual se están forjando una carrera utilizando a las minorías étnicas o religiosas como cabezas de turco. En Rusia, Zhirinovsky, admirador de Hitler, racista y defensor de la guerra nuclear, consiguió un 24% de los votos en la elecciones de noviembre de 1993. En Bombay, otro admirador de Hitler, Bal Thackerey, controla el gobierno estatal, amenazando con declarar la guerra a la minoría musulmana. En Turquía, el gobierno y las fuerzas armadas han declarado la guerra a los kurdos, un 20% de la población total, mientras los fascistas intentan incitar a los musulmanes sunnitas a asesinar a los alauitas. En Ruanda, el ex dictador desencadenó una matanza de Tutsis por parte de los Hutus, mientras en el vecino Burundi la amenaza es una carnicería de Hutus por Tutsis.
Todo este horror encuentra sus orígenes en el fracaso del capitalismo de mercado en proporcionar vidas mínimamente satisfactorias a la mayor parte de la gente, dejando a una quinta parte de la población mundial malnutrida y a la mayoría del resto dudando sobre si mañana podrán aún disfrutar de las pequeñas comodidades que les son hoy permitidas.
Tanto los defensores acérrimos del poder de la clase dominante como los reformistas tímidos y cobardes actuales nos dicen que no hay alternativa a este sistema. Pero si eso es verdad, entonces no hay futuro para la humanidad. La política pasa a ocuparse sólo de cómo mover las tumbonas en el Titanic asegurándose a la vez de que nadie moleste a los ricos y privilegiados que cenan en la mesa del capitán.
Pero sí existe una alternativa. Todo el alocado sistema de trabajo alienado es un producto de lo que hacemos. Los seres humanos tienen el poder de tomar el control de los medios para la creación de la riqueza y subordinarlos a sus decisiones, a sus valores. No tenemos que dejarlos al capricho ciego del mercado, a la destructiva carrera de los ricos por mantenerse siempre por delante de sus rivales. Las nuevas tecnologías de las que disponemos en la actualidad, lejos de empeorar nuestras vidas, tienen el potencial de facilitar este control. El trabajo mecanizado puede proporcionarnos más ocio, más tiempo para la creatividad y más oportunidades para meditar sobre adónde va el mundo. La computarización puede proporcionarnos cantidades increíbles de información sobre los recursos disponibles para satisfacer nuestras necesidades y desarrollarlos de manera efectiva.
Sin embargo, esta alternativa no puede producirse si trabajamos desde dentro del sistema, si aceptamos la lógica demente del sistema de la acumulación competitiva, del trabajar más para forzar a otro a hacer lo mismo o perder el empleo. La alternativa sólo puede venir de la lucha contra el sistema y los efectos desastrosos que su lógica provoca en las vidas de la mayoría de la gente.
Los reformistas dicen que esta lucha no puede triunfar debido a la «globalización» del sistema. La globalización es otra forma de decir que el sistema está cada vez más dominado por un número relativamente pequeño de instituciones industriales y financieras gigantes, que desde sus sedes nacionales dictan las vidas de millones de personas en multitud de países. El poder de aquellos que dirigen estas instituciones es mas grande que nunca cuando se trata de mantener a raya -o de echar del poder- a los gobiernos que intentan regular sus actividades.
Pero esto no significa que los que queremos una sociedad humana debamos luchar contra estas instituciones y el sistema que constituyen menos que en el pasado. Al contrario. Significa que tenemos que luchar más duro y de forma más enérgica. Significa que ellos se vengarán despiadadamente si nos rebelamos a medias y no nos planteamos una lucha hasta el final. El reformista británico R.H. Tawney una vez dijo, en uno de sus momentos más radicales, que «se puede pelar una cebolla capa a capa, pero no se puede despellejar a un tigre uña a uña». Por la forma como hablan de la «globalización» los reformistas actuales, están reconociendo que el sistema es un tigre y no un apacible vegetal que aguarda, tal como Crosland y los suyos decían hace 40 años. Sin embargo, a pesar de verlo como un tigre, la conclusión de los reformistas de hoy en día es que debe dejarse suelta a la bestia. Esta conclusión no tiene ningún sentido para los que no quieren ser devorados vivos.
La globalización no hace imposible una lucha decidida contra el sistema, ya que actúa en dos sentidos. Las corporaciones gigantes sólo son fuertes si los millones de trabajadores a quienes dan trabajo alrededor del mundo no se oponen a sus actividades. Pero en el momento en que el contraataque empieza, se ven paralizadas. La integración de sus actividades a nivel internacional puede incrementar su vulnerabilidad a la acción de los trabajadores en uno de sus países de operación. Además, la conciencia del carácter multinacional del jefe puede hacer que trabajadores de muchos países vean más claramente que nunca los intereses comunes que comparten, ya que están sujetos a la misma disciplina, les dan órdenes los mismos empresarios e incluso deben llevar un logo idéntico en la empresa y cantar el mismo himno empresarial.
Para acabar, la globalización de las comunicaciones significa que los trabajadores de una parte del mundo están mucho más al tanto que antes de lo que los compañeros hacen en otros lugares. Cualquier levantamiento o revuelta puede inspirar a gente a miles de kilómetros. Esto pasó en 1968 con la guerra de liberación nacional en Vietnam y el Mayo francés. Aconteció en 1980 con la aparición repentina de Solidarnosc en Polonia. Ocurrió a mediados de los 80 con la súbita revitalización de la lucha anti apartheid en Sudáfrica. Volvió a pasar en 1994 con la revuelta de Chiapas. Y pasará la próxima vez que una importante revuelta obrera estalle en cualquier parte.
La naturaleza internacional del sistema capitalista impide que los gobiernos nacionales, no importa cuán radicales sean y cuán grande sea su apoyo popular, puedan romper totalmente con las presiones que emanan del sistema. Sin embargo, éste no es un fenómeno nuevo. Marx y Engels ya pusieron énfasis en el carácter internacional de la lucha contra el capitalismo hace 150 años. El Manifiesto Comunista insistía en que «los obreros no tienen patria», y acababa con un «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Hace 80 años, durante la Primera Guerra Mundial, los líderes de la revolución trabajadora rusa crearon una «Internacional Comunista» que debía ser la precursora de los «Estados Unidos Comunistas del Mundo», precisamente porque reconocieron que ningún país, y menos aún uno tan retrasado como lo era Rusia en ese momento, podía crear una sociedad de la abundancia aislándose de los recursos y los avances técnicos existentes más allá de sus fronteras. Hace 70 años León Trotski repitió este argumento contra Stalin, insistiendo en que hablar de «socialismo en un solo país» era una «utopía reaccionaria», ya que la tentativa de reconstruir por completo la sociedad sin tener acceso a la riqueza de todo el mundo fracasaría inevitablemente.
Estos argumentos no significan que debemos esperar que la revolución estalle de forma simultánea en todas partes. Todo proceso debe empezar en alguna parte, y la acción de enfrentarse a la alienación, la miseria y la barbarie del capitalismo no es una excepción. Puede comenzar en cualquier lugar donde exista el capitalismo, lo que en la actualidad significa casi en todas partes. Pero no puede vencer en un solo lugar. La supervivencia de una revuelta que rete al sistema -especialmente en un país como Gran Bretaña que lleva dos siglos dependiendo de la importación de comida, materias primas y muchos otros bienes- dependerá de ganarse el apoyo de los que simpaticen con ella fuera de sus fronteras. El éxito a largo plazo estará ligado a la extensión de la revolución. Cualquier país que derrote al capitalismo no podrá sobrevivir solo, pero podrá ser el puente que anime a la revuelta a otras partes del sistema mundial.
Los contrarios al socialismo dicen que incluso con esta expansión del socialismo a amplias áreas del mundo, los intentos de escapar a los dictados del mercado están condenados al fracaso. Organizar todos los sectores de la producción para satisfacer todas las necesidades humanas, dicen, es una tarea imposible. Según ellos, lo único que puede pasar es que aparezca una nueva élite dirigente que dicte al resto dónde trabajar y qué consumir.
Sin embargo, cuando Marx y Engels, Lenin y Trotski hablaron de la transición al socialismo no lo hicieron en términos del estado apoderándose de todo el poder de decisión económica, de la noche a la mañana. Lo que dijeron es que los creadores de la riqueza debían, a través de sus organizaciones democráticas, hacerse cargo de las decisiones importantes, las que establecían los parámetros de operación del resto de la economía. El día después de la revolución socialista, igual que el día anterior, la mayoría de la gente iría a trabajar a las fábricas y las oficinas, y recibiría un salario por ello. Seguirían gastando su dinero para satisfacer sus necesidades de consumo. Lo que sí cambiaría sería que los representantes de los «productores asociados» -los delegados de fábricas, de oficinas, de urbanizaciones, pensionistas, etc.- decidirían las prioridades económicas más apremiantes. En concreto, los temas más importantes de la agenda de inversión social ya no serían decididos en base a la competencia ciega entre empresas rivales, sino a través de la resolución colectiva.
Ellos reconocieron que todos los grandes cambios históricos en las formas de producir lo básico para la subsistencia humana siempre acarrearon transformaciones tanto graduales (evolución) como repentinos (revolución). Así, la transición del feudalismo al capitalismo supuso una lenta evolución económica en varios países, a medida que la producción capitalista para el mercado reemplazó la feudal en los más o menos autosuficientes pueblos señoriales, pero también cambios políticos repentinos y revolucionarios cuando la clase capitalista en emergencia echó a la vieja clase dirigente feudal del poder. Lo importante es que sin el cambio revolucionario, el cambio evolucionario se habría detenido abruptamente y la sociedad hubiera empezado a retroceder, lo que de hecho pasó en los casos en que los evolución económica no estuvo acompañada por una revolución política, como en el siglo XIV en toda Europa y en la Europa central en el XVII.
De la misma forma, la sustitución del capitalismo por un nuevo mecanismo económico basado en la cooperación humana no puede producirse de golpe. Serán necesarias muchas décadas para que la gente aprenda a controlar de manera consciente la mayoría de los múltiples procesos productivos existentes en la sociedad actual, y durante este tiempo no habrá más opción que seguir con los viejos mecanismos de mercado. Pero tomando el control político y apoderándose de las industrias más importantes, se pueden empezar a tomar las decisiones centrales, que tendrán una enorme influencia sobre el resto de procesos de cambio. Se podría, por ejemplo, evitar que las empresas rivales gastaran recursos enormes en la construcción de instalaciones industriales para competir entre ellas y diciendo después a sus trabajadores que deben aceptar rebajas salariales y presiones sobre la productividad para seguir en nómina. Se podría evitar el gasto en publicidad o en el envío de productos idénticos en direcciones opuestas. Las lujosas casas de los ricos podrían convertirse en las instalaciones que los pobres necesitan desesperadamente. Se podría, en general, empezar a sustituir la anarquía por la decisión humana consciente.
Cuando esto se haga, las decisiones que deberán ser tomadas no serán más difíciles que las que toman el puñado de directivos que dominan las grandes empresas actuales. En Gran Bretaña, por ejemplo, 4/5 del procesamiento y distribución de comida está en manos de 5 empresas. Cada una de éstas debe coordinar, de manera planificada, la producción y distribución de miles de productos, intentando que coincidan con los gustos de 50 millones de hombres, mujeres y niños diferentes. Si son capaces de hacerlo no es porque sean genios -de hecho la mayoría son los típicos idiotas de clase alta-, sino porque su riqueza les permite emplear a grandes cantidades de gente cualificada y utilizar la tecnología más moderna. Sin embargo, una gran parte de este esfuerzo se pierde. Las personas cualificadas están sujetas a la competencia entre empresas rivales y eso les impide cooperar entre ellos, entre los que trabajan en la producción de comida y los que la consumen. En cambio, se dedican grandes esfuerzos al aumento de la explotación de estos trabajadores por una parte, y por la otra se moldean los gustos de los consumidores de forma malsana. La propiedad y control de estas grandes empresas por parte de un estado obrero democrático, basado en juntar las iniciativas de la gente, de manera cooperativa, haría que la coordinación de la producción fuera más sencilla (ya que no habría duplicación sistemática de los esfuerzos en las empresas rivales) y respondiera mejor a las necesidades reales de los consumidores.
Esto no significa que la organización socialista de los sectores más importantes de la producción fuera a ser perfecta. Seguro que se cometerían errores, sobrestimando las necesidades de la gente en un tema y subestimándolas en otro. Seguro que se producirían discusiones eternas sobre cómo tirar adelante; seguro que habría tanto satisfacción como descontento. Pero estas cosas serían incidentes pasajeros, no intrínsecos al funcionamiento del sistema. Ahora mismo, no existe discusión alguna que pueda corregir la tendencia a la sobreproducción por un lado y la escasez por el otro, ya que el sistema no se basa en las decisiones racionales tomadas como consecuencia de debates razonados entre la mayoría de la gente, sino en los esfuerzos de pequeños grupos de ricos por subordinarlo todo a su competencia para ser más ricos.
Es esta competencia ciega lo que produce los booms y las crisis, el aumento del paro y a la vez del volumen de trabajo, la sobreproducción y los recortes en las prestaciones sociales, las terribles guerras «locales» y las amargas explosiones de odio étnico y religioso.
Marx dijo que siempre que las formas de dominación de clase entran en contradicción con las formas de producción, dos pueden ser las consecuencias: la victoria de una nueva clase como resultado de grandes luchas, o el retroceso de la sociedad debido a la «destrucción mutua de las clases en discordia». La revolucionaria alemana Rosa Luxemburg planteó este tema de forma más directa. Bajo el capitalismo, dijo, la alternativa es entre «socialismo o barbarie».
Si nos fijamos en cómo la sociedad se está desarrollando en la actualidad en muchas partes del mundo, vemos claramente la cara de la barbarie. Pero también observamos luchas contra el sistema que en repetidas ocasiones lanzan ideas de cambio real, basado en la solidaridad, la cooperación, el cuidado mutuo entre personas que, de manera consciente y colectiva, construyen su propio futuro. Los que pregonan una reforma a medias del sistema actual predican la capitulación al barbarismo. Los que creemos en la revolución, vemos en estas luchas la posibilidad de avanzar, no de retroceder.
Aún tenemos, tal como Marx y Engels escribieron al final del Manifiesto Comunista, «un mundo que ganar».
Lectura recomendada
Karl Marx y Friedrich Engels, El Manifiesto del Partido Comunista (Cuadernos del Marxismo Revolucionario, Izquierda Revolucionaria). La mejor explicación global de sus ideas.
Karl Marx, Trabajo Asalariado y Capital. La más accesible introducción a sus ideas sobre la explotación.
Alex Callinicos ¿Qué es la clase trabajadora? (Cuadernos del marxismo revolucionario, Izquierda Revolucionaria). Breve y útil explicación de lo que los marxistas entienden por clase trabajadora, y de por qué ponen el énfasis en ella para cambiar la sociedad.
Mark O´Brien, Las causas del hambre. Folleto de Izquierda Revolucionaria.
Josep Garganté, El ABC del socialismo. Folleto de Izquierda Revolucionaria. Introducción útil a la alternativa al sistema, y cómo ésta se puede lograr.
Más lectura
El primer tomo de El Capital, la obra maestra de Marx.
Por una nueva economía de Paul Ormerod (Anagrama, S.A. 1995). Contiene un resumen útil de los ataques más recientes procedentes del mundo académico, contra el pensamiento económico ortodoxo.
N. Bujarin, La economía mundial y el imperialismo (Ruedo Ibérico 1969), y Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo. Obras clásicas escritas por los revolucionarios rusos.
Eric Hobsbawm, La era del imperio (Crítica). Estudio histórico
realizado por este respetado historiador de izquierdas.